El campesino rulfiano

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3. El campesino rulfiano: hombre mítico
3.1. Filosofía natural en El Llano en llamas
La crítica ha sido unánime respecto a la importancia de la presencia de la naturaleza en
El Llano en llamas. Son pocos los relatos que no describen una tierra estéril (“Nos han
dado la tierra”, “¡Diles que no me maten!”, “Luvina”), renuente a permitir que brote
algo con vida, o un torrencial que arranque de tajo aquello que, finalmente, la tierra
yerma había dejado crecer (“La Cuesta de las Comadres”, “Es que somos muy pobres”).
Junto a otros elementos adversos, como los que se engendran en el seno de un
determinado marco sociohistórico (la Reforma Agraria, la Revolución, la Cristiada,
etcétera) o de simples colisiones interpersonales, la presencia de la naturaleza termina
por menoscabar la poca calidad de vida de un puñado de campesinos que, por lo mismo,
viven el día a día. De esta manera, los componentes de la naturaleza abandonan su
pasividad de mera escenografía para convertirse en un aspecto más que traza, con
frecuencia, el destino69 de los personajes: “La presencia de la naturaleza pasa a ocupar
el primer plano de la preocupación y meditación rulfiana; parece como si los caracteres
humanos estuvieran determinados por ella” (López 173).
Sin embargo, más allá de esta relación conflictiva entre los seres rulfianos y la
naturaleza, se esconde otro tipo de vínculo, el cual, lejos de ser hostil, se configura
como el último reducto donde el hombre ha de refugiarse para soportar en la medida de
69
El ladrido de los perros en “Nos han dado la tierra” y “No oyes ladrar los perros”; las chachalacas y las
curvas del río en “El hombre”; un becerro y una lluvia torrencial en “Es que somos muy pobres”; la luna
en “La Cuesta de las Comadres”; todos estos elementos de la naturaleza constituyen señales que
profetizan un acontecimiento trascendente: la vida, la muerte material, la muerte espiritual. Señales
empolvadas de la milenaria y mítica práctica de leer el porvenir en la naturaleza; recordemos, por poner
un ejemplo, el aniquilamiento de Agamenón vislumbrado en el vuelo de un pájaro.
103
lo posible las inclemencias del exterior.70 A propósito de esto, comenta María Luisa
Ortega: “Con intuición milenaria, Rulfo revela que, puesto que el infortunio es el que
mueve los hilos y tuerce los destinos, al hombre no le queda otro recurso que acudir a la
riqueza simbólica de la naturaleza para atenuar el olvido y la soledad” (45). Es la
necesidad del hombre mítico de mirar hacia los orígenes, donde encontrará la serenidad
que el presente, lleno de catástrofes, no le concede. Así pues, en El Llano en llamas la
naturaleza juega un doble papel: o bien representa un agente hostil que termina por
colmar el eterno cuadro de violencias, o bien significa el cobijo original donde el
hombre se esconde cuando los agresivos agentes externos lo alcanza.
La conexión entre el ser y la naturaleza es, claro está, resultado de un proceso de la
conciencia. Lo mismo que con el tiempo y el espacio antes analizados, constituye una
forma de interpretar los caracteres que se encuentran esparcidos en derredor. Tal
exégesis está precedida por la cosmovisión de los personajes; no es la misma lectura la
que va a hacer Nacha, personaje de “Es que somos muy pobres” cuyo destino está
determinado por una lluvia de dimensiones bíblicas, a la que va a hacer don Justo de
“En la madrugada”, dueño de todo San Gabriel. Para la primera, la naturaleza adquiere
valor trascendental;71 para el segundo, valor decorativo.
Pues bien, me parece que al pensamiento de aquellos personajes que establecen un
vínculo de comunión íntimo con el entorno le subyace los vestigios de una filosofía
natural propia del pensamiento mítico. El antropólogo Gilbert Durand afirma que, al
70
Para González Boixo esto no es posible: “La naturaleza es siempre hostil al hombre: en Es que somos
muy pobres, será la riada que inunda el pueblo y se lleva los bienes de los protagonistas; en El hombre,
principalmente la figura del río que va dando vueltas sobre sí mismo y atrapando al que huye; en No oyes
ladrar los perros, esas piedras que, ocultas en la sombra, hacen tropezar continuamente al protagonista;
en El día del derrumbe, el terremoto que asola el pueblo” (41).
71
“Rulfo le imprime connotaciones simbólicas a determinados elementos de la naturaleza y, como si
quisiera despertar el animismo indígena, los despoja de su condición ordinaria, los eleva al mundo
peculiar del sentido y los convierte en hierofanías” (Ortega, Mito 56).
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menos en la cultura occidental, el hombre, fundamentalmente, se ha relacionado con el
mundo de dos formas distintas. Por un lado, está aquel ser que experimenta el mundo;
por el otro, aquel que experimenta con el mundo. A éste se la denominado hombre
moderno, racional, civilizado, entre muchos otros calificativos, y es el que hoy por hoy
domina los discursos oficiales. El primero se trata del hombre mítico.
Si bien la filosofía del hombre mítico, debido a una multitud de motivos que van
desde la coronación del pensamiento lógico hasta la concepción de una forma
monolítica de ver el mundo, ha perdido legitimidad, es innegable que, en tanto parte
constitutiva de todo ser humano, sigue teniendo vigencia, y aprovecha cualquier
intersticio del discurso dominante para manifestarse. En este sentido, por más que la
historia de las ideas tienda a encumbrar las potencialidades del hombre de ciencia y a
colocarlo sin vacilación en la vanguardia de lo que se considera la línea del progreso de
la humanidad, se ha documentado con suficiente constancia y convicción que el
pensamiento mítico no obedece a esquemas historicistas. En este sentido, las teorías
evolucionistas, que mucho van en detrimento de cosmovisiones alternas, no han podido
eliminar esa propiedad del hombre que, por encima de milenios de pretendida
civilización, se mantiene aunque sea subrepticiamente: a saber, su relación con la
naturaleza en tanto es concebida como la experiencia con las causas últimas entre el ser
humano y el entorno.
El hombre mítico tiene una relación muy estrecha con el cosmos. A diferencia del
hombre que se dice moderno, el cual busca a como dé lugar separarse del mundo, trazar
una línea divisoria entre el «yo-pienso» y la cosa pensada, el hombre del mito siente la
necesidad de integrarse al universo. Para él, como si se tratara de un sistema, todos los
elementos del entorno, incluyéndose, cobran significado en el sentido de que se
105
relacionan entre sí: la flora, la fauna, el ambiente, las piedras, la luna, etcétera. Dice
Sanguinetti: “La aspiración de lo múltiple a su unificación es también una aspiración a
la totalidad, en la que ninguna de las partes queda aislada, menoscabando la integridad y
la perfección del todo” (164). Esta integración del ser con el mundo, descalificada por la
pedagogía «segregadora» (Durand) del pensamiento racional, da fundamento, por
ejemplo, a la forma pagana de la religión, en la cual, en vez de reducir su operación a
ideas monistas (un único Dios, una sola materia, un Centro), apela a la totalidad de los
elementos que componen el universo, desde un grano de arena hasta el mismo sol. Así
pues, para el hombre mítico nada del cosmos le es ajeno en tanto objeto separado de su
ser, sino más bien integrado en un todo.
De esta manera integral de relacionarse con el universo se deriva su forma de
conocerlo. Mientras que el hombre racionalista procura descomponer y dividir el mundo
en diversos objetos para su estudio, el hombre mítico concibe el conocimiento como
uno solo, pues la naturaleza es un único gran fenómeno, cuyos componentes, todos
ellos, están conectados unos con otros. Así, las categorías necesarias para aprehender la
realidad no están elaboradas estrictamente desde la abstracción que discrimina, clasifica
y organiza las cosas separadas de su subjetividad. El hombre mítico, dicho en otras
palabras, se expone a la totalidad del mundo, busca el conocimiento en la intemperie.
Esta búsqueda, es pertinente aclararlo, se obtiene no sólo a través de procesos mentales,
de racionalización, sino también mediante experiencias sensitivas más allá de las
visuales.
Como vemos, se trata de la eterna colisión: la filosofía natural del hombre mítico
entra en un fuerte conflicto con la monopolizante filosofía cientificista, que ha
dominado en Occidente y que siempre ha buscado deslegitimar las cosmovisiones que
106
no se fundamentan en sus bases constringentes. De modo que el incesante intento de
dominar la naturaleza por parte del hombre occidental significa para el otro, el mítico, la
desfiguración del verdadero rol del hombre en el universo: ser parte de él, no pretender
explicarlo desde fuera sin haberlo vivido desde dentro.
A continuación hacemos el análisis de dos cuentos de El Llano en llamas. La
intención es demostrar que detrás de los conflictos sociohistóricos se esconde una pugna
mucho más profunda y antigua, esto es, la colisión entre una filosofía natural —
vinculada al pensamiento mítico— y el discurso y las prácticas del pensamiento
racional.
