José Miguel Arroyo “Joselito”

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José Miguel Arroyo “Joselito”
Matador de toros español, nacido en Madrid el 1 de mayo de 1969. En el
planeta de los toros es conocido por su sobrenombre artístico de "Joselito",
con el que, después de haber dejado patente que era uno de los toreros
más hondos y puros de su generación, consiguió borrar los recelos de
quienes, en los comienzos de su carrera, le afeaban la osadía de haberse
bautizado en los carteles con el mismo remoquete que hiciera universal el
genial diestro sevillano José Gómez Ortega ("Joselito" o "Gallito"). Hábil
ejecutor de numerosos lances añejos que habían caído ya en el olvido, su
gracia y destreza en el manejo del capote, su poderío y seguridad en la
colocación de las banderillas, su exquisito temple con la muleta y su
extraordinaria decisión y rectitud en la interpretación de la suerte suprema
le han convertido en el mejor referente del toreo clásico y estilista que
intentó recuperar, a finales del siglo XX, la Escuela de Tauromaquia de
Madrid, por lo que puede afirmarse que, con apenas veinticinco años de
edad, ya era una figura histórica del Arte de Cúchares.
Nacido en el seno de una familia modesta en cuyo enrarecido ambiente
ocurrieron demasiados sucesos penosos que le depararon una infancia
signada por la desgracia y la infelicidad, huyó en cuanto pudo de las
penalidades que le rodeaban en su casa y, siguiendo los dictados de su
precoz vocación, ingresó en esa Escuela de Tauromaquia que, a finales de
los años setenta, habían fundado la Comunidad Autónoma y el
Ayuntamiento de Madrid. Allí, al tiempo que encontraba distracción y
camaradería para olvidar los problemas familiares, comenzó a mostrar una
asombrosa aptitud natural para el ejercicio del toreo, hasta el extremo de
convertirse muy pronto -y a pesar de su temprana edad- en uno de los
alumnos más aventajados de la escuela, lo que dio pie, entre otros primeros
"éxitos" del joven José Miguel Arroyo, a su inclusión en el reparto de la
película taurina Tú solo (1983), del cineasta sevillano Teo Escamilla, en la
que dio vida a un Juan Belmonte adolescente que -según testimonios del
propio "Pasmo de Triana"- se colaba por las noches en las dehesas de las
ganaderías para dar, desnudo bajo la luz de la luna, sus primeros
capotazos.
Un jovencísimo José Miguel Arroyo Delgado fue, en efecto, quien con poco
más de doce años de edad encarnó en la gran pantalla nada menos que a
Juan Belmonte, después de haber sobresalido por sus magníficas cualidades
para el toreo en cuantas tientas y capeas había empezado a recorrer en
compañía de otros destacados becerristas de su promoción, como sus
compañeros de escuela José Luis Bote, José Pedro Prados ("el Fundi"), José
Antonio Carretero y Luis Miguel Calvo. Ya en 1982, acompañado por los dos
primeros, había acudido hasta la feria navarra de Sangüesa para
enfrentarse -todavía sin el auxilio de los varilargueros- con reses de
Martínez Elizondo, y había regresado luego a su escuela madrileña con una
oreja en su esportón. A partir de entonces, la progresión del "Joselito"
becerrista fue vertiginosa, por lo que pronto se convirtió en uno de los
aspirantes a figura del Arte de Cúchares que a más temprana edad tomaba
parte en novilladas sin picadores, algunas de las cuales se verificaron,
incluso, en la plaza Monumental de Las Ventas. Atento a esta meteórica
ascensión, Enrique Martínez Arranz -un antiguo novillero y sindicalista que,
a la sazón, ocupaba el cargo público de director de la Escuela de
Tauromaquia- decidió apoderar a la figura en ciernes y, sin temor a que lo
prematuro de esta decisión pudiera dar al traste con sus expectativas de
triunfo, introducir al jovencísimo "Joselito" en los circuitos profesionales de
la Fiesta.
