La adicción luminosa de la lectura Gerardo Cornejo Murrieta* Los

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La adicción luminosa de la lectura
Gerardo Cornejo Murrieta*
Los motivos
“Las adicciones (dice Jorge García-Robles en su desafiante compilación: Drogas, la
prohibición inútil (García-R, 1996: 44) son como el fuego: consumen o iluminan” y la de la
lectura (agrego yo aprovechando el viaje) es de las que no sólo iluminan sino que son, en sí
mismas, una luminiscencia inextinguible.
Y como soy portador de esa adicción afortunada, me entusiasma compartir con los demás
mi experiencia vital como lector inmedicable, con la deliberada intención de inducirlos,
contagiarlos y seducirlos a disfrutar de una de las actividades mas placenteras, imantantes,
fructíferas y formativas que pueda realizar un ser humano: la lectura.
Y me importa compartirla no sólo por esas razones, sino porque siendo de oficio escritor,
puedo aportar la experiencia directa y vívida de alguien que crea y produce material de
lectura; alguien que emite, propone y ofrece textos a un receptor hipotético, a un
destinatario hermanado, un interlocutor imprescindible y un cómplice crítico: el lector.
Y es que de la relación entre este binomio indisoluble de escritor -lector/lector- escritor,
depende en gran medida el desarrollo y la propagación del feliz hábito de leer; de la
construcción de ese puente de letras entre ambos, depende el flujo y reflujo del
conocimiento, y de la existencia del uno depende la del otro, ya que no se concibe un gran
escritor que antes no se haya formado y elevado como un gran lector.
Claro que, como sostenía Vladimir Nabokov: “el buen lector es el que tiene imaginación,
sentido artístico, memoria y sentido común… los libros no sólo se deben leer; se deben
releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un ‘relector’
(Nabokov, 1997: 26-29).
Pero por otro lado, quien tiene que alimentar esa lectura-relectura es el creador de textos
(ya sean estos de transmisión de conocimientos en todos los campos del quehacer humano,
o de ficciones imaginativas vividas por creaturas literarias inventadas). Y es que todo
escritor es un fabulador, no un transmisor de certezas; un relator fantasioso que sólo
necesita de los datos y de los hechos para saber mejor aquello sobre lo que va a mentir; “un
gran embaucador (viene en mi ayuda otra vez Nabokov), un narrador, un maestro y un
encantador de ideas. Un buen escritor combina estas tres facetas, pero es la del encantador
la que predomina y la que le hace ser un gran escritor”. Es esta amalgama de narraciónlección-magia, lo que constituye el imán con que el lector es atraído a la fascinación,
hábito, gusto, devoción, afición, adicción luminosa de la lectura. “Lo que trato de
transmitirles (agrega el gran maestro ruso) es ese estremecimiento de satisfacción artística,
ese compartir no las emociones de los personajes sino del autor: las alegrías y dificultades
de la creación... experimentar ese cosquilleo en cualquier compartimento del pensamiento
o de la emoción. Corremos el riesgo de perdernos lo mejor de la vida si no sabemos
promover esa excitación, si no aprendemos a elevarnos un poco más de donde solemos
permanecer, a fin de recoger los frutos más maduros del arte ofrecidos por el pensamiento
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escrito”. Por eso (y ahora yo voy a en su apoyo), por eso temo, lamento y sostengo
que…Que debe ser muy triste morirse sin haber leído suficiente.
Y por eso me atrevo a insertar aquí una breve pausa para dejar prendida una “banderilla” en
la mente del hipotético lector de estas reflexiones: ¿Eres de los que leen? ¿cuánto lees? ¿por
qué lees? Y se la dejo allí alfileteada en la epidermis de su honestidad lectural, con la
esperanza de retomarla al finalizar estas consideraciones. Por supuesto que tomo también el
riesgo de que me regrese la pregunta y me fusile con los dardos inevitables de: ¿qué
escribes?, ¿cuánto escribes? y… ¡oh, inocencia y buena fe! ¿por qué escribes?