3.1.1. “Nos han dado la tierra”: el polvo pegado a la piel
En “Nos han dado la tierra”, cuatro campesinos caminan de regreso a su pueblo sobre
un enorme trozo de tierra árida mientras cavilan acerca de la inutilidad del territorio de
siembra que les ha otorgado el Estado. En términos generales, podríamos decir que la
acción es mínima: además de caminar, los hombres cruzan un par de palabras y se
detienen un momento para ver cómo una nube cargada de agua se aleja del llano y se
descarga lejos de ellos. A través de breves analepsis, sin embargo, el lector se va
enterando de ciertos acontecimientos que, en gran medida, han determinado el estado de
ánimo actual de los personajes. Los campesinos se han entrevistado con un delegado, el
mismo que les entregó ese “duro pellejo de vaca” por el que ahora caminan, del cual,
según dice el narrador, no se levantarán ni los zopilotes. El delegado, como
representante del gobierno, establece una relación de poder con los campesinos,
representantes a su vez del pueblo. En este sentido, el conflicto central del cuento se
107
circunscribe sin mayor inconveniente en un marco de lucha política, y si consideramos
las significativas alusiones a las carabinas y los caballos —“Antes andábamos a caballo
y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina” (38)—,
podemos concluir que esta lucha política es la de la posrevolución; específicamente la
Reforma agraria.
Al igual que otros cuentos de El Llano en llamas, “Nos han dado la tierra” plantea el
problema de la falta de comunicación. En el caso concreto del relato que nos ocupa, tal
incomunicación es producto de la distancia que media entre las necesidades del pueblo,
una tierra para sembrar, y los intereses del gobierno, no ceder tierras útiles. Desde esta
perspectiva, los campesinos encarnan el agente explotado: los de abajo sólo disponen de
la libertad que los de arriba ofrecen. Esta lectura, me parece, constituye el nivel
superficial de la propuesta de “Nos han dado la tierra”, ya que, como bien señala
Francoise Perus, es dudoso que Rulfo se dedique “al descubrimiento de lo que la
tradición realista no se había cansado de denunciar, a saber, la miseria campesina y la
colusión de las autoridades agrarias con los terratenientes” (577). Existen ciertos
elementos del texto que, sin entrar en contradicción con la, digamos, lectura histórica
del cuento, ofrecen una interpretación más profunda al apelar a aspectos menos literales.
En otros textos de El Llano en llamas, la falta de comunicación es principalmente el
resultado de una negación del diálogo. En “La herencia de Matilde Arcángel”, entre
Euremio grande y Euremio chico hay atravesado un duro resentimiento que sella los
labios e impide el flujo de la palabra. En “La Cuesta de las Comadres” y “¡Diles que no
me maten!”, según vemos en sus respectivas escenas finales, el diálogo sólo es posible
después de la muerte. En “Macario”, el estado mental —calificado desde la
racionalidad— del protagonista menoscaba la legitimidad de su palabra, y entonces
108
Macario opta mejor por hablar con las ranas. No existe, repetimos, el diálogo; se niega
por rencor, por pereza, por egoísmo, por falta de vida.
En cambio, en “Nos han dado la tierra”, la falta de comunicación no es el efecto de la
ausencia de diálogo, que sí lo hay, sino de la articulación discursiva de dos registros
culturales opuestos. La incomunicación, dicho en otras palabras, más que obedecer a
simples intereses particulares, es producto del enfrentamiento de dos formas de ver el
mundo esencialmente complementarias pero históricamente irreductibles. Por un lado
está la cosmovisión de los campesinos, cuyos principales fundamentos están ilustrados
en la simplicidad de sus anhelos: sólo buscan tierra fértil. Por el otro, está el marco
epistemológico del delegado, quien, detrás de un escritorio, plantea un procedimiento
complejo para un proceso que debería ser muy simple. Ambas posturas quedan muy
bien expresadas en el siguiente extracto del relato:
—Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el
arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que
hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo
que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
—Eso manifiéstenlo por escrito.72 Y ahora váyanse. Es al latifundio al que
tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
—Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el
Centro. Todo es contra el Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso
es lo que hemos dicho… Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a
comenzar por donde íbamos…
Pero él no nos quiso oír. (40)
72
Para Francoise Perus, la dicotomía oralidad/escritura constituye un grado más en la profunda oposición
entre la cosmovisión de los campesinos y la del delegado: “en los relatos de Rulfo, la „oralidad‟ no se
reduce a una mera cuestión de estilo, de ritmo o de entonación […]. En él, la asunción de la „oralidad‟
atañe a la configuración misma del objeto de la representación artística y al valor ético-cognoscitivo de
ésta, y como tal, redefine también sus propias relaciones con la tradición letrada hasta entonces existente”
(578).
109
Es el enfrentamiento entre lo que, a partir de las aportaciones de Gilbert Durand y otros
estudiosos, hemos denominado «filosofía natural» y una actitud más bien materialista.
Ambas formas de interpretar el mundo se sustentan, respectivamente, en los dos
hemisferios del pensamiento del hombre: el mítico y el racional.73
Anteriormente, siguiendo las propuestas tanto de Julio Ortega como de María Luisa
Ortega, dijimos que la afiliación de los personajes rulfianos a un aparato mítico
implicaba, entre otras cosas, un sutil esbozo de esperanza, teniendo en cuenta, sobre
todo, que el aparato histórico les resultaba funesto. Insertados en un cuadro rígidamente
racional, los campesinos de “Nos han dado la tierra” no tendrían más futuro que su
eterno vagabundeo. Es verdad que de pronto se asoma el pesimismo, o la desesperanza,
pero es momentáneo. ¿Cómo regresa la ilusión? Me parece que la respuesta a esta
cuestión la encontramos en el doble significado que el cuento le otorga a la tierra. Si
para el delegado los rasgos del territorio cedido pueden representarse en una hoja de
papel, para los campesinos el llano posee sólo valor experiencial pues ellos conocen la
tierra de cerca, la han olido, la han saboreado. El hombre mítico, dice Gilbert Durand,
nunca ha pensado que la naturaleza es un «Otro»; todo lo contrario, es la extensión de
uno mismo, por eso la única forma de aprehenderla es mediante los sentidos.
Conforme bajamos,74 la tierra se hace buena. Sube el polvo desde nosotros como
si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo.
73
Thomas Lyon hace una lectura muy interesante sobre los diferentes registros inmiscuidos en el diálogo
que citamos: “La sede del gobierno (del latín sedere, estar fijo en un lugar) no se mueve por nada ni
nadie; el hombre de pie (del latín stare, estar de pie) tiene que ceder el paso, hacer la voluntad del
gobierno, caminar de un lugar a otro” (307). Como puede constatarse, Lyon hace hincapié en diferencias
que atañen a una actitud frente al mundo. Si bien no lo consigna con los términos aquí utilizamos, no cabe
duda que este crítico advierte el conflicto transhitórico que ilustra “Nos han dado la tierra”.
74
“La autorreferencia del narrador como parte de una identidad plural, podría indicar la representación
literaria de su afiliación a un grupo de cosmovisión indígena; ya que la concepción de una comunidad que
no cancela la individualidad de sus miembros es uno de los valores más importantes de la cultura
mesoamericana” (Concha 138).
110
Nos gusta […] Nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca
sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas
de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta. (41)
Sobre esta parte del cuento, escribe Jaime Concha: “Es la tierra de la vida y el polvo
de la muerte lo que entrevemos en el misterio gozoso de la barranca” (208). Por su
parte, opina María Luisa Ortega: “el polvo aparece […] como signo de esperanza y
como síntesis de todo lo que la tierra representa para el campesino” (48). En ambos
señalamientos encontramos una tierra que adquiere valor trascendente; no sólo
representa una zona de siembra, lo que le daría un carácter meramente racional a la
relación entre el ser y la naturaleza, sino que además la tierra se vuelve uno con el
hombre, encarna la vida, simboliza el origen. El gusto por la adhesión de la tierra a la
piel, en sentido experiencial, constituye ni más ni menos que el sustrato más primordial
del hombre mítico, del anthropocosmos, como lo denomina Durand. Resulta congruente
esta lectura del cuento porque desde las primeras líneas tiene especial relevancia el uso
particular de los sentidos: los campesinos se comunican mediante el viento, huelen a la
gente, miden las distancias a través de los ladridos de los perros.