Fue así como el precoz torero madrileño comenzó a prodigar sus
actuaciones en funciones de novillos con tan sólo quince años de edad, para
poner fin a la campaña de 1984 después de haber intervenido en
veintinueve festejos. En la temporada siguiente -concretamente, el día 3 de
mayo de 1985-, un "Joselito" con dieciséis años recién cumplidos toreó por
vez primera con picadores en el redondel de Las Ventas, donde despachó un
lote de novillos procedente de la vacada de Martín Peñato, bajo la atenta
mirada de sus dos compañeros de cartel, Pedro Lara y Rafael Camino. La
espléndida actuación del animoso novillero, que fue premiada con tres
orejas por parte de un público al que le cuesta mucho otorgar un solo
trofeo, le situó de inmediato en la cima del escalafón novilleril y le permitió
emprender por todo el planeta de los toros una exitosa campaña que, entre
otros triunfos, le reportó de nuevo un apéndice auricular en Madrid (esta
vez, conseguido en su actuación del día 9 de junio). A pesar del agrado y la
ilusión con que le habían recibido sus paisanos, cabe advertir que la afición
capitalina, fiel a su acreditada justicia y severidad, no se dejó vencer por la
simpatía que despertaba el jovencísimo novillero madrileño y le aplicó en
todo momento los mismos criterios de rigor que utilizaba en el
enjuiciamiento de la labor de otros espadas; de ahí que, durante aquella
misma campaña de 1985 en la que "Joselito" había triunfado dos veces en
Las Ventas, el público de la Villa y Corte olvidara justamente estos éxitos
para silenciar o criticar la actuación de su paisano en otras tres tardes en
las que la fortuna no le acompañó. Tampoco tuvo la suerte de cara -a pesar
de los triunfos generalizados durante todo aquel año- en su presentación
como novillero en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, en donde era
esperado con cierta animadversión, en parte debido a su condición de
madrileño y triunfador precoz en Las Ventas, y en parte por culpa de ese
apodo de "Joselito" que, para los aficionados hispalenses más apegados a la
tradición, era poco menos que un sacrilegio (de hecho, durante algún
tiempo la incorregible guasa sevillana se complugo en llamarle "don Pepito",
como si el diminutivo de José le viniera muy grande después de las cotas a
las que lo había elevado el todavía llorado José Gómez Ortega).
Pero lo cierto es que aquella temporada novilleril de 1985 (en la que llegó a
cumplir treinta y seis ajustes) fue, en la trayectoria de José Miguel Arroyo
Delgado, el umbral que anunciaba su inminente entrada en la historia del
toreo de todos los tiempos. Aún era novillero cuando, a comienzos de la
campaña siguiente, fue llamado a vestirse de luces en el festival benéfico
organizado por la Federación Nacional Taurina para contribuir a paliar los
terribles daños causados en Colombia por la erupción del volcán Nevado del
Ruiz, llamamiento que no sólo implicaba el reconocimiento unánime, dentro
del mundo taurino, de su condición de máxima figura del gremio novilleril,
sino también la oportunidad de alternar por vez primera (y nada menos que
en el coso de Las Ventas) con algunas glorias del toreo de otras épocas,
como Manuel
Benítez
Pérez ("El
Cordobés")
o Antonio
Chenel
Albadalejo("Antoñete"). Consciente de la importancia de este compromiso,
"Joselito", a pesar de que estaba anunciado en un mero festival, salió a la
arena a por todas y puede afirmarse que, junto al susodicho "Antoñete", fue
el auténtico triunfador de la tarde, con el subsiguiente revuelo creado de
inmediato en todo el planeta de los toros por el extraordinario alcance de un
festejo tan comentado y difundido.
Así las cosas, era ya uno de los protagonistas indiscutibles de aquella
incipiente campaña de 1986 cuando, después de sus anteriores triunfos
novilleriles, optó por dar el paso decisivo en la andadura de cualquier torero
e ingresar en el escalafón superior de los matadores de reses bravas. El día
20 de abril, en las arenas del coliseo taurino de Málaga, recibió la
alternativa de manos del célebre espada albaceteño Dámaso González
Carrasco, quien, bajo la atenta mirada del coletudo extremeño Juan José
Gutiérrez Mora ("Juan Mora") -que hacía las veces de testigo-, le facultó
para dar lidia y muerte a estoque a Correvías, un toro negro zaino, de
quinientos diez kilos de peso, perteneciente a la ganadería de Carlos Núñez.
