LA PROEZA DE UN ARTISTA París 1878. MARIE VON GOETHEM. La pequeña Marie camina despacio por la Rue de Douai de regreso a casa. Es una adolescente de catorce años de frágil apariencia, delgada y tan menuda que casi parece una niña. Camina erguida, sus pasos son equilibrados y están bien controlados. Mira de frente y su mentón está bien nivelado, sus hombros firmes y el leve balanceo de sus brazos se asemeja al elegante revoloteo de una grácil mariposa. Vive a las faldas de Montmartre, un barrio de pequeñas y empinadas callejuelas llenas de vida y despreocupación. En los últimos años ha adquirido mala reputación porque han proliferado los cabarets y los burdeles, no obstante, es considerado peculiar y encantador por muchos artistas que han trasladado allí su taller porque quieren encontrar la inspiración, expresar sus ideas de libertad y encontrar la alegría de vivir: es la cuna de los pintores impresionistas y de la bohemia parisina de la época. Marie también quiere ser artista, una gran artista de ballet: el arte más bello, expresivo y emocionante que conoce. Su fantasía le hace soñar despierta que sus zapatillas son como alas y sobrevuela un escenario como la más ligera garza y, como ella, se sostiene sobre la punta de un pie realizando una vaporosa y vertiginosa pirueta que todo lo llena. Cuando llega al modesto y sombrío edificio de piedra de siete pisos donde vive con su madre y sus dos hermanas, Antoinette y Louise, sube la oscura escalera y siente, un día más, su atmósfera densa y dura como unas afiladas hojas de acero que recortan sus ilusiones dejándolas tan exiguas como el escaso jornal que percibe su madre de lavandera. No es fácil vivir con unos pocos francos diarios ganados, con agotador esfuerzo, tedio y desencanto, desempeñando un trabajo que todo lo lava menos las miserias. Encuentra a Antoinette y Louise exultantes de alegría. Se interrumpen la una a la otra, pues ambas quieren ser la primera en darle la buena noticia: las tres hermanas han sido aceptadas en la escuela de danza de la Ópera de París. Su pequeño corazón se encoge y palpita preso de una extraña emoción desconocida para ella: el orgullo. Se convertirá en una “pequeña rata 1 de la Ópera”. Tomará clases en el Palais Garnier y sus zapatillas resonaran sobre el piso de los pasillos como roedores que corretean. París 1878. EDGAR DEGAS Por una calle estrecha de la ciudad de París camina rápido, casi volando sobre el empedrado, un hombre maduro. Una barba recortada enmarca un rostro alargado, de pómulos altos y expresión seria, pero cuando sus labios esbozan una sonrisa es, como su corazón, dulce y acogedora. Se acerca a la 8 Rue Scribe donde se encuentra situado el Palais Garnier. Su buen porte denota que disfruta de una posición social privilegiada. Hijo primogénito de un aristocrático banquero de gran cultura y sensibilidad, su padre lo puso en contacto desde pequeño con el arte, que lo cautivó para siempre y al que dedicaría toda su vida. Siente un gran respeto y admiración por los maestros clásicos a los que ha copiado con entusiasmo durante muchos años. Ha participado en las Exposiciones Impresionistas y, como ellos, pinta las realidades que observa y que siente, pero no comparte su práctica de la pintura al aire libre y prefiere las escenas iluminadas artificialmente. Últimamente frecuenta la escuela de danza de la Ópera de París, su gran preocupación pictórica es captar fielmente la figura y el movimiento, donde está investigando el apasionante mundo de las bailarinas. Cuando Edgar Degas llega al Palais Garnier lo espera el lujo y la policromía, que son sus señas de identidad: ricos mármoles, distinguidos terciopelos, jarrones de Sèvres, candelabros inmensos, hermosos mosaicos… El artista deja a un lado la suntuosa escalinata y se introduce en un laberíntico entramado de pasillos, que parecen interminables, y que le conducen detrás del escenario. Conoce a varios músicos miembros de la orquesta, que trabajan estrechamente con el maestro de baile, lo que le permite tener acceso entre bastidores. Saluda con efusividad al profesor, Jules Perrot, un famoso bailarín que junto a su pareja fue una estrella del ballet parisino en otros tiempos. Para cuando este termina la clase, Edgar ha realizado ágilmente, fruto de su genialidad, varios bocetos. En todos ellos predomina la gestualidad y se adivinan, firme y nítidamente, los 2 contornos y los detalles. Ningún pormenor de la dura realidad de las bailarinas pasa desapercibido a sus ojos, fascinado como está en captar ese instante preciso: bailarinas atándose las zapatillas, poniéndose las mallas, apoyadas en la barra o sentadas frotándose el tobillo izquierdo, en los extenuantes ensayos, en el escenario, en plena representación o en los descansos. París 1880.