Una parte de la crítica ha visto en El Llano en llamas la representación de los
conflictos sociopolíticos que se suscitaron durante los años posteriores a la revolución
mexicana: “es a través de esa realidad descarnada, tal como la siente Rulfo, el modo
como llega a crear una literatura vinculada con la realidad concreta. Por eso puede
decirse que hay en la obra de Rulfo una denuncia del momento histórico concreto de la
revolución en México” (González, Claves 41). Ana María López es más arriesgada
cuando apunta que los personajes de El Llano en llamas “manifiestan sus sentimientos
en monólogos interiores, cuya técnica, muy acusada en Juan Rulfo, es aprovechada por
111
el autor para intercalar escenas de la problemática político-social que existe en Méjico
(sic), dándonos así una visión del problema del trabajo brutal del campesino pobre”
(173). Por su lado, Gabriela Mora niega cualquier noción de «ahistoricidad» y
«subjetivismo» en la obra cuentística de Juan Rulfo, ya que —arguye— nunca deja de
haber un telón de fondo histórico muy concreto: la revolución mexicana (124).
No puede negarse que, en efecto, “Nos han dado la tierra” construye un mundo
ficcional que tiene como referente concreto la Reforma agraria. Incluso puede decirse
que el motor de su argumento se relaciona directamente con la problemática de la
repartición de las tierras. No obstante, creemos que la intención de Juan Rulfo es tomar
como “pretexto” una realidad extratextual 75 para desarrollar el drama del hombre en
todos sus tiempos, en todos sus espacios. De manera que estoy más de acuerdo con
González Alonso cuando dice que “la historia tiene cabida dentro [de la narrativa de
Rulfo] como factor decisivo de la anécdota a narrar pero no como entelequia absoluta a
la que ha de subordinarse la acción narrativa” (55). Entendida así la narrativa de Rulfo,
no cabe duda de que la ruptura de la comunicación que observamos en “Nos han dado la
tierra” va más allá de la problemática sociopolítica que suscitó la Reforma agraria:
revela dos formas de ver el mundo por mucho tiempo opuestas, el pensamiento mítico y
el pensamiento racional, que, acaso por mera casualidad, en el caso específico de
México se ilustra en el transcurso de su Historia.
3.1.2. “¡Diles que no me maten!”: el libre curso de la vida
75
“una lectura atenta de los demás cuentos de El Llano en llamas muestra que, en la mayoría de ellos, los
contenidos manifiestos suelen constituir „pistas falsas‟ que el lector tiene que remontar, en busca de otros
derroteros que conduzcan al descubrimiento de „verdades‟ menos evidentes” (Perus 577).
112
En “¡Diles que no me maten!”, Juvencio mata a su compadre Guadalupe Terreros. Casi
cuarenta años después, el hijo de este último, convertido en coronel, encuentra al
asesino de su padre y lo manda fusilar. En primera instancia, podemos decir que el
cuento trata acerca de la venganza como una modalidad particular del sistema judicial
en tanto que el vengador, debido a su cargo de autoridad institucional, opera desde un
ámbito legal pero motivado por asuntos personales. En la línea de esta interpretación,
Juvencio Nava se revela como un criminal que, al final de ese trayecto de casi cuarenta
años, cumple su condena. La composición del relato, sin embargo, arroja luz sobre
algunos aspectos que, de algún modo, ponen en perspectiva el acto “criminal” del
protagonista y lo inserta en un marco si no de justificación, al menos sí de intelección.
La lectura que proponemos tiene como objetivo desmontar, siguiendo las pautas de la
filosofía natural del pensamiento mítico, señalamientos éticos relativos a la justicia que
sólo toman como punto de referencia la cosmovisión racional que el cuento, en parte,
expone. Se busca, así, la dilucidación de un cuadro que integre el carácter tanto mítico
como racional del hombre y que, en virtud de tal imagen cabal, se eliminen juicios de
valor como los que esboza Ana María López, para quien Juvencio Nava es un
“espectacular modelo de inhumanidad, venganza y crimen” (182); o como los de
Evodio Escalante, para quien el acto violento del mismo personaje es “resultado de la
maldad pura” (107). Creemos que al hablar de inhumanidad o maldad pura se
menoscaba la complejidad de cualquier personaje rulfiano.
El marco de referencia para sopesar el comportamiento criminal de Juvencio Nava, o
bien para entender su proceder, comienza a configurarse a partir del contexto que rodea
el asesinato de Guadalupe Terreros: la sequía. Ésta, como desastre natural, es una
circunstancia extrema que posiciona a los personajes del cuento en una situación
113
coyuntural, la cual redimensiona su forma de actuar. Esta situación de desastre perfila
los acontecimientos de tal manera que Juvencio Nava y Guadalupe Terreros, mediante
los medios de la violencia, terminan por manifestar sus cosmovisiones antagónicas.
Me permito desviarme un poco para desarrollar un concepto que Juliana González
propone acerca de la construcción de las estructuras con que el hombre entiende el
mundo. Hablamos de lo que ella denomina «ethos». Uno de sus significados más
arcaicos es el de guarida o refugio interior. El ser humano necesita de una protección
psíquica contra la intemperie de la vida. Esta morada interior, como categoría espacial,
acompaña siempre al hombre en el transitar de su vida. Otro concepto de ethos se refiere
al ejercicio del hábito o costumbre (mos, moris). Este hábito alude a la acción reiterada
de eventos orientados a la fidelidad del ser consigo mismo. Son actos que perseveran en
la obtención de valores vitales. El eje temporal del ethos complementa al eje espacial;
ambos ejes constituyen la espaciotemporalidad psíquica del hombre. El ethos también
es carácter, entendido éste como una marca que proporciona identidad, lo cual, sin
embargo, no es algo dado sino construido en la praxis; es una creación que el hombre
hace de sí mismo en el terreno de los valores. Se trata, pues, de la creación de una
segunda naturaleza que, no obstante, no trasgrede la física, la biológica ni natural de la
cual procede.
Notamos que a pesar de la multiplicidad de significados que posee, el concepto de
ethos está dirigido a la descripción de elementos que, en conjunto, determinan la forma
de ver, entender y padecer la realidad, ya sea en su dimensión individual, ya en la
colectiva. Creemos que la noción de ethos no es pertinente en nuestra interpretación de
“Nos han dado la tierra” porque en este relato no existe clara oposición en la acción de
los personajes; incluso hablábamos de una resignación. El escenario que presenta
114
“¡Diles que no me maten!” es, por el contrario, el de dos ethos en conflicto, cuyos
portadores, Juvencio Nava, por un lado, y Guadalupe Terreros y su hijo el coronel por el
otro, lucharán por imponer el propio. Es en esta colisión que —claro está, desde la
perspectiva del discurso racional— Juvencio Nava queda posicionado como el criminal
y los demás como los promotores de la justicia.
Veamos ahora con detalle las dos cosmovisiones opuestas. Por los datos que ofrece
el cuento, se sugiere que Guadalupe Terreros es el principal latifundista de Alima.
Desde un encuadre sociológico, este personaje establece con Juvencio Nava una
relación de autoridad en tanto dueño de las tierras. De este modo, su estratificación
social contribuye a la forma en que se vincula con el mundo, pues al ser terrateniente, la
concepción que posee Guadalupe Terreros de las tierras es la de propiedad privada, es
decir, concibe la tierra como un objeto o cosa con posibilidades de dominar o
manipular. El rol que ocupa en la comunidad, por lo tanto, se va a caracterizar, como el
delegado de “Nos han dado la tierra”, por una visión materialista en el sentido de que,
desde su ethos, la tierra constituye un objeto que se puede contabilizar, clasificar y
medir. 76 Es el pensamiento racionalista por excelencia. Desde una percepción de la
realidad de tales características, es necesario y lógico delimitar la tierra que «es de uno»
para diferenciarla de la tierra que es «del otro». Señalamientos claros de medición, los
límites se revelan como el aspecto fundamental para la existencia del ethos materialista:
es la propiedad privada, es la clasificación de lo «no-yo». Se trata de la pedagogía
«segregadora» de la que habla Gilbert Durand respecto del hombre moderno, que busca
76
Dice Anita Arenas Saavedra: “Don Lupe, símbolo materno no sólo en el nombre de mujer sino también
en el apellido Terreros, que hace referencia a todo lo que significa origen, como es la tierra. Al ser dueño
de la Puerta sabemos que simboliza lo femenino como también el significado de paso” (63). Me parece
que las significaciones simbólicas que esta crítica le otorga a Guadalupe Terreros no se corresponden con
la práctica de su ethos. Más bien está latente la posibilidad de que el apellido del terrateniente sea una
figura irónica, recurso, por otro lado, recurrente en la narrativa rulfiana.
115
afanosamente separar al mundo del hombre y organizarlos en una relación de jerarquías
(35). La puesta en movimiento de esta cosmovisión suscita el conflicto entre Guadalupe
Terreros y Juvencio Nava, pues para aquél, éste último viola los principios de propiedad
privada.
Por su parte, Juvencio Nava, en la situación coyuntural de sequía, al no contar con
los recursos suficientes para la sobrevivencia de su ganado, abre un agujero en la cerca
de las tierras de Guadalupe Terreros para que sus animales pasten. Sin embargo, a pesar
de las condiciones extremas ya aludidas y de que los personajes antes mencionados
tienen un vínculo de compadrazgo, la idea de una comunidad solidaria frente a los
beneficios de la propiedad privada produce un primer choque: “—Mira, Juvencio, otro
animal más que metas en el potrero y te lo mato” (106). Y como Juvencio sigue
violando la propiedad privada, el terrateniente cumple su amenaza y le mata un becerro.