Fiel a la expectación que había creado ya en todas las plazas de la
Península, el toricantano estuvo a la altura de las circunstancias y cortó una
oreja del mencionado cornúpeta.
Frente a la actitud de otros espadas medrosos que, ante el temor al severo
dictamen de la afición madrileña, retrasan cuanto pueden su obligada
comparecencia en Las Ventas después de haber tomado la alternativa, José
Miguel Arroyo Delgado se presentó de nuevo ante el riguroso tribunal de
sus paisanos cuando sólo había transcurrido un mes desde su ingreso en la
nómina de los matadores de toros, dispuesto a confirmar en la primera
plaza del mundo la validez de su reciente título de doctor en Tauromaquia.
Venía, a la sazón, apadrinado por el celebérrimo maestro sevillano Francisco
Romero López ("Curro Romero"), quien, aquel 26 de mayo de 1986, en
pleno ciclo isidril, puso en las manos del joven "Joselito" la flámula y el
acero con los que había de muletear y estoquear a un burel castaño
marcado con el hierro de Aldeanueva, que atendía a la voz de Cotidiano.
Testigo de aquella emotiva ceremonia, el diestro gaditano Francisco Manuel
Ojeda González ("Paco Ojeda") asistió momentos después a la espléndida
lidia que desplegó "Joselito" frente al citado toro de su confirmación, que
fue premiada con un apéndice auricular por el público venteño. Asombraban
ya, tanto en las plazas de provincias menos acostumbradas a la presencia
constante de figuras como en el propio coliseo madrileño, los depurados
fundamentos técnicos que daban solidez al toreo de un maestro de tan sólo
diecisiete años de edad, capaz de ensombrecer sobre la arena -como
ocurrió aquella tarde de su confirmación- a figuras consagradas de la talla
de Romero y Ojeda; pero, junto a este aventajado aprendizaje, causaban
aún mayor pasmo y admiración la gracia y la naturalidad de "Joselito" ante
la cara de los toros, así como la deslumbrante facilidad con que era capaz
de ejecutar las suertes más vistosas o arriesgadas sin perder nunca un
ápice de esa armonía que, adobada de clasicismo por sus cuatro costados,
compendiaba en un mismo oficiante de la liturgia taurina todo el sabor
añejo de la torería antigua y, a la par, toda la ilusión y esperanza de la
afición en el presente y el futuro inmediato de la Fiesta.
Por si todo esto fuera poco, el valor sereno y auténtico que venía
acreditando el diestro madrileño desde sus primeras actuaciones como
novillero le permitía pisar terrenos tan próximos al toro como cercanos a la
pureza emocional de la Fiesta, con lo que lograba arrancar la ovación del
respetable después de haberle hecho pasar por momentos de verdadera
congoja, sin necesidad de recurrir, para ello, al tremendismo zafio, alocado
e impetuoso de otros toreros menos tocados por la varita mágica del Arte.
Pero este arrojo sincero y depurado de que hacía gala tarde tras tarde
"Joselito" pronto empezó a cobrarse su factura en forma de cornadas, pues
sólo los toreros renuentes a adentrarse en la jurisdicción de las reses
pueden escapar libres de estos penosos gajes del oficio taurino.