El caso es que esto de tratar de transmitir la experiencia de lector irredento, tiene sus
bemoles porque uno se encuentra con la duda de si la experiencia vital (cualquiera que sea)
es o no transmisible de una generación a otra.
La primera impresión que me asalta es que, por lo menos la experiencia de padres a hijos
parece no ser transmisible, debido a la resistencia natural de la juventud “contreras” hacia
la “consejería” paternal, que juntas hacen que las advertencias no sean escuchadas por el
hijo que sólo aprende a base de topes contra el muro cruel de la realidad. Ni qué decir que
cuando el tope ocurre, el joven exclama arrepentido ¡cuanta razón tenía el viejo!, pero ya
será demasiado tarde para decírselo.
Entre amigos parece suceder algo similar, de manera que la transmisión de la experiencia se
ve estorbada por la falta de atención y aprecio que uno suele prestar a las señales o
advertencias de sus iguales.
Pero la experiencia que fluye a través de las enseñanzas de los “maestros clave” sí que tiene
un amplio cauce refluyente. Y es que cada quien, en alguna de las etapas de su educación
escolar, tuvo por suerte un enseñante inolvidable que lo influenció de por vida. El mío fue
el viejo profesor de literatura de la preparatoria a quien le debo, nada menos, que mi
encuentro con el máximo instrumento de transmisión vital cognositiva emocional de la
experiencia humana: el libro.
Aquel encuentro significó el parteaguas de mi existencia ya que me capacitó para:
-
El descubrimiento del mundo a través de la lectura
Y ocurrió más o menos así:
- ¿Y para qué quiero otro libro? me interrogó, intrigado, mi tío abuelo paterno si ya
tengo uno en la casa?.
Entendí entonces que me había equivocado de regalo, porque había olvidado que él a duras
penas sabía deletrear, y que repasar una sola página le tomaba el tiempo que a mí me
tomaba repasar todo un capítulo.
Y guardé aquel ejemplar de El Quijote para leérselo por entregas cada vez que regresa al
pueblo.
Así fue cómo, a través de otros ojos, él se convirtió en un lector regocijado. Y fue también
así que me di cuenta de que en aquel pueblo… ¡no había, ni nunca hubo, libros! y que mi
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encuentro con ellos había ocurrido abajo, en la ciudad, cuando aquel maestro providencial
nos indujo a seguir unas lecturas que nos obligaron a visitar un misterioso templo llamado
b-i-b-l-i-o-t-e-c-a.
¡Y allí estaban: enfilados, apilados, esperando ser abiertos; seduciendo con sus títulos y sus
portadas en una abundancia que me pareció inconcebible! Pasé la mano sobre sus lomos
como acariciándolos; como tratando de adivinar sus contenidos a través del tacto; como
intentando penetrar en el conocimiento que abrigaban bajo sus pastas-alas. ¡Qué
incalculable tesoro acumulado… qué vasto depósito de joyas mentales… qué…!
Me pareció entonces haber penetrado en otra realidad; haber traspasado la cortina temporal
y material que me separaba de lo que se movía allá afuera, en la cotidianidad de la vida.
Salí de allí con la sensación de haber descubierto una cámara de tesoros que, gracias al
instrumento libro, cabían bajo un mismo techo y que, gracias otra vez al libro, nos fueron
heredados desde el principio de los signos escritos.
Aquel maravillamiento, imantó desde entonces mi atención hacia el no-tiempo libresco y,
sin sentirlo, fui internándome para siempre en la inefable fascinación del noble oficio de
leer.
Y traté de imaginar, no sin cierto estupor, lo que se pierden quienes no han sido inoculados
por ese virus luminoso. Y también desde entonces, me dejé llevar sin resistencia por la
compulsión-asombro de aprender, y supe de cierto que no saber es vivir del lado oscuro de
la vida y que de allí venía la ancestral ansia humana por entender, siquiera, que nada sabe.
