La emancipación de América Latina

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Sergio Rodríguez Lascano
La emancipación de América Latina (1808-1826) se vivió como un proceso
político y militar que afectó a todas las regiones situadas entre los virreinatos
de Nueva España y del Río de la Plata, cuyo resultado fue la separación de la
mayoría de los territorios que formaban parte del Imperio español en América
y el nacimiento de los Estados independientes de América Latina.
Las causas internas que se dieron en el seno de la sociedad hispanoamericana como resultado de su propio desarrollo histórico, fueron las siguientes:
a. La concepción patrimonialista del Estado. Las colonias estaban vinculadas
a España a través de la persona del monarca. Las abdicaciones forzadas
de Carlos IV y de Fernando VII rompieron la legitimidad establecida e
interrumpieron los vínculos existentes entre La Corona y los territorios
hispanoamericanos, que se vieron en la necesidad de atender a su propio
gobierno.
b. La difusión de doctrinas radicales. Desde Santo Tomás a Francisco Suárez,
la tradición escolástica había mantenido la teoría de que la soberanía recae
en el pueblo cuando falta la figura del rey. Esta doctrina de la soberanía popular, vigente en España, debió influir en los independentistas tanto como
las emanadas del pensamiento ilustrado del siglo XVIII.
c. La labor de los jesuitas. Las críticas dirigidas por los jesuitas a la actuación española en América, después de su expulsión de España, en 1767,
plasmadas en abundantes publicaciones, tuvieron gran importancia en la
generación de un clima de oposición al dominio español entre la burguesía
criolla. Las enseñanzas impartidas por las universidades y el papel desarrollado por las academias literarias, las sociedades económicas y la masonería. La difusión de ideas liberales y revolucionarias contrarias a la actuación de España en América ejerció una gran influencia en la formación
de algunos de los principales líderes de la independencia, cuya vinculación
con la Logia Lautaro1, sobre todo en el sur de América, les proporcionó el
marco adecuado para la conspiración.
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En el fondo, el punto central se ubica en lo que
señala Luis Vitale, para la experiencia chilena, pero
que puede ser generalizado hacia América del Sur:
“La causa esencial de la revolución de 1810 fue
la existencia de una clase social cuyos intereses entraron en contradicción con el sistema de dominación
impuesto por la metrópoli. Esa clase social fue la burguesía criolla. Ésta controlaba a fines de la colonia las
principales fuentes de riqueza, pero el gobierno seguía
en manos de los representantes de la monarquía española. Esta contradicción entre el poder económico
controlado por la burguesía criolla, y el poder político,
monopolizado por los españoles, es el motor que pone
en movimiento el proceso revolucionario de 1810.
“Los intereses de la burguesía criolla eran contrapuestos a los del imperio español. Mientras la burguesía criolla necesitaba encontrar nuevos mercados,
La Corona española restringía las exportaciones de
acuerdo a las necesidades exclusivas del comercio
peninsular. Mientras la burguesía criolla aspiraba a
comprar productos manufacturados a menor precio,
el imperio imponía la obligación de consumir las
mercaderías que los comerciantes españoles vendían
a precios recargados. Mientras los nativos exigían la
rebaja de impuestos, España imponía nuevos tributos. Mientras la burguesía criolla exigía que el excedente económico y el capital acumulado quedaran en
América Latina, el imperio español se llevaba gran
parte del excedente y del capital circulante.
“La burguesía criolla aspiraba a tomar el poder
porque el gobierno significaba el dominio de la aduana, del estanco, de las rentas fiscales, de los altos
puestos públicos, del ejército y del aparato estatal, del
cual dependían las leyes sobre impuestos de exportación e importación. El cambio de poder no significaba
transformación social. La burguesía criolla perseguía
que los anteriores negocios de La Corona pasaran en
adelante a ser suyos. De allí el carácter esencialmente
político y formal de la independencia”2.
Podemos considerar como causas externas, a las
que actuaron sobre el proceso independentista desde
fuera de los dominios del Imperio español, en especial desde Europa y Estados Unidos. Algunas de estas
causas, como la Declaración de Independencia de los
Estados Unidos y la Revolución Francesa, cuya influencia en la historia mundial es evidente, actuaron
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como modelos a seguir. Mayor importancia tuvieron
las ideas enciclopedistas y liberales procedentes de
Francia y las relaciones de convivencia de muchos de
los máximos dirigentes independentistas de América
del Sur, como Francisco de Miranda, Simón Bolívar,
José de San Martín, Mariano Moreno, Carlos de
Alvear, Bernardo O’Higgins, José Miguel Carrera,
Juan Pío de Montúfar y Vicente Rocafuerte, que se
encontraron con frecuencia en Londres, así como los
contactos que mantuvieron con los centros políticos de
Estados Unidos y Gran Bretaña. Ello les permitió equiparse ideológicamente, pero también les proporcionó
la posibilidad de contar con apoyos exteriores y las necesarias fuentes de financiación para sus proyectos.