Y así, después de haber clausurado su primera campaña como matador de
toros con cincuenta y un contratos cumplidos, José Miguel Arroyo Delgado
abordó la temporada siguiente dispuesto a confirmar plenamente los
vaticinios de quienes ya lo anunciaban como la gran figura del Arte de
Cúchares durante los últimos años del milenio. El día 23 de marzo de 1987,
en los primeros compases de dicha campaña, dejó bien patente esa
intención de consagrarse pronto como la estrella más rutilante del
firmamento taurino, pues salió a hombros de la plaza de Castellón después
de haber cortado tres orejas a un lote procedente de las dehesas de Carlos
Núñez, bajo la atenta mirada de sus compañeros de cartel, el
salmantino Pedro Gutiérrez Moya("Niño de la Capea") y el ya citado espada
de Plasencia Juan José Gutiérrez Mora ("Juan Mora"). Alentado por estos
buenos augurios iniciales, decidió jugarse el todo por el todo en la siguiente
Feria de San Isidro, pues era bien consciente de que sólo un triunfo
clamoroso en Las Ventas era capaz de catapultarle directamente hacia ese
Olimpo de los dioses taurómacos que estaba empecinado en habitar. Por su
parte, la empresa que regentaba y administraba el coso capitalino decidió
incluir a "Joselito" nada menos que en tres funciones de toros a lo largo de
aquel ciclo ferial, habida cuenta de la enorme expectación que se detectaba
en los foros y mentideros taurinos de la Villa y Corte, alrededor de lo que
muchos vaticinaban que habría de ser la definitiva consagración del joven y
prometedor coletudo.
Pero los avatares imprevistos que otorgan emoción y grandeza al Arte de
Cúchares, esos riesgos que -como se han indicado más arriba- se ciernen
sobre los diestros pundonorosos que no rehúyen la pelea en los terrenos
más comprometidos, se cruzaron súbitamente en la arrolladora trayectoria
profesional de "Joselito": en la primera de aquellas tres tardes isidriles en
las que iba a vestirse de luces en Madrid, cuando sus paisanos
conmemoraban la festividad del santo patrón que da nombre a la feria
taurina más prestigiosa del planeta de los toros, Limonero, un zambombo
descomunal criado en las dehesas de Peñajara, enfiló nada más salir a la
arena sus más de seiscientos kilos contra la menuda figura del joven
maestro y, en el primer lance de recibo, echó arriba la cara en un derrote
tan brusco y avieso que alcanzó a "Joselito" en el cuello, donde le produjo
una herida de tal gravedad -complicada, además, con una dolorosa fractura
de clavícula- que hizo temer por su vida. La impresionante secuencia de esa
inmensa alimaña enfurecida levantando los pitones hasta la altura de la
cabeza de aquella frágil figura humana, conforma una imagen tremenda y
verídica de la crudeza y el dramatismo de la Fiesta, imagen que difícilmente
desaparecerá de la memoria de los aficionados que pasaron por el aterrador
trance de presenciarla; sin embargo, el animoso espada madrileño -que, a
sus dieciocho años de edad, podía haber cortado de plano su relación con el
mundo del toreo y haberse adaptado fácilmente a cualquier otro oficio más
sosegado- no sólo se sobrepuso rápidamente a las lesiones físicas -que le
retuvieron convaleciente por espacio de dos meses- y a sus posibles
secuelas psicológicas, sino que logró reaparecer en el transcurso de aquella
misma temporada y concluir, a la postre, aquel terrible año de 1987 con la
nada despreciable cifra de sesenta y dos corridas toreadas (cantidad
asombrosa para un torero que ha pasado dos meses en el dique seco).
Paradójicamente (o, tal vez, como claro indicio de esa despreocupación
hacia uno mismo que, en las personas nobles y generosas, se traduce a la
vez en un desmedido interés por quienes les rodean), la crisis y las dudas
que no habían surgido a raíz de su propia desgracia irrumpieron en el
espada madrileño tras haber visto muy de cerca cómo la fatalidad se
cebaba en carne ajena. Anunciado, de nuevo, en tres carteles de la Feria de
San Isidro de 1988, "Joselito" quiso contribuir, desde su ya incuestionable
triunfo, al éxito de sus antiguos compañeros de andanzas novilleriles, y, de
forma muy señalada, al despunte de las carreras de "el Fundi" y José Luis
Bote, con los que había protagonizado infinidad de carteles cuando los tres
se anunciaban en todas las plazas de España como los alumnos más
aventajados de la floreciente Escuela de Tauromaquia de Madrid. Así las
cosas, en su primera comparecencia de las tres previstas para aquel ciclo
isidril, verificada el día 22 de mayo de 1988, José Miguel Arroyo Delgado se
convirtió en padrino de la confirmación de alternativa de sus dos
compañeros de escuela (a los que él mismo había apadrinado, en
septiembre de 1987, en la pequeña población madrileña de Villaviciosa de
Odón), en el transcurso de una emotiva ceremonia que sólo fue el preludio
de la mayor tragedia vivida en el coliseo venteño en los últimos tiempos.
