Introducción Barataria, la imaginada

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Antonio Santos, Barataria, la imaginada. El ideal utópico de don Quijote y Sancho
(2008)
INTRODUCCIÓN
LA TOPÍA UTÓPICA
“Y así, digo que es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime
un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle
tal, que satisfaga y contente a todos los que lo leyeren”
(Sansón Carrasco a Don Quijote, II, 3).
El mismo Carrasco, citando a Plinio el Viejo, asegurará después:
“No hay libro tan malo que no tenga algo bueno”.
Cuando en 1516 Tomás Moro publicó, en lengua latina, su Utopía, las sociedades
perfectas distaban mucho de ser algo más que una mera invención fantasiosa. Sin embargo
proyectos como éste, o como los posteriormente ideados por Campanella (La Ciudad del
Sol, 1623) y Francis Bacon (La Nueva Atlántida, 1626), aspiraban a denunciar, en positivo,
un orden social injusto y miserable: el de los tiempos que los vio nacer. Es muy posible que
Cervantes, lector avidísimo, llegara a tener noticias de la obra fundacional: Utopía fue
vertida al alemán en 1524, y conoció traducción italiana en 1548. Además, se supone que
circuló por España una copia clandestina de esta obra en torno a 1592. No es menos cierto
que tan sonora palabra, utopía, no aparece en ningún pasaje de la gran novela española. Muy
por el contrario, su autor se refiere a una deseable “república bien ordenada” que, en esencia, se
corresponde bien tanto con los escritos de Moro como con su precedente platónico.
Suspirando por alcanzar aquel feliz estado, y esgrimiendo la justicia como
estandarte, don Quijote pretende transformar el espacio hostil y despiadado que se extiende
ante sus ojos. Y en el proceso el héroe modela su personalidad, al tiempo que sueña con
transfigurar su propio mundo. Se ha propuesto firmemente navegar a contracorriente por
los cauces del tiempo, para así retornar a una edad más pura que la presente. En su mirada
hacia atrás adivinamos su renuncia al fluir de la historia. Invocando las virtudes de la
andante caballería, emblema de la Edad Media y del orden feudal, el héroe trasnochado
suspira por reencontrarse con unos orígenes todavía más antiguos, previos a la historia;
míticos incluso: la Edad de Oro. Su ideal emana del rechazo del presente; de la sublevación
contra el inexorable transcurrir del tiempo.
El trabajo que aquí presentamos explora las sendas utópicas recorridas por el
caballero manchego: un camino plagado de pruebas, aunque muchas de ellas sean fingidas
o ilusorias. Anticipándonos al ingreso en la ficción insular, centraremos nuestra atención en
tres de ellas, que no poco tienen de iniciáticas: el cruce del río, la prospección de la gruta y
la cabalgada celestial, a lomos del caballo de madera. A lo largo de tan insólitas aventuras,
tanto don Quijote como Sancho emprenden un recorrido cósmico, a través de los cuatro
elementos, antesala y corolario de su deambular por las quimeras. Los episodios
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Antonio Santos, Barataria, la imaginada. El ideal utópico de don Quijote y Sancho
(2008)
fundamentales de esta odisea paródica -Montesinos, Clavileño, Barataria- anticipan la
imposibilidad de la utopía a la que apuntan, al ser como aquélla un producto de la
imaginación.
En el recorrido en pos de un orden fraterno, guiados por el hidalgo y su escudero,
prestaremos especial atención al episodio que de manera más explícita ironiza sobre la
apetencia de aquella República bien ordenada por la que suspiran tanto el caballero como su
creador literario: Barataria, en efecto, parodia la imposible insula amoena, motivo frecuente
en los relatos bucólicos y de aventuras, que acoge formas ideales de vida y de gobierno. La
isla, sea real o fingida: he aquí un espacio ambiguo como pocos. Tanto puede representar el
paraíso en la tierra -aislado del resto del mundo por el agua-, como materializar el exilio o la
reclusión; el aburrimiento y el vacío mortal.
El episodio de Barataria es, por su dimensión y complejidad, el más destacado de la
segunda parte de la novela; y sin duda es uno de los más recordados de toda la obra en su
conjunto. El camino en pos de la dorada meta de don Quijote conduce a Sancho a la
conquista de la suya propia: una utopía imaginaria, que será paradójicamente gobernada
con los atributos de la razón: no la razón de estado, maquiavélica y torva, sino aquella
natural que sólo nace de la virtud, cuyas bondades preceden a la armonía.
A lo largo de las siguientes páginas reconoceremos, en los lindes de Barataria, una
sutil ironía sobre el gobierno justo, representada en clave de farsa. Si se puede discutir su
condición utópica en términos de pensamiento político, no se puede negar su exactitud
etimológica: utopía; no hay tal lugar. Barataria no es ninguna ínsula; como tampoco existe
ningún lugar así llamado. Es un lugar imaginado, una geografía inexistente, una ironía
onomástica y política. Todo el episodio no es sino una comedia: la ilusión fantástica de un
estado que aspira a ser dichoso, tan falaz como el espacio sobre el que finge asentarse.
