diálogo con Visconti - Círculo de Bellas Artes

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En 1963 se estrenaba en los cines El Gatopardo, la magistral adaptación
de Luchino Visconti de la novela homónima de Giuseppe Tomassi di Lampedusa,
publicada en 1958. El mismo año del estreno de El Gatopardo, la editorial Cappelli
publicaba el guión y acompañaba la edición con una conversación entre el cineasta
y Antonello Trombadori, periodista y guionista.
diálogo con Visconti
ANTONELLO TROMBADORI
TRADUCCIÓN ELENA BONNEMORT FOTOGRAFÍA ARCHIVO FONDAZIONE LA COLOMBAIA DI LUCHINO VISCONTI Y FILMOTECA ESPAÑOLA
Luchino Visconti durante el rodaje de El extranjero
Dejando a un lado su éxito de público, la novela de Tomassi di
Lampedusa, El Gatopardo, ha suscitado opiniones contradictorias por parte de críticos y novelistas de todo el mundo: los hay
que no han dudado en calificarla de reaccionaria y prisionera de
una concepción inmovilista de la vida, mientras que otros la han
saludado como la primera novela moderna italiana, que ajusta
cuentas con la historia y con los dramas más complejos de nuestra formación nacional y espiritual. ¿Tú qué opinas?
Yo estoy de acuerdo con el punto de vista de Lampedusa e incluso
con el de su protagonista, el príncipe Fabrizio, y no sólo por lo que
toca al análisis de los hechos históricos y de las situaciones psicológicas que derivan de estos hechos, sino que también coincido con él
en lo que se refiere a la consideración pesimista de tales hechos. El
pesimismo del príncipe de Salina le lleva a añorar el derrumbamiento de un orden que, por muy inmóvil que fuera, no dejaba de ser un
orden, mientras que nuestro pesimismo se carga de voluntad y en
lugar de añorar el orden feudal y borbónico, tiende a postular otro
nuevo. Pero, en definitiva, sin duda estoy de acuerdo con la definición del Risorgimento como «revolución malograda» o, mejor dicho,
«traicionada», una cuestión a la que se alude en la novela: basta
recordar las reflexiones del Príncipe cuando don Ciccio Tumeo se
desahoga hablando acerca de los resultados del plebiscito.
En suma, apuntas una interpretación particular del libro y atribuyes a la historia un eje ideal que, por lo demás, no sólo es ideal,
sino que es también el eje narrativo y poético de tu película.
Mi película no es, ni podría serlo, una transcripción en imágenes de
la novela. No soy de los que, fieles a una idea vanguardista anticuada del «específico fílmico», confían hasta tal punto en las virtudes
taumatúrgicas de la cámara que creen que basta con dar a cualquier
cosa la forma película para hacer auténtico cine. Por muy fiel que sea
una película a la novela que la inspiró (y espero que sea este el caso
de mi Gatopardo), debe tener su propia originalidad para ser un filme válido. Y no me refiero únicamente a los aspectos visuales.
Ni Verga, ni Pirandello, ni De Robertis lo dijeron todo sobre el
drama del Risorgimento italiano revivido desde la perspectiva visual
decisiva que constituye la fascinante y compleja realidad siciliana.
En cierto modo, Tomassi di Lampedusa ha completado ese discur-
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so y lo que yo he tomado como punto de partida ha sido su aportación, que en el terreno del arte no me ha parecido en absoluto contradictoria con la de la historiografía democrática y marxista de
Gobetti, Salvemini o Gramsci. También me he sentido aguijoneado
por las emociones poéticas puras (los personajes, el paisaje, el conflicto entre lo viejo y lo nuevo, el descubrimiento de la isla misteriosa, los sutiles vínculos entre la iglesia y el mundo feudal, la extraordinaria talla humana del Príncipe, la codicia de los nuevos ricos
combinada con el interés político, la belleza de Angélica, la hipocresía de Tancredi) y por un impulso crítico-ideológico que ya estaba
presente en mis anteriores trabajos, de La terra trema a Senso.
En la película, la preponderancia de los motivos histórico-ideológicos ¿posterga de algún modo los rasgos humanos, psicológicos y existenciales de los personajes de Lampedusa?
