LAUDATIO Una mañana de otoño, un patio, alumnos de primero amontonados en fila, inquietos por la novedad. Al final de las escaleras, recortándose sobre el fondo marrón siniestro del edificio del instituto, una figura alta con una bata blanca. ¿Y ése? Pues algún profe de Naturales, respuesta dada por buena por obvia. Un error de novato, pero no del todo. Se ha hecho camino al andar, Don Rubén, pero los recuerdos afloran igual de nítidos: ésos alumnos convencidos que el de la bata blanca con tres bolígrafos en el bolsillo superior derecho era profe de Naturales tardaron tres años en darse cuenta de que enseñaba la naturaleza, pero de las palabras, de las obras, de los autores, de la Literatura. Como si se abrieran compuertas, afloran vivencias y palabras sin orden ni concierto, pero me gustaría que salieran disciplinadamente para poder expresar cuánto se le debe. Podríamos empezar con algo sonoro, grave, con gancho. En un lugar de La Mancha sería apropiado, pero temo que nada original y los huesos de cierto ilustre manco se revolverían ante tamaña osadía por mi parte. Más que palabras, creo que hay que empezar a concretar, que para algo hemos aprendido lengua. Adjetivemos, pues. Severo, justo, furioso (cuando conviene), liberal, inteligente, animoso, que con ciertos exámenes nos hizo ver que un cielo en un infierno cabe, maestro de maestros, esforzado, el que en buena hora ciñó la pluma y capaz de ser benigno a los sujetos, y a los bravos y dañosos, un león. Ése es Don Rubén. Quien lo tuvo, lo sabe, porque sus exámenes eran como el Temido, en todas las clases conocido, del uno al otro confín y aunque a veces nos permitió la autocorrección, ni así conseguimos superar el respeto que nos despertaban sus pruebas. Pero nos hizo madurar, que es algo que por desgracia no abunda, porque qué pérdida para las nuevas generaciones, Don Rubén, llegar justo en el momento en el que estará podando los rosales del jardín, esperemos que no de Ronsard (¿para cuándo la “especie de biografía”?), ya que cuanto más arde el fuego de la ESO, se le echa agua. Ahora sí que no se sabrá la diferencia entre un arbusto y un soneto. Por afición, uno se ha preocupado en leer y le ha encontrado gusto, pero se tuvo que esperar hasta que le enseñaran cómo leer. Sinécdoques, metonimias, metáforas, aliteraciones, sintagmas gramaticales, preposiciones, complementos circunstanciales no eran más que palabras con sonoridad a insulto zafio y burlón en un gran puzzle que usted nos ayudó a componer, no sin esfuerzo por nuestra parte y paciencia por la suya, y años más tarde la verdad es que no hay palabras, ni adjetivos, para agradecerle la dedicación. Los dinacuadros con sonsonete han pasado a formar parte del bagaje cultural de más de una promoción, así como los días de la poesía, los chistes una tarde de jueves de invierno, una reflexión en voz alta expresando lo que los demás sentíamos en momentos de dolor porque dejaron de arder gloriosamente las entrañas de una compañera y amiga, el simple y cotidiano día a día en el que no hacíamos mudanza en la costumbre y podríamos seguir. Uno recuerda las atentas lecturas con sus respectivos análisis, el desmenuzamiento de Quevedo, Garcilaso, Cervantes o Fernando de Rojas, que nos trajo de cabeza en la pregunta del examen sobre La Celestina: ¿de qué ciudad fue alcalde su autor? Creo que nunca he vuelto a sudar tanto en una prueba. ¿Salamanca? ¿Toledo? No se me olvidará, se lo aseguro, que fue Talavera de la Reina pero a costa de preguntarme, a día de hoy, a santo de qué venía añadir ésa pregunta a un examen sobre La Celestina. Pero hasta que no se ha estado en torremanganas plazas de velazqueños atardeceres, con el ocre de Castilla aún en la retina, las casas colgantes ante la Hoz del Júcar y pasado por lo que antaño fueron bosques de sansebastianes que no se consigue tener una visión global de la Literatura, con mayúsculas. En mi recuerdo está un viaje a Cuenca, una parada ante el castillo de Garcimuñoz, un paseo por el barrio viejo y un alto en Casa Botes enclavado en una cuestecilla brava que marcó un antes y un después de todas las excursiones dignas de ser recordadas, puesto que entre otras muchas muestras del saber, Inés Leis nos provocó la admiración más absoluta por su capacidad de cálculo a ojo, puesto que Alarcón tenía unos 2.000 habitantes cuando no pasaba de los 200. Creo que ante aseveración tan atinada fue cuando descubrí que lo mío eran las letras. Agradecido le quedo por enseñar las sutiles riquezas de nuestro idioma, disfrutar con las obras de los clásicos, hacernos diferenciar entre la Poesía y los vulgares ripios (¡si no habré yo quemado Garcilasos para digerir lo indigerible!) y por darnos las que para algunos han sido una buena muestra de las mejores clases de Literatura de toda su vida académica porque en éstas lides no soy muy ducho y con tan buen arquitecto de colmenas literarias con placer se labran y amueblan las celdillas del lenguaje. Y no nos duelen prendas al afirmar que cuanto tengo confieso yo deberos. Muchas gracias, Don Rubén, por inteligencia, el nombre exacto de las cosas. darnos, con Paco Tovar