Una señora llamada

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2D E L N O R T E : Domingo 23 de Febrero del 2003
P E R FI L ES
H I S TO R I A S
Editora: Rosa Linda González
Email: [email protected]
Esta invitación causó asombro.
E
n el ejido La Carroza, del municipio de Mina, la palabra del señor
cura era ley, y nadie se atrevió a
chistar siquiera cuando el 29 de
diciembre de 1920 el prelado alzó
su voz indignada y paró en seco la intención
de don Zeferino González de llamar Rubí a la
segunda de sus hijas.
Antes que las aguas bautismales cayeran
sobre la cabeza de la pequeña, el ofendido
sacerdote cuestionó ¡cómo era posible!, si
ése no era un nombre cristiano.
Don Zeferino, creyendo haber cometido algún pecado grave, quiso borrar su
atrevimiento y dejó al buen y santo juicio
del representante de Dios la iniciativa de
elegir el nombre más adecuado para la
nueva católica.
El varón de la sotana se decidió por el
nombre de Rubén. Nadie supo si por ser lo
más parecido a Rubí, si se le olvidó que tenía
frente a sí a una niña, o quería comprobar
una vez más en esas olvidadas e iletradas
tierras el poder de su palabra.
No hubo réplicas. Y si el padre de la creatura estaba conforme, a María, la madre,
no le quedaba más que aguantarse, de cualquier modo su voz no estaba contemplada
en aquel episodio y, para ser más específicos,
en ningún otro.
En la época de que hablamos, lo primero
y de más peso era el bautizo, y en segundo
término se acudía a las oficinas de la burocracia oficial; los nombres como Rubén o
Jorge, anteponiéndole el María, se adjudicaban excepcionalmente a alguna niña, pero
no solos.
Con la boleta proporcionada en el templo,
los padres y la recién nacida en brazos se
apersonaron en el Registro Civil, y el escribiente en turno asentó haber visto viva
una niña de nombre Rubén, que nació el 29
de diciembre… de qué año, ¿quién sabe?
porque esa información no quedó escrita en
ninguna parte.
“Si no se prestó atención al hecho fue
porque entonces no tenía importancia, bastaba presentarse en cualquier lugar y decir
yo soy fulanita de tal y nací en tal fecha, y
nadie lo ponía en duda”, cuenta doña Rubén
González viuda de Izaguirre, quien ahora da
fe de contar con 82 años intensamente vividos, y en espera de los que aún le faltan por
vivir.
Para el resto de la gente, el nombre de
esta señora de raíces rurales y formación
citadina es siempre causa de asombro, ella
en cambio lo ve muy natural.
“Yo siempre he sido muy liberal”, ríe a
carcajadas con esa seguridad de quien se
siente muy dueño de sí mismo, y sus ojos de
por sí rasgados se empequeñecen más, “no
me importa llamarme así. Claro, la gente
después de mencionar mi nombre murmura
o se me queda viendo hasta que repito: sí,
me llamo Rubén”.
En una ocasión, una visita le preguntó
frunciendo la nariz: “Pero, ¿cómo le pusieron así?”, y ella respondió de lo más espontánea: “Tú te apellidas Echeverrí, y qué tiene
de particular”.
De sentirse incómoda, se cambiaría el
nombre, y no lo ha hecho, dice esta mujer
que se expresa con manos y gestos a la par
de las palabras.
Y si lo hubiera pensado alguna vez, abandonaría el propósito sólo por el tiempo que
llevan las diligencias.
“El apelativo es algo que llevamos sobrepuesto, y puede ser extravagante, bonito o
feo, pero no es lo que somos, por eso me tiene
sin cuidado”, explica con esa voz profunda
característica de los fumadores.
En el Registro Civil, por ejemplo, hay
constancia de una niña que nació en 1982,
y sus padres tuvieron el chispazo de ponerle
Una señora llamada
Rubén
P O R M A R Í A LU I S A M E D E L L Í N
F O T O S : C L AU D I A S U S A NA F L O R E S
Crisis Mundial porque en ese momento las
naciones se encontraban en un bache económico; la llamaban Cris, de cariño.
A otra la registraron como Revolución
Proletaria, en honor de la colonia donde les
proporcionaron un pedazo de tierra para
vivir cuando recién llegaban de San Luis
Potosí, en los 70. Ambas llevan ya nuevos
nombres.
En cuanto doña Rubén llega a una oficina
y solicita cualquier servicio, las secretarias
hasta hacen “bolita”, al oír cómo se llama.