No niego que desde entonces me invadió también el impulso irrefrenable de expresarme
por escrito y de nomadear por el mundo a través de la lectura. Fue así como aprendí a
valorar la totalidad nacional de este gran país multirregional, pluricultural y multiétnico. Y
a partir de allí continué mi viaje a mundo abierto a través de lecturas alucinadas sobre los
lugares que soñaba conocer y los cuales mapeaba, ubicaba y visitaba con la imaginación.
Supe entonces, que si no lees, no viajas mentalmente, y que al permanecer mentalmente
estático, vegetas en el pantano estancado de la ignorancia.
Y resultó luego, que aquellos viajes lecturales se convirtieron en viajes hacia mí mismo y
que, como dice Antonio Alatorre “eran como rascar esa zona del alma donde están, en
potencia, las ganas de leer”; como “recorrer (según Thoreau) varias veces la misma lectura
como una ciudad, y sentir que la palabra escrita es la más selecta de las reliquias”; como
“viajar (según Fernando del Paso) por el centro de uno mismo, por los mares de la
conciencia, por las profundidades del pensamiento” (La Jornada 1999: 30) Y, por supuesto,
descubrí que hay muchos
Tipos de lecturas
entre las que eran evidentes las de muchos de mis condiscípulos que no sólo no amaban la
lectura sino que habían llegado a odiarla a causa de las lecturadas de obligación impuestas
como fastidiosas tareas escolares por maestros rutinarios y ayunos de imaginación. A este
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grupo le endilgué el calificativo de “lectores cautivos” y me di a la tarea de liberarlos por
medio de lecturas furtivas en las que Emilio Salgari fue mi cómplice favorito.
Luego estaban los que leían por compromiso para no ser mal vistos entre sus amigos, jefes,
enemigos y demás fauna, cuando se tertuliaran los títulos de los autores de moda. A estos
les llamé los “lectores infelices” a quienes los amantes de la lectura teníamos que rescatar
antes de que se convirtieran también en odiadores de la lectura.
Seguían luego las lecturas de aprendizaje que tenían dos vertientes: las del inescapable
libro de texto y la de los motivados por la curiosidad, la búsqueda de conocimientos
específicos y la necesidad innata de saber, es decir, la natural sed de luz de los seres
dotados de inteligencia. A estos les concedí el mote de “lectores expiatorios”.
Después descubrí que había la lectura de información que todos buscábamos para
enterarnos de lo que estaba pasando en nuestro entorno, en el país y hasta en el mundo.
Pero tuve que encasillarlos como “leedores epidérmicos” cuando me di cuenta de que la
inmensa mayoría se quedaba en el dato y el chisme y jamás se interesaba por trasponer ese
nivel y aventurarse en los territorios de la mas fecunda de todas: la lectura de placer. Y por
ésta me refiero a la que se ejerce como un acto libre de escogencia, como un ejercicio
regocijado de la libertad del pensamiento y de la imaginación, porque “cuando abrimos un
libro (otra vez Del Paso) sus páginas se transforman en velas y con ellas desplegadas
podemos navegar a dónde y cuándo queramos”. Este es el tipo de lectura que sólo disfrutan
los buenos lectores y la que hay que privilegiar sobre las demás y no relegar para “cuando
haya tiempo” porque eso equivale a posponer la vida misma como hace el rústico que se
detiene a la orilla de la corriente a esperar a que pase toda el agua para luego pasar él.
Y para asegurarnos de que esto no nos pase, fue que se inventó ese instrumento de
transmisión de la palabra escrita que se llama:
El libro
y cuya historia (según el Calendario Año 2000 publicado por el Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes) arranca desde hace más de cinco mil años con ejemplares de escritura
pictográfica estampados sobre corteza de árbol, madera, cerámica, metales, marfil, piel,
hueso, piedra, papel y… memoria.
Contemporánea a la escritura cuneiforme… y jeroglífica del mediterráneo oriental, desde
hace 4 mil años se desarrolló en China una compleja combinación de signos pictográficos,
ideográficos y fonéticos que llegaban a 50 mil.