- EL ENCUENTRO. EL ARTISTA Y UNA PEQUEÑA MUSA Degas lleva ya cientos de pinturas cuando conoce a Marie. Ha pasado muchas horas en el patio de butacas y entre bastidores tomando apuntes y trasladando, influenciado por exquisito arte del grabado japonés y la incipiente fotografía, el encanto del ballet desde ángulos asimétricos poco habituales en la pintura de la época. Crea composiciones descentradas a las que, con pinceladas superpuestas de óleo de tonalidad opaca y capas muy finas de pintura transparente, imprime realismo e inunda la escena de ritmo y movimiento con remolinos de color. Se suceden así imágenes llenas de volumen cuyos protagonistas son vaporosos vestidos con tutús multicolores: blancos, azules, verdes… que se apoderan del espacio y lo llenan para siempre de belleza. En 1880 Marie pasa el examen de su admisión al cuerpo de baile del Ballet de la Ópera de París y hace su debut en el escenario en La Korrigane. Aunque la primera bailarina es la española Rosita Mauri y el elenco es un nutrido grupo de bailarinas, Degas, que por esas fechas evidenciaba serios problemas de visión que le obligarían a consagrarse casi exclusivamente a la escultura, centra su atención en una de ellas, de apariencia delicada y etérea, cuyos movimientos son pura expresión, espontaneidad y sentimiento. −¿Eres Marie, verdad? −Marie asintió, sorprendida. −¿Sabes quién soy? −Sí, maestro. −contestó, tímida y brevemente, Marie. 3 −Marie, ¿te gustaría posar para mí? −propuso Degas, enarcando las cejas con expresión interrogante−. No descuidarás tus clases de baile y por cada sesión ganarás 8 francos. −Sí, maestro −contestó rápidamente Marie, lo que hizo sonreír complacido a Degas. Cuando se despidieron, Marie, que había mantenido el cuerpo y la cabeza derechos, se replegó para escuchar a su corazón que le decía que aquellos francos en algo contribuirían a endulzar su amarga pobreza. Degas, por su parte, comprendió que había hallado a la pequeña bailarina que sería su fuente de inspiración. Es un día ventoso de otoño cuando Marie acude, por vez primera, al taller de Degas. Está a pocas cuadras de su casa. Lleva una chaquetilla fina que apenas la protege del frío invierno. El viento, que es más gélido de lo habitual en esa estación del año y anticipa lo duro que será el próximo invierno, ha despeinado su lindo cabello recogido con un lazo de satén color melocotón que, como una hoja más del otoño, cae quedando arrinconado detrás de la puerta. −Hace frío, Marie, ¿verdad? −Marie musita lo que Degas parece entender que es un: Sí, hace frío. −Pasa, Marie, aquí entrarás en calor. −dice Degas, animándola a pasar. En una repisa del estudio hay una cesta de mimbre llena de manzanas que desprenden un dulce aroma. Degas mira fijamente a Marie, que le devuelve una mirada confiada, invitándola a coger una. La pequeña elije la más colorada y la mordisquea mientras observa detenidamente el estudio. En los rincones hay acumulados montañas de esbozos y, colgados en las paredes, lienzos que evidencian la febril manera de trabajar que tiene el artista. Marie esperaba encontrarlo desordenado, pero, muy al contrario, los pinceles de diferentes tamaños, formas y fibras, espátulas, pigmentos y otras sustancias aglutinantes y diluyentes se reparten en botes de diferentes alturas. También, toda clase de cinceles, martillos y limas se encuentran perfectamente organizados. 4 Las sesiones se van sucediendo con la misma naturalidad que la oscuridad de la noche persigue la luz el día, con la misma regularidad que se suceden las estaciones del año y con la misma precisión con la que se procede en un ritual. Tras un breve saludo y un agradable refrigerio de frutos secos, pan y leche, sin apenas mediar palabras innecesarias, Marie sube a la tarima con la misma gracia y soltura con la que sube a un escenario. Adelanta la pierna derecha formando una pronunciada diagonal con respecto a su pierna izquierda, sobre la que reposa todo el cuerpo. Las piernas desnudas permiten ver como sus músculos trabajan manteniendo la postura de estiramiento. Coloca sus hombros hacia atrás y extiende los brazos por la espalda enlazando los dedos. Alza la cabeza y cierra los ojos y, con la dignidad de una gran artista del ballet, se deleita soñando que recibe una clamorosa ovación. Aquel día, no mediaron preámbulos. Degas estaba inquieto. −Ven, quiero enseñarte algo. ¿Te gusta, Marie? −le preguntó Degas. Marie se acerca y observa bajo la atenta mirada de Degas. Un ligero rubor cubre sus mejillas: es ella. La figura de barro en la que ha estado trabajando el maestro, está cubierta con cera pigmentada. Lleva un tutú de tul y un sencillo corsé de tela. Va calzada con unas zapatillas de ballet, el cabello es de pelo natural y está recogido con un lazo… ¡su lazo de satén color melocotón! −Maestro −dice Marie en voz baja− es mi mejor sueño. Un sueño hecho realidad. Las circunstancias de la vida de Marie no propiciaron su continuidad en el mundo de la danza clásica, pero sí su triunfo gracias a la proeza de un artista. Degas nos dejó para la posteridad la figura de una bailarina de catorce años, llena de delicadeza y dignidad, bajo cuyo corpiño abotonado puede sentirse como late el apasionado corazón de la pequeña Marie. 5