No creo que esos dos conjuntos de rasgos puedan separarse. Y espero que tu pregunta sea en cierto sentido retórica. El problema de la
unificación acertada en la obra de arte es el problema por excelencia
del realismo, un problema que me desasosiega. En numerosas ocasiones se me ha reprochado el haberlo resuelto únicamente en clave
voluntarista y de manera abiertamente pedagógica, y es posible que
en esta crítica haya parte de verdad. Pero no por eso voy a alejarme
de este tipo de indagación que, en El Gatopardo, creo haber llevado a
cabo con éxito. Los motivos histórico-políticos no predominan sobre
los demás: fluyen por las venas de los personajes como parte esencial de su linfa vital. En algunos afloran y se manifiestan abiertamente mientras que en otros se sedimentan permaneciendo opacos o bien
transcurren velozmente. Sin duda, de nada sirve buscar en mi película esa contraposición escéptica y sin sentido entre la intimidad de los
sentimientos y las pasiones colectivas, entre los impulsos irracionaVisconti indica a Alain Delon (Tancredi) cómo debe besar a Lucilla
Morlacchi (Concetta) durante el rodaje de El Gatopardo (1963)
Alain Delon (Tancredi) besa a Lucilla Morlacchi (Concetta) durante
el rodaje de El Gatopardo
les del corazón y los movimientos reales de la historia, en definitiva,
entre desesperación y esperanza, que algunos quisieron hallar en El
Gatopardo, intentando, por diversos motivos, sacar a esta obra del
ámbito del realismo, en el que está perfectamente circunscrita, para
situarla en esa especie de vago elíseo, bastante provinciano por lo
demás, que constituye la llamada literatura de la angustia.
En El Gatopardo se cuenta la historia de un contrato matrimonial: la belleza de Angelica entregada a la voracidad de Tancredi.
Pero Angelica no sólo es hermosa; ella sabe perfectamente de qué
pasta está hecho ese contrato matrimonial y lo acepta tal como es,
por mucho que, a primera vista, parezca tratarse únicamente de
puro amor. Tampoco Tancredi es sólo cínico y voraz: desde el
comienzo mismo de la deformación y la corrupción se vislumbran
en él los esplendores de civilización, nobleza y virilidad que la
inmovilidad feudal había depositado, sin esperanza de futuro, en
la persona del príncipe Fabrizio. Tras el contrato matrimonial de
Angelica y Tancredi se abren otras perspectivas: la del estado piamontés que, en la figura de Chevalley, actúa casi como un notario
que viene a sellar ese contrato; la de la nueva burguesía terrateniente, que en la persona de don Calogero Sedara retoma el doble conflicto de sentimientos y de intereses tal como Verga lo retrató de
forma memorable en Maestro don Gesualdo (cuyo protagonista es,
en mi opinión, el auténtico progenitor del alcalde de Donnafugata); la de los campesinos, oscuros protagonistas subalternos y casi
sin rostro, pero no por ello menos presentes; la de la supervivencia contaminada, anacrónica y, sin embargo, todavía activa de las
estructuras y los fastos feudales, captados a medio camino entre su
imparable decadencia y la intromisión en su tejido de cuerpos
extraños (don Calogero, los oficiales piamonteses, los garibaldinos) que, ayer rechazados, son hoy soportados y asimilados.
De este planteamiento de la novela de Lampedusa no hemos eliminado ni un solo momento, aspecto o diálogo decisivo; es más, hemos
dado forma a algunos temas que en la novela aparecen como meras
alusiones informativas: en primer lugar, la revolución palermitana,
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las batallas garibaldinas, el linchamiento de los esbirros borbónicos:
todo esto era necesario para explicar la fuerza explosiva de la coyuntura histórica y el riesgo real que Tancredi acepta correr para seguir
su plan de situarse a la cabeza de los acontecimientos para dominarlos. En segundo lugar, la relación entre don Calogero y los campesinos (a la que se alude en numerosas ocasiones en los diálogos del
libro), para poner de manifiesto uno de los componentes del precio
y de la puesta en juego en el contrato de matrimonio entre Tancredi
y Angelica. En tercer lugar, las consecuencias de la desesperada
empresa de Aspromonte. Como sin duda sabes, algunos miembros
del ejército real que en 1862 obedecieron el llamamiento de Garibaldi para seguirlo a Aspromonte fueron fusilados como desertores.
Naturalmente, no nos hemos tomado la libertad de introducir ese
episodio en la película, pero es una realidad cuyos ecos resuenan en
el baile y de la que don Fabrizio es perfectamente consciente. De
hecho, al terminar el baile, como en una despedida al mismo tiempo solemne y amarga, las carrozas de los invitados regresan a sus casas
bajo las primeras luces del amanecer, mientras el príncipe Fabrizio
se encamina en solitario por las calles de la vieja ciudad, en un coloquio atormentado y vehemente con la luz del lucero del alba.
Me paree estar oyendo un gran final, y en cambio sólo estamos
a la mitad de la película.
No, estamos justamente en el final de la película, que no se corresponde con el de la novela.