El papiro griego, en forma de rollo, data del siglo VII A.C. y se importaba desde Egipto. Los
griegos llamaban a la hoja de papiro en blanco chartes y a la hoja escrita biblion. Al rollo le
llamaron kilindros y los romanos volúmen. La palabra griega tomos se aplicaba al rollo
compuesto por varios documentos pegados entre sí. En la Grecia antigua, el verbo némein
tenía a menudo el sentido de “leer en voz alta”, lo que significaba convertir al lector en un
instrumento al servicio de lo escrito.
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Con los reyes egipcios Ptolomeo I y II, Alejandría fue el centro político, económico y
cultural de la región del delta del Nilo. Allí se construyó la más famosa biblioteca de todos
los tiempos en la que se conservaron millones de libros como La Iliada y La Odisea que
ahora conocemos gracias a esta maravillosa herencia.
El paso del rollo al códice es un momento de gran importancia en la historia del libro. Con
el pergamino hay un cambio de necesidades y hábitos. La forma previa, especie de
protocódice, es el cuaderno de tablillas llamado diptychum. A principios del imperio
romano, esta forma, unida al pergamino, dio lugar al codex que aún permanece en nuestros
días.
La escritura en pergamino se hacía con la parte hueca del cañón de una pluma de ave
grande (águila, cuervo o ganso).
En Grecia y Roma, la lectura silenciosa era una práctica reservada a un número limitado de
lectores; en general, la voz dotaba de valor a la lectura.
El comercio de libros fue floreciente en Roma. Era el librero (bibliopola) quien hacía
transcribir libros a esclavos especializados (servi litterari o libran). Los libreros-editores
eran un medio necesario entre los escritores y los numerosos compradores de libros y
lectores. En la ciudad de Roma, especialmente durante el imperio, surgieron las bibliotecas
públicas, con una sección de obras en griego y otra de obras en latín.
Durante siglos, en China, Corea y Japón, los libros objetos raros y limitados a las élites
imperiales y de notables fueron preferentemente impresos con planchas de madera
grabadas (xilografía). Más tarde, alrededor de los siglos IV-VI, fueron inventados los
caracteres móviles, también de madera.
En Birmania, desde los primeros siglos de nuestra era, existieron los libros plegables (el
llamado parabik) dedicados a narrar la vida de Buda, con textos caligrafiados e imágenes
pintadas.
En Bizancio, entre los siglos VI y XIII, tras destrucciones y reconstrucciones de bibliotecas
enteras, se conservaron miles de obras.
Se atribuye al chino T´sai Lun, ministro del emperador Wu Di, la invención del papel el
año 105 d. C. Se obtenía de macerar cortezas vegetales (morera), desechos de tejido de seda
y algodón, cuerdas y otros elementos similares.
Los árabes se interesaron por la cultura griega. La biblioteca de Bagdad conservó muchas
obras de su literatura traducidas al árabe, iranio y sirio. En el norte de Africa y en España
fundaron importantes bibliotecas.
En el curso del siglo VI, los benedictinos se destacaron por su fidelidad a los libros. Las
reglas de la Orden, dadas por San Benito en 529, daban enorme importancia a la lectura.
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Los monasterios irlandeses se convirtieron en el refugio más importante de la cultura
clásica; el cultivo del libro, la copia y la lectura sobrepasó con mucho al de los monjes del
continente.
Cuando el monje se disponía a escribir, cortaba el pergamino con cuchillo y regla
(operación conocida como quadratio); después se satinaba la superficie y se rayaban las
hojas con punzón, tinta roja o, más tarde, lápiz de grafito.
En el siglo IX, el sabio Alcuino y su discípulo Rabano Mauro mantuvieron en la corte de
Aquisgrán, de Carlomagno, un cuerpo de escribas y reunieron una considerable biblioteca,
lo que propició muchos trabajos filológicos a partir de obras de la literatura clásica y
teológica.
En los siglos IX y X, superada la etapa elemental de aprendizaje, la fluidez en la lectura y en
el uso del latín podía ser estimulada y supervisada leyendo en grupo, en voz alta, con
prácticas de elocución sobre textos clásicos latinos “adaptados”.