“Pero a ella le vale”, cuenta su hija Laura
Nohemí. “A su edad, con nueve hijos, 23 nietos y 20 bisnietos, sigue siendo una señora
muy moderna”.
de hace años los padres gustan de llamar a
sus hijos como los futbolistas famosos o las
artistas y heroínas de telenovela. El más
socorrido hoy en día es Rivaldo, y en mujeres, Tatiana.
A
A
hora que si un nombre es causa
de conflicto –no es el caso de doña
Rubén–, la solución es iniciar un
juicio ante un juez familiar para la rectificación del acta de nacimiento.
“Se requieren los documentos que demuestren el motivo por el que se solicita
el cambio, también se aceptan testigos, o
el dictamen sicológico que compruebe los
problemas que causa en su convivencia o desarrollo académico”, explica Alberto Cantú
Sánchez, jefe de juicios de la dirección del
Registro Civil en el Estado.
En los 20 años de laborar en el Registro
Civil, Cantú Sánchez ha sabido de nombres
inverosímiles que han requerido modificación, desde Aeropajita, hasta Lucifer,
Apocalípsis, Sístole-Diástole, Marciano,
Circuncisión, Aniv. de Rev., Humberlina y
Jesucristo.
Mediante un trámite de 259 pesos se
cambia el nombre propio o apellido si causa
afrenta, es infamante o expone al ridículo.
Tan sólo por no gastar mínimo tres
meses de su tiempo en vueltas y gestiones
para corregir desde acta de nacimiento, de
matrimonio y demás, doña Rubén hubiera
desistido del proceso.
Laura Nohemí, su hija, fue maestra y veía
cómo los alumnos de nombres raros o no tan
agradables se avergonzaban y sufrían por
ese motivo, por eso le encanta el desenfado
de su madre.
“Yo les llevaba canciones o poemas donde
dijeran su nombre, y trataba de animarlos.
Mi mamá, para nada ha tenido esos problemas”.
No así Alejandro, un funcionario bancario que sufrió en su niñez y adolescencia el
llamarse como su abuelo: Leandro, ya que en
el argot de barriada significa homosexual,
por lo que era objeto de burlas entre sus
compañeros de la escuela y de la cuadra.
A los 15 años, luego de rogar a sus padres
el cambio de nombre, lo transformó por el
que lleva actualmente.
En el Registro Civil también hay modificaciones en razón de los apellidos. Ése fue el
caso de una muchacha llamada Zoila Reyna
Cerda, que un día dejó de llamarse así.
E
n el ejido La Carroza, el nombre de la
niña Rubén se sumó a la lista de otros
tan llamativos como Gumersindo,
Exiquia, Crisóforo u Hogarita.
La tradición en el medio rural era adjudicar a los pequeños el santoral de su
nacimiento. Sus hermanas se llamaban Dominga, Eduviges y Petra, en razón de ello.
Este último, así como el de Tiburcio,
representaban distinción a principios del
Siglo 20, dice Cantú Sánchez, igual que des-
falta de primaria en el ejido, la familia
de Rubén se mudó a Hidalgo, y al terminar sexto grado, decidieron residir
en Monterrey.
En realidad, ahí fue donde la joven comenzó a percibir aún más el asombro que
causaba su nombre.
“Quería estudiar la Normal, no se pudo
por falta de recursos, entonces tomé clases
de corte gratis, al mismo tiempo que secretariado. A mis amigas no les gustaba cómo
me llamaba y me empezaron a decir Renée,
decían que se oía mejor porque era en francés”, explica pícara engolando la voz.
Desde entonces, ha pasado la vida defendiendo el llamarse Rubén, y dando explicaciones de su origen cuando ha sido
necesario.
“También trabajé en una notaría, y me
insistían en hacer el cambio de nombre, pero no quise, ¿por qué?”, cuenta.
Su novio Aurelio Izaguirre estuvo de
acuerdo con ella, eran vecinos y se había
acostumbrado a llamarla Rube.
Pero cuando a los 22 años decidió casarse, el personal de la imprenta donde encargaron las participaciones de la boda quedó
boquiabierto al saber que el enlace sería entre Rubén y Aurelio.
Fue necesario explicarles que ella era
Rubén, y no se trataba de una relación homosexual. Años más tarde, sus propios hijos
se reían a carcajadas al ver la invitación.
