Ante la tumba del capitán Dreyfus

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Ante la tumba del capitán Dreyfus
Antonio Hermosa Andújar
(Universidad de Sevilla)
En París, una ciudad perpetuamente en venta, ni los muertos escapan a las
cacerías del turista. Por eso algunos cementerios son una atracción más: y, entre
ellos, el de Montparnasse es su nôtre-dame o su torre eiffel particular.
Uno pensaría, visto su céntrico emplazamiento en la ciudad, que ésta había
dispuesto retener a sus ilustres moradores vivos por siempre en medio de sus
entrañas, quizá anhelando secretamente que la dignidad, la variedad del talento, el
mérito, la recompensa social del esfuerzo, etc., impartan sus lecciones permanentes
a lomos del tiempo; y, en épocas como la actual, que el fulgor de sus nombres
obrara de parapeto contra el trajín diario y sus correrías en el alma con pareja
eficacia a la de la lluvia contra cierta contaminación.
Mas cuando se ve al visitante mariposear entre las tumbas, forrado de
cámaras fotográficas, de sonrisas y jolgorio, pronto se descubre que si tales
intenciones fueron realidad su poder ya murió de éxito, que al visitante
transformado en turista le llena de sobra el girar en el tiovivo de una historia
confeccionada a retales al unir desordenadamente los nombres ilustres, que le
harán tal vez creerse tocado por la varita mágica de su fama antes de, con la sangre
renovada, reanudar la cacería.
Y sin embargo -prescindo ahora por completo de toda referencia a los lazos
culturales en grado de amasar una gran cantidad de poder alrededor de las tumbas,
según expusiera con claridad Olaf B. Rader en su libro Tumba y poder-, los
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muertos sí pueden dar lugar a varios tipos de reacciones, más íntimas y vitales, y
bastante diversas entre sí: incluso entre los turistas. En un cementerio plagado de
artistas, escritores, científicos, intelectuales, políticos, extranjeros unos y franceses
los más, los diferentes nombres conocidos recorren los meandros de la memoria
evocando cosas distintas y suscitando en el corazón sentimientos varios. Porfirio
Díaz nos hará reír de nuevo cuando su nombre rescate en nuestro espíritu su
conocida frase, al tiempo que hará brotar un racimo de desaliento en nuestro pecho,
compuesto con problemas de todos los colores que vienen para quedarse, al
comprobar que México no necesita cambiar tiranos por gobernantes electos para ir
siempre mal, y que doscientos años de independencia no han hecho sino aferrarlo
firmemente a su propia servidumbre. Hubert Beuve-Méry nos hará soñar con otro
periodismo distinto del que hoy sacrifica la verdad al interés de algún poderoso;
Raymond Aron nos sorprenderá aún con alguna sonrisa juvenil en un rostro a veces
irreconocible por las arrugas; César Vallejo tal vez nos inste a releerlo y Baudelaire
a no dejar de hacerlo. Y así con el resto de esta brillante legión de honor.
Pero yo entré en el cementerio con la idea clara de rendir mi pequeño
homenaje personal a uno de esos raros muertos cuyo recuerdo es la ocasión para
seguir amando la vida: el capitán Alfred Dreyfus. No dejé de manifestarles mi
íntima gratitud a otros, Baudelaire in primis, e incluso no pude menos de sonreírme
recordando la ironía desplegada por Brassens en su La ballade des cimetières,
centrada precisamente sobre el de Montparnasse, pero la tumba de aquel héroe a su
pesar, de aquel caballero andante de la dignidad que fue Dreyfus, un hombre en el
que la especie rejuvenece los ideales que el alma se esfuerza por soñar y la baja
política por enterrar, atrajo desde el inicio mis pasos.
Cuando la hallé, confieso que no defraudó mis expectativas, ya que una
simple y amplia losa, que cobijaba varios nombres y no sólo el suyo, salpicada por
numerosas piedrecitas que daban testimonio a la manera judía de otros homenajes
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anteriores al mío, constituía el solo recuerdo visible de un individuo cuya alma no
habría cabido en el entero cementerio. Nada, pues, del boato de aquéllos que
incluso muertos erigen con sus tumbas un templo a la ambición y a la codicia, que
pretenden plasmar en ellas el poder y las riquezas de ayer y ostentarlos durante la
eternidad, o que, cual faraones en miniatura, piensan que harán uso de los mismos
en otra vida. Ningún imperio en la tumba de Dreyfus salvo el de la dignidad, un
poder al que ninguna idolatría puede confundir, ni el tiempo envejecer, ni la
política suplantar y al que ninguna riqueza puede comprar.
Recordemos brevemente las circunstancias que la hicieron brillar. Para su
desdicha, el capitán Dreyfus era alsaciano y judío, ¡y a la vez!, lo cual en una
situación de nacionalismo y antisemitismo galopantes, cebados en un contexto que
combinaba fenómenos generales como la industrialización, el imperialismo, la
victoria de la ciudad sobre el campo, el triunfo de la burguesía sobre la
aristocracia, la irrupción de la clase obrera, los progresos del laicismo, con otros
coyunturales, como la derrota ante Prusia, que supuso a Francia la pérdida de
Alsacia y Lorena, aportaban racionalidad a la sospecha de espionaje a favor de
Alemania, al consiguiente juicio por traición y, en fin, a la condena de degradación
y deportación perpetua a la Isla del Diablo. ¡Un judío patriota! ¿Alguien puede dar
crédito a algo así? Desde luego, no un bienpensante conservador, quien ante la
verificación del hecho rápidamente se diría: ¿Y qué importancia pueden tener los
hechos frente a la ideología? Y no, por cierto, un hombre de honor, un patriota
exaltado que al constatar que se acusa sin pruebas pero que la liberación del
acusado revertiría automáticamente en acusación al ejército decide huir hacia
delante y convertir el honor de la institución en verdugo de la inocencia, es decir,
preservar el prestigio del ejército a costa del sacrificio de uno de sus miembros.
