Modernizando la Seguridad Social Javier Neves† Ante la grave crisis que afectaba al sistema de seguridad social en nuestro país, desde mediados de la década del ochenta se empezó a debatir si debía permitirse un mayor margen de acción a la empresa privada en la cobertura de la salud y de las pensiones. Las dos posiciones en controversia sobre esta materia tenían en el fondo concepciones diversas sobre las causas de la crisis y, por tanto, de la viabilidad misma de su superación, así como de los medios para lograrla. Para un sector, la situación podía corregirse a través de algunas modificaciones legislativas, una mejor gestión administrativa y financiera, otra voluntad política del gobierno, etc. Para el otro, en cambio, la cuestión era insalvable. El modelo tenía fallas estructurales y de allí su ocaso a nivel mundial. La única salida era sustituir la solidaridad por el individualismo y transferir la función de aseguramiento de las personas a la actividad privada. Esta opción, como es claro, fue la que terminó imponiéndose en el Perú. En este punto, el debate se centraba en determinar el grado de participación que correspondería a la empresa privada en el sistema de seguridad social. El dilema consistía en mantener las entidades públicas, a cargo de prestaciones básicas, con afiliación y aportación obligatoria de los trabajadores, aunque la tasa de contribución pudiera rebajarse y las entidades privadas brindaran cobertura adicional; o que los trabajadores eligieran entre la afiliación y aportación exclusiva a una entidad pública o privada, las que competirían por la prestación del mejor servicio. En otras palabras, un esquema complementario o alternativo, respectivamente. No quedan dudas de que la fórmula asumida en el Perú en materia de pensiones, desde 1992 en que se creó el Sistema Privado de Pensiones (SPP) por Decreto Ley 25897, fue la segunda; y la recientemente adoptada en cuestión de salud, por la Ley 26790, es la primera. La Constitución de 1993, en su artículo 11, permite cualquiera de esas fórmulas, al establecer que se puede acceder a prestaciones de salud y a pensiones a través de entidades públicas, privadas o mixtas. El problema central radica en que si las reglas adoptadas respecto de la cobertura de la salud o las pensiones conducen a la aniquilación de las entidades públicas, porque destruyen las bases mismas sobre las que se edifican, en tal caso tanto la vinculación complementaria como la alternativa desaparecen, y queda sólo la opción privada, con lo que se infringe el mandato constitucional. Y esto es lo que parece venir ocurriendo en nuestro país. † Abogado constitucionalista, experto en Seguridad Social. Desco / Revista Quehacer Nº 107 /May-Jun 1997 Antecedentes en el campo de la salud En el campo de la salud, del que vamos a ocuparnos en esta nota, la empresa privada ha estado desde hace mucho tiempo presente, brindando atención a los grupos de la población que podían pagar los altos costos de sus servicios. En efecto, era posible que cualquiera tomara una póliza de salud con una compañía privada de seguros, siempre que sus ingresos le permitieran cubrir la prima que ésta le cobraría. Sin embargo, los grupos más vulnerables de la población, como los ancianos, y las enfermedades más frecuentes o costosas, como las dolencias crónicas, quedaban excluidos o eran cubiertos con muchas restricciones. Pero aun cuando los trabajadores dependientes contaran con un seguro privado, se mantenía la obligación de aportar al Régimen de Prestaciones de Salud (RPS) del Instituto Peruano de Seguridad Social (IPSS) el íntegro de las cuotas ascendente al 9% de la remuneración. Esta cantidad protegía al asegurado contra las contingencias no amparadas por su seguro privado, y contribuía al financiamiento del sistema en favor de los asegurados que no tenían otra opción de atención que la del IPSS. Estos últimos constituían, sin duda, el sector mayoritario. Inicialmente, la contribución al RPS era de cargo de empleadores y trabajadores: 6% los primeros y 3% los segundos. Pero luego se dispuso que el aporte correspondía únicamente a los empleadores. Se hizo así, porque a su vez el aporte por pensiones, que había venido utilizando la misma fórmula (6% 3%), pasó a ser de cargo exclusivo de los trabajadores. En noviembre de 1991, cuando el primer gobierno de Fujimori estaba en sus comienzos, se expidió el Decreto Legislativo 718, que creó el Sistema Privado de Salud. La norma adoptaba nominalmente el esquema «complementario» entre el IPSS y las entidades privadas, aunque de su lectura fluía inequívocamente que se trataba de una fórmula «alternativa». La implementación del modelo, sin embargo, fue diferida por varios años. Había que concentrarse en la puesta en marcha del SPP, que ya suficientes dolores de cabeza estaba ocasionando. La oposición a su aplicación en materia de salud, anunciaba ser todavía mayor. Un nuevo paso se dio en noviembre de 1996, con la promulgación del Decreto Legislativo 887, que daba a la reforma el nombre de «modernización de la seguridad social». La reacción no se hizo esperar y fue interpuesta una acción de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional contra esa norma, por