La magia de los recuerdos LEOPOLDO TURIZO URDA Allá en el

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La magia de los recuerdos
LEOPOLDO TURIZO URDA
Allá en el Quindío, es el título de una radionovela cuyos eventos se pierden entre las
nebulosas de mis recuerdos de infancia. Por aquellos tiempos mágicos, la radio era el medio
que convocaba a la familia a reunirse en la sala a escuchar las noticias, o los chistes de Los
Chaparrines o a seguir la trama de la historia que transcurría entre cafetales y montañas
verdes, allá en el Quindío. La trama de la historia no la recuerdo, pero los paisajes si están
frescos en mi mente a pesar del paso del tiempo; eso tal vez se debe a que la radio, como el
libro, deja a la imaginación del oyente la tarea de construir los escenarios
(¿constructivismo?). Mi mente, por supuesto, había construido sus propios paisajes, mis
propios recuerdos.
Desde el momento en que emprendí el viaje, dejando el sol ardiente y la brisa con olor a mar
Caribe, para asistir al Encuentro Enredes’97, en mi mente se apostaron aquellos recuerdos.
Ahora que lo pienso con detenimiento, yo pude haber llegado a Armenia pensando en la
telenovela “Café”, en la Gaviota y Sebastián, en las canciones rancheras; pero no, mi mente
descartó totalmente esas imágenes, prefirió los otros recuerdos, aquellos viejos recuerdos de
infancia, mi mente estaba predispuesta para la magia.
La magia empezó al abordar el taxi en el aeropuerto; el taxista se hace llamar “Tatoo”, y me
entrega una tarjeta de presentación ofreciendo los servicios de su vehículo para visitar los
lugares más hermosos de aquella, su particular “Isla de la Fantasía”; era el introito perfecto
para toda la magia que vendría después. El recorrido en el taxi transcurrió entre la charla
jovial del Tatoo, y la avidez con que mis ojos devoraban aquel paisaje verde y maravilloso
para compararlo con aquél otro que hace más de 30 años mi imaginación de niño había
dibujado y que aún conservaba en un rincón de mis recuerdos. Lo extraño es que no eran tan
diferentes.
Aquél recorrido fue al mismo tiempo plácido y excitante, poco después llegaría el encuentro.
Nos reunimos bajo los árboles, en los pasillos, en las terrazas, el evento tuvo un marco de
informalidad; el objetivo era hablar de aprendizaje y aprender, pero de una forma distinta, el
objetivo era romper con la academia, el objetivo era hacer de aquél aprendizaje una
diversión, el objetivo era elevar los espíritus a la categoría de niños, el objetivo era: “diga lo
que quiera, que será escuchado y dígalo como mejor lo sienta, cántelo, cuéntelo, dánzelo,
píntelo, actúelo”.
A partir de ahí, el arte se tomó la escena, la magia inundó los salones, los pasillos, las
terrazas y los prados donde había más de un centenar de magos sueltos intentando sacar un
conejo del sombrero.
Me tocó por suerte trabajar con un grupo maravilloso, y lo más maravilloso fue cuando se me
ocurrió tomar la guitarra y cantar mi canción; al terminar volví a sentir ese terrible temor que
nunca me abandona al esperar la aceptación o el rechazo, la rechifla o el aplauso. Se hizo un
silencio, se miraban unos a otros como buscando un acuerdo de miradas y finalmente
alguien dijo: Cantemos todos esa canción, y decidieron adoptarla como la canción del grupo.
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Fue el aplauso más maravilloso que he recibido, y la emoción más grande cuando escuché
todas sus voces siguiendo la mía y entonando:
“Déjame alzar el vuelo si quieres quédate aquí, / si me amas no, no digas cuando no, no
digas cuando sí”
Aquella frase parecía el resumen del deseo y el propósito común de romper los esquemas y
elevarse por encima de ellos.
“Tal vez un día puedan mis manos encadenar;/ pero mi alma no, mi canto no, no lo
encadenarán déjame ser lo que soy...”
Componer una canción ha sido para mí como una repetición de los sentires, como reabrir las
heridas y hacerlas sangrar de nuevo para tomar el dolor y ponerlo en unos versos y unas
notas, es un sentir solitario. Escuchar mi canción en las voces de aquél coro fue algo mágico
y maravilloso, valió la pena.
En aquél encuentro conocí a personas fantásticas, cuyos nombres de algunos he olvidado.
Siempre tengo problemas para recordar los nombres de las personas que conozco, tal vez
porque en mi subconsciente existe la premisa de que los nombres no son tan importantes, lo
importante de las personas es lo que hacen, lo que piensan, no cómo se llaman. Las
sociedades en las que prevalece la importancia de los nombres sobre el pensamiento y las
sociedades en las que prevalece la importancia de los nombres sobre el pensamiento y las
acciones de las personas, son sociedades decadentes. Simón Bolívar pudo llamarse Pedro
Pérez o John Smith e igualmente habría sido importante de haber hecho lo que hizo y
pensado como pensó.
<<No le darás en este encuentro
más importancia a la palabra del
sabio que a la palabra del sabedor
popular o más a la del especialista
que a la del maestro. >>
De todos esos magos que conocí hubo algunos que me impresionaron profundamente,
recuerdo mucho a Nicolás, un niño de 80 años, con el pelo cano y el cuerpo viejo pero con
un espíritu joven, con un verbo prodigioso que transporta a quien lo escucha a un país de las
maravillas criollo, que crea paisajes y situaciones mágicas, el más asombroso contador de
cuentos, el más grandioso exponente del arte del “hablar mierda”.
Pero entre todos el personaje que más me impresionó, fue aquella mujer maravillosa,
maestra de una escuela rural de Risaralda, que llora contando las historias de cada uno de
sus alumnos, que sufre la ausencia de uno de ellos que no pudo volver a la escuela, que se
atormenta tratando de resolver los problemas de un chiquillo de seis años que actúa en
forma extraña al descubrir por primera vez el sexo, y que llora también sus propios dramas,
pero que padece una enfermedad que le ha dejado los ojos secos, no producen lágrimas, yo
creo que no es ninguna enfermedad, lo que ocurre es que los médicos no se han dado
cuenta de que ya se las lloró todas. Cuando cuenta sus historias, sus ojos se enrojecen y
parece que fueran a gritar como la tierra en verano pidiendo agua. Un espíritu tan sensible no
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nació para vivir en un mundo tan agreste y violento como el que le ha tocado. Aquel día llovió
a cántaros, yo creo que el cielo quiso humedecer la tierra, quiso humedecer la tarde y quiso
humedecer el llanto de Olguita, la mujer que llora... con los ojos secos.
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