A lo largo del siglo XIV, la encuadernación en piel cubriendo tapas de madera sustituyó a la
hecha con una simple cubierta de pergamino o con tapa de orfebrería. Los libros tenían
cadenas que los sujetaban al pupitre o al estante.
Si bien el negocio medieval de librería era muy limitado y controlado, resultaba muy
lucrativo pues los libreros vendían también manuscritos a otras universidades y a estudiosos
de países lejanos. Fijos a los pupitres por medio de cadenas.
Fuera de los monasterios, las universidades y los círculos aristócratas, los libros no tuvieron
gran difusión en la Edad Media.
El nombre Johan Gutemberg (o Gutenberg) estará siempre unido a la historia del libro
impreso. Originario de Maguncia y de apellido Gensfleisch, tal vez fue un grabador u
orfebre experimentado que desde 1434 residía en la ciudad de Estrasburgo. Allí formó una
sociedad con otros hombres para desarrollar sus “artes y habilidades”, que no eran otra cosa
que el perfeccionamiento de un proceso de impresión basado en un sistema y un
instrumento de fundición para producir tipos móviles sueltos de metal, intento ya realizado
pocas décadas antes, pero con resultados muy poco prácticos, por el holandés Lauren
Janszoon Coster, de Haarlem.
La imprenta con tipos moviles entró a Italia con Conrad Sweynheim y Arnold Pannartz,
ambos discípulos de Schöffer, ex socio de Gutenberg.
Además de muchas ciudades de Alemania e Italia, la imprenta se expandió a diversos
países europeos.
Los libros del México antiguo, llamados códices mexicanos, con escritura pictográfica,
ideográfica y en menor grado jeroglífica, pertenecen principalmente a las culturas nahua,
maya y mixteca. Están pintados sobre papel amate, piel de venado o animal, o tela de
maguey. Sus autores son los llamados tlacuilos.
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Las primeras colecciones de libros en América fueron privadas o monásticas. Zumárraga,
que mandó destruir muchos libros mexicanos y a la vez propició la imprenta en los nuevos
territorios del reino español, poseyó una biblioteca de 400 volúmenes y la puso a
disposición de un círculo lector.
El libro europeo entró en América relativamente rápido. En 1539, gracias a los auspicios
del obispo Zumárraga, el virrey de Nueva España Antonio de Mendoza dio la aprobación
para establecer la primera imprenta en América.
Fue Pedro Moya de Contreras, inquisidor general de Nueva España, quien estableció en
1571, la primera agencia del Santo Oficio, que entre otras tareas se encargó de aplicar la
censura sobre todas las obras impresas y publicadas.
El libro impreso ganó terreno frente al manuscrito. El nuevo invento, que hizo posible la
reproducción mecánica de los textos, ofrecía enormes ventajas en costos, penetración de
mercado y libertad de imprimir cualquier texto.
En el siglo XVII tuvo gran importancia la familia Elzevir. Lodewijk, el patriarca de ella, que
fuera encuadernador en la Universidad de Leyden, obtuvo un privilegio para vender libros a
los estudiantes y, más tarde, estableció un comercio de libros que rebasó a cualquier
negocio de librería de su tiempo.
Desde la década de 1530, los vendedores se reunían, en primavera y en otoño, en la ciudad
de Francfort, donde realizaban su feria de negocios e intercambio de libros. Poco después la
ciudad de Leipzig desplazó a Francfort como centro librero.
En el siglo XVII Holanda, y después Francia, predominaron en el mundo del libro europeo.
La pasión por la lectura en el siglo XVII provocó una mayor circulación de libros y la
formación de sociedades de lectores, con un florecimiento de la literatura didáctica y de
entretenimiento. Surgieron círculos de “lectores populares”.
En las universidades de los países alemanes surgió, desde el siglo XVIII, el cargo de
bibliotecario, que desempeñaba algún profesor ayudado por un estudiante asistente.
El surgimiento de la lectura extensiva la que no se limita a unos cuantos textos sino que
incorpora sucesivamente un creciente número de obras de todo tipo es un fenómeno
típico que se da a lo largo del siglo XVIII.