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Luego no te has limitado a subrayar algunos aspectos; con este
corte imprevisto de la narración has «adaptado» el contenido
de la novela a tus exigencias espectaculares.
De nuevo nos topamos con el problema de la verdadera relación
entre cine y narrativa, entre la película y la obra ya acabada. Me pareció que todo lo que en la novela sucede después de los años 18611862 podía adelantarlo, gracias al lenguaje cinematográfico, exactamente en ese espacio temporal, recurriendo, naturalmente, a una
cierta violencia expresiva, a una dilatación hiperbólica del tiempo
del baile en el palacio Ponteleone, no tanto para introducir una
modificación respecto del texto escrito, sino para subrayar todo lo
que esas páginas admirables contienen de simbólico y de sintetizador de los distintos conflictos, de los diversos valores y de las diferentes perspectivas posibles de los sucesos narrados.
Si he comprendido bien, te estás refiriendo al hecho de que, en
el baile del palacio Ponteleone, Lampedusa ofrece su primer y
absoluto veredicto acerca de la hipótesis en la que se basa Tancredi cuando, al asociarse a la empresa garibaldina, dirige al
protagonista de la novela y toda su compleja situación: «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie».
Exactamente. De hecho, quise incluso forzar este veredicto, hacerlo explícito y conseguir así una poderosa carga provocadora y crítica
en el final. Creo que en esta ocasión lo he logrado con mayor eficacia que en La terra trema, en Senso, o en Rocco y sus hermanos (don-
Visconti da indicaciones a Alain Delon (Tancredi) y Claudia Cardinalle (Angelica) durante el rodaje de El Gatopardo
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Cena en casa del Príncipe Salina (escena de El Gatopardo)
de, por lo demás, las consecuencias positivas son más evidentes y
buscadas), por el hecho de que la explosión de los valores positivos
del Príncipe y la aceptación humana de una parte de su dolor me han
permitido establecer un conflicto más candente entre la caída del viejo orden («es preciso que todo cambie») y el eco irónico y trágico del
drama de Asprornonte («para que todo siga como está»).
Entonces, no es exacta la versión que algunos periodistas pusieron en circulación durante el rodaje, según la cual habrías dado la
espalda a la clave realista de El Gatopardo para dedicarte en exclusiva a los aspectos más elusivos, oníricos, sensibleros y, como
suele decirse peyorativamente, melodramáticos de la novela, ¿no?
Espero que el resultado del trabajo que nos hemos tomado tanto
yo como mis colaboradores dé una respuesta categóricamente
negativa a estas opiniones. En primer lugar, no creo que se pueda
separar los distintos momentos poéticos de la novela de Lampedusa: quien lo crea así es, evidentemente, un mal lector o, a al
menos, un mal lector de El Gatopardo. Hubo también quien escribió, planteando en un plano más serio y noble la disyunción a que
te has referido, que lo que me habría fascinado de El Gatopardo
habría sido sobre todo el momento de la «memoria» y de la «premonición», del doloroso refugiarse en el pasado y de los presentimientos oscuros, inconfesados e irracionales de una catástrofe
imprecisa y que, por tanto, me habría situado en una posición más
próxima a la de Marcel Proust, que a la de Giovanni Verga, por
poner un ejemplo. Si semejante contraposición pretende situar a
Proust entre los novelistas que niegan la relación entre vida interior y vida social, y a Verga entre quienes lo reducen todo a la
dimensión de los hechos positivos, rechazo también esta alternativa como falsa y deformante. Estaría, en cambio, totalmente de
acuerdo con quien señalase que en Lampedusa se encuentran y
reconcilian los modos particulares de afrontar las cuestiones de
la vida social y la existencia propios del realismo de Verga y los de la
«memoria» de Proust. Con esta convicción releí la novela cientos de veces y con esta convicción realicé la película. Mi más honda ambición sería la de haber conseguido que Tancredi y Angelica en la noche del baile en el palacio Ponteleone recordaran a
Odette y Swann, y que don Calogero Sedara, en sus relaciones con
los campesinos y en la noche del plebiscito, evocara al maestro don
Gesualdo. Asimismo, me gustaría que en la fúnebre mortaja que
gravita sobre los personajes de la película, desde que se dicta la
sentencia «si queremos que todo siga como está es preciso que
todo cambie», resonara el mismo sentido de muerte y de amorodio hacia un mundo destinado a morir entre esplendores deslumbrantes que Lampedusa asimiló tanto de la inmortal intuición
verguiana del destino de los sicilianos, como de los claroscuros de
la Recherche du temps perdu. Por lo demás, el motivo central de El
Gatopardo –«para que todo siga como está es preciso que todo
cambie»– no sólo me interesó en tanto que crítica despiadada al
transformismo que pesa como el plomo sobre nuestro país y que
le ha impedido cambiar hasta hoy, sino también como fenómeno
más universal y, lamentablemente, de rabiosa actualidad: el de
someter el impulso hacia lo nuevo que experimenta el mundo a las
normas de lo viejo, haciendo que éstas gobiernen sobre aquel.