Esta acción es el motivo de por qué Juvencio asesina a su compadre.
Si nos quedáramos en el ángulo de esta perspectiva, la conducta del protagonista
pareciera obedecer a la de un simple criminal que, instado por una situación hostil tanto
ambiental como personal, decide reaccionar por instinto en busca de equilibrio, de cierto
orden sin saber bien a bien de qué tipo. En un ámbito estrictamente jurídico, la muerte
de Guadalupe Terreros sería condenada y dictaminada como delito. De hecho, en la
conciencia de Juvencio Nava está presente la idea de que la muerte de su compadre
exige el cumplimiento de una pena, la cual él arguye haber cumplido a su modo. No
obstante, el texto ofrece una serie de elementos que permiten dilucidar la cosmovisión
del protagonista, la cual da coherencia a su comportamiento y aleja un tanto la idea —al
menos desde la óptica del pensamiento mítico— de que la muerte del terrateniente sea
116
exactamente un delito; o por lo menos explica una forma legítima de actuar y ser en el
mundo que hace repensar lo que se entiende por justicia.
Ya vimos que la forma de vivir la situación de sequía por parte de Juvencio es
distinta a la de su compadre. Desde el enfoque de aquél, el desastre natural exigiría una
respuesta humana que lo contrarrestara. Sin embargo, la respuesta solidaria que se
esperaría por parte de Guadalupe Terreros está minada en virtud de su noción de
propiedad privada, la cual debe ser defendida a expensas de situaciones extremas. Por
consiguiente, la esperanza de Juvencio Nava de encontrar respaldo en su compadre
sufre un colapso. Para éste la idea de comunidad no está por encima de los fundamentos
de su ethos materialista. Para Nava, no sólo la idea de comunidad, sino incluso la idea
de solidaridad para garantizar la sobrevivencia importan más que el concepto de
propiedad privada y las reglas de cortesía que ésta implica.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que
vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que
su compadre Don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue
cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las
paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe,
que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir
otra vez el agujero. (105)
Para Juvencio Nava, entonces, los animales están en pleno derecho de alimentarse
del pasto pues la naturaleza y todos sus elementos forman parte de la comunidad en
tanto institución primigenia o más básica que la idea de propiedad privada. Es la
filosofía natural del hombre mítico, que prima el libre curso de la vida y la muerte y que
está por encima de construcciones racionales que organizan la vida a partir de la
separación de los objetos del mundo. Así pues, resulta muy significativo el vínculo
117
establecido entre Juvencio Nava y los elementos de la naturaleza, específicamente la
tierra:
Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí,
debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida.
Sesenta años de vivir sobre ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado
como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los
ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el
último. (108)
No es de ninguna manera arbitraria la comparación que Juvencio hace de la tierra
con la carne. Como ocurre con el polvo adherido a la piel en la última escena de “Nos
han dado la tierra”, la filosofía natural configura al hombre en relación con la naturaleza
como si provinieran de una misma esencia.77 Si para Guadalupe Terreros las tierras son
útiles en la medida en que le otorgan cierto poder y le retribuyen ganancias materiales,
para Juvencio Nava, en cambio, la tierra es valiosa en tanto proporciona la vida y se
alimenta de ella. De esta manera, el asesinato de Juvencio está sustentado en un ethos
que siente como obstáculo los conceptos de propiedad privada e individualismo. Estos
dos factores, según son concebidos en el universo del relato, entorpecen el libre fluir de
la vida. Esto explica por qué Juvencio nunca experimenta ninguna clase de
remordimiento después de aniquilar a su compadre.78
Así pues, al yuxtaponer las filosofías natural y material —ilustraciones de los
pensamientos mítico y racional respectivamente— para hacer una revisión de los actos
de los personajes de “¡Diles que no me maten!”, nos damos cuenta de que los juicios de
77
María Isabel González Arena hace un inteligente señalamiento respecto del uso reiterado de los
adjetivos posesivos por parte de Juvencio: “Resaltamos […] el uso de los posesivos: sus animales, sus
animales hostigados por el hambre, aquel ganado suyo, te los mató, si me los mata, casi como si fueran
una prolongación del mismo Juvencio” (50). Podríamos extender este comentario y decir que los
posesivos utilizados por Guadalupe Terreros, a su vez, refuerzan su cosmovisión materialista del mundo.
78
“Juvencio tenía motivos fuertes para oponerse tercamente a don Lupe, y para matarles después. Un
hombre tan pegado a sus animales no podía dejarlos morir de hambre, oliendo el pasto tan cerca y sin
poder probarlo” (Gordon 150).
118
valor entran en una dinámica compleja.79 Tanto el asesinato de Guadalupe Terreros en
manos de Juvencio Nava como el asesinato del novillo en manos de aquél son actos
que, en un mundo que está al margen de la ley institucional, como parece estarlo Alima,
están orientados coherentemente hacia un fin: el de Juvencio es preservar la vida aunque
sea, enorme paradoja, quitándosela a otro ser; el de su compadre es evitar que alguien
viole las leyes de la propiedad privada. Es la colisión de dos prácticas muy distintas del
ethos.
Amaryl Chanady propone una lectura sociopolítica de “¡Diles que no me maten!”:
“[La] alternancia entre dos perspectivas que ilustran las posiciones de los representantes
de dos grupos sociales (los propietarios y los pobres sin tierras) podría ser interpretada
como una actitud ambigua hacia el compromiso político a favor de los marginados por
parte del autor implícito” (263). Gustavo Fares la secunda: “La presentación de la
situación del campesinado que hace Rulfo en estos relatos quiere ser una crítica a la
Revolución y a sus consecuencias. El cambio revolucionario del orden jurídico no fue
suficiente para modificar positivamente la vida de las comunidades campesinas” (21).
No obstante, así como en “Nos han dado la tierra”, nuestra lectura busca ir más allá del
plano de la realidad concreta del autor. La oposición de los ethos de Juvencio Nava y
Guadalupe
Terreros,
concretizaciones
de
los
hombres
mítico
y
moderno,
respectivamente, ponen en perspectiva los criterios distintos de acercarse a lo que se
entiende por justicia. Si bien desde un enfoque de la ley institucional, Juvencio merece
la cárcel, desde un punto de vista de la filosofía natural el asesinato cumple una función
79
“Según la costumbre, el terrateniente, como compadre de Nava, debía permitirle el uso de sus tierras de
pastoreo cuando éste lo precisara. Según el derecho de Terreros, sin embargo, la propiedad privada de sus
tierras le permitía negarle tal uso a Nava o a cualquier otra persona. De acuerdo a la ley Terreros podía, si
quería, matar a los animales que cruzaran la cerca demarcatoria de su fundo; así lo hace” (Gustavo Fares
20). Estoy de acuerdo con Fares en que ambos personajes actúan desde una posición legítima; la justicia
en términos abstractos, entonces, no se inclina para ningún lado.
119
legítima según el mundo que aquél concibe. Detrás de la situación histórica, otra vez
descubrimos una pugna mucho más antigua que la que puede representar los conflictos
revolucionarios o posrevolucionarios.
3.2. Violencia mítica en El Llano en llamas
Cuando se leen los cuentos de El Llano en llamas, resulta imposible no observar que la
vida de sus personajes constantemente se encuentra en situaciones límites. La muerte,
en su más variada morfología, siempre está al acecho. La naturaleza, muy querida
aunque con frecuencia se torne adversa, contribuye al planteamiento de este mundo
lleno de tensión. A esto le agregamos la ausencia de instituciones 80 cuya función
primordial consistiría en ordenar el caos en sus distintos niveles. De esta manera, la
Iglesia, el gobierno, el aparato judicial, la educación, etcétera, dejan en aparente
abandono a campesinos y arrieros que no buscan otra cosa que simple equilibrio
cotidiano. Marginados —a veces por voluntad propia—, habitantes de pueblos
herméticos y grandes ignorantes de la Historia, los seres que pueblan El Llano en
llamas, por lo tanto, exploran formas alternativas para alcanzar el orden anhelado. Una
de estas formas es la violencia.
Salvo contadas excepciones, como el estudio de Marta Portal (consignado en la
bibliografía), se ha dicho poco acerca de la violencia en la narrativa rulfiana. Me parece
que esta escasez constituye un síntoma de la exigua importancia que se le ha otorgado al
tema a pesar de que prácticamente todos los cuentos, como bien señala Forgues, están
salpicados de un acto agresivo: “El espacio literario rulfiano está signado por el
80
La crítica ha señalado que la única institución presente en El Llano en llamas es la familia. Con todo, a
excepción de dos casos (“El hombre” y “La noche que lo dejaron solo”), todos los relatos de la colección
presentan una familia desmembrada o en vías de estarlo.
