QUINCE AÑOS EN EL KREMLIN El mundo (y Rusia) según Putin Por Andrés Molano-Rojas (*) Especial para EL NUEVO SIGLO 17 de mayo de 2015, página __ El 7 de mayo de 2000, casi coincidiendo con el día de la Victoria en Europa, que conmemora el triunfo aliado sobre el régimen Nazi en la que para los rusos será siempre la “Gran Guerra Patriótica”), Vladimir Vladimirovich Putin se convirtió formalmente y por derecho propio en el segundo presidente de la Federación Rusa, sucesora mayor de la extinta Unión Soviética y también —por vocación histórica y a pesar de la forzosa hibernación a la que estuvo sometida durante el gobierno de Boris Yeltsin— del Imperio de los zares. Fue precisamente Yeltsin quien lo designó Primer Ministro en agosto de 1999. Y fue también Yeltsin quien, con su inopinada renuncia el 31 de diciembre de ese mismo año, acabó de impulsarlo al centro de la palestra política, en la que muy pronto empezó a demostrar tanto su audacia como su astucia, y que al cabo de 15 años sigue dominando prácticamente por completo, aupado primero en la eficacia de la “mano dura” con que puso fin al conflicto armado en Chechenia, en la bonanza del petróleo y otras materias primas después, y finalmente, en la reivindicación cada vez más vehemente y asertiva del lugar de Rusia en el escenario internacional, tal como lo puso en escena hace apenas una semana, al desplegar ante los ojos del mundo 16 mil soldados, 200 vehículos armados y 150 aviones en el desfile militar más ostentoso desde la era soviética. Quién sabe por cuánto tiempo más estará Putin al frente de los destinos de Rusia. La reforma constitucional aprobada por la Duma en 2008 amplió el periodo presidencial de cuatro a seis años, así que en principio Putin estará en el poder hasta 2018, con la posibilidad (que él mismo ha dejado entrever) de postularse para un nuevo periodo. De conseguirlo, sobrepasaría entonces a casi todos sus predecesores en el Kremlin, incluidos Stalin y Brezhnev y la inmensa mayoría de los zares de la Rusia moderna. La receta política de la longevidad Hace 15 años Putin heredó una Rusia postrada en lo económico, vapuleada en lo político, y emocionalmente devastada tras el colapso del Imperio Soviético. Nada habría podido empeorar luego de los años de Yeltsin, durante los cuales su débil liderazgo — casi rayano con la abulia— se conjugó con el estancamiento, la agitación interna y el avance de Occidente en la antigua esfera de influencia de Moscú (incorporación a la OTAN de Polonia, Checoslovaquia y Hungría). Contra ese telón de fondo resultaba fácil que alguien con su carácter y con su conocimiento de la psicología política empezara a destacar, no sólo mediante demostraciones efectivas de contundente poder y mediante otras acciones concretas apalancadas en el usufructo de los réditos de la recuperación económica, sino también a través una intensa y permanente campaña propagandística que condujo a nuevas formas de culto de la personalidad (Putin convertido en ícono y modelo, encarnación viril del espíritu ruso); a una peculiar reelaboración del pasado según la cual, por ejemplo, la disolución de la Unión Soviética fue el suceso más trágico de la historia universal y, por otro lado, nada tuvo de reprochable el Pacto Ribbentrop-Molotov ni los protocolos secretos que lo acompañaron (los cuales allanaron el camino a la invasión de Polonia por los nazis en 1939); y a una proyección no menos peculiar del presente a través de los medios de comunicación como el portal noticioso Russia Today cuyas crónicas y reportajes parecen referirse a un mundo paralelo. A todo lo anterior habría que añadirle un inflamado discurso nacionalista que exige de suyo la represión de disidencias y fracturas hacia adentro y la recuperación de la influencia perdida y el protagonismo de primer orden hacia fuera. Víctimas de lo primero han sido durante todos estos años tanto la oposición política, la prensa independiente, la sociedad civil organizada, e incluso algunos empresarios proscritos de la nueva nomenklatura por sus diferencias con el régimen, e incluso las minorías sexuales y hasta las integrantes del grupo punk Pussy Riot. El impacto de lo segundo se ha sentido con especial intensidad en Georgia y en Ucrania. Pero también en los Países Bálticos — que acaban de solicitar a la OTAN una mayor presencia de la alianza en sus territorios ante lo que perciben como constante amenaza proveniente de Moscú—, así como en sus relaciones con Europa y con los Estados Unidos (cuya erosión intenta compensar mediante nuevos alineamientos y partenariados como los BRICS; con un giro creciente hacia Asia y un entendimiento más amplio con China; y con la reactivación de sus relaciones con antiguos interlocutores y socios estratégicos, como Cuba y Nicaragua en América Latina, por no hablar del papel que Rusia ha tenido como valedora del régimen de Bachar el Asad en Damasco). Sería sin embargo un error atribuirle todo el mérito de su longevidad política a su carisma personal y a su propio talento, a un conjunto de circunstancias y coyunturas favorables, o a su habilidad estratégica para identificar oportunidades y evadir riesgos. La clave es mucho más compleja y hunde sus raíces en la identidad histórica y política rusa. Ortodoxia y autocracia Así lo intuyó el escritor ruso Mijaíl Bulgákov en su novela “La guardia blanca”, ambientada en el periodo crítico en el que se solaparon la I Guerra Mundial —desastrosa para los rusos— y la Revolución —que no lo fue menos. En Rusia, dijo Bulgákov, sólo son posibles dos cosas: la ortodoxia y la autocracia. Quizá al cabo de algunos años las memorias de Putin se leerán como esos “espejos de príncipes” escritos por los preceptores medievales para sus regios pupilos, y que contenían consejos y advertencias sobre el arte de gobernar, es decir, sobre la adquisición, el ejercicio, el aumento y la conservación del poder. En sus páginas tendrán un papel protagónico la ortodoxia —tanto en el plano religioso y moral como político, y como fundamento de la identidad y de la cohesión social— y la autocracia —el personalismo, el enroque, el partido virtualmente único, el control y el disciplinamiento de la sociedad— y todo lo que las hace posibles: la represión, la corrupción, la omnipotencia del Estado y el militarismo. Y quién sabe cuántos las lean, en Rusia o en otros lugares del mundo, para intentar repetir la receta. +++ (*) Profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario. Catedrático de la Academia Diplomática “Augusto Ramírez Ocampo”. Director Académico del Observatorio de Política y Estrategia en América Latina (OPEAL) del Instituto de Ciencia Política “Hernán Echavarría Olózaga”.