Entre los siglos XVIII y XIX cobró forma lo que llamamos opinión pública, identificada con
las sociedades de los salones, los cafés, los clubes, los cenáculos literarios y demás espacios
sociales.
El público lector del siglo XIV se amplió a las mujeres, los obreros y los niños. En el siglo
, la creciente capacidad para producir más y mejores impresos se tradujo en un gran
desarrollo de las publicaciones periódicas.
XIX
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Los cambios técnicos importantes del siglo XIX se consolidaron y afinaron en el curso de la
primera mitad del siglo XX.
El paso más reciente y decisivo es el de la aplicación de la tecnología digital: ordenadores,
sistemas computarizados e impresión láser.
La lectura, entendida ésta como una actividad cultural o de placer para todo aquel que está
alfabetizado, tiene asegurado su futuro siempre y cuando continúe la otra actividad
comunicativa fundamental, propia de las sociedades alfabetizadas: la escritura. Al subsistir
la capacidad de producir textos, seguirá existiendo la actividad de leerlos.
Y esa capacidad de producir textos no es solamente el producto del trabajo del autor, sino
de un ejército de editores, libreros, promotores, maestros, grupos de lectores, distribuidores
de libros, etcétera, que juntos conforman una oferta variadísima, imaginativa, bella y
atrayente de ediciones que van desde el poemario en forma de caja de cerillos hasta el Atlas
monumental, pasando por verdaderas obras de arte que hacen del objeto libro un objeto
bello y artístico; un objeto-compañero leal; un cofre individual de regocijo; un… un amigo
inseparable porque, como dice Alejandro Rosi, “no se destruye fácilmente, con un mínimo
de cuidado dura siglos, no impone un tamaño fijo, acepta que lo leamos en paz en nuestra
sala, en el parque o en el avión, no exige espacio específico… y te acompaña a donde tu
quieras llevarlo.
Después de todo lo dicho, solo me resta decir que el que no lee, es por apatía (que es como
la mitad de la muerte), pereza mental y estancamiento espiritual porque… porque solo basta
reflexionar en
Lo que se pierden los que no leen
para sentir escalofríos, ya que “no solo porque no saben el placer que se pierden dice
Vargas Llosa sino porque una sociedad en la que la literatura ha sido relegada, como
ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que
en un culto de sectarios, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su
libertad” (Vargas Llosa 2000; 38-44). De modo que asomarse al mundo de la no-lectura es
como orillarse al abismo oscuro del no-saber, del vivir semidormido, del perderse la parte
lumiosa de la vida. Por eso, aquel padre amantísimo se despedía de su hijo, desde su lecho
de muerte, diciéndole “cuando yo no esté ya contigo, trata de que un libro sea tu mejor
amigo”; y aquel viejo maestro sufi le aconsejaba a su discípulo “si tu vecino quieres
conocer, averigua que libros suele leer… y si algún día te abandonan los amigos, compra
libros: ellos te consolarán, instruirán nada te pedirán y… y nunca se irán”.
Y luego hay que pensar en la cantidad de mentes y de manos que intervienen en el
alumbramiento de un libro. Imaginar mentes-manos-máquinas, todas juntas al servicio del
lector; todas apuntadas a satisfacer esta necesidad esclusiva del ser racional, del único
animal capaz de disfrutar la lectura.
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Y todavía hay seres empobrecidos y confesos de animalidad que hacen ostentación expresa
del hecho de no leer, como aquel exgobernador panista de Jalisco (del último sexenio del
siglo XX) que se vanaglorió públicamente de no haber leído un libro en siete años; o aquel
empresario exitoso que declaró que no leía porque estaba muy ocupado y tenía mejores
cosas que hacer.
Este es el tipo de no-lectura que no sólo apena sino que además aterra porque una sociedad
que no lee, “se parece mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos otra vez
Vargas Llosa aquejada de tremendos problemas de comunicación por lo rudimentario de
su lenguaje”.
