leer la letra - Textos Escolares

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LEER LA LETRA
“Un buen libro es un hacha que rompe el mar helado que tenemos dentro”, dijo Kafka.
Esta acerada frase fue la que me llevó a reflexionar sobre lo que significa leer la letra
en la literatura.
Hace 3.500 años que los alfabetos fonéticos existen y que los hombres
han necesitado de la lectura para conocerlos. En la tradición judeocristiana el universo está concebido como un libro hecho de cifras y
letras, y la llave de la comprensión del universo consiste en la
capacidad de leerlas correctamente y dominar sus combinaciones. Y
en la mayoría de las culturas alfabetizadas - Islámica, Judía, Cristiana,
Maya o Budista-, es en la lectura de sus textos donde se encuentra la
clave para saber qué somos, de dónde venimos y dónde nos
encontramos. Si bien hoy Internet multiplica los textos y guarda en
todas las lenguas toda la información imaginable, la tarea de
aprehenderlos sigue requiriendo de buenos lectores. Incluso la
memoria necesita de refuerzos de nuevas lecturas para recrear,
innovar y crecer.
Hay otra manera de leer la letra, cuyo fin no es solo adquirir
conocimientos. ¿Qué pasa cuando leemos poesía o nos adentramos
en una novela? ¿Qué nos sucede cuando leemos un libro que nos
apasiona?
Virginia Woolf decía que ella leía para descubrir un mundo nuevo;
Nabokov estaba seguro de que el encantamiento que producía un
buen libro no llenaba un vacío intelectual, sino que llenaba el espíritu;
según Orhan Pamuk, Nobel de literatura, las novelas llenas de gente,
rostros y objetos que creemos reconocer, ponen al descubierto los
colores y complejidades de nuestras vidas.
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Leer es un acto gratuito y libre. Se lee para entretenerse, para
aislarse, para vivir otras vidas, para quedarse pensando, para viajar.
Cada persona es única en la lectura y ningún conocimiento abre una
posibilidad tan vasta como el acto de leer. Todo es válido en la lectura.
Si uno quiere se puede saltar las descripciones que lo aburren o
abandonar la lectura en la mitad de una novela considerada genial
por la crítica, sin vergüenza alguna. Hay libros que se leen con
admiración, otros con prejuicios, algunos con nostalgia y otros solo
para conocer el final de la historia. Hay libros que dejamos para leer
en el tren, para la noche en la cama o sentados en el sillón preferido.
Henry Miller decía que había pasajes del Ulises a los que solo se podía
extraer su contenido si se leían en el baño.
No se lee como tarea, como problema, o para entender. Y esto es
porque así también sucede en la literatura por parte del escritor. La
literatura tampoco se escribe como tarea, para enseñar algo o para
resolver problemas: el buen escritor muestra, sugiere, no afirma;
nunca su meta es didáctica y solo le interesa dar a conocer el mundo:
el análisis queda para el que lee. Porque, como dice Joseph Conrad,
“el autor solo escribe la mitad del libro, de la otra parte se ocupa el
lector”. Si hemos leído un cuento de Chéjov, por ejemplo, quizás
luego se despierte en nosotros el ser más solidarios con la
humanidad. Pero eso no sucede porque Chéjov escribiera para
predicar, sino porque su escritura muestra sus personajes de tal
manera, que el lector entiende que el alma humana no distingue
clases sociales. En uno de sus cuentos, “La nueva Dacha”, un
campesino, al ver los fornidos caballos de un hombre rico, comenta
“Si mis caballos estuvieran tan bien alimentados serían también
magníficos.” Esta frase podría sonar a crítica social, pero en el caso de
Chéjov, el comentario está en voz de un hombre amargado y ocioso
que siempre estaba fastidiando a los demás: si se cruzaba con un
leñador que con mucho esfuerzo acarreaba un tronco, no dejaba de
hacerle notar que el tronco estaba podrido.
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“La literatura no consiste en apiadarse del oprimido ni en maldecir al
opresor- enseñaba Nabokov en sus clases de escritura- sino que es
una apelación a ese fondo secreto del alma humana donde las
sombras de otros mundos pasan como sombras de naves silenciosas
y sin nombre”.