Barataria es por consiguiente creación de una múltiple fantasía demiúrgica: la de
Cervantes como novelista; pero también la de don Quijote, que la anuncia; del Duque, que
idea la farsa; de sus súbditos, que la secundan; de Sancho Panza, que la admite, y en la que
se integra voluntariamente. A todos ellos cabría añadir las convenciones del género
caballeresco, embrión literario del episodio; y, por descontado, al propio lector que
participa del juego recreando todo el episodio a partir de la oposición entre realidad y
ficción. Barataria resultará ser, finalmente, una impostura de la ficción utópica sobre la
realidad tópica.
La ínsula dispensa, como se argumentará, una ironía utópica porque propone un
modelo de gobierno próspero y juicioso, que impone la justicia y la igualdad en un
escenario falseado cuyo único propósito es burlar al incauto. Un reino de pacotilla ubicado
en el corazón de cierto país donde virtudes semejantes no tienen cabida. Es, en fin, una
ironía utópica porque un modelo basado en la justicia, la igualdad y el orden social no era
posible ni deseable por muchos en la España del siglo XVII.
En consecuencia, el reino ficticio en el que Sancho cree poner fin a sus miserias
termina transformándose en purgatorio. La bonanza ilusoria se trueca en burlas y
animosidades reales. También esta inversión es frecuente en el género utópico: un mismo
lugar puede ser el paraíso o el infierno para sus habitantes; todo es cuestión de perspectiva.
La utopía ha demostrado, una vez más, no ser sino un sueño; un sueño de la razón que,
como es sabido, produce monstruos.
Hacer realidad la quimera utópica sólo demuestra su naturaleza imposible. Sancho
sufrirá esta evidencia cuando por fin materialice su ensueño en un proyecto de gobierno
que se erige sobre la ironía y la falsedad; que no conduce a la prosperidad del pueblo, sino
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al vano pasatiempo carnavalesco; que no reporta al recién llegado sino pesar y desazón, y
nostalgia por el polvo del camino.
Las utopías demuestran ser estados artificiales, tanto o más que Barataria, cuyos
resplandores encubren más de una sombra inquietante. La ínsula propone de este modo
una singular variante del género: lo que es objeto de regocijo y justicia para los gobernados
deviene en lastimera pesadilla para el buen gobernador. Barataria, como toda utopía, es una
concepción esencialmente ambivalente. Tiene su haz y su envés; su luz y su sombra.
Antes de bifurcar sus caminos, a consecuencia del gobierno prometido, don
Quijote adiestra a su fiel Sancho en las virtudes de la sabiduría y la templanza. Las lecciones
del hidalgo, dictadas a lo largo del camino y destinadas por fin a fortalecer el ánimo del
gobernante, coinciden con el propósito esencial de Cervantes como novelista: “instruir
deleitando”. Si preferimos entender las enseñanzas quijotescas como ironía política, cabe
entender que los consejos que brinda el espejo de caballeros no son sino la versión en
positivo de las numerosas tachas y vicios característicos de los gobernadores de su época,
aquí ejemplificados en los ociosos y envilecidos Duques que se burlan de ambos.
Llegados por fin con Sancho a los falsos límites de su falsa utopía, nos proponemos
indagar en las huellas, ciertamente profundas, que la fiesta profana ha grabado sobre el
episodio de Barataria. En efecto, no es posible eludir su vinculación con la celebración del
Carnaval: una apoteosis festiva en la que cabe distinguir un intento de recuperación,
siquiera bajo claves jocosas, del inalcanzable horizonte utópico.
El comentario de tan notable episodio se verá completado con la revisión de sus
incisos epistolares. Las cartas insertas a lo largo del mismo bien lo merecen, y no sólo a
tenor de su gran belleza literaria; muy particularmente nos detendremos en ellas con el fin
de apreciar su valor modular. Como veremos, no sólo aportan puntos de vista alternativos
sobre una acción ya de por sí dispersa; también contribuyen poderosamente a quebrarla
conforme a los principios de digresión previamente examinados.
“Buscar es una extraña operación: en ella vamos por algo, pero ese algo por el que vamos en cierto
modo lo tenemos ya”, aseguraba José Ortega y Gasset en sus Apuntes sobre el pensamiento. El
trabajo que aquí presentamos debe mucho a sus primeros lectores, porque con ellos
comenzó esa búsqueda cuya meta, inevitablemente, nos devuelve a nosotros mismos. Y es
a ellos a quienes el autor desea expresar su gratitud desde estas páginas. Vaya en primer
lugar mi reconocimiento a Ramón Maruri Villanueva, cuya sabiduría y amistad dio sus
primeros alientos al proyecto. Llegue con él mi más cálido agradecimiento a Lourdes
Royano, a José María Lassalle, a Nicanor Díez Villegas, a Mario Crespo y a Marcelino
Amasuno, lectores perspicaces y quijotistas de pro cuyas sugerencias y comentarios han
iluminado al autor en tiempos de oscuridad. Gracias también a Jenaro Talens, a Carlos
Alvar y a José Manuel Lucía Megías, por su hospitalidad y por la confianza con que me
obsequiaron en este retorno a la Ínsula Barataria.
Don Quijote y Sancho supieron demostrar, a lo largo de su camino, que el esfuerzo
va siempre acompañado de gratitud, puesto que el viajero nunca recorre todo el camino
solitario. Y como así es, desde el mismo momento en que se abre el umbral de la vida, el
autor dedica este trabajo a Rosa María Santos, quien entendió que la vida, sin sueños, no es
nada. Vale.
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