Por encima de todas estas posibles causas, la independencia americana se vio favorecida por la coyuntura política, bélica e ideológica por la que atravesó España. La supresión de la dinastía borbónica
y la invasión de la península ibérica por las tropas
napoleónicas (1808-1814), posibilitaron el establecimiento de Juntas en las principales ciudades americanas. Las Juntas empezaron, en general, reconociendo
la autoridad real, pero propiciaron el comienzo del
proceso independentista.
En la práctica, se trató de la propuesta política
más clara de la protoburguesía criolla por iniciar un
proceso independentista sin grandes confrontaciones.
Sin embargo, la estructura colonial no estaba en la
menor disposición, como también sucedió en las trece
colonias norteamericanas, de perder el control absoluto del excedente económico que se generaba. En el
caso de México, el Ayuntamiento de la Ciudad trató
de convocar a las Juntas gubernamentales, pero inmediatamente fueron hechos presos sus principales dirigentes: Francisco Primo de Verdad es detenido en las
celdas del Arzobispado de México y, el 4 de octubre,
amanece muerto, supuestamente ahorcado, realmente
fue envenenado.
Las Cortes de Cádiz y la Constitución liberal de
1812 dieron paso al restablecimiento de la autoridad
española en la mayoría de las regiones peninsulares
y a la moderación en las actuaciones de los independentistas más radicales, al abrirse camino las posibilidades de un nuevo régimen en España que conllevara
una nueva organización política, social y económica
de los territorios americanos.
Pero la reacción absolutista de 1814 en España
produjo un cambio radical en la dirección de los
acontecimientos y significó la reanudación de las confrontaciones y la guerra abierta. El éxito del pronunciamiento liberal de Rafael del Riego en Cabezas de
San Juan, en 1820, impidió el embarque de las tropas
españolas destinadas a América y, con ello, facilitó a
los patriotas americanos la realización de las últimas
campañas militares que les llevarían al triunfo final y
a la independencia.
De acuerdo con lo anterior, el proceso de independencia puede dividirse en dos grandes fases. La
primera, entre 1808 y 1814, se caracteriza por la actuación de las Juntas que, al igual que en España, se
constituyeron en las ciudades más importantes para
tratar de restablecer una legalidad interrumpida por
los sucesos de la Península. La segunda, entre 1814
y 1824, se caracteriza por la guerra abierta y generalizada en todos los territorios entre los patriotas y los
realistas.
En el Virreinato de la Nueva España, los hechos
se desarrollaron con particularidades significativas:
desde sus inicios, el movimiento insurgente tuvo un
marcado carácter indígena y de los sectores de abajo,
con una dinámica insurreccional y revolucionaria.
El 15 de septiembre de 1810, estalló una revolución que de alguna manera sintetizaba cientos de
rebeliones anteriores, en especial las que se habían
dado entre los pueblos indios de lo
que sería México.
Cuando un cura de pueblo,
Miguel Hidalgo y Costilla, llamó a
los de abajo a “coger gachupines”,
se abrió una caja de Pandora que
no se ha cerrado hasta el día de
hoy. Los agravios acumulados por
años se expresaron y se organizaron en un ejército insurgente que
marcó las dos fases fundamentales
de la revolución de independencia:
la del periodo de Hidalgo, menos
organizada, menos clara sobre los
objetivos, pero tremendamente radical. Y la de José María Morelos y
Pavón, más disciplinada y, al mismo tiempo, mucho más extendida
abajo, donde se dio la confluencia de indios, negros,
mulatos y mestizos; niños y adultos; campesinos, mineros y artesanos y, aunque de una manera inicial, mujeres y hombres.
Desde luego, si ubicamos a la revolución de independencia a partir de uno de los elementos básicos de
lo que tradicionalmente se consideran los puntos determinantes de todo análisis, a saber, las fuerzas motrices del proceso, no habría duda: se trató de un alzamiento mayoritariamente indígena (el 55 por ciento
de los ejércitos revolucionarios estaban compuestos
por indígenas). Éstos estaban ligados a la tierra y a
los territorios, sin embargo, como señala correctamente Eric Van Young, en su magnífico libro La otra
Rebelión3, eso no se expresó ni en el objetivo del levantamiento, ni en su programa. Creo, sin embargo,
que la debilidad que se expresa en dicho texto es que
su autor no se percata de que la dinámica de la revolución estaba basada en función de la ubicación de los
indígenas como guardianes de sus territorios.
La violencia que adquirieron las tomas de las
grandes ciudades (a diferencia de lo que sucedió
con el Ejército Libertador del Sur, en la revolución
de 1910), en especial la de Guanajuato, reflejaba esa
acumulación de agravios de los que eran responsables
los ricos, que eran identificados como los “gachupines”. Lo más parecido a lo que sucedió en París, en
1789, se vivió en esa ciudad del bajío mexicano. La
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toma de La Alhóndiga de Granaditas no le pide nada
a la toma de La Bastilla, bueno, incluso, es completamente seguro que la batalla fue mucho más cruenta en
esa ciudad mexicana.
