Jan Palach y la desilusión Post-revolucionaria en Egipto. Lecciones del pasado reciente. Mauricio Jaramillo-Jassir1 El 26 de enero de1969 y ante el agobio por la presión del régimen comunista checoslovaco un estudiante de apenas 20 años decidió prenderle fuego a su cuerpo a manera de protesta en uno de los eventos más conmovedores de la historia política del siglo XX. Para muchos la muerte de Jan Palach fue el comienzo del fin del gobierno promoscovita que se había instalado en Praga y que derivó en niveles inimaginados de terror y represión. En ese entonces las imágenes del sepelio del joven inmolado desnudaban una Checoslovaquia desesperanzada pero suficientemente indignada como para forjar cambios. Un año antes en 1968 se había producido la llamada Primavera de Praga y se pensó en la posibilidad de un cambio en el régimen. Las medidas adoptadas por el gobierno de Alexander Dubcek así como las manifestaciones de estudiantes en la Plaza Venceslao hacían pensar en cambios de fondo. Empero, Checoslovaquia necesito de otros 20 años para que ese movimiento duramente reprimido en el 68 madurase y se concretara la Revolución de Terciopelo y cayera el socialismo real. Existen algunas coincidencias entre los hechos acaecidos en Europa Central y Oriental en la segunda mitad del siglo XX y algunos fenómenos políticos que se están produciendo en el Magreb y Medio Oriente. Lo acontecido en Túnez hizo pensar de nuevo en la figura de Jan Palach. Más allá de las coincidencias vale la pena preguntarse si existen lecciones que haya arrojado el proceso europeo y que indiquen pistas de lo que podrá suceder en Egipto, Túnez, Yemen y hasta Jordania. En primer lugar, los movimientos sociales o manifestaciones espontáneas que buscan la democratización desde abajo tardan en madurar y es probable que el proceso dure años e incluso algunas décadas. En Egipto ya se presentan algunos hechos que indican la forma como Hosni Mubarak dilata su salida y pretende provocar fracturas en el movimiento opositor. Esta resistencia al cambio y el apoyo inconstante de Occidente al régimen retrasan la instalación de cambios urgentes pero inviables como consecuencia de una estructura de poder que se ha venido moldeando desde 1981. Observando la situación es posible señalar que hasta el momento no se vislumbran actores de la oposición en capacidad de encauzar las protestas. Las miradas apuntan hacia Mohammed El Baradei y al movimiento de los Hermanos Musulmanes. No obstante, no existe claridad acerca del papel que ambos han desempeñado en las manifestaciones. Es más, el movimiento islámico ha optado por mantener un perfil bajo y no ha intentado liderar las protestas. La razón es básica y muestra la lucidez política del movimiento: empeñarse en dirigir las manifestaciones podría significar mayores niveles de represión si el Estado egipcio y Occidente sugieren que detrás de éstas hay reivindicaciones de extremismo islámico que pongan en riesgo la estabilidad de la región. 1 Profesor Facultades de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacional de la Universidad del Rosario e investigador del Ceeseden en la Escuela Superior de Guerra. En medio de todos estos cambios no existe certeza acerca de cuáles dirigentes están en capacidad para liderar la transición. Es probable que dichos liderazgos sólo surjan con el tiempo y el parámetro para definir su viabilidad no puede consistir en sus afinidades ideológicas con Occidente. Hacerlo podría condenar estas revoluciones en ciernes al fracaso. En segundo lugar, de las lecciones del pasado reciente queda claro que luego de los cambios, los primeros años tienden a ser difíciles en la construcción de consensos. Vaclav Havel señaló a propósito del fracaso de la Revolución Naranja en Ucrania, que todos estos procesos pasan por una desilusión postrevolucionaria en la que se generan disputas intestinas entre los miembros que preconizaban la revolución. En momentos de ejercer la resistencia encontrar los consensos parece una tarea poco compleja, empero una vez en el poder esta misión se complica como ha ocurrido con buena parte de los procesos revolucionarios. Para recordar el contexto en el que Havel sugiere la desilusión postrevolucionaria, vale la pena señalar que en 2004 cuando Ucrania fue testigo de un cambio radical, la mayoría del mundo tenía esperanzas de cambio no sólo en este país sino en toda la región de Europa del Este. Sin embargo, las disputas entre Victor Yúshchenko, el presidente y su primera ministra Ioulia Timochenko condenaron a la Revolución Naranja a un fracaso que pocos avizoraban en su momento. Tanto así que en 2010 Victor Yanukóvich principal rival de Yúshchenko y aliado de Moscú ganó las elecciones. Por último, una gran lección que arroja el pasado reciente es el lugar que deben ocupar quienes ejercieron el poder antes del triunfo de las revoluciones. Para Egipto, Túnez y Yemen será importante reflexionar acerca del espacio político que el Estado deberá brindar a los “verdugos” del momento. En Egipto la salida a las calles de los seguidores de Hosni Mubarak sugiere interrogantes acerca de segmentos de la sociedad egipcia que temen por retrocesos en la modernización del país emprendida por el presidente actual. No debe obviarse que Gamal Mubarak, hijo del actual mandatario había sido señalado como posible heredero. Su papel en la transición no debe descartarse de antemano. Su inclusión es clave para asegurar el éxito de la posterior instalación de una democracia que vaya más allá de lo formal y se traduzca en niveles efectivos de equidad e inclusión principales motores de esta revolución en ciernes. Como ocurrió en las décadas posteriores al 26 de enero de 1969 en Checoslovaquia, a estos países les esperan largos años de cambios graduales que derivaran en una gran transformación. Por ahora es urgente reconocer que el camino es largo.