Francia era entonces una plaga de bienpensantes y patriotas.
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Ahora bien: excepciones, también las había. El general Picquart, figura clave
en el proceso que inició la revisión del caso y que por innumerables vericuetos
condujo a la rehabilitación final del condenado, era un militar con un acendrado
sentido del deber, al punto que su antisemitismo confeso no fue óbice para que, en
el conflicto probable entre el amor al principio abstracto de su cabeza y los odios
concretos de su corazón, el sentimiento de justicia se decantara del lado de aquélla.
Y luego estaba la otra Francia, la de Zola o Clemenceau, la de Jaurés o
Blum, la de Lazare o los Dreyfus, sabedora de que cuando los derechos de uno se
pisotean los de los demás corren peligro, de que el arbitrio no puede confundirse
con la justicia ni aun en los casos de honor, de que las formas son sustancia del
espíritu democrático y un contenido esencial del derecho. Su protesta, simbolizada
en el arriesgadísimo J’accuse, de Zola, donde ponía en tela de juicio la actuación
de la clase política y del estamento militar, y que dio con los huesos del autor en la
cárcel, acabaría dando su fruto decisivo con la rehabilitación del capitán
injustamente condenado, pero pasó por momentos que pudieron ser la apoteosis de
la injusticia y que sólo la dignidad del acusado impidió. Durante el asedio de los
partidarios de la inocencia a los defensores de la venganza, las autoridades por dos
veces idearon la solución más perversa de todas, la decisión que sacrificaba la
justicia a su apariencia: graciar o amnistiar al condenado, fundándose en el
supuesto de que la propia cobardía era generalizable. Ni imaginaban que un
individuo, físicamente la sombra de sí mismo, pudiese albergar tanta energía moral
como para rechazar sin contemplaciones la solución ofrecida con un argumento
irreplicable: el indulto deja intacto el delito aunque zanje la condena, y un inocente
nunca puede ser objeto de indulto a causa de un delito no cometido.
Entre salir de la cárcel con la mancha de la peste moral en la conciencia y
volver a ella con la conciencia intacta, pese a sus fuerzas languidecientes; entre la
muerte moral con la que le recibirían sus conciudadanos y la muerte física a la que
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le obligaba su exigencia de justicia, para el capitán Alfred Dreyfus no había dudas
a la hora de elegir. En nombre de la justicia, la dignidad conducía a Dreyfus a un
uso extremo de su libertad que, sin embargo, no se traducía en ningún acto injusto
hacia sus oscuros enemigos, convertidos en tales durante el proceso; eligiendo la
cárcel frente al indulto, la víctima disolvía hasta el menor asomo de legalidad con
el que sus verdugos aspiraban a justificar la nuda fuerza. Mas en nombre de la
vida, la dignidad del ciudadano Dreyfus se rebelaba contra la graciosa inmolación
de su persona al honor de las instituciones -o del país, o de la sociedad, o de
cualquier otro monstruo de mil cabezas pero sin rostro- reclamando justicia, actitud
ésa contraria a la prédica del patriota de salón, en esencia un vulgar criminal a la
espera de la oportunidad en la que demostrarlo, siempre pronto a cambiar de
deidad o bien a sacrificarla en el altar de su interés.
Confío en que el paciente lector que ha llegado hasta aquí sea también
indulgente lo bastante para disculpar el epítome, torpe y en exceso sucinto, de un
caso que puso en jaque la pervivencia de la república en Francia y que llegó a ser
objeto de una inmensa atención internacional. No es disculparme con él decirle que
no era mi propósito rememorar el significado del affaire Dreyfus en sí mismo, sino
sólo justificar por qué su principal protagonista merecía el homenaje de ser
recordado o, al menos, por qué yo considero obligado hacérselo a quien fue
víctima del hecho de que dos ideas de Francia, una revolucionaria y republicana, la
otra contrarrevolucionaria y monárquica, se cruzaran en su persona y su
circunstancia, transformándolas en su campo de batalla (el lector interesado,
aunque apresurado, puede aprehender en parte su significado leyendo las breves
páginas que Max Gallo le dedica en su libro Les clés de l’histoire contemporaine;
pero si no se conforma con tan poco puede ampliar su información con el
extraordinario capítulo 4º que Barbara Tuchman le dedica en su La torre del
orgullo).
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Obligado no sólo por sacar a la luz la esquizofrenia de la pretendida una e
indivisible Nación francesa, en realidad compuesta de varias francias
irreconciliables entre sí; por la catarsis en la que se vio envuelta el conjunto de la
sociedad, constreñida a enfrentar bajo la luz pública los demonios que
atormentaban y seccionaban su alma; por revelar que para el nacionalismo, el
antisemitismo y el clericalismo la república no constituía por sí misma un límite
ante el que detenerse, sino, más bien, el límite al que superar; o por levantar acta de
cómo Maquiavelo tenía razón al declarar incompatibles los valores que una
sociedad declara buenos, ya que incluso a una comunidad que se pretende regida
por el derecho y hace profesión de fe democrática le resulta factible sacrificar la
inocencia en nombre de la justicia. Pero obligado igualmente ante el héroe que
supo resistir los embates del patrioterismo teológico, y plantar cara con su dignidad
a la violencia que la fuerza ejerció contra él, y porque su caso es un firme
recordatorio de que los mismos o parejos asesinos andan sueltos por nuestras
sociedades, cebándose de manera más sorda pero igualmente injusta contra la parte
dreyfusard de muchos inmigrantes, el socorrido chivo expiatorio de tantos de los
males que nos aquejan.
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