Lo que expresaba la radicalidad de la acción del
ejército insurgente era la ira y el rencor en contra de
los dominadores españoles y, entonces, los golpeaban
donde más les dolía: en la propiedad.
Desde entonces, el problema de la propiedad ronda siempre las acciones de los de abajo en México.
En otros lugares de América es seguro que es diferente, pero acá, el problema de la propiedad atraviesa
toda la historia. En ese sentido, tiene totalmente razón
Adolfo Gilly cuando escribe: “Las revoluciones son
relámpagos de lo posible, de lo ya contenido pero todavía no realizado, de la negación de lo que es, negación que se aparece muchas veces antes de que llegue
a ser lo que todavía no es. No es en la economía ni
en la política, sino en la historia, donde hay que ir a
buscar el código genético de cada revolución”.
En última instancia, existía un recuerdo claro
del significado del genocidio. “La invasión significó
el peor genocidio en la historia de la humanidad. La
destrucción fue del orden del 90 por ciento de la población. De los 22 millones de indígenas que había en
1519, después de que Hernán Cortés conquistó México
solamente quedaron un millón… La voz del evangelio
se escucha solamente ahí donde los indios también escuchan el estruendo de las armas de fuego”4.
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Esa dinámica de confrontación entre los de abajo
y los de arriba se expresó también en el ámbito de lo
simbólico: La Virgen de Guadalupe contra la Virgen
de los Remedios. La de los pobres contra la de los
ricos. La de los indios contra la de los gachupines. La
morena contra la blanca.
De una manera esquemática, podemos hablar
de dos tipos de revoluciones de independencia: una,
la que se desarrolla en lo que era conocido como la
Nueva España, y, otra, en lo que después será la mayor parte de Sudamérica.
En el caso de la primera, el papel de los indígenas, los negros, los mulatos, del bajo clero y de los
sectores más pobres de los mestizos fue fundamental.
Una verdadera revolución popular, desde el punto de
vista de sus fuerzas motrices, estalló y se enfrentó en
el terreno militar y político no solamente con las fuerzas militares de La Corona, sino también con sectores
de los criollos nativos (por lo menos en un primer
momento). La oligarquía criolla, en lo fundamental,
se alió a La Corona española para tratar de mantener
el domino imperial.
El carácter popular de la revolución estuvo marcado, tanto por las primeras proclamas de Hidalgo
como, posteriormente, por los Sentimientos de la
Nación, de Morelos, y el Congreso Constituyente de
Chilpancingo.
En el caso de la revolución de independencia de
la parte sur de América, la conducción de la misma
estuvo en manos de la oligarquía criolla. E·l mejor de
los hijos de ésta, Simón Bolívar, en un acto de perspectiva histórica inusitado, comprendió que la única
posibilidad de que la parte latina de América surgiera
con una actuación autónoma e independiente era por
medio de su unidad.
Desgraciadamente, una visión chata y profundamente conservadora de las oligarquías regionales
(las cuales, según André Gunder Frank, tenían una
mentalidad que quería manejar países como si fueran haciendas) frustró el proyecto. Si bien se logró
la independencia de las antiguas colonias, los nuevos
Estados surgieron más en función de los intereses de
esos sectores oligárquicos, normalmente hacendados,
que con verdaderos proyectos nacionales.
En el caso de México, todavía hubo una especificidad suplementaria: el peso del mundo indígena
abarcaba a sectores más amplios que los propios pueblos indios. La mexicanidad representaba un proyecto ideológico que explica de una manera muy correcta
Enrique Flores Cano: “La decisión de asumir a la antigüedad indígena como raíz de la nación le dio a los
gobiernos surgidos de la Independencia legitimidad
ante los grupos nativos y mestizos, dotó a la nación de
un pasado remoto y alentó las ensoñaciones míticas
que acariciaban sectores muy amplios de la población.
La creencia en el mito de la nación indígena permitió
imaginar una sociedad virgen de lo europeo y aspirar
a la realización del proyecto histórico que había sido
truncado por la conquista española. Por sumar estas
características, el mito de la nación indígena unió tres
convicciones: la creencia en la posibilidad de restaurar un imaginario imperio mexicano, el repudio de la
dominación española y la definición de la guerra de
independencia como una venganza contra las injusticias de la conquista”5.
Desde luego, aquí residía una visión de comunidad
ilusoria que no pasó más allá de los buenos deseos. La
Constitución de Chilpancingo, en 1824, por decreto disuelve las diferencias entre los diversos componentes
de la Nación, bajo el manto de una ideología liberal
que estaba incapacitada para reconocer una especie de
ciudadanía diferenciada. Al promover la idea de que
todos los mexicanos eran iguales frente a la ley, se partía de negar, de antemano, las diferencias que existían.
El Estado Nacional que surgió de las revoluciones
de independencia estaba caracterizado por su debilidad, por la carencia de originalidad, por el dominio de
los grupos oligárquicos y por el mantenimiento y, en
algunos casos, la profundización de la política genocida contra los indios.
En el terreno de la economía, la independencia no
significa ninguna alