ASPECTO ETNOLOGICO DE LOS MOLINOS DE VIENTO DEL CAMPO DE CARTAGENA: SU NECESIDAD DE RECUPERACION S U M A R I O : 1. E! m o l i n o d e v i e n t o c a r t a g e n e r o c o m o m o n u m e n t o d e a t e n c i ó n . 2. S u s e n ­ ti d o e t n o l ó g i c o , e x p r e s i ó n d e u n a v id a ru r al q u e d e s a p a r e c e . 3. R u t a p o r los m o l i n o s del c a m p o del L e n t i s c a r . 4. N e c e s i d a d d e su r e c u p e r a c i ó n c o m o e l e m e n t o f u n d a m e n t a l d e e s t u ­ dio. 5 . El M u s e o d e la H u e r t a c o m o lu g a r d e i n s t a l a c i ó n d e las p i e z a s del m o l i n o d e v i e n t o . 1. E nten de m o s que el molino de viento del cam po de Cartagena (M ur­ cia) posee unos aspectos etnológicos suficientes y dignos de atención por el estudioso de esta m ateria, por lo que vam os a tra ta r de h acer una llamada de atención en su defensa, con el criterio de que se aporten elem entos de juicio suficientes para una estimación válida de su recuperación, en el m om en to en que, creem os, todavía es posible, d ad o el estado de penuria en que se e n cuen tran , su situación, en la m ayoría de aquéllos, pese a que por algunos, en especial por los «Amigos de los Molinos» se p rocura su d e ­ fensa, dentro de los límites hu m anos, p orqu e enten dem o s que sin una intensificación de los organismos com p eten tes, sin una participación de los vecinos, de los interesados y de los estetólogos y etnólogos; no cabe la puesta en m archa de una «recuperación de nuestra identidad» regional, que .conform a y refuerza las cosas que sirvieron a nuestros antepasado s de fun dam en to vital. El etnólogo busca el p asado , el resto de una vida que nunca se pierde, que está vigente aún en nu estra civilización, de esa casi cruel «m archa de los ladrillos y el m ortero », de que nos habla A. J. Toynbee ', que viene desde prim eros de siglo m inando el paisaje rural, lo que se advierte com o irremediable espectáculo en el e ntorno de nuestras ciuda­ des, de nuestras regiones sobre las que se prolongan los' suburbios, los caseríos caducos y obsoletos, las ennegrecidas moles de piedra y hormigón que delata un triste paisaje deshum anizado. M urcia aún conserva el encanto de un medio rural am able, brioso en su luz y en su encaje barroco, donde el m o n u m en to com po ne su tram a fun­ dam ental, donde la contemplación estética culmina en ocasiones su misión, por el predom inio de la naturaleza despejada, aunque algo menos en el litoral donde el urbanism o privado im pone su cuño desafiante. Por este motivo el cam po cartagenero, sustantivado en un qu e ha c e r de milenios, con su vida de intimismo idílico, encajada en el ruralismo cabal y basado en el esfuerzo del cam pesino, estam pa que hasta hace escasam ente una v eintena de años, significaba base de un su stento primordial; se ha visto privado últim am ente de su reseña nostálgica en base a la singularidad de sus artefactos, que form aban parte de la vida agrícola. N oso tros defende­ mos en este punto una visión, una imagen en el sentido de Kewin L ynch, una peculiaridad, aunque su destrucción venga m otivada por la presión 18 u rbanizada y to do lo que ello supone, pero al fin y al cabo esta defensa intenta d esco n g estio n a r un tanto la form a p olucionada de la civilización actual, hacien do hincapié en los silencios vitales del p asad o cercano. El molino de viento cartagenero, un molino típico, distinto en su forma del castellano, de los que integran otros paisajes; contiene su silueta inde­ leble, su m ajestad envidiable, cuando años atrás c o n se rv a b a los elementos de su co rporeidad, sus artes entreñables que le dab an el signo de su im p e­ rio. Bella im agen que se extendía por todo el c o n to rn o cartagenero, p o r su cam po desde el que se podía soñar y alimentar el espíritu con su vertical com postura. Pieza helénica, apolínea, se enfren taba d iariam ente con los elem entos naturales, b usca n d o el viento de los levantes marinos o de los lebeches, que en el M ar M enor rozan la tierra, se la lleva hacia el m ar tranquilo, de orillas m enudas y sosegadas. Ju nto al molino, esencial arte­ facto, con sus aspas girando al son del aire, sintiéndose su entraña desde sus engranajes viscerales, de «ruedas» y «palos», con el h om b re encargado de la guía; se e n c o n trab a el aljibe pan zu do 2, otro elem ento del que en alguna ocasión nos ded icarem o s, también e staba la noria o aceña, distinta de la h uertan a, con sus elem entos recogidos y fulgurantes, que se d e sv a ­ nece ju n to a la p ieza m aestra del molino, el viejo molino del cam po del Lentiscar, por donde los vientos desatados de la caja de P an do ra, a veces se hunden con ta n ta pericia por su espacio, que hace que las barcazas m arineras los esquiven con la gracia de v etu stas trirrem es arrim adas a sus odiseas v e nturosas. El molino de viento del cam po cartagenero retiene su sabor de pasado, ese tiem po de geografía que ya es olvido, acaso lejanía para que se incruste en el anonim ato, si es que desde luego po r nu e stra parte no pon em os la capacidad suficiente, com o para que se entable una necesidad de estim a­ ción de estas piezas, que por otro lado, tanto en su calidad de artefactos, en sus características de aceñas, norias, aljibes, e tc., que m erodean por esta zona geografía m arinera, cam pesina y abultada por el intríngulis de la gesta minera; ha venido, es d o c u m entada por escritores y eruditos desde el cariz regional, com o Lucía G óm ez, — María E lena M un tan er— Ju an a Pellicer 3, J. R. del T o ro 4, A sensio Sáez 5, Carm en C onde, etc., que sienten este deseo de recu peración de esas efigies sacro san tas, citas de un an c h u ­ roso paisaje que floreció en tiem pos, p ero que ya es m era estam pa caduca, de la que em ulando al po eta, pod em os decir: «Mas bien p u e d o forjarme una ilusión que aventaje a las crudas realidades...» 2. D esde la catad ura etnológica la pieza del molino de viento recoge una serie de elem entos que son dignos de atención. Ya desde su base expresa el sentido de vida de atractiva elem entalidad, con el cuño de un a primigenia dom esticación. C uando desde este m om en to se añ ora la elemen19 talidad hu m ana, su intuitiva configuración, com o form a vital, donde la cotidianidad nos sumerge en la nomenclatura de la naturaleza identificadora con su rasgo, propio de un am biente, de una geografía; bueno es que desde el ángulo de esta pieza m useable, del molino, com o decoración, com o estam pa ruralizada, enraizada en un ám bito visual determ inad o, le demos el significado que m erece, tanto desde su propia corp oreid ad , com o desde su m ensaje colateral. La vida rural se co ntem pla d esde su natural dim en­ sión, con la utilización de la fuerza original, que ha p uesto de manifiesto el hu m anista y urbanista Lewis Mumford con sus fases culturales, donde el predom inio de la era «eotécnica», en que la versión de la naturaleza apunta su óptim a recreación, antes de la configuración «paleotécnica», que da inicio a partir del siglo X V III, impusiera su tra tam ie nto en nuestra civiliza­ ción. En ese tiempo en que el molino de viento a cu sa su presencia en los Países Bajos, com o medio de utilización del agua, desde sus característi­ cas, o del viento en sus a posentam iento originales, la fase natural en que la hu m anidad intuye presencias de esteticism os casi orgiásticos, donde la, sensibilidad pro cu ra sus cotas m áximas, es p recisam en te cuando el hom bre sabe d om inar la belleza de las cosas, el perfil de los engranajes de los que se sirve para sus faenas agrícolas, desde aquéllos vive en pleno contacto con la naturaleza, de sol a sol labra su porvenir, y hasta utiliza un atuendo básico, el ser hum ano se goza con: «un cam po de tulipanes en flor, el olor del heno recién segado, la ondulación de la carn e bajo la seda o la redondez de pechos en ciernes, la vigorosa picadura del viento al co rrer de las nubes de lluvia sobre los m ares, o la azul serenidad del cielo y la nube, reflejados con claridad cristalina sobre la aterciopelada superficie del canal, del es­ tanque y del arroyo. Los sentidos se refinaron uno por uno», com o dice magistralm ente Munford 6, y que nos evoca a nosotros una composición pictórica de M onet, o de la Escuela de Barbizón, con el aliento a plenitud de aire incontam inado, viento que se restriega por los an ch os, llanos cam ­ pos de Cartagena, que penetra por los quicios de los molinos, aquellos gigantes del paisaje, un paisaje rural propio para una form a de vida. Pues en efecto, el cam pesino cartagenero de los pasados siglos estaba enraizado en su am biente geológico, en ocasiones procedía de la Unión, cuando se llamaba la N ueva California y se pegaba fuego a los hábanos con billetes de mil pesetas, pero tam bién eran oriundos de sus caseríos más entrañables, que com ponen todo el espacio que desde la época clásica se conoce por la llanura del L entiscar, con el c o n to rno de aldeas com o la de los Beatos, El Algar, la Palma, etc., que encajaron en su ámbito una conform ación de vida auténtica, sirviéndose de lo que la presencia de la naturaleza le otorgaba para construir su casa, cuya tech um bre recuerda la m adera de las viejas barcazas, que por cierto se traían desde Sierra Espuña, que abastecía aparte de la leña la nieve. El cam pesino construye su m orada cerca de la tierra donde faena, siega, tiene el heno, el horno, la 20 a ceña con la muía, cercan os están los bancales de algodón y de pimiento que los riega en una tierra rojiza, bermellón, un color que es típico de este lugar. Ju nto a su casa el establo en una unidad am algam ada, com pacta, donde el ganado lanar y el ovino com parte su trabajo, el de to da su familia que po sterio rm ente emigraría, en pos de otras faenas más rem un erado ras, lo que sucede a partir del siglo XX y de form a total en la d éc a d a de los cincuenta. N o falta el molino, lo ha construido él mismo, para ello existen artesanos que desde tiem po inmemorial, de generación en generación ha aprendido la m anera de hacerlos, conocen sus dim ensiones: los hay con grosor más amplio o de m enor tam año, estos últimos son los molinos de torres finas que a b u n d a n algunos por el M ar M en or, porqu e los otros, los de torre gruesa se qu e d a n en torno a la zona cartagenera de los «Marfagones». El molino retenía un atuend o soberbio, con sus piezas magistrales que abrían cauce a tod o un engranaje de fábula, con la dedicación del molinero en su laborar y mirar, rastrear el viento, para co nfo rm ar la «Guía» al son de aquél, p orq u e de ello dependía la utilización del agua para el riego necesario. De ahí su importancia, su estilo, tam bién el apiñamiento de entrañas viscerales que lo integraban, don de todo en él, desde sus piezas esenciales a las accesorias, desde el ritmo de su m ovim iento por la acción de la energía del viento, h asta el ruido que d estacab an sus ruedas y arcaduces; to do ello com ponía la orquestación de algo que em p a pa ba la vida cotidiana del c am pesino, haciendo su m o rada algo idílico, tan sólo com parable con el estallido de los am aneceres o la sensación inagotable de los crepúsculos, sobre los que la figura del molino con sus asp as era algo que sólo el que los ha podido contem plar, c o nserv a en su retina como poesía pura. Pues el molino de viento se integraba por elem entos fundam entales: las ruedas y los palos. De las prim eras m erecen atención: la rueda Catalina, horizontal, la rueda de A spa, la rueda de A rcabuces. De los palos importan: los palos del infierno y palos de las aspas. Se da la característica de que existen en el cam po cartagenero los típicos molinos de viento y a su vez de moler, efectuándolo con la fuerza del viento, com o sucede aún con el llamado Molino de Zavala, en los Molinos Marfagones. Pues que el molino de viento rep resenta algo entrañable, ocupa el re­ lieve singular de viejos tiem pos, apenas si tiene su justificación en la actu a­ lidad, pero vive en sí m ismo com o testam ento de un a vida rural que tuvo su vigencia en este campo. Los molinos de viento son auténticos m onu­ mentos aun en su d esn u d e z total, en su lacerada c om po stu ra, que sin . embargo pudieran to rn a r a su antiguo esplendor con una reform a a c o m p a­ 21 sada a los cauces de una agricultura, que sintonice con ellos. Pasadas generaciones, vidas h um anas se integraron en este ám bito de una natu ra­ leza que desgraciadam ente ha ido decay e n d o , com o con secuencia de la técnica, pero al m enos sus moles se dom inan desde la llanura, desde los cam pos algunos y erm os, páram os por los que el tra sv a se va haciendo mella, quizás para un m ejoram iento de sus tierras, con la destrucción del paisaje y de los v etustos molinos. Los molinos del cam p o cartagenero c on servan sus denom inaciones, son com o vigías que nos h unden en capítu­ los de an éc d o ta s y consideraciones esplen dorosas. Q uedan como hacién­ donos partícipes de algo que fue pero que ya carecen de una función im portante. Es precisam ente la función la que interviene en el destro zo de su dim ensión vital, porque ya no se conjuga el sentido primigenio de la acción del hom bre con la fuerza de la naturaleza. Ya no cabe apreciar el carism a de aquella dulce vida rural en la que estaba im buido éste y otros a rtefactos, que tan sólo adquieren en la actualidad valor etnológico, comoestudio de sus artes singulares, de sus piezas, com o form ando parte de algo que tiene vida en la m ente del investigador. 3. N o so tro s estim am os que m erece la pena asum ir desde la entraña de nuestra preocupación, la necesidad de forjar un tra y ec to por la ruta de los molinos de viento del cam po cartagenero, po r la llanura del Lentiscar, de clásico aporte, de cuya presencia se da cu e n ta en el siglo XII, con otras cadencias de un m ediavelismo m onástico, con el aporte final del Convento de San Ginés de la Jara. P orque estas tierras son de provisión espiritual, dignas de m editadas conjeturas y de descripciones solem nes, de tanta no­ bleza y estirpe, que el mismo motivo de la presencia del molino, nos induce a irremediables consideraciones eruditas. Pero vale la pena ob serv ar desde éste «pasar y ver» orteguiano, el contenido, la silueta, la po se, a veces en forma de disparate, del molino, que conserv a acaso nada más que la torre, con el chapitel d estro zad o, sin la veleta, sin las guías, sin apenas nada en que reforzar la mirada, que se queda qu ebrad a en la llanura, cual sucede con el llamado «Molino de los Zapata», o del «L ob o» , p orqu e en su veleta se dom ina aún la figura de un lobo. Este molino tan sólo con serva la torre, se le dom ina viniendo desde San Javier, encrucijada al M ar M enor, en lo que se viene llamando «Los Altos del Villar», ju n to al que hay casona solariega, en form a de torre que nos evoca a familia linajuda, así como una floreciente vida centrada en este sitio, que perteneció a D. Miguel Z apata Sáez. En mis contactos con este lugarejo y hechas averiguaciones de sos­ layo con los viejos, me indican que en aquella época un tanto lejana, este molino era espléndido, poseía dim ensiones excepcionales y en su constru c­ ción intervino el mismo Z apata Sáez, que h asta hizo un pozo artesiano. Dicha finca queda envuelta en algo insólito, desde sus restos andrajosos, se intuye algo que tuvo digna solemnidad y lleno de anécd otas que nos envol­ verían con una larga disertación, que no es de este lugar. 22 D esde la c a rretera que se dirige a los U rrutias y continúa a los N ietos, cuyas orillas delimitan ese tro zo magno de p e q u e ñ o m ar, cita de los carta­ generos y los m urcianos en los períodos estivales; acuden u na serie de molinos que hace e sc a sa m e n te treinta años todavía servían en sus funcio­ nes de a y u d a r al c am p esinad o que m oraba en tan delicioso paraje, de aquéllos, tan sólo queda alguna llaga, e squ em a, com o el «Molino de Mi­ guel» («el de la M áquina»), que en sus años m ozos era em ped ern id o moli­ nero, ajustador de guías en el c o ntorno , en especial en el Llano del Beal y El Algar (lugarejos de faenas agrícolas y mineras). Se las llevaba bien con su co m p añ ero «El So rdo », que habitaba en la «ram bla», que él mismo había construido una casita con los elem entos naturales típicos, la arga­ m asa y el ladrillo, que aún se observa en sus restos. El Molino de « Juanete», cercano al anterior, equidistante a escasos m etros, apenas si se tiene en pie. Es un simple e spectro , que se fue de stro ­ zando desde que fue vendido a personaje madrileño, pues no cabe duda que la enferm edad de estos molinos les vino de tales ventas a personas desaprensivas, que no tuvieron necesidad de su utilización. De igual calibre es el « M O L IN O D E J U A N I T A » , cercano a la erm ita destartalada de los Moloy, p ero sigue com o fiel testigo de sus años en que form aba parte de una im portante finca, donde se desarrollaba una vida soberbia. A hora ya sólo se sostiene por su fidelidad hacia el pasad o, sin em bargo fue de los más bellos cuando sorteaba sus aspas por los silencios del viento y se m eneaba la burrica en las norias, haciendo m o v e r sus cangilones. El m o ­ lino de «LO S M O L O Y » , en la ermita citada fue algo fundam ental en la densidad del paisaje de esta zona tan corrom pida, tan vituperada. Antaño, en los albores del siglo pasad o, había vida com unal allí, los labriegos se daban cita los domingos y días festivos en la erm ita que ah ora sirve de corralón, de ovejas, p ero aún se pueden v er unas arcad as con riesgo de la vida de uno, p o rq u e al pen e tra r en ella la tech um bre cruje com o en cruento destino final, y pudiera haberse restau rado antes, que ya es cosa quim é­ rica. Form idable paraje éste, que delata la inconm ensurable vitalidad que tuviera y que su huella al m enos es válida para el recu erdo , pero que el sucederse del tiem po ha ido quebrando, a unque pensam os con Rilcke que los años son la gloria de los edificios, del paisaje, pero siempre que se sepa mantener, esq uivar los im pactos de una barbarie obstinada en hacer de p re­ ciar los valores tangibles de la belleza en todos sus aspectos. Pues sólo el Molino que se contem pla, aún en sus cancerígenas form as nos h ace intuir la noble cata d u ra de una agricultura natural, sin los en cu entros de la m á­ quina de m otor, que destruy e la castidad del paisaje. En este lugar he encontrado acopios etnológicos interesantes, propios de unos artefactos rurales y que he podido recopilar para el M useo de M urcia, tras su clasifi­ cación, que exige un n uevo tratam iento en sus pabellones adecuad os, donde podría ubicarse lo referente a la m u estra del «Molino». 23 El «Molino de Rufo», conform a una figura que, p ese a todo, cabe en su silueta cabal, con su pose ancestral, p ro v o c a n d o u na e stam pa apolínea. E ste molino c on serva casi todo su a tu en do , con el chapitel y las aspas, sobre el clásico andén y la balsa reseca, ju n to a u na casa de labriegos que en la actualidad se dedican a faenas de recogida de la fruta. E sta finca ha tiem po que se vendió a D. Asensio Saura Ruiz. Por referencias parece ser que el molino cu en ta con unos cien años de vida, en el mismo sitio donde había u na a ceñ a típica. A su vez el aljibe con su fo rm a rectangular y cúpula que term ina con una figura extrañ a, es una m anifestación peculiar de esta clase de habitáculos en este cam po. Cerca del mismo queda el «Molino de C ov ach o» , que p resen ta un atu e n d o más ágil y acaso sea de los reform ados por propietarios interesados, propied ad de D. Andrés Sáez Carrillo. Se sitúan una serie de molinos con su ro stro de p a u p e ra d o , cobijado por el paso del tiempo que hace que se suspire ante sus moles cadavéricas, en todo el denom inad o en esta zona del M ar M enor; «Camino de la Ber­ meja», que desde la clásica «venta de San Jo sé», con a n éc d o ta y leyenda m en ud a que nos gustaría tratar en otra ocasión, hasta L o s Beatos, com ­ pone una tram a de un paisaje llano, calcinado, en base a referencias diecio­ chescas y rústicas, pero es en el m om ento pre se n te un paisaje ruinoso, donde apenas se interrum pe la odisea de unas v enerables piedras que fue­ ron: ¡Ay dolor!, fam osos rostros de molinos cara a los vientos del M edite­ rráneo. Algunos de aquéllos p resentan sus h arapos en estrem ecim ientos a cu sado s, sin tregua de recuperación, com o el Molino de «Zape», que aún rige su faz en belleza sobre ocasos ignotos, de no m enos interés en el molino de «Giba», el del «Pleitero», el de la «Malina», el de los «Glorias», por entre cuyas figuras doloridas y a ba n do na da s m ero dean los gitanos, que pasan con sus jam elgos, evocan do aquéllo del poeta: «Pasa por entre la gente com o si fuera enemigo, con su mulo enjaizado, y el aspecto d e sabrido...» (P. Baroja). Otros molinos quedan casi rozando El Algar, com o el llamado del « F rancés» , con su torre y chapitel sin aspas ni palo de guía, ju n to al c aserón que parece revivir en los veranos. U no de los molinos más venera­ bles, ya que en esta z ona del Lentiscar, el más vetu sto es el de Zape, sin m enospreciar el fam oso molino, que es tan sólo una ca d u c a torre de sillares deshilvanados, llamada del «Tío Belm onte». O tro es el molino de «Zamplana», en una casuca cercana habita el labriego Joaquín Solano, que es el que se ocupa de guardarlo y sacar a pastar a los ovejas y las lleva por los co m arcano s molinos de «Jabalón», el «más selecto y de torre estrecha y fina», o se dirige hacia el molino «Arribao», del que queda tan sólo su esqueleto, en una z o na abondonada. 24 E n el entorno que va de los Beatos a la P a lm a ab un d a n m enudencias de caseríos en la llanura, casu con es con form ato de torres con escudos que evocan familias linajudas, que han pasad o a m ejor vida. H ay tray ectos de caminos de polvo, de silencios cam pesinos que nos hablan en lontananza, sin faltar la p resencia del caduco molino de viento sencillo, centrado en el lugar de trabajo del labrador, con su casita a ba n do na da , m etido en parajes roncos y en soledad profu nda, cercanos a carreteras que sirven de encruci­ jadas hacia pedanías humildes. Surgen sus siluetas que escarban en el aire de m añanas o ta rde s, se llaman molinos de «Domingo S aura», de «José Liarte», en la F inca de los H e rreros. Caben verse en otros parajes com o el de la «Piqueta», ya en zonas que buscan el co ntacto con la antigua Cartago N o va, la u rb e de los Bárcidas. O bien quedan ubicados en aledaños, h u n ­ didos en noctavigos paisajes a los que se llega con la ilusión de un a b ú s­ queda por ramblizos y o q ued ad es, como el Molino de «Zabala», acaso el que mejor se c onse rva debido a los cuidados de sus propietarios, que siguen entregados a la m isma función, a la misma faena que sus a n te p asa ­ dos. Se e n c ue ntra en la zo n a de los Molinos M arfagones de singular catadu ra geológica y etnológica, térm ino de C anteras. El molino data del siglo X V III, es p o r tanto el más v enerable, por él han p a sa d o siete generaciones hasta su actual propietario, D. A ntonio M adrid, siendo su ta tarabuelo, Juan Antonio M adrid, uno de los propietarios originales de este paraje evocador. Es un molino con la función de moler, que contiene todos sus artes y maquinaria en un estado de curiosa fidelidad, digna de te n e r en cuen ta y de contem plarse, pues en torno a su estudio se puede c a p ta r la vida de p a sa ­ das generaciones y la form a del cam pesinado, donde el panz u d o aljibe, — soberbio— , que co nserva en su interior inscripción de 1825; secunda un ejemplar en este tipo de construcción para el depósito del agua. Es digno este paraje para la contem plación y el estudio. O tros molinos vetustos se encu entran en diversos parajes en to rno a A lum bres, con su torre blanca en estancias m ineras, o el «Molino del Lobo» que cercano a los B eatos, es uno de los mejor co nservados y custo­ diados, quizás re sta u ra d o en una forma no auténtica, p ues la restauración ha de adec u arse a las características de construcción, utilización de los materiales, que p a re c e ser que no desarrollado en esta z o na y así aparecen moles pintadas de blanco, que más sem ejan pastiches que oriundos recep­ táculos de contem plación. Por la pedanía de la «A parecida», en el térm ino de Cartagena, p o r la encrucijada de las «C añas», se otean efigies de caso­ nas, de torres de signo m od ern ista con atuendos muy del pasado siglo, que em bad urn a un tiem po de belle epoque, que están com pletam ente en abandono, y tam bién los p ob res molinos que se dejan ver. P recisam ente en este caserío aún vive el ancianito Pedro Grillo, c o n o c e d o r, erudito de los molinos, acaso el último de los constructo res, que co nserva en el recu erdo 25 la sabiduría de tod a la gesta de las moles de v iento, que le diera tanto goce y form ara parte de su misma vida. Pues con este perso naje se nos va a su vez el eco de un pasado glorioso, rústico. C o n stru y ó m uchos molinos y contem pló otros tan majestuosos com o el molino de las «Palomas», que form aba parte de una im portante finca integrada po r se se n ta fanegas de tierra, molino que hace unos sesenta años fue vendido a D. José L ópez M artínez. D esde el andén del molino se recorta un paisaje interesante, con tierras bermellones, con pardos, que arriman su gama a los silencios de sus c ostado s, solam ente salpicados por el paso de un vehículo. Se goza allí, sobre la peana de la efigie, artefacto que sin em bargo retiene el adem án primigenio, desde su interior aún se atisba todo el engranaje que le diera vida, com o la rueda Catalina, casi parada en un tiem po de presencias c ad ucas, y la rueda del aire, alta, pegada a la te c h u m b re , com o incitando a cuitas desde sus piedras y escaleras apretadas que im ponen desde su inti­ midad. ¡Qué interesante tinglado!, nos parece e n co ntrarn os en otra época, en un sitio olvidado, donde tan sólo cabe apreciar el sabor del viento que se siente en los quicios de las piedras, po r los laterales de la maquinaria, que está quieta, e sp eran do que la m ano del labriego le dé vida, le otorgue esa gracia que a ntaño poseía, porque todo lo que se dom ina en su interior nos parece que huele a ancestralism o, está lleno de esfuerzos limpios, de sabiduría rural, de pequ eñ os y sencillos trabajos que cum plieron su misión, •en un medio adecu ado a la forma de vida de nuestros a n tepadad os, que no están m uy lejanos, pero que nos hacen m editar ante el gigantismo de una civilización u rbana que nos consum e y a m o rd a z a en la continua tragedia de la técnica conquistada. T odo el encaje de arcaísm o y humildad queda en estos lugares, com o si desearan reconstruirse desde sus poses, desde su misma imposibilidad de paralíticos seres que ya no p ueden cobrar vida propia. El Molino de los Gallegos, en el caserío de su nom bre, aledaños del cam po que tratam o s, queda como simple en ergú m eno , con su inmensa mole de piedra, con el gesto ebúrneo y tra sn o c h a d o del chapitel roto, pero sigue en su fiel aditam ento, perenne en una fiesta para la m irada del esteta, del etnólogo que c om prende, intuye la vida que su p o b re z a contiene, más aún desde la lejanía de su e ncuentro, con el aljibe que es digno de una consideración ap arte... 4. Tras la ruta por los viejos molinos del cam po cartagenero, estamos situados en una meta que hace que gocem os, p e ro tam bién nos sumamos en noble melancolía al ver cómo se van d eteriorando , desgastando, ca­ yendo esas piedras nobles y soberbias de unos elem entos que significaron m ucho en los pasados siglos, que form aron parte de un paisaje, que fueron base en la com pañía del cam pesino, de su adaptación a u na form a cotidiana de hundirse en su laborar. Su atuendo, su fisonomía do m éstica enraiza con un a m anera de ser que insufla el contenido espiritual de una liturgia; un rito 26 ancestral que debe evitarse que desap a re zc a , au n q u e sea m ediante el estu­ dio de su pose, asp e c to s que lo integran, materiales que em plearon sus co nstructores basad os en la tierra de su faena diaria, de su maquinaria interna, inven tariando cada una de las piezas que hacía que latieran sus aspas y m en earan tod o el tinglado visceral, para que tro tara su entera nom enclatura y con el rugido de sus ruedas al son del viento, c o m en zara a dar frutos la faena del labriego, que se servía de él com o de algo elem ental, porque el agua es fundam ental en el relleno de los b arbecho s, el riego de sus bancales, su depósito en los aljibes que dieron tratam ien to a un a p o ­ sentam iento peculiar, que aún perm anece au nq ue ya no sirve ni tiene fun­ ción alguna, a no ser en los ap artados caseríos de las aldeas, allí donde el cam po configura to do el carism a de su form a de ser, m arcadam ente opuesto a la ciudad y más aún a la gran ciudad, con su estru c tu ra y nuevo tratamiento, que impregna de contenido literario toda una serie de investigagiones de n u e stra era actual. En todo caso la efigie del molino con su atuendo, con su identidad de paisaje rural, con su p lanteam iento de a rte ­ facto que viene a o c u p a r el entorno hum an o a partir del siglo XII, en países com o H oland a y más tarde en los dem ás, para adquirir rango en E sp añ a y en sus pueblos ancestrales a partir del siglo X V III, pues según Lewis Munford 7 el prim er d o c u m en to existente sobre el molino de viento euro­ peo data del añ o 1105, se trata de un privilegio por el que el A bate de Savigny queda au to rizado para instalar estos artefactos en las diócesis de Evreux, B ayeux y C outances. In dudablem ente que el paso del tiem po, la pérdida de aquellas fuerzas vitales que insuflaron el hábitat del hom bre, han traído co m o consecuencia el aniquilamiento de la bella e stam p a de arcaísm o, que predispuso siempre al cam pesino a un planteam iento de su astucia, com o indica O. Spengler, aquella astucia que ha term inado con el don de la sencillez y de humilde presencia de los viejos y nobles valores que acaso q uedan em pedern id am en te acurru cado s en los venerables p u e ­ blos de nuestra E sp a ñ a , en sus tradiciones, sus raíces folklóricas, su figura y rasgos de instru m entos que aún perm an ecen y sirven para la utilización del hom bre que los habita. H a y viejos lugares com unes donde perduran aquellos matices que c on servan reliquias de sutiles investigaciones 8. La dicotomía entre el cam p o y la ciudad (Caro Baroja) pone de manifiesto dos culturas con dos form as de expresión, donde lo etnológico a cu sa su trata­ miento de fondo incluso dialectológico, y de hábitat, en el prim ero, mien­ tras que en la ciudad se dan otros tipos de presencias, hay, com o dice G. Sinmel: «una intensificación de la vida nerviosa», un a vitalización: «del carácter intelectualista...». La figura del molino de viento p erten ece a aquel m om ento de arcaísm o ruralista, m antenido por el continuum cam pesino, que desde el medievo conforma una característica del medio am biente, de la vida mism a coti­ diana. 