Promediada ya la corrida, después de los respectivos intercambios de
trastos entre el padrino y los diestros confirmantes y de la reglamentaria
alteración del orden natural de la lidia, salió a la arena el cuarto toro de la
tarde, de nombre Vitola, marcado con el hierro de los Herederos de don
Antonio Arribas Sancho y destinado a morir por efecto del estoque de
"Joselito". Durante el tercio de banderillas, Vitola, que había manseado ya
en su pelea con la cabalgadura, opuso muchas dificultades a los rehileteros
de la cuadrilla del diestro madrileño (quien, desde su ingreso en el
escalafón superior, había renunciado a poner las banderillas, a pesar de que
era por aquel entonces uno de los espadas que con mayor limpieza y
seguridad dejaba en todo lo alto los garapullos); cuando le tocaba parear al
afanoso banderillero de Campo Real Antonio González Gordón ("el
Campeño"), que recientemente había ocupado el puesto de "tercero" en la
cuadrilla de "Joselito", el toro acortó su recorrido por el pitón derecho y
puso en tal apretura al esforzado peón que éste pasó en falso sin clavar los
palitroques. El acusado sentido del pundonor de que hacía gala "el
Campeño" le movió a realizar un nuevo intento por el mismo pitón, a pesar
de la seria advertencia que acababa de darle el astado: al llegar
nuevamente al embroque, Vitola, que había vuelto a comerle todo el
terreno al infortunado subalterno, derribó violentamente a "el Campeño" y,
tan pronto como lo tuvo a su merced sobre la arena, la asestó una certera y
mortífera cornada en el cuello, con tal presteza y ferocidad que hizo inútil
cualquier intento de quite por parte de los toreros que habían acudido de
inmediato al socorro del desventurado banderillero. La herida causó tales
destrozos al buen peón de Campo Real que, aunque en un principio se
confío en su milagrosa salvación merced a la portentosa intervención
urgente del extraordinario equipo facultativo de Las Ventas, al cabo de
nueve días sobrevino su óbito en la unidad de cuidados intensivos del
hospital madrileño al que había sido trasladado.
Aunque el espada madrileño de la calle Montesa cumplió con los dos
contratos que aún le quedaban aquel año en San Isidro, y volvió luego a Las
Ventas para hacer el paseíllo en la corrida de Beneficencia, pronto se echó
de ver que "Joselito" ya no iba a ser el mismo después de la tragedia de "el
Campeño", a cuyo sombrío recuerdo luego vino a sumarse la fragilidad
psicológica del torero (que, sin lugar a dudas, hunde sus raíces en los
tortuosos dominios de su infancia infeliz). Desde finales de los años ochenta
y comienzos del decenio siguiente, la sonrisa serena y confiada de José
Miguel Arroyo daba paso, sin solución de continuidad, a un carácter hosco y
huraño que le llevaba a desconfiar de todo cuanto le rodeaba, empezando
por su propia vocación taurina. Y así, unas tardes el público se encontraba
con el "Joselito" alegre, juvenil y pletórico que era capaz de seguir
escribiendo sobre la arena páginas inmarcesibles en la historia del Arte de
Cúchares, y otras tardes -sin saber a ciencia cierta cuándo ni por qué-, se
topaba sobre el albero a ese "Joselito" apático, desconfiado y, en ocasiones,
hasta inseguro de su propio oficio, con lo que pronto la afición se empezó a
dividir entre quienes seguían admirándole y defendiéndole por encima de
todo, y quienes ya empezaban a mostrar cierto fastidio ante ese talante
hosco y abúlico que nunca resulta adecuado para oficiar la liturgia taurina.
