SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA (A) Homilía del P. Abad Josep M. Soler 15 de agosto de 2014 Sal 44, 10-12.16 Hoy, hermanos y hermanas, celebramos el coronamiento de todo el itinerario de vida y de fe de Santa María, la Madre de Jesús, el Cristo nuestro Señor. Celebramos y alabamos la obra que Dios hizo en ella desde el inicio de su existencia hasta llevarla a la gloria divina a participar de la resurrección de su Hijo. En el breve salmo responsorial que hemos cantado, podemos encontrar una evocación simbólica que sintetiza este itinerario de vida y de fe de la Virgen, que ha alabado Santa Isabel en el evangelio (cf. Lc 1, 42.45). El salmo nos hablaba del rey esposo, de la princesa que es también reina y esposa situada a la derecha del rey, del séquito de doncellas que la acompañan,... Todo esto tiene un significado para nosotros. Fijémonos en ello. Habla de la reina vestida y enjoyada con oro de Ofir. Evidentemente, en la perspectiva del Evangelio, lo importante no es la calidad del vestido ni el valor de las joyas sino el revestirse de santidad y el adornarse con buenas obras. En otras palabras, lo importante es revestirse de Jesucristo (cf. Rom 13, 14). María, con la plenitud de gracia que recibió desde el inicio de su vida, fue creciendo en santidad y en la práctica del amor generoso y servicial. Siempre atenta a poner en práctica la Palabra de Dios, con el mismo cuidado que acogió el Hijo de Dios cuando se encarno en sus entrañas. Toda su existencia de esposa, de madre, de mujer de pueblo atenta y servicial, estuvo profundamente marcada por la atención a hacer por amor la voluntad de Dios. También cuando, al ver el rechazo de que era objeto Jesús y la pasión cruenta que tenía que sufrir el Hijo de sus entrañas, una espada le atravesó el alma (Lc 2, 35). Su homenaje ofrecido a Dios fue la obediencia de la fe vivida de una manera generosa y activa; como Abraham, esperó contra toda esperanza (cf. Rom 4, 18-25). Es decir, se mantuvo fiel confiando en la Palabra de Dios aunque los acontecimientos parecía que no iban en la línea del mensaje que le había sido anunciado. Después, cuando la alegría de la resurrección de Jesús, esperada con una fe intensa, inundó su corazón, fue junto a los apóstoles un columna de la Iglesia naciente, por su fe, por su caridad, por su testimonio coherente. El homenaje que ofreció a Dios, se fue dilatando cada vez más en el fondo de su corazón. A medida que fue comprendiendo que el plan de Dios era recapitular en Cristo, su Hijo, todas las cosas del cielo y de la tierra (Ef 1, 10), tuvo que olvidar una parte de la tradición que había recibido en el seno de su pueblo y dejarla atrás para abrirse a la novedad del Evangelio que Jesús anunciaba y del que ella se convirtió en la primera discípula, la imagen más fiel. Por todo ello, podemos decir en lenguaje humano que el rey-Jesucristo, y con él el Padre y el Espíritu Santo, está prendado de su belleza. Pero, tal como he dicho, no se trata de la belleza física sino de la belleza espiritual, porque Dios no se fija en la hermosura exterior sino en la de la santidad, en la hermosura del obrar el bien (cf. 1 Pe 3, 3-6). Dios está prendado y complacido por la manera como María le complace en toda su vida, por la forma en que ella se identificó con Jesucristo, el Hijo de Dios que por nosotros se hizo hijo de ella. Esta belleza de la fidelidad se ve agrandada, sin embargo, por las joyas de oro de las virtudes y de las buenas obras que adornaron de forma eminente la vida de santa María. El salmo dice que la reina esposa está a la derecha del rey. En la evocación simbólica que nos sugiere la solemnidad de la Asunción, vemos la vinculación de amor de María con el rey que es Jesucristo, expresada con los términos fuertes del amor esponsal. Por eso, el salmo nos permite considerarla como hija y esposa. Hija de Dios que aprende la Palabra y se hace servidora. Y esposa que ama a Dios fielmente. Como tal, es la personificación de todo el género humano que es amado por Dios con un amor entrañable y está llamado a corresponderle con un amor esponsal. Desde el momento que el Hijo se hizo hombre, se unió inseparablemente a la humanidad para manifestarle la ternura de Dios. Y María nos enseña a corresponderle. La solemnidad de hoy celebra la participación de la Madre de Jesús en la realeza de Jesús en el Reino de Dios. El salmo hablaba de estar a la derecha del rey; esto en lenguaje bíblico significa participar de la dignidad del que está en medio. La Iglesia precisamente aplica a María el título de reina. Lo es por gracia. Es decir, le ha sido concedido el don, en virtud de su fidelidad humilde y de su servicio generoso a la causa del Reino de Dios, de ser elevada a la gloria de su Hijo, el rey Mesías. La realeza de María es hecha de servicio y de intercesión a favor a la humanidad, por ello podemos acudir a ella y invocarla como "Reina y Madre de misericordia" (cf. Salve Regina). Desde su realidad gloriosa, María ofrece su homenaje de alabanza a gloria de la Santa Trinidad. Pero al mismo tiempo no olvida el nuevo pueblo que le ha sido confiado, el pueblo de los salvados por Jesucristo. Efectivamente, cuando el salmista habla del cortejo de personas amigas que avanza detrás de la reina esposa, vemos evocadas todas las generaciones de cristianos que, a través del camino de la fe en Jesucristo, son conducidas entre alegría y algazara hacia el palacio real; es decir, hacia el Reino celestial. María es modelo de la gloria a la que estamos llamados los miembros de la Iglesia al término de nuestra existencia terrena. Lo que hoy contemplamos ya realizado de una manera eminente en la Virgen, se realizará también en todos los miembros de la Iglesia que hayan perseverado en la fe y en todos los hombres y mujeres que hayan vivido en fidelidad a su conciencia. Por ello, el camino de la vida de fe, con sus momentos de luz y de oscuridad, es un camino gozoso, acompañado por los cantos de fiesta de los redimidos. Hoy, pues, contemplando a María Asunta a la gloria de Jesucristo en la casa del Padre, nos sentimos llenos de alegría y renovamos nuestra esperanza en la vida futura que nos ha sido prometida y que da sentido a nuestra existencia. Y al mismo tiempo rogamos para que toda la humanidad pueda llegar a la gloria que corresponde a los hijos de Dios en el Reino celestial. La Eucaristía nos ofrece la posibilidad de pregustar la realidad de este Reino mientras nos alimenta en nuestra ruta hacia el palacio real. Y María nos ayuda con la oración para que podamos llegar, cuando sea nuestra hora, a la gloria donde está ella plenamente identificada con su hijo Jesucristo. Él, que ahora se hará presente entre nosotros para transformarnos con su gracia porque nos ama y quiere que llegemos a participar de su vida gloriosa.