27 L a cadencia, el rostro del molino con su engranaje, con sus piezas que se p ue d e n ejemplarizar, recoger en inventario etnológico, han de recopi­ larse desde la ciencia etnológica, desde la mism a contem plación estética y desde la misma crónica histórica de un co n to rn o h um ano en el que se detiene y form a parte. E n te n d em o s que el molino de viento del cam po cartag en ero fue algo vital, secundó u na m anera de ser del cam pesinad o, conform e aquel: «silen­ cio tan peculiar de los c am p esino s...» que dijera Zola, en sus referencias literarias. El molino y la tierra. Dos em blem as, dos tesis de m onumental reflejo. Pero por el contrario. N os encontram os con un paisaje de cam po cartegenero hosco, ignoto, donde las presencias de los elem entos etnológicos hidráulicos, de los molinos y ceñas típicas, aljibes, casu c o n e s, torres vigías de cataduras arábigas, todo lo que estaba dan do bríos a la vida campesina, queda ahíto de silencios, como aletargado, q u e b rá n d o se , de struyéndose por la acción de los mismos elem entos, y más aún por la apatía de la mano del ho m b re que aún en su conservación se implica en tergiversaciones a bsurdas y obsoletas. N os enco ntram os ante un paisaje desgarrado , d estartalado, vacío de contenido, a donde la identidad regional se deteriora. La civilización es técnica, pero creem os que también es rep aso de sus a tuend os del pasado, conservación y nunca m enosprecio de su cultura etnológica. Precisam ente porque entendem os que ha de revitalizarse la vieja y ar­ caica e stam pa del cam po cartagenera, que cuenta ya con un recuerdo y m uchas colañas, desgarram ientos y goteras que sirven a lo más para que desaprensivos las cojan, nos referimos a sus p obres techu m b res y den con ellas en el fuego de los ocasos invernales, simulando a lo que canta el tro vero de estos lugares: «Tiene el molino de viento su torre, m arrano y guía; tiene rueda y puntería. Las colañas no las cuento.» 9 La restauración com o form a de recuperación del molino de viento que estudiam os, ha de llevarse a cabo con la fórm ula ritual y sirviéndose de los artesanos que conocen la materia, los elem entos de c on strucción, m ateria­ les que a po sen tan las entrañas de la tierra, el engranaje que integra cada una de sus piezas o artes que son sus fu ndam entos. Sólo desde una pers­ pectiva de restauración adecu ada y co m p etente, se h ace posible la custo­ dia, la recuperación de esta bellísima sem blanza de n uestro Mare N ostrum , rozand o vientos de levantes y lebeches com o entrañables com pañeros de sus labores virginales. Q uedan pocos con structo res de molinos, y apenas si 28 c onocen ya las artes de aquéllos 10, y m ücho nos tem em o s que dentro de poco tiem po tod o será ya imagen de u na vieja fotografía que queda en los aposentos de los labriegos más ancianos. E stim am o s que la restauración de los «Amigos de los Molinos» del cam po cartagen ero , no sirva, acaso por la p o c a atención que desde el mismo Concejo se presta, incluso por la carencia de estudios completos sobre el tem a, estudios etnológicos que a sev eren su digna expresión. 5. Sabida es la transform ación del llamado M useo de la H u e rta de carácter etnológico " , po r el de M useo de Tradiciones y A rtes Populares de la región m urciana, lo que implica su tam bién renovación en el ámbito de program aciones y ubicación de sus objetos. D esde 1966, fecha de su creación, a la actualidad* dicho recinto que fuera el prim ero en su estirpe en aquella fecha, ha pasad o por una evolución de la que nos habla el mismo Emile Sem pere l2, p ero que va re c u p e ran d o su contenido. N o so tros e spe­ ramos la atención del m useo por organismos y centros etnológicos. Al ampliarse su escenario y su tratam iento dimensional, cabe p erfectam ente prestar desde su espacio, atención a la m onum ental pieza del molino de viento y entedem o s que en breve plazo se enriqu ecerá con una expresión plástica de aquellas efigies que dieron vida y belleza al cam po cartagenero, incluso somos conscientes de que habrá de dedicarle un pabellón p ara la recuperación e investigación de sus elem entos, piezas que quedan d esp e r­ digadas, con el fin de irlas an otan do , inventariando com edidam en te desde su peculiar contenido y presentarlas a base de gráficos, estudios m onográ­ ficos, etc., para e n c o n tra r en ello un a recreación interesante. O cu par un amplio material en su captación, con el fin de que la imagen sea lo más ampliamente difundida, utilizando la técnica vigente, con los escenarios recogidos