Pero ¡Deo gratias! hay otros que disfrutan, viven y expresan lo contrario y de quienes
recogemos la siguiente ejemplificación de
Opiniones de buenos lectores
que puedo comenzar recordando a Felipe Garrido cuando sostiene que “la diferencia entre
ser alfabeto y ser lector es que el primero sabe leer pero no ejerce su lectura y prefiere
pertenecer a la triste generación de los televéos, ágrafos y no-lectores cuya capacidad de
expresión y de comunicación se reduce a ver y oír pero no a hablar y escribir. Por eso, si
queremos un país próspero, democrático y justo, no basta con alfabetizar a la población,
necesitamos un país de lectores” (Garrido, 1999: 4-12).
“Leer, como amar dice Gabriel Zaíd- es solamente una de las formas de felicidad” y es
que “la única razón lícita para leer obras literarias, agrega Jorge Ibarguengotia es el
goce que producen. Ningún libro ha llegado a ser famoso por aburrido. Todos los libros
consagrados tuvieron un momento, o muchos momentos, en que resultaron fascinantes para
muchas personas”.
Otto Minera arguye que “si no puedo leer, si no puedo escribir ¿qué puedo decir a todo
aquel cuyo oído no esté al alcance de mi voz? mi mundo se reduciría a tres metros
cuadrados”.
“Leer es pasar los ojos, la voz, las orejas y el entendimiento por la escritura de alguien con
mejores luces que las nuestras dice Ricardo Garibay de allí que leer sea un acto de
humildad, de devoción y de reverencia… por eso, pueblo que no sabe leer, no sabe ver, ni
oír, menos aún, sabe pensar” (Garibay, 2000: 71-76) y agrego yo será siempre un
pueblo de seres sin capacidad de crítica, ni de análisis, ni de respuesta ante las fuerzas del
retroceso que siempre lo mantendrán sometido y humillado.
Y es que tenemos que aceptar que la verdadera civilización comienza cuando la
comunicación directa, oral y gestiva se vuelve escrita, porque palabra+palabra escrita da
nacimiento al biblos en el que se recogen las experiencias, los conocimientos y las
vivencias de todos los que nos antecedieron y de quienes no sabrás nada nunca si no sabes
descifrar el medio por excelencia de transmisión del pensamiento. “Por eso insiste
Garibay, la lectura es un reto a la muerte y al olvido, ya que las más grandes aventuras de
la vida están en ella y por eso acompañará al hombre mientras exista”. Y lo más
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maravilloso agregamos todos es que todo eso se logra con sólo las veintiocho letras del
alfabeto.
“Yo creo que el hecho literario solamente se completa con la lectura (dice Juan Villoro en
una entrevista a La Jornada de enero 7/2001). Es decir, que la única actividad
verdaderamente creativa de la que podemos estar orgullosos, es la de lectores. Solamente
mientras se lee un libro, se está auténticamente vivo”.
“Soy resultado de los libro que leí cuando niño dice Andrés Henestrosa de las
canciones, de los refranes, de las coplas que me sé de memoria; de los poemas que me
aprendí, como aquel de Calixo Pompa que dice:
Es puerta de luz un libro abierto
entra por ella, niño,
y de seguro para ti serán, en lo futuro,
Dios más visible, su poder más cierto.
El Ignorante vive en el desierto,
donde el agua es poca, el aire impuro,
un grano detiene al pie inseguro,
camina tropezando, vive muerto.
En tu edad, abril florido,
recibe el corazón las impresiones
como la cera al toque de las manos.
Lee y no será cuando crecido
ni juguete vulgar de las pasiones
ni el esclavo servil de los tiranos”. (Henestrosa, 2000; 30)
Podría recrearme con mil opiniones más, pero basten estas cuantas para removernos la
necesidad, la urgencia y la inevitabilidad de
La formación de lectores
porque a estas alturas ya debiera estar muy claro el hecho de que el lector se hace, no nace
hecho, y de que hay múltiples maneras para formarlo entre las cuales están: El hogar, es
decir nuestra “domus” propia donde, los que tienen la suerte de haber tenido padres
lectores, se encontraron con los primeros libros desde la niñez, donde aprendieron a
hojearlos ( y a ojearlos) donde pudieron curiosear sus contenidos y donde, finalmente,
supieron encontrar el silencioso rincón donde pudieron, por primera vez, internarse en el
dulce placer de las primeras lecturas (¡oh!, bendito D´Amicis con tu Corazón, diario de un
niño) y donde bastaron diez minutos al día para sentar las bases de su crecimiento mental.