“La naturaleza imita el arte” decía Oscar Wilde. Y como ejemplo
contaba que en Londres siempre habían tenido nieblas plateadas que
se cernían sobre el río y los techos formando figuras evanescentes y
sombras monstruosas, pero que antes de los pintores impresionistas
nadie reparaba en ello. Según Wilde, esto sucede porque en nuestra
mente las cosas cobran vida dependiendo de las artes que nos han
influido; y que son ellas las que abren nuestra mirada a nuevas
perspectivas y a nuestra capacidad para conocer lo que nos circunda.
El arte de un buen escritor no solamente nos entretiene, nos lleva de
viaje o nos convierte por algún tiempo en detectives o grandes
amantes, si no que nos lleva a mirar con nuevos ojos la realidad que
nos rodea. Maestros de la literatura poseen ese “tercer ojo” que los
conduce a ver en un pequeño gesto, en un acto aparentemente banal,
la verdad de la condición humana; son los que encuentran “la palabra
justa” -de la que hablaba Stendhal-, para revelarnos a través de sus
personajes la esencia del mundo en que vivimos. Recordemos que solo
cuando Homero cantó la historia de Ulises, los hombres conocieron la
hospitalidad; solo a través de la pluma de Cervantes se descubrió que
en la tierra también había quijotes; solo después de leer a Kafka la
humanidad realizó que vivía en un mundo kafkiano.
Leer la letra permite una intimidad, un tiempo de meditación, y abre
un espacio para experimentar el mundo. Porque el lector, de cierta
manera, al leer también escucha, huele, paladea. Estoy segura de que
muchos que leyeron “El perfume” de Süskind, sintieron todo tipo de
aromas, desde los repugnantes hasta los más exquisitos. Quienes han
leído las descripciones de Víctor Hugo de una tormenta en el mar,
tienen que haber escuchado con claridad el fragor de la lluvia, la
explosión de las olas, el aullido del viento; y así con los sabores que
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nos hacen agua la boca cuando Pablo Neruda le canta al caldillo de
congrio o a las papas fritas que caen al sartén “como plumas nevadas
de cisne matutino y salen semi doradas por el crepitante ámbar de las
olivas”.
La lectura es un acto de creación permanente, que cuando nos atrapa,
todo lo que nos rodea o nos preocupa en ese momento desaparece:
nuestra mente se puebla de nuevas voces y entramos a mundos que
hasta entonces no habríamos imaginado. De niña me encontré con
marcianos verdes, fieras amistosas y piratas fascinantes. De
adolescente fui descubriendo que enamorarse no es siempre
maravilloso y que el mundo de los adultos podía ser bastante
complicado. Hoy, cuando leo un buen libro, me vuelvo más lúcida y las
voces que me llegan a través de las palabras estimulan mis voces
interiores que podrían haber quedado calladas para siempre si ese
libro no hubiera llegado a mis manos.
Las palabras siempre nos ayudan, porque son mágicas. Recuerdo de
chica haber leído cuentos en los que me encontraba con palabras que
no conocía, pero me llamaban la atención porque al pronunciarlas me
sonaban misteriosas; y si no tenía a nadie cerca para preguntarle su
significado, seguía leyendo. Al cabo de un tiempo la misma palabra se
repetía en otro cuento, hasta que finalmente, como por arte de magia,
llegaba a entenderla sin que nadie me la hubiese explicado. Es por eso
que, a partir de mi experiencia, siempre me he resistido a simplificar
demasiado el lenguaje cuando escribo para niños, ya que sigo
creyendo que las palabras son sabias y empecinadas. Estoy segura de
que ellas se resisten a abandonar nuestras mentes y resurgen con
claridad cuando las necesitamos contribuyendo así a ampliar nuestro
vocabulario y a relacionarnos mejor con el idioma.
Por otra parte, la literatura nos une a destinos y vidas distantes y
desconocidas mostrándonos, a grandes y a chicos, la capacidad del
hombre para ser personas de bien hasta en las peores circunstancias y
monstruos insensibles en las mejores situaciones. Así, ya de muy
pequeños conocimos el extremo de la maldad en un ogro asesino; la
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bondad en la sufriente Cenicienta, que barre cantando; y el término
medio, que somos la mayoría de las personas, con Pinocho, el
mentiroso.