m ediante vídeos y películas. N u e stra m eta es que el M useo a que nos referimos sea un recinto vivo, con ám bitos vivos y que den cita a inquietudes sobre los grandes tem as de nuestra etnología regional. Som os co no ced ores de toda la problem ática existente en nuestra socie­ dad sobre toda esta serie de capítulos que integra lo etnológico, sobre todo en lo referente a la divulgación y recuperación del molino de viento, cuya pose suena a algo que queda en lontananza, pero nuestro esfuerzo queda patente para llegar a c o n c e n tra r a este recinto m urcianista, que debiera de ser lugar de los encu entro s más cultos, un acopio de objetos y utensilios en relación con los molinos, vigías perdurables de u na venerable estam pa bucólica, llena de arcadia, perdida. Q uedan en estas páginas la llamada, la p u e sta en m archa de u n a noble revitalización, de algo que nos identifica, en este m om ento donde la razón de lo nuestro persigue una form a de ser del español, que sobre todo queda enraizado en sus cosas populares y rurales. Las raíces de sus ancestros, 29 que son las que nos unen y diversifican m ediante el atractivo de unos modelos visuales que estuvieron ayer con n uestras pasad a s generaciones, que hoy están y m erecen rescatarse, a través de los m u seo s y otros facto­ res de factura análoga. BIBLIOGRAFIA 1. C i u d a d e s e n M a r c h a . 2. E s t i m a m o s q u e el a lj ib e p a n z u d o es d i g n o d e a t e n c i ó n , t a n t o e n su a p o s e n t a m i e n t o a g r í c o l a , c o m o e n su p r e s e n c i a c a m p e s i n a , d o n d e a c u s a su p e c u l i a r f o r m a d e e n o r m e e n v e r g a ­ d u r a , c o n su t o r r e p r i n c i p a l , su z o n a i n t e r n a d e d e p ó s i t o d e a g u a p l u v ia l. E s t o s a lj ib e s se v a n p e r d i e n d o y d e p a u p e r a n d o l e n t a m e n t e . S ó l o lo s o b s e r v o c o m o v i e j o s e s p e c t r o s t r a n s f i g u r a d o s e n el p a i s a j e . 3. M o l i n o s d e V i e n t o d e l c a m p o d e C a r t a g e n a ( C u a d e r n o s p o p u l a r e s , 2 . a s erie ). 4. L A N O R I A C A R T A G E N E R A ( L a v e r d a d . 5-1 2-1 976). 5. A p u n t e s p a r a u n a p o s t a l C a r t a g e n e r a . ( L í n e a 17-3-78). 6. C i v i l i z a c i ó n y T é c n i c a . L. M u n f o r d . 7. T é c n i c a y C iv i l i z a c i ó n . S e p o n e d e m o l i n o d e v i e n t o , q u e j u n t o c o n el m o l i n o d e e n e r g í a v ita l, d e s d e el siglo X I 1. S o b r e t o d o e n d e e s t a m a t e r i a , el m i s m o W o w l e s , a f i r m a q u e a s p a s , d e v e i n t e y c u a t r o p ie s c a d a u n a y seis m a n i f i e s t o la i m p o r t a n c i a d e la p o t e n c i a del a g u a , f o r m a r o n u n a s b a s e s del a d e l a n t o d e la H o l a n d a t e n í a n tal p o t e n c i a q u e el e s p e c i a l i s t a el t o p e a n t i g u o d e l m o l i n o h o l a n d é s d e c u a t r o de a n c h o , p r o d u c ía 4,5 c ab allo s de fu e rz a con u n v i e n t o d e 20 mil la s. 8. « L a c i u d a d y el c a m p o o u n a d i s c u s i ó n s o b r e v i e j o s l u g a r e s c o m u n e s » ( C a r o B a r o ja ). 9. L a U n i ó n , su A n t o l o g í a ( A s e n s i o S á e z ) . 10. N o s o t r o s e n n u e s t r a r u t a p o r los m o l i n o s , q u e h e m o s i d o a d v i r t i e n d o p a s o a p a s o , c o n el b l o c e n m a n o y la r e t i n a d i s p u e s t a a su c o n t e m p l a c i ó n , d i m o s e n u n a o c a s i ó n de b r u c e s c o n u n v i e j e c i t o q u e h a b i t a e n la « A p a r e c i d a » , lu g a r e j o c a r t a g e n e r o , q u e se lla m a P e d r o G r ill o , a u t o r d e u n m o l i n o s o b r e la a z o t e a d e su v i v i e n d a , q u e e s y a u n a i n s t i t u c i ó n , c u y o m o l i n o s e d o m i n a d e s d e lo s c u a t r o c o s t a d o s del l u g a r , c e r c a n o a u n a e r m i t a y c o n s ile n c io s d i g n o s d e e v o c a c i ó n . P e r o el h o m b r e c i t o c u e n t a c o n m á s d e o c h e n t a a ñ o s y a p e n a s si p u e d e c o n su c u e r p e c i t o a b a t i d o c o m o lo s m o l i n o s d e su a m o r , q u e c o n t e m p l a r a t a n t a s v e c e s , e n lo s q u e i n t e r v i n o p a r a r e s t a u r a r l o s e n su j u v e n t u d . El i n t e r i o r d e su m o r a d a es u n a u t é n t i c o m u s e o d e f o t o g r a f í a s s o b r e los m o l i n o s c o n s u s a s p a s b l a n c a s l l e v a d a s al s o n de l v i e n t o , m e n e a n d o el e n g r a n a j e i n t e r n o . T o d o e s u n c a n t o a los m o l i n o s c a r t a g e n e r o s , v i v e n c i a s d e u n p a s a d o q u e d e s e a ría m o s v e r y otear. 11. S o b r e e s t a m a t e r i a h a y u n a a m p l i a b ib lio g r a f ía q u e q u e d a c o n c e n t r a d a e n la G u í a d e J o r g e A r a g o n e s e s , s o b r e el M u s e o d e la H u e r t a . 12. « R u t a p o r los a l f a r e s » . Fulgencio Saura Mira Director del Museo de Tradiciones y A .P .R .M . 30