Luego está la escuela, por supuesto, pero ¡remachemos!, la escuela que contaba con el
“maestro clave” de nuestra adolescencia o juventud. Aquel que nos enseñó a seleccionar las
obras y nos indujo-sedujo-introdujo en esta pasión iluminadora.
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Y, claro, la biblioteca. Es decir, el refugio del acervo libresco. Pero de un acervo variado,
multitemático, multiautoral capaz de atraer al lector en potencia y hacerlo sentir
bienvenido. No la biblioteca “altar” que intimida con su formalidad, sus rigideces y sus
prohibiciones.
Vienen luego los grupos de lectores que establecen entre sí una interrelación lectural
fecundada con préstamos de libros, lecturas grupales en voz alta, lecturas comentadas e
intercambio de acervos personales. Este es uno de los espacios mas propicios para
autoenseñarnos a seleccionar las lecturas y a desechar las que engruesan el acervo de la
literatura de consumo o literatura “light”, literatura “Kleenex”, literatura “chatarra” que se
produce como mercancía desechable para ser “ojeada”, digerida como hot dog, y luego
botada a donde pertenece: al bote de la basura.
Y, ¿por qué no?, también está la calle; la calle con sus librerías, sus puestos de revistas y
periódicos; la calle con sus “letreros de México” (sus changarros, sus puestos, sus cantinas,
sus camiones de materiales, sus…) que son una fuente inagotable de ingenio e inventiva
popular.
Y… y todas las demás que se quieran agregar y contribuir a este contexto. El caso es que
aún contando con todos estos esfuerzos institucionales, personales y comunitarios; aún
contando con toda esta abundancia de posibilidades para formar buenos lectores, nuestro
país sigue habitado por un pueblo que no lee.
No cabrían en este espacio los abundantes datos, razones y opiniones que documentan esta
triste realidad nacional así que dejamos esa tarea para otra ocasión y ( … con el alma
entristecida por la angustia y el doloooor... )) nos rendimos ante la evidencia y nos
refugiamos en la esperanza porque… porque los cimientos para remediar esta situación
siguan afianzándose, ya que acciones como la de declarar Año de la lectura al ciclo escolar
1999-2000, promulgar la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, crear el Consejo
Nacional de Fomento para la Lectura y el Libro, equipar miles de bibliotecas municipales,
etcétera, nos apoyan en esta tarea impostergable.
Por eso, remuevo, reaguijoneo la banderilla puesta en las primeras páginas de este texto y la
dejo clavada a los lectores para que cada quién se autocalifique como guste y… y algún día
se conviertan en beneficiarios, disfrutadores y depositarios permanentes de esta adicción
esplendente que es la lectura.
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BIBLIOGRAFIA
Garrido, Felipe, (2000), “Alfabetización y lectura”, Tierra Adentro, núm. 103, abril.
Garibay, Ricardo, (2000) “Entrevista”, Tierra Adentro, núm.123, abril.
Del Paso, Fernando, Antonio Alatorre, Alejandro Rosi, Enrique Henestrosa, (2000),
“Entrevista”, La Jornada, agosto 31.
Nabokov, Vladimir, (1997), curso de literatura europea, Barcelona, Grupo Zeta, pp. 26-28.
Robles García, Jorge, (1996), “Drogas, la prohibición inútil”, El Milenio
Vargas Llosa, Mario, (2000), “Un mundo sin novelas”, Letras Libres, núm. 22, octubre.
* Profesor-Investigador de la Línea de Estudios Humanísticos de El Colegio de Sonora
[email protected]
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