Sus altibajos no procedían de una pérdida súbita del valor o un olvido
imposible de esos fundamentos técnicos que tan bien conocía y dominaba
desde su juventud, ya que quedaba patente, por un lado, que seguía
atesorando ambas virtudes -arrojo y oficio- en las tardes en que volvía por
sus fueros; y, por otro lado, que su desgana e inseguridad sobre los ruedos
se correspondían con aquellos períodos de su vida en los que andaba más
cabizbajo y taciturno que nunca, sumido en un depresivo ensimismamiento
que le incapacitaba para el ejercicio del toreo como hubiera podido
impedirle el desarrollo de cualquier otra actividad. Pero, con todo y con eso,
seguía siendo el número uno cuando lograba sobreponerse a sus propios
fantasmas, como dejó bien claro el día 1 de junio de 1989 en la primera
plaza del mundo, cuando, en medio del cartel de mayor expectación dentro
del abono isidril de aquel año, desorejó a un astado de los Herederos de
Atanasio Fernández, tras una exhibición de prodigiosa madurez torera que
confundió a quienes le creían ya devorado por su apatía depresiva.
Fue por aquel entonces cuando, con una dignidad torera que para sí
hubiesen querido otras muchas figuras, desdeñó protagonizar una ficticia
rivalidad, en la cumbre del escalafón, con otro de los matadores punteros
de la época, Juan Antonio Ruiz Román ("Espartaco"), a pesar de que en los
círculos profesionales taurinos se veía con agrado -por diversos interesesesta competencia, avivada desde las páginas del rotativo madrileño ABC.
Pero "Joselito" no entró al trapo y, aunque tampoco rechazó el encuentro en
un mismo cartel con "Espartaco" o con cualquier otro colega igual de digno,
se negó a sostener premeditada y artificialmente una rivalidad que nunca
habría podido existir, pues el clasicismo academicista que, enriquecido por
su propia sensibilidad artística, venía practicando el diestro madrileño jamás
había entrado a competir con el toreo esforzado y pundonoroso de
"Espartaco" (dicho de otro modo: las respectivas concepciones del toreo de
ambos matadores eran diametralmente opuestas y se encontraban en
planos muy distintos).
Desde entonces hasta el momento de redactar este artículo (año 2001),
José Miguel Arroyo Delgado ha venido alternado tardes gloriosas con
sombríos fracasos (en ocasiones, prolongados en peligrosos baches y
retiradas parciales que han llevado a muchos a presumir, con temor, su
definitivo abandono del ejercicio activo del toreo). Sin embargo, en medio
de este paso del todo a la nada que de forma constante le provoca su
fragilidad psíquica, ha tenido ocasión de conquistar a esa afición sevillana
que tan adversa se le mostraba, y de seguir protagonizando gestas
admirables, como la realizada el día 12 de septiembre de 1990, fecha en la
que un morlaco de Cebada Gago le hirió gravemente en el pequeño coso
madrileño de San Martín de Valdeiglesias, a pesar de lo cual siguió toreando
y consiguió enviarlo al desolladero de una estocada fulminante, lo que le
valió la entrega de las dos orejas del sañudo cornúpeta. Al término de
aquella campaña quedó situado en el quinto puesto del escalafón -en lo que
al número de corridas toreadas se refiere, claro está-, con un total de
sesenta y ocho ajustes cumplidos, y en 1991 se vistió de luces en sesenta y
una ocasiones, cifra que le permitía seguir ocupando los puestos superiores
sin necesidad de entrar en la absurda polémica actual sobre quién sea el
espada que más paseíllos hace a lo largo de una temporada (pues, aunque
recibía constantemente ofertas para torear en cualquier coso del planeta
taurino, antepuso siempre la calidad de su toreo a la cantidad de contratos
firmados).