120
ejercicio de la violencia: violencia del cosmos y de los elementos, violencia de la
revolución y de la guerra, violencia del bandolerismo y de la pobreza, violencia de las
relaciones humanas, individuales y colectivas” (31). La poca crítica que hay sobre este
aspecto, por otro lado, adjudica la violencia de los personajes de Rulfo a una especie de
estatus epistemológico subdesarrollado; es decir, se dice que son seres de “pasiones
primitivas, casi animales” (Conde 63), que no han adquirido un desarrollo mental
suficientemente complejo como para tomar verdadera conciencia de las implicaciones
de su propia existencia y de las relaciones que han de establecer con el mundo y con los
demás. Como, según este sector de la crítica, los hombres rulfianos son torpes,
inconscientes, descuidados, que “apenas logran definirse o explicarse lo que les está
ocurriendo” (Manuel Durán), sus actos agresivos no esconden ninguna intención; son,
por el contrario, gratuitos, mecánicos (José Luis de la Fuente, Carlos Blanco Aguinaga).
Se ha señalado, además, que la violencia en la que están inmersos los habitantes de El
Llano en llamas es consecuencia del nulo valor que le otorgan a la vida (González
Boixo).
Como puede verificarse, la tendencia ha sido colocar la violencia rulfiana en una
serie de oposiciones que hacen de ésta una presencia negativa:
vida/violencia
orden/violencia
conciencia/violencia
cultura/violencia
Estas aparentes antinomias son producto de una parcial apreciación del fenómeno, la
cual fomenta definiciones como la de la filósofa Juliana González, para quien la
violencia siempre representará nada más que la ostentación de una “fuerza primitiva,
indómita, impulsiva y brutal” (134); evidentemente los críticos que mencionamos antes
121
parten de una conceptualización muy similar. Resulta comprensible la parcialidad de
ésta y otras definiciones de violencia si se asume que son elaboradas mediante
herramientas lógicas que ven en la contradicción (vida/violencia, orden/violencia,
etcétera) un sistema de relaciones irreconciliables. Es necesario, por lo tanto, adoptar
una postura que incluya al pensamiento mítico para vislumbrar, en la medida de lo
posible, qué se oculta detrás de las oposiciones presuntamente incompatibles. Sabemos
que el discurso del mito, entre muchas otras „funciones‟, proporciona un modelo para
resolver una contradicción (Levi-Strauss); esto es, integra las disparidades inherentes a
la experiencia vital de cualquier ser humano.81 El resultado es una imagen cabal del
hombre. El mito articula una explicación que yuxtapone supuestas antinomias y las
resuelve en la linealidad de una narración. De esta manera, las oposiciones pueden
contraer una relación de contigüidad sin incurrir en las aporías que resultan tan temibles
para el pensamiento racional.
Para ilustrar las reflexiones anteriores, podemos consultar una de las teogonías más
conocidas: la de la mitología griega. Según Hesíodo, Urano y Gea engendran a seis
titanes y seis titánides. También tienen otros hijos, que resultan monstruosos, de modo
que Urano, avergonzado, decide enterrarlos en el Tártaro. Consternada, Gea pide ayuda
a sus hijos mayores para liberar a sus hermanos. Los titanes aceptan, pero Urano los
vence y los recluye en el mismo lugar. Sólo Cronos logra escapar y con una hoz de
pedernal castra a su padre y arroja los genitales. De la sangre salpicada en la Tierra
nacen los Gigantes y las Erinias. Los genitales de Urano caen en el mar y producen la
espuma de la que nace Afrodita. La hoz de pedernal es enterrada y de ella emerge la
tribu de los feacios. Esta teogonía comparte con otras un mismo elemento: el derrame
81
“En la historia de la humanidad el mito ha realizado —y realiza— una saludable función teodiceica, ya
que lleva a cabo una verdadera coincidentia mythica o unio mythica, es decir, una reconciliación entre los
aspectos más contrarios y mutuamente autoexcluyentes de la existencia humana” (Duch 34).
122
de sangre. Sin embargo, podemos notar que en el resumen que hago del mito coexisten
dos aspectos en teoría contradictorios: violencia y vida. Este fragmento muestra que el
acto violento de Cronos engendra vida por todos lados, pero no como un fenómeno de
causa y efecto, sino como una muestra de contigüidad. Así pues, vemos que, para el
pensamiento mítico, la violencia no está ubicada en una posición necesariamente de
destrucción o esterilidad, sino de creación.
¿Qué es entonces la violencia mítica? Para lograr una respuesta satisfactoria, me
parece pertinente traer a colación el pensamiento del filósofo, antropólogo y crítico
literario René Girard, quien abandona el racionalismo como modelo hermenéutico,
consciente de sus prejuicios y limitaciones que le son inherentes. En el primer capítulo
de su libro La violencia y lo sagrado, Girard reflexiona acerca del papel funcional de la
violencia en relación con el sacrificio ritual. En el seno de cualquier comunidad, dice, la
violencia siempre surgirá como fruto de la tensión cotidiana. Para impedir que la
violencia generadora de caos se apodere del corazón de la comunidad y ponga en riesgo
el equilibrio social, ha de implementarse un tipo de violencia que desvanezca la tensión
sin perturbar el buen funcionamiento de la agrupación. Dicho en otras palabras: ha de
implementarse una violencia ordenadora. Las mitologías están plagadas de esta doble
faceta del acto agresivo. Luego de hacer una inteligente lectura de los trágicos y de
algunos pasajes de la Biblia, René Girard concluye que la acción violenta no es
forzosamente instintiva y destructora. Al contrario, el mito demuestra que la violencia
crea, restaura, ordena. La violencia mítica, pues, es aquella que se erige como
“fundadora de una nueva verdad” (Girard 92). Por tal razón, desde una postura del
pensamiento mítico, las supuestas antinomias antes mencionadas (vida/violencia,
orden/violencia, cultura/violencia, etcétera) se quedan sin fundamento.
123
La violencia en El Llano en llamas es casi siempre destructora: puede surgir en el
interior de las relaciones personales (“No oyes ladrar los perros”, “El hombre”, “La
herencia de Matilde Arcángel”, “Talpa”, “Anacleto Morones”) o como representación
de agentes externos como la Historia o la naturaleza hostil (“La noche que lo dejaron
solo”, “Es que somos muy pobres”, “El Llano en llamas”); no obstante, es posible
encontrar los destellos de una violencia mítica detrás del aparente arrebato de algunos
personajes rulfianos. Me parece que algunos relatos pueden comprenderse mejor si
renunciamos al simplismo de atribuir al instinto o a la inconsciencia todas aquellas
prácticas que, desde el punto de vista del pensamiento racional, no tienen mayor
sentido. Dice William Rowe respecto de los cuentos de El Llano en llamas: “The stories
express a poetry of violence. Through violence, the characters gain access to an
instintive-irrational level of being, which resists reduction to ethtical, sociological or
legal explanation82” (31); una cuidadosa inclusión del pensamiento mítico nos puede
demostrar que cierta violencia rulfiana se configura como una nueva capa de la
dinámica cultural de los universos ficcionales: “a la inversa de lo afirmado por la crítica,
la violencia no nos viene dada en el universo narrativa rulfiano como un elemento ajeno
que se impone a los protagonistas como una verdadera fatalidad, sino que se integra
dentro de una visión del mundo coherente” (Forgues 34). De esta manera, se puede
decir que la violencia —cierta violencia83— de los campesinos rulfianos forma parte de
esa epistemología que hemos estado denominando mítica.
82
“Los cuentos expresan una poética de la violencia. A través de la violencia, los personajes tienen
acceso a un nivel del ser instintivo-irracional, que se resiste a ser reducido a una explicación ética,
sociológica o legal” [Traducción mía].
83
No podemos olvidar la „otra‟ violencia, de la cual es paradigma el Pichón y la cuadrilla a la que
pertenece. Para ellos, las consecuencias negativas de las prácticas violentas están justificadas si retribuyen
placer: “Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa
casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a
carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales” (95).
124
3.2.1. “La Cuesta de las Comadres”: caos, éxodo y refundación
Donald K. Gordon define “La Cuesta de las Comadres” como una historia de cinismo
cruel (67) en la medida en que el narrador, un viejo agricultor, relata con ironía y
haciendo macabras comparaciones el asesinato que cometió; es un relato, dice, que
describe un cuadro de deshumanización (68). Silvia Lorente-Murphy, por su lado, hace
una lectura muy distinta: “el protagonista, al matar a Remigio Torrico, intenta acabar de
alguna manera con los problemas creados por el caciquismo que sobrevivió a la
Revolución” (54). Para Lorente-Murphy, entonces, el narrador representa una especie
de héroe, uno consciente de la situación histórica del país.