“Al sacar las actas de nacimiento de mis
hijos, al inscribirlos en la escuela, era la
misma cosa, preguntaban el nombre de la
mamá, yo decía: Rubén, y hasta se molestaban, ‘le pregunté por la madre, no por
el padre’, por eso traigo siempre dos o tres
identificaciones que lo comprueben”, menciona señalando una cangurera.
Gabriela, su nieta, cuenta que para
titularse fue a sacar un acta certificada de
nacimiento y en renglón asignado al nombre
de su abuela decía Rubia González; la volvió
a tramitar, pero al recogerla decía Rubí.
Fue de nueva cuenta y le pusieron María
Rubén, hasta que exasperada solicitó hablar
con el administrador y lo convenció de que
su abuelita se llamaba Rubén, y así debía
quedar asentado en el acta.
A su abuela le ocurre lo mismo, el trámite de un mismo documento la ha ocupado
en varias ocasiones porque al leer Rubén,
los empleados en automático lo cambian por
otro parecido, a su entender.
Su hija Laura Nohemí la acompañó hace
unos meses para que rectificaran su pasaporte porque aun con su fotografía, estaba
cruzado el recuadro de sexo masculino.
“Y como en la casa era yo quien pagaba
los recibos, iba al banco, canjeaba las placas
del carro, iba a Hacienda porque teníamos
un changarrito, me topaba con situaciones
como éstas, y otras”, recuerda doña Rube.
“Si les decía que tal papel iba a ser a nombre de Rubén, me contestaban, entonces que
venga su marido. No, es que Rubén soy yo,
y me miraban feo, no me creían hasta que
enseñaba mi identificación. Si se le complica
mucho decirme así”, les respondía, “entonces dígame señora de Izaguirre”.
Sus parientes, amigos y vecinos la llaman
Rube, Rubí o Rubia, y uno de sus yernos le
dice Rubena.
El doctor Zacca, que atendió por mucho
tiempo a su familia, le gritaba bromista:
“Esa doña Rubén, que en el nombre lleva el
carácter”.
Y
es que a esta mujer de 82 años la energía le fluye a borbotones. A excepción
de las várices y las secuelas de una fractura de rodilla que vuelven aciagos algunos de
sus días, se le ve entera, jovial y platicadora.
Cada mañana lee el periódico sin necesidad de anteojos, disfruta estar al día y
alargar la sobremesa acerca de los temas de
actualidad con su hijo, el único que prefirió
la soltería y habita con ella.
“Mis padres no pudieron darme estudio,
pero a mí me gusta mucho leer, estar enterada. Todos mis hijos, que fueron nueve,
cuatro hombres y cinco mujeres, tienen una
profesión. Nosotros hicimos el esfuerzo para
que no se quedaran en simples carpinteros
o estenógrafas”, cuenta orgullosa.
En las tardes se junta con sus amigas a
jugar lotería o a tomar el café, pero algunos
martes los reserva para reunirse con las mujeres de la casa, en el domicilio de su hija
Rosa Elia, al centro de la ciudad.
Los fines de semana arregla su hogar para recibir a los hijos, los nietos, los bisnietos,
o se acicala para ser ella quien los visite.
“Y si no amanezco de humor o me siento
mal prefiero cancelar cualquier compromiso. A mí no me gusta que mis hijos o mis
amistades me vean agria o triste, si voy a
andar así, mejor me quedo en mi casa “, advierte agitando su dedo índice.
Su marido, de oficio carpintero y fallecido
hace 23 años, le delegaba la administración
de la casa porque era habilidosa y activa. Le
disgustaba permanecer las horas encerrada entre cuatro paredes, hasta participó en
actividades políticas cuando un tío formaba
parte del comité de campaña por la gubernatura del priísta Bonifacio Salinas, que resultó electo.
En esos días, después de pegar propaganda, asistir a eventos proselitistas y animar
con sus porras a los participantes, la iban a
dejar a su casa en motocicleta, al anochecer.
“A mí nada se me dificulta”, asegura alzando la voz.
Por eso, cuando fue a gestionar la pensión
y le dijeron “¡cómo, ¿don Aurelio Izaguirre
va a dejar pensionado a Rubén González?!”,
esta mujer volvió a sonreír, sacó sus identificaciones y con aplomo comprobó que efectivamente ella sería la beneficiaria.
Sus hijos nunca comprendieron por qué
sus padres aceptaron llamarla así, creen que
“la regaron” al bautizarla de ese modo.
Pero esta señora llamada Rubén está
contenta de portar un nombre distinto,
inusual, que, dice, tiene la fuerza de su
temperamento y su manera de vivir a contracorriente.
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