El 10 de noviembre de 1991 confirmó su alternativa en la Monumental de
México,
con Mariano
Ramos de
padrino
y Miguel
Espinosa
Menéndez ("Armillita Chico") como testigo, frente a toros del hierro de De
Santiago (el de la ceremonia obedecía a la voz de Motorcito). En 1993 toreó
en Madrid en solitario y de forma desinteresada la corrida de la
Beneficencia, gesto que ha protagonizado -el de vestirse de luces para
enviar sus honorarios a los más desfavorecidos- en numerosas ocasiones,
unas veces por mero altruismo y otras obedeciendo a extraños designios de
su interior que ni el propio torero acierta a explicarse. En este sentido, tal
vez la mejor muestra de su rara sensibilidad sea la anécdota relatada por
"Joselito" en el transcurso de unas jornadas taurinas celebradas en un
Colegio Mayor de Madrid, referida a una estancia suya en Colombia y a un
posterior encierro en solitario frente a seis reses en Las Ventas, a petición
propia y con fines benéficos. Al parecer, el diestro tenía que torear una
tarde en una plaza colombiana y aguardaba el momento de la corrida en la
soledad de la habitación de un hotel, ensimismado en sus propios
pensamientos y envuelto en la tensión propia de esos instantes previos a la
hora de la verdad; por distraerse un tanto -pues otra de sus peculiaridades
estriba en que no es hombre de plegarias, estampas, rosarios y capillas,
frente a lo que suele ser habitual entre sus colegas de oficio-, encendió la
televisión y dio con un canal -probablemente, norteamericano- que
retransmitía una adaptación del drama shakesperiano de Romeo y Julieta.
Aunque la obra estaba en inglés -idioma que desconoce el diestro de la calle
Montesa-, "Joselito" se enganchó de inmediato a la trama y, absorbido por
ella, siguió con desmedida atención los avatares que escenificaban los
actores hasta el punto de llegar a emocionarse con lo que estaba
presenciando en la pequeña pantalla: cuando las lágrimas empezaron a
saltársele (curiosamente, por asistir al drama fingido de unos actores,
cuando en pocos minutos él había de jugarse la vida ante un toro), decidió
que debía protagonizar algún episodio que, en su acusada sensibilidad,
pudiera equiparse con la grandeza trágica de los jóvenes amantes de
Verona. Fue entonces cuando determinó encerrarse en solitario frente a seis
reses bravas y torear gratis en beneficio de los más necesitados.
Durante la campaña de 1994 se ató los machos en setenta y siete
ocasiones, demostrando que, a pesar de sus irregularidades, seguía siendo
uno de los toreros predilectos de la afición. Y, siempre atento a esas gestas
que ya no eran noticia en su carrera, el día 2 de mayo de 1996, con motivo
de la festividad del Día de la Comunidad de Madrid, volvió a encerrarse en
solitario con seis toros en Las Ventas, esta vez en un cartel goyesco cuyo
pintoresco colorido añejo no estribó únicamente en la imitación de las
indumentarias dieciochescas, ya que "Joselito" se decidió a animar
constantemente el festejo con la mayor variedad posible de pases de capa y
muleta, suertes de banderillas (él mismo llegó a tomar esos palitroques que
tenía prácticamente abandonados desde su etapa novilleril) y, en general,
lances vistosos del pasado (como el "salto de la garrocha", ya totalmente en
desuso, que intentó realizar -con escaso acierto- su peón Manuel Ignacio
Ruiz).
En esta línea de deslumbrantes actuaciones seguidas de acusadas
depresiones -tanto psíquicas como profesionales- se ha mantenido hasta
comienzos del siglo XXI el toreo de José Miguel Arroyo Delgado, para quien
siguen siendo rigurosamente válidas las atinadísimas palabras impresas
hace casi diez años por el estudioso de la Tauromaquia Carlos Abella: "De
todos los toreros jóvenes, es el de mayor antigüedad; de todos ellos él es
también el más completo, porque torea muy de verdad con el capote, con
las manos bajas, el cuerpo desmayado y muy poco engaño [...]. Con la
muleta [...] torea relajado, con las muñecas muy sueltas y domina muy
bien el toreo fundamental; sin ser un torero poderoso, suele instrumentar
trincherazos y andar muy bien el toro. Su estatura y actitud corporal
condicionan su toreo, que no está inspirado en la largura ni el poderío de los
muletazos, sino en la gracia y ligereza con la que son interpretados. Torea
muy airosamente por alto y conoce los secretos del toreo de adorno,
aunque todo el tono general de su toreo sea la austeridad y la finura. A la
hora de la verdad [...], él es el más contundente y auténtico estoqueador. Y
sin embargo, los aficionados se preguntan el porqué de su irregular
carácter".
Fuente: http://www.mcnbiografias.com/
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