Considero que no podemos guiarnos por el tono con que narra el viejo para
calificarlo, como lo hace Gordon, de escalofriante o deshumano, ya que la distancia
entre el momento narrado y el momento de la narración —de los cuales no hay
precisión alguna— podría influir en el acento sobrio del relato. Por otra parte, Neil
Larsen ha demostrado84 que la configuración hermética del espacio de la Cuesta hace de
ésta un lugar que, como San Juan Luvina, desconoce los mecanismos de la Historia.
Creemos entonces que la clave de “La Cuesta de las Comadres” se encuentra en un
punto de equilibrio entre estas dos interpretaciones polarizadas. Si bien es posible
observar una intención perfectamente consciente detrás del asesinato que comete el
narrador, no podemos concluir que esta conciencia sea de tipo histórica porque el cuento
no ofrece suficientes elementos para ello. La manera de proceder sería integrar los actos
violentos de los demás personajes —específicamente los hermanos Torrico, Odilón y
84
Véase, de este autor, “Más allá de lo „transcultural‟: Rulfo y la conciencia histórica”, en Revista
canadiense de estudios hispánicos XXII.2 (1998): 264-271.
125
Remigio— con los del narrador y así, al tener una visión global del movimiento de los
personajes, definiremos mejor la posición ética del viejo agricultor.
“La Cuesta de las Comadres” trata sobre una comunidad que es sometida a un
paulatino proceso de destrucción, el cual es, predominantemente, consecuencia de dos
aspectos: 1) del quebrantamiento de la armonía social y 2) de la hostilidad de la
naturaleza. Ambos puntos, como se verá más adelante, no son sino dos maneras
distintas de representar un mismo fenómeno: el caos. Apenas comienza el relato, el
narrador, sin que a su voz se le escape un dejo de amargura o descontento, plantea una
situación de desequilibrio cuando se refiere a Remigio Torrico y su hermano Odilón:
“ellos eran ahí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con
todo y que, cuando el reparto,85 la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había
tocado por igual a los sesenta que ahí vivíamos […] A pesar de eso, la Cuesta de las
Comadres era de los Torrico” (43). Desde el punto de vista de las relaciones de poder,
los hermanos Torrico ejercen cierto tipo de violencia al transgredir los límites que, en
virtud del funcionamiento de la comunidad, había trazado el reparto equitativo de las
tierras. Al autoproclamarse dueños del lugar, los Torrico pasan a ocupar un sitio en el
esquema de jerarquías desde donde, al estar en la cima, ejercerán constantemente la
violencia de muy variadas formas. Carlos González Boixo apunta que, respecto de éste
y otros textos de El Llano en llamas, puede hablarse de una «violencia vertical», la cual
“se caracteriza por entrar en combinación una masa amplia de personas oprimidas y un
oponente de la clase social alta” (57). No obstante, el elemento violento inmanente a la
85
En este fragmento Juan Rulfo inserta una clara alusión a la Reforma Agraria. Cuando antes dijimos,
con Neil Larsen, que “La Cuesta de las Comadres” era un espacio ahistórico no nos referíamos a la
ausencia de los acontecimientos que componen la cadena de la Historia (Revolución, la Guerra de los
Cristeros, la Reforma Agraria, etcétera), sino a la falta de conciencia por parte de los personajes. El
cuento “El Llano en llamas” es el caso más representativo: el protagonista narra con detalle las peripecias
que padece en nombre de un movimiento que nunca termina por entender; eso, sin embargo, no lo detiene
a la hora de violar mujeres y saquear cuanto pueblo tiene a la mano.
126
autoproclamación de los Torrico no sugiere aún ningún tipo de desequilibrio social;
existe, en cambio, algo de resignación e incluso aceptación: “No había por qué
averiguar nada. Todo mundo sabía que así era” (43). De cualquier manera, interesa esta
violencia inicial de los hermanos Torrico en la medida en que los instala en una
posición que favorece otros actos agresivos que sí amenazan la estabilidad de la
comunidad.
Desde esta nueva ubicación en la Cuesta, los Torrico practican la violencia en su
faceta más inmediata y ostentosa. La escena en la cual Remigio y Odilón invitan al
narrador a uno de sus „trabajitos‟ es una muestra de ello; tal escena no sólo conjunta
asesinato y robo, además sugiere la naturaleza cruel de los hermanos, pues luego de
matar al arriero y de despojarlo de sus pertenencias, los Torrico cantaron “durante largo
rato, hasta que amaneció” (47). Si la autoproclamación como dueños absolutos de todas
las tierras no implicó una ruptura de las relaciones que mantienen a la pequeña sociedad
en funcionamiento, esta otra clase de violencia, más directa y palpable, comenzará a
resquebrajar la paz del lugar. Esto es tan cierto como que la ausencia de los hermanos
Torrico se traduciría en armonía:
…y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo. Eran los días en
que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas
del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces se sabía
que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver cuántos montones de maíz y de
calabazas amarillas amanecían asoleándose en los patios […] Y uno oía en la
madrugada que cantaban los gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello
parecía como si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres. (46)
Como puede verificarse, el alejamiento de los Torrico, además de fomentar el
correcto funcionamiento de la comunidad, supone la bonanza: diversidad y abundancia
de animales y alimentos. Por lo tanto, el regreso de Remigio y Odilón a la Cuesta no
127
puede entenderse sino como la destrucción de esta paz generada con su ausencia: “luego
volvían […] Y nada más por los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por
donde iban a llegar. Entonces la gente se apuraba a esconder otra vez sus cosas. Siempre
fue así el miedo que traían los difuntos Torricos” (46). Vemos que la violencia que
ejercen los hermanos es de carácter devastador, desequilibrante. No es gratuito, por
consiguiente, que el narrador los compare con los aguaceros que iban y venían y
echaban abajo los cultivos de maíz: “[los habitantes] Creyeron seguramente que el año
siguiente sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando
las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo el
tiempo” (48). A este tipo de comparaciones nos referíamos antes cuando dijimos que la
agresividad de los Torrico y la hostilidad de la naturaleza eran dos formas distintas en
que opera el desorden. Así pues, Remigio y Odilón se configuran como agentes
generadores de caos, representan “la implantación en el medio de una especie de
interferencia o atentado frente al orden de la naturaleza y de la vida 86” (Semilla 232).
Desde ese momento se entabla una lucha entre ellos y unos habitantes que asumen una
posición de resistencia —al menos en primera instancia—, de la cual resultará la
desolación del pueblo. El narrador relata cómo poco a poco “la gente se fue acabando
[…] Se iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les
sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que les
habían hecho; pero no tuvieron ánimos” (44). Y es que el vandalismo de los Torrico no
86
Resulta revelador la forma en que María Angélica Semilla describe el perfil de los hermanos Torrico
porque me permite vincular la cuentística de Rulfo con las reflexiones que René Girard. Para éste, el
agente generador de caos se define así: “En numerosos mitos, basta con la presencia [del agente] […]
para contaminar todo lo que le rodea, contagiar la peste a los hombres y a los animales, arruinar las
cosechas, envenenar los alimentos, eliminar la caza, sembrar la discordia en su entorno” (52). Podemos
darnos cuenta que la definición de Girard se asemeja bastante al comportamiento de los Torrico. Si bien
éstos practican actos muy concretos, como el robo y el despojo de terrenos, sus consecuencias rebasan los
límites de sus acciones: generan un miedo casi supersticioso que desorganiza la comunidad.
128
sólo introduce el miedo en el pueblo; con asesinatos como el que se comete contra el
arriero se va más allá del miedo y se entra en una etapa de desarticulación de las
relaciones interpersonales y de abandono de las funciones que mantienen el equilibrio
de la comunidad. La peregrinación de los habitantes de la Cuesta, así percibida, no
constituye una movilidad creadora, sino, más bien, se torna sinónimo de aniquilamiento.
De este modo lo plantea María Angélica Semilla: “El éxodo [en “La Cuesta de las
Comadres”] es el grado máximo de […] frustración, un sustituto de la muerte,
concebida como consagración del silencio” (233).
En la introducción de este apartado dijimos que los personajes de El Llano en llamas
estaban al desamparo de las instituciones. Dicho abandono, se concluyó, no promovía,
como una parte de la crítica ha dicho, un mundo salvaje, entendido éste como un
universo en el que el descontrol y el instinto son los factores imperantes. Todo lo
contrario: el vacío que dejan los aparatos ordenadores externos (judicial, religioso,
educativo, etcétera) es colmado con otra clase de procedimientos organizadores. En “La
Cuesta de las Comadres”, así como en otros cuentos, 87 este procedimiento es la
violencia en una de sus acepciones, concretamente la que desempeña un papel
ordenador. Para comenzar a discernir esta vertiente de la violencia, es necesario
observar el asesinato de Odilón por parte de los habitantes de Zapotlán. Se puede inferir
que en este pueblo los Torrico ejercían la misma violencia destructora que en la Cuesta,
pues dice el narrador, no sin un dejo de ironía, que ahí, en Zapotlán, todos se acordaban
de ellos (50). Este pueblo también estuvo expuesto al caos por culpa de los hermanos.