O sea, que también tú, a pesar de todas las indicaciones en
sentido contrario, llegas a las mismas conclusiones pesimistas sobre Sicilia y sobre el mundo moderno que parecen ser
las de Lampedusa…
Has hecho bien en decir «parecen». De hecho, una lectura atenta
no arroja esas conclusiones a las que te refieres. En cualquier caso,
y por lo que me atañe a mí personalmente y por lo que atañe a mi
película, debo decir que mis conclusiones no son pesimistas, aunque sea necesario recordar que los caminos de la esperanza, como
dijo alguien que entendía mucho de esperanzas, no son rectos, sino
tortuosos e imprevisibles, en zig-zag.
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Has dicho que el lenguaje de la película sigue en esencia el de la
novela y, sin embargo, además de algunos insertos con recuerdos
que aparecen en diversas ocasiones, has reconocido que hay
momentos en los que el tiempo real se transforma deliberadamente en un tiempo fantástico. ¿Cuáles son estos momentos?
Ya he hablado del baile en el palacio Ponteleone, que ocupa exactamente un tercio de la película. Pero hay otros dos momentos que
constituyen, para el contenido ideal de la película y para la dinámica de los personajes, otros tantos puntos decisivos: el diálogo entre
el Príncipe y don Ciccio Tumeo durante la caza y el coloquio del Príncipe con Chevalley. Tanto en uno como en otro las implicaciones
psicológicas e histórico-políticas son reveladoras, pero hay una,
común a los dos momentos, que me gustaría subrayar: tanto don
Ciccio como el Príncipe expresan puntos de vista reaccionarios, el
uno acerca del plebiscito, el otro acerca de la Unidad de Italia y
el futuro de Sicilia. Pero lo hacen –o, mejor dicho, Lampedusa consiguió que lo hicieran– de tal modo que queda patente la forma distorsionada en la que la clase dirigente piamontesa y sus aliados naturales en Sicilia sacaron adelante «lo nuevo», sirviéndose
únicamente de los instrumentos más falaces y deprimentes de «lo
viejo»: la mala fe, el atropello, el engaño. He subrayado estos
momentos y pasajes no sólo por su interés en relación al eje histórico-político de los acontecimientos narrados, sino también por la
forma en que una mixtificación semejante recubre desde dentro las
relaciones humanas y sentimentales, haciendo que los límites de
una sociedad, de una moral y de una cultura recaigan sobre sus destinos libres e individuales. ¿Nunca te has preguntado, al leer El Gatopardo, si un personaje como Tancredi habría podido decir sí, no sólo
a la represión de las revueltas de 1896, sino también al fascismo?
Yo me he planteado esta pregunta y debo decir que la respuesta afirmativa que deja entrever Lampedusa me ha conmocionado profundamente. A lo largo de toda la película he situado al personaje de
Tancredi bajo esta luz desconcertante y contradictoria.
Visconti con Burt Lancaster (Príncipe Salina) en el rodaje de El Gatopardo
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FILMOGRAFÍA
El inocente, Italia/Francia, 1976
Confidencias (Grupo di famiglia in un interno), Italia/Francia, 1974
Luis II de Baviera (Ludwig), Italia/Francia/Alemania Occidental, 1973
Muerte en Venecia, Italia/Francia, 1971
Alla ricerca di Tadzio, Italia, 1970
La caída de los dioses, Italia/Suiza/Alemania Occidental, 1969
El extranjero, Italia/Francia/Argelia, 1967
La bruja quemada, Italia/Francia, 1967 [episodio de Las brujas]
Sandra (Vaghe stelle dell’Orsa…), Italia/Francia, 1965
El Gatopardo, Italia/Francia, 1963
Il lavoro, Italia/Francia, 1962 [episodio de Boccaccio’70]
Rocco y sus hermanos, Italia/Francia, 1960
Noches blancas, Italia/Francia, 1957
Senso, Italia, 1954
Anna Magnani, Italia, 1953 [episodio de Nosotras las mujeres]
Bellisima, Italia, 1951
La terra trema, Italia, 1948
Giorni di Gloria, Italia, 1945 [documental codirigido con Giuseppe De Santis,
Mario Serandrei y Marcello Pagliero]
Ossesione, Italia, 1943
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