Hasta el dolor y la muerte, presentes en muchas leyendas y cuentos
para niños -pensemos en alguno de los tristísimos cuentos de
Andersen, como “La vendedora de fósforos”- pertenecen a las
experiencias más fundamentales del hombre. Porque ¿qué niño por
temor a la noche y a la oscuridad no le ha pedido a su mamá que le
cuente una historia de fantasmas? ¿Y qué niño no se ha quedado
plácidamente dormido con el relato? El miedo del cuento lo ha salvado
de su propio miedo.
Lo que somos antes y después de leer un buen libro lo sabe cada uno.
Pero no hay duda de que, aunque sea por unos instantes, sea por horas
o de por vida, hay un tesoro que se esconde en la lectura que puede
transformarnos, de la misma manera que nos puede enriquecer
nuestra vida espiritual una meditación. Es por eso que considero la
lectura como una joya que se descubre y que debiera ser el objetivo
principal de cualquier educador, sea cual sea su especialidad. Estoy
segura de que una persona enamorada de las letras, sea un profesor
de álgebra o de botánica (o sea también un padre o una abuela),
puede abrir en los niños un camino que le agradecerán toda la vida.
Un amigo muy lector, me contó que cuando era chico, en su colegio
había un profesor de matemáticas que se hizo famoso porque antes
de comenzar su clase leía a sus alumnos un par de páginas de un libro.
El primer día todos pensaron que el profesor era un latero y medio
raro, pero a la segunda vez comenzaron a interesarse en la historia; y a
la tercera clase no se perdían palabra y algunos habían conseguido el
libro para leer más rápido el cuento, entre estos mi amigo, que tenía
doce años. Dice que fue entonces cuando descubrió que leer podía ser
entretenido y se convirtió en lector.
Nadie pone en duda la capacidad de asombro de un niño pequeñopara el cual todo es novedad en la tierra- y que lo lleva naturalmente a
la creación. Pero esta capacidad es muy frágil y puede perderse si no
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se la cuida con dedicación. Tanto el bombardeo cada vez mayor de los
medios audiovisuales y la especie de letargo que éstos producen en la
mayoría de los espectadores, más el mundo de los adultos que trae
consigo explicaciones y sentido del ridículo, llevan a los niños a perder
esa intuición inmediata que se traducía en un descubrimiento poético
del mundo. Estoy cierta de que si la experiencia de las preguntas de
Neruda se repitiera con los adultos, el resultado sería desalentador: no
habría uno solo que se hubiera atrevido a responder que la noche es el
pizarrón del cielo o que la ampolleta es un sol encerrado en un vidrio.
El poeta chileno Alfonso Echeverría decía de los niños: “Poetas sin
nombre ni diploma, artífices ingenuos de lo extraño, que remueven
volcanes con su asombro suave. Remueven y reforman conceptos.
Más pura es su poesía que todas las estrofas”. Pero luego, al terminar
su poema pregunta “Por qué se extinguen, desaparecen los niños?
¿Por qué no siguen como tales?”
Me niego a pensar que todos los niños están destinados a perder su
capacidad de sorprenderse y crear. Pero me atrevería a decir que, en
parte, si eso sucede, es porque les faltó la lectura, que es el lugar
donde la imaginación encuentra la mejor posibilidad de dar libre curso
a su capacidad de crear.
¿Y por qué los niños no leen?
Creo que muchas veces esta falta de interés por la lectura se debe a
que los niños son grandes imitadores; y que somos nosotros, los
adultos, los que cada vez leemos menos. Unos padres para quien la
lectura es una necesaria y real fuente de placer diaria, trasmitirán a
los hijos su entusiasmo. Porque ¿cómo decirle a un niño que vaya a
leer un libro mientras sus padres, que han vuelto cansados del trabajo,
estén en su pieza relajándose frente al televisor?