Sin embargo, antes que la desorganización ocurriera, los de Zapotlán, en un acto de
87
En “¡Diles que no me maten!”, según vimos en el segmento anterior, los actos de violencia de los
personajes estaban orientados a la imposición de una filosofía de vida que tendía al orden entendido de
dos formas esencial e históricamente opuestas. Por otro lado, no podemos negar que en “El hombre” la
violencia en forma de venganza es una manera eficaz de traer la justicia a un espacio sin ley institucional.
129
concurrencia, aniquilan a ese agente violento que pudo haber puesto en desequilibrio el
buen funcionamiento de la comunidad. Este tipo de violencia —René Girard la
denomina «unánime»— no sólo restaura el orden, sino que además, por ser una
dinámica grupal, reafirma las relaciones interpersonales del pueblo; todo lo contrario a
lo que ocurre con la violencia individualista de los hermanos Torrico, que siembran la
desunión.
Ahora bien, la muerte de Remigio comparte las mismas particularidades y objetivos
que la de su hermano. Es aquí donde comienza a perfilarse la verdadera posición ética
del narrador, quien hasta entonces ha fungido como testigo distante de los sucesos de la
Cuesta. Luego de describir cómo los habitantes fueron emprendiendo el éxodo poco a
poco, dice el viejo agricultor: “Yo estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les
cuidé sus casas; remendé los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes”
(44). Difícilmente podemos calificar al narrador de deshumanizado cuando vemos estas
muestras de solidaridad. Sabemos que compartió vivencias tanto con los habitantes de la
Cuesta como con los hermanos Torrico. Esta posición entre las dos partes opuestas le
ofrece una percepción total de la situación del pueblo. Al final, como se infiere de la cita
anterior, el narrador se decanta por la vida comunitaria. Tiene esperanza en la
restauración del equilibrio grupal. Gradualmente, pues, va asumiendo el rol de agente
ordenador; el primer atisbo de su nuevo papel lo constituye la pasividad con que
contempla el aniquilamiento de Odilón, su supuesto amigo, a manos de los habitantes de
Zapotlán. El asesinato de Remigio por parte del narrador, por lo tanto, tiene como
objeto primordial la recuperación de la armonía perdida. Alguna vez, cuando hacían
trabajos juntos, la violencia unió al viejo agricultor y a los Torricos; con el tiempo, sin
embargo, la diferencia en la forma de ver el mundo resultó en una escisión que se puede
130
ilustrar en los tipos de violencia que el narrador, por un lado, y los hermanos, por otro,
desplegarán: la violencia ordenadora y la destructiva respectivamente. Así pues, el
asesinato de Remigio Torrico en manos del narrador tiene como objetivo la
recuperación de la armonía perdida. Por lo tanto, estoy en desacuerdo con la lectura que
hace Amaryl Chanady cuando dice que en “La Cuesta de las Comadres” la violencia
no se presenta como un hacer lógico en el texto, sino como un acto más en un
mundo donde la vida humana no tiene mucho valor y el actuar individual no
siempre tiene sentido […] La muerte de Remigio […] en que el narrador, aunque
actúa por autodefensa, es el instrumento para la eliminación de uno de los
malhechores del pueblo, no tiene mucho sentido. (259-60, las cursivas son mías)
En el mismo tenor, escribe Gabriela Moreno respecto del narrador: “parece no
comprender del todo la maldad de sus «amigos» los Torricos, ni el peso de su propio
crimen” (126, la cursiva es mía). Estas dos citas constituyen un caso representativo de la
postura logocéntrica por antonomasia: negarle significado pleno a todo aquello que la
razón no puede explicar sin caer en las tan temidas contradicciones. A diferencia de las
acciones violentas de los hermanos Torrico, tanto el acto violento del narrador como el
de los habitantes de Zapotlán están orientados a una finalidad muy concreta: a saber, la
búsqueda de una comunidad ordenada. Es en este sentido que la violencia del narrador
es mítica, puesto que con el aniquilamiento del agente destructor, Remigio Torrico, es
posible la (re)fundación de un espacio contaminado con el caos y el éxodo. En la
introducción de este apartado, traíamos a la superficie un extracto de la Teogonía de
Hesíodo y observábamos que Cronos, luego de asesinar a su padre Urano, engendraba
vida por todos lados: es el poder creativo de la violencia mítica. En “La Cuesta de las
Comadres”, dicho poder es limitado porque se asume demasiado tarde; sin embargo,
algo se rescata: quizá los habitantes de la Cuesta jamás regresen, pero el viejo
131
permanece en el lugar que él refundó para seguir practicando la agricultura en ese
“terrenito” que tanto le gustaba.
3.2.2. “Acuérdate”: la eliminación del agente destructor
“Acuérdate” es, junto a “La noche que lo dejaron solo” y “Paso del Norte”, uno de los
relatos de El Llano en llamas más ignorados por la crítica. Además de ser el texto más
breve de la colección, tal vez resulte menos atractivo que otros cuentos por la manera en
que, según señala Donald K. Gordon, están configurados los personajes:
No se puede considerar este cuento como uno de los mejores de Rulfo. Su
mediocridad no se debe al mundo descrito, sino al hecho de que el personaje
principal no aparece en un nivel primario. “Acuérdate” es el único de los cuentos
de Rulfo en que un personaje central no es directamente visible.88 El cuento es
simplemente un ejemplo del contar de recuerdos practicado por la gente rural. (42)
Es comprensible que Gordon reduzca el cuento a no más que una correcta
ejemplificación del llamado estilo rulfiano: repetición de palabras y frases, oraciones
cortas, presencia silenciada de un interlocutor, etcétera, todo esto como derivaciones de
una inteligente estilización del habla oral. Sin embargo, nos parece difícil pensar que
Juan Rulfo escribió “Acuérdate” tan sólo como un ejercicio de estilo. Debemos
encontrar, por lo tanto, el sentido de una trama que, si bien no ofrece un tono tan
dramático o tragicómico como la de otros relatos, sin duda ofrece indicios importantes
para la interpretación mítica del universo de la cuentística rulfiana. Un ejemplo de este
88
Esta afirmación no es del todo convincente si hacemos una revisión del relato “Anacleto Morones”. A
pesar de que Lucas Lucatero es el personaje con mayor participación en el desarrollo de la historia, el
argumento del texto gira en torno al fallecido Anacleto Morones. La configuración de este personaje
central es indirecta, pero es tal su proyección en los acontecimientos del presente que su contorno, a
diferencia del de Urbano, nunca queda desdibujado.
132
procedimiento sería el de Silvia Lorente-Murphy, para quien, de acuerdo a su tesis de la
presencia de la Historia en El Llano en llamas, las peripecias de Urbano conforman un
cuadro que representaría una denuncia del México posrrevolucionario. 89 Aunque la
lectura historicista de esta crítica ofrece algunos datos de interés, me parece que,
siguiendo la línea de la violencia mítica, una interpretación transhistórica del cuento
arrojaría mejores resultados.
“Acuérdate” presenta el mismo mecanismo de la violencia unánime y ordenadora
opuesta a la violencia individual y destructora que ya vimos en “La Cuesta de las
Comadres”; el texto aporta, no obstante, un par de particularidades que se integran al
gran cuadro de violencias míticas que aún se asumen en el universo de El Llano en
llamas. El cuento hace una relación de los sucesos que componen la vida de Urbano
Gómez, ése que era “muy bueno para jugar rayuela y para las trácalas” (134). Lo mismo
que los hermanos Torrico, Urbano despliega una serie de actos violentos en distintos
niveles. Por un lado, es configurado como el tramposo del pueblo. La trampa condensa
una serie de trasgresiones de tipo social que, puestas detrás de un acento entre lo cómico
y lo desenfadado como lo es el del narrador de “Acuérdate”, quedan de algún modo
veladas; no por ello, sin embargo, dejan de ser significativas:
Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo
más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del
mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en
la potería a dos centavos y que luego nos revendía a cinco. Rifaba cuanta
porquería y media traía en la bolsa. (134)
89
“En este cuento, la crítica a la sociedad no está expresada en forma explícita pero se intuye siguiendo el
itinerario del protagonista. Rulfo presenta una vida sin sentido, sin alicientes, rodeada de ignorancia (el
incidente con su prima fue penado en la escuela, tras lo cual sigue una brutal paliza por parte de su tío,
pero ninguna explicación o consejo de «hombre a hombre» se le dispensa a Urbano) e ignorante el
personaje mismo” (Lorente-Murphy 46).