exceso del gobierno en el uso de las facultades delegadas. Para evitar que sucediera en este proceso lo mismo que había ocurrido con las dos normas sobre pensiones (el Decreto Ley 25967 y el Decreto Legislativo 817) que el Tribunal Constitucional había declarado inconstitucionales en sus aspectos más perniciosos, el Congreso dictó la Ley 26790, calcando el contenido del Decreto Legislativo 887, y salvó las objeciones de forma. La «modernización»de la seguridad social Cuando se creó el SPP, la ley matriz (en ese caso el Decreto Ley 25897), era una norma esquemática, cuyos alcances tuvieron que ser precisados por muchas otras disposiciones reglamentarias. Ahora ocurre lo mismo con la Ley 26790, aunque inclusive más Desco / Revista Quehacer Nº 107 /May-Jun 1997 severamente. Tendremos, por tanto, que limitarnos en el análisis a cuestiones más o menos globales, que son las únicas esbozadas por la ley y en torno a las cuales ha venido girando el debate de estas semanas. La norma adopta un modelo claramente estratificado para la atención de la salud. Si lo imagináramos como una pirámide, tendría en la base a la gran mayoría de la población, compuesta por informales, campesinos, desempleados, etc., que podría obtener prestaciones sólo por el Ministerio de Salud. En el medio estarían los trabajadores dependientes, cuya cobertura corre a su cargo del IPSS. Y en el vértice, una porción reducida de trabajadores de altos ingresos, que podrían inscribirse además en una Entidad Prestadora de Salud (EPS). Los trabajadores dependientes siguen como asegurados obligatorios (ahora llamados regulares activos) al IPSS. Sin embargo, si deciden afiliarse a su vez a una EPS, la contribución que la empresa paga por ellos al primero podría rebajarse en 25%, la cual se entregaría a la segunda. Están excluidos de esta opción los pensionistas, que deberán permanecer en el IPSS, lo que constituye una marginación arbitraria. La tasa de contribución al IPSS continúa fijada en 9% de la remuneración para los trabajadores dependientes. En el caso de los independientes, en cambio, que antes podían afiliarse como facultativos pagando la misma tasa, ahora tendrían que cubrir las cuotas correspondientes al plan de salud que asuman, sobre lo que no existen detalles en la norma. El aporte que el IPSS va a percibir por los asegurados inscritos también en una EPS, va a disminuir a 75% de la contribución actual. La rebaja podría no parecer considerable, pero lo será si los trabajadores que decidan afiliarse a las EPS son los que laboran en las empresas que pagan las mayores remuneraciones. Previsiblemente ocurrirá así, puesto que son ellos los que ya cuentan hoy con un seguro privado y el nuevo sistema les exige efectuar copagos por los servicios. La pérdida de recursos del IPSS va a ser, pues, significativa. En este marco surgen dos problemas adicionales. El primero es que la norma ha ampliado la población protegida, incorporando a los cónyuges varones y a los concubinos, así como a los desempleados por un determinado período. La legislación anterior, de modo ciertamente discriminatorio, brindaba cobertura a la cónyuge del asegurado, pero no al cónyuge de la asegurada. Y nunca a los concubinos. Los desempleados perdían pronto el derecho a la atención de su salud. Ahora todos esos grupos mejoran su situación, lo que es muy bueno visto en la perspectiva de extender la protección. Pero ello va a acarrear mayores costos al IPSS. El segundo, consiste en la inequitativa distribución de responsabilidades entre el IPSS y las EPS. Al primero se le ha asignado la cobertura de las atenciones de alta complejidad, las enfermedades crónicas y los subsidios económicos; es decir, de los rubros más caros. Las EPS brindarán la atención en las contingencias menos onerosas. Sin duda alguna la «modernización» va a significar para las EPS un buen negocio. No sólo van a recibir el 25% de la cuota de cada trabajador inscrito, para ocuparse de las enfermedades más simples, sino que van a cobrar cantidades adicionales por cada atención ambulatoria (2%) y cada hospitalización (10%), como máximo. El pago de estas sumas Desco / Revista Quehacer Nº 107 /May-Jun 1997 corresponde a los trabajadores, que vuelven así a costear aunque sea parcialmente la atención de su salud. Toda esta radical reforma no ha ido acompañada de ninguna sustentación actuarial, que demuestre su viabilidad. Las cifras de distribución de la cuota entre el IPSS y las EPS, de los copagos a estas últimas y de subsidios que pagará el primero, así como la asignación de funciones a cada entidad, carecen de justificación alguna. El rechazo que esta norma ha ocasionado en diversos sectores de nuestra población, desde anteriores gestores del IPSS hasta los médicos y los pensionistas, es muy grande. Todavía mayor que el suscitado por la introducción del SPP en 1992. La gente parece más dispuesta a aceptar que perciban pensiones de montos diversos quienes en actividad tuvieron remuneraciones (y, por tanto, aportaciones diferentes) a que se produzca una marcada desigualdad en la atención de la salud. La vulneración del derecho fundamental de toda persona es, en este caso, flagrante. Desco / Revista Quehacer Nº 107 /May-Jun 1997