Me acuerdo de una alumna de nueve años, muy sensible y creativa,
que tuve en mi taller literario para niños. Me contaba que ella había
aprendido a leer a los cuatro años, porque le gustaba mucho estar con
su mamá; pero que cuando ella llegaba del trabajo se ponía a leer y se
olvidaba del mundo. Entonces la niña reclamaba su atención y su
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madre se disculpaba diciendo “Déjame leer esta última página y
termino, porque esto es demasiado entretenido”. Y María Jesús- que
así se llamaba mi alumna- comenzó a soñar con acceder a ese mundo
misterioso que para su madre era tan cautivador. Y así fue cómo,
leyendo carteles en la calle, preguntando por las letras en los
periódicos y exigiendo libros para ella, comenzó a leer y descubrió el
placer de hacerlo, placer que nunca abandonó, sin dejar por eso de
mirar televisión. Hoy María Jesús es una flamante doctora en letras.
Que la televisión y los medios audiovisuales quitan espacio a la lectura
es evidente. Pero también es evidente que un buen lector sea en el
papel, o en la pantalla, seguirá gozando de la literatura. Sería
completamente absurdo navegar contra el mundo de lo audiovisual y
sus bondades, acusándolo de nuestras carencias. Más bien
preguntémonos por qué hemos perdido el gusto por la lectura. Y quien
dice que “ahora no tiene tiempo para leer” es que nunca ha sido un
buen lector, porque un buen lector, igual que un vicioso del juego,
siempre encontrará el momento para ejercer su afición.
Todos nosotros, profesores, bibliotecarios, escritores y padres,
hagamos un llamado a los adultos para que nos ayuden a recobrar el
gusto perdido por la lectura. Perdamos el miedo que nos da
sumergirnos en una novela que tiene, ¡horror! cuatrocientas páginas.
Atrevámonos a iniciar una aventura junto a Ana Karenina o al capitán
Ajab y pasadas las primeras páginas nos daremos cuenta de que no
podemos soltar el libro.
Pero... ¡ojo!, tenemos que ser muy cuidadosos al tratar de que un niño
lea, ya que el entusiasmo por la lectura no se trasmite con
razonamientos. El secreto de lo apasionante que puede ser leer no se
adquiere con obligaciones o consejos, por muy premio Nobel que sea
el autor. Quizás una horrible novelita rosa o una liviana historia de
vampiros puede ser el inicio de un buen lector, y a través de éstos
descubrir que leer es entretenido. Y así, poco a poco, una vez que ya le
toma el gusto, se irá volviendo más selectivo. La semilla se comienza a
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sembrar según las inclinaciones de cada uno, y en un niño chico hasta
el Pato Donald puede ser el inicio de una relación con las letras.
Encontremos cada uno, la mejor manera de trasmitir a los distintos
niños el amor por las palabras. Esas palabras olvidadas que han
transformado una pregunta en un “pq” y un saludo en “slds”. Esas
palabras mágicas y bellas que son la base para una reflexión; esas
palabras que son un ejercicio intelectual tan válido como las
matemáticas; esas palabras que nos dicen quiénes somos y cómo
somos; esas palabras que nos llevan a comunicarnos y construir
mundos; esas palabras que no solo crean cuentos sino que también
realidades. Esas palabras que, según Neruda, “tienen sombra,
transparencia, peso, plumas, pelos; tienen todo lo que se les fue
agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de
tanto ser raíces”. Esas palabras que llevarán a nuestros niños a
imaginar y a pensar, y los transformará en hombres que inventan, que
opinan, que tienen espíritu crítico. Así formaremos adultos que serán
capaces de construir ciudades en las que la creación humana sea reina,
o que se convertirán en los poetas que develen para todos los hombres
las maravillas que siguen ocultas en el mundo. Y quizás entonces los
que hoy son niños llegarán un día a coincidir con Jorge Luis Borges
cuando decía: “Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin
pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; yo no
puedo imaginar un mundo sin libros. Uno llega a ser grande, no por lo
que escribe, sino por lo que lee”.
Jacqueline Balcells
Celebración 20 años de Bibliotecas Escolares CRA
Ministerio de Educación de Chile
2014
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