133
Este fragmento ofrece el primer elemento que permite comenzar a modelar la faceta
destructiva de Urbano Gómez: el robo. En las sociedades que predominan en el mundo
rulfiano, esto es, sociedades herméticas cuyo orden se basa sobre todo en la ley de la
costumbre, el robo —como transgresión de una norma no escrita— constituye un
elemento perturbador de la armonía del entorno. Al robar, Urbano empieza a salirse del
esquema que mantiene en buen funcionamiento al pueblo. Si al delito le añadimos la
picardía con que, según lo relatado, se lleva a cabo el acto, tenemos que el protagonista
queda inhabilitado para la reintegración al grupo. Esta escisión entre Urbano Gómez y
«los demás» ha de provocar, más adelante, una colisión que demandará la supresión de
una de las partes.
La segunda transgresión de Urbano es la relación incestuosa con su prima. Para René
Girard, el incesto es violencia extrema en la medida en que es una forma de eliminar las
diferencias que favorecen a la conservación de las relaciones familiares y, por reacción
en cadena, el equilibrio de la sociedad en donde se inscribe esta familia. Si a esto se le
añade el tabú religioso, se concluye que el incestuoso no nada más pone en
desequilibrio el correcto funcionamiento de las relaciones interpersonales de una
comunidad, también entra en conflicto con los imperativos divinos que, de alguna
manera, promueven la unilateralidad de un conglomerado. Así pues, al relacionarse
sexualmente con su prima, Urbano Gómez agrava la escisión antes mencionada y
comienza a generar caos en el pueblo. El señalamiento no se hace esperar:
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su
prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos
en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre la risión de
todos, pasándolo por en medio de una fila de muchachos y muchachas para
avergonzarlo. (135)
134
Al ser expuesto ante los habitantes del pueblo, el incesto deja de ser un problema
interno de la familia Gómez para convertirse en un asunto público. Importa este detalle
porque acentúa el vínculo existente entre «los demás» (“la risión de todos”) que
comenzó a gestarse al ser víctimas de un mismo mal: las trampas de Urbano. En
resumen, la colectividad cada vez se torna más unificada en virtud de la unánime
reprobación hacia uno de sus habitantes.
Después de acercar el caos a la comunidad, Urbano Gómez ha de ser expulsado si se
quiere recuperar el restablecimiento del equilibrio. Es entonces que aparece el primer
destello de una violencia ordenadora: “Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le
arrimó una paliza que por poco y lo deja paralítico, y que él, de coraje, se fue del
pueblo” (135). El destierro de Urbano es equivalente a las desapariciones esporádicas de
los hermanos Torrico. Y así como Odilón y Remigio regresaban de vez en vez y traían
consigo el caos y la gente se apuraba a esconder sus pertenencias, Urbano Gómez,
convertido en policía, vuelve al pueblo. El escenario está preparado para un tercer acto
violento que, por sus dimensiones de agresividad, demandará una respuesta de las
mismas proporciones. Luego de que Nachito, cuñado de Urbano, se le haya ocurrido
llevarle serenata, éste lo mata a golpes: “Entonces se oyeron los gritos, y la gente que
estaba en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito
defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras
otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal” (136).
Lo mismo que en el acto incestuoso, resulta significativo que el asesinato se lleve a
cabo en vía pública, incluso cerca de la iglesia. En este punto, Urbano ha llegado al
paroxismo de la violencia destructora: robo, incesto y asesinato. Las tres transgresiones,
recordemos, incumben de algún modo a los demás habitantes del pueblo. La negación
135
por parte del sacerdote de darle la bendición podía interpretarse como la escisión total
con «los demás». La comunidad, en reacción, asume la violencia mítica como bandera
del orden: “Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar
llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que
hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran” (136). Comenta René
Girard acerca del linchamiento en el marco de los mundos mitológicos: “la víctima
aparece como una mancha que contamina todas las cosas de su entorno y cuya mente
purga efectivamente a la comunidad puesto que le devuelve la tranquilidad90” (103).
Urbano Gómez, como agente contaminante, hubo de ser aniquilado por vía de la
violencia unánime porque sus crímenes dejaron de ser una afrenta a la individualidad
para pasar a ser un ultraje hacia el pueblo entero. La eliminación de Urbano es
semejante a la que sufre Odilón en manos de los habitantes de Zapotlán.
Resulta singularmente significativo que el protagonista haya regresado como policía.
En otro capítulo hemos hablado de los espacios herméticos que se conciben en el
universo rulfiano; pues bien, a estos espacios difícilmente se filtra con eficacia
elementos del exterior, de la Historia, de la modernidad. Los componentes del sistema
que opera en estos espacios son autosuficientes. El cargo institucional de Urbano
Gómez lo califica, en teoría, para generar orden, pero vemos que pronto entra en
90
Edipo quizá es el modelo de este agente contaminante. Al cometer incesto con su madre y parricidio,
pone en desequilibrio el buen funcionamiento de Tebas, representado con la peste que azota a la ciudad y
que sólo desaparece cando Edipo es expulsado. Es curioso que los crímenes de Urbano Gómez estén en la
misma línea de los de Edipo. No sugiero, por supuesto, ninguna clase de lectura intertextual; estas
semejanzas, sin embargo, refuerzan nuestra interpretación de la violencia mítica. A propósito de estas
comparaciones, dice Rolando Forgues: “Parece, en efecto, que la temprana muerte de la madre le ha
impedido liquidar normalmente su complejo de Edipo que se manifiesta en la relación incestuosa que
tiene con su prima no por azar llamada la Arremangada. No olvidemos que se nos presenta a la madre
casi como una prostituta […]; por ello puede darse la relación incestuosa con su substituto, pues la madre
viene a encarnar de alguna manera en el inconsciente del personaje el propio objeto sexual rebajado de
que habla Freud. El asesinato de Nachito, quien deviene a su vez en substituto del padre, completa y
remata el marco y significado de la situación edipiana” (60).
136
colisión con un mundo que entiende las cosas de otra manera.91 Su aniquilamiento al
final del relato representa, una vez más, el encuentro de dos mundos: el propio y el
extraño, el tradicional y el moderno.
Conviene cerrar este apartado con una crítica de René Girard que, a propósito del
poder creador de la violencia mítica, hace de la ignorancia casi voluntaria del
logocentrismo: “El racionalismo apenas se plantea preguntas sobre unas costumbres que
le parecen tanto más trasparentes en la misma medida en que no se les atribuye más
sentido que el ridículo” (131). Tal vez, como dice Donald K. Gordon, “Acuérdate” no
sea de los mejores cuentos de El Llano en llamas, pero eso no quiere decir que no
aporte datos para una mejor comprensión del universo rulfiano. Una perspectiva mítica
nos enseña que, detrás de cualquier acción „ridícula‟ de los personajes, se esconde una
intención compleja, difícil de dilucidar si sólo se asume un encuadre racional.
3.3. Conclusiones preliminares
Se apuntó antes que los personajes de El Llano en llamas han sido abandonados por las
instituciones. Han sido, además, relegados a los márgenes, muy lejos del Centro. Esto,
sin embargo, no se traduce en retroceso o estancamiento. No opera ni el anarquismo ni
la autodestrucción, y definitivamente no existe un desprecio por la vida. Ante el
abandono, los campesinos rulfianos simplemente buscan otras maneras de ordenar la
realidad.
Este orden distinto permite —y exige— un reordenamiento de la noción occidental
de violencia. Todo lo contrario de lo que se ha entendido desde un encuadre de las
91
Recuérdese el licenciado que busca inmiscuirse en un mundo como el de “El hombre”, que funciona, de
forma rigurosa, bajo la organización de la venganza. El arresto de una persona inocente, el borreguero,
refleja la ineficacia de esta perturbación de un universo ajeno.
137
oposiciones binarias tan caras al pensamiento racionalista, la violencia se entiende como
un elemento funcional dentro de determinado sistema. Así, cuando adoptamos una
postura explicativa (mito) y no tanto una moral (razón), vemos que, para los personajes
de El Llano en llamas, el acto violento es un acto que libera, vital, con frecuencia
creador.
Por otra parte, observamos que mantener una relación cercana con el entorno natural
permite leerlo con mayor facilidad y así adelantarse a la contingencia. Además, la rica
veta simbólica que proporciona la naturaleza permite, en cierta medida, paliar la
hostilidad de ésta y de los demás elementos, como la historia y el mismo hombre. De
modo que la relación íntima del ser con la naturaleza no significa necesariamente—
aunque la tentación así pensarlo pueda ser fuerte— una forma de primitivismo.
Resulta compleja esta doble configuración del personaje rulfiano: 1) su filiación
consciente con los modos de la violencia y 2) su apego espiritual con la naturaleza. Esta
aparente contradicción sólo puede ser resuelta desde la óptica del mito, para el cual el
hombre no está escindido en un lado luminoso y otro oscuro, sino que constituye una
totalidad llena de matices, confusos y contradictorios. Esta característica hace de El
Llano en llamas un universo complejo, renuente a ser dividido en un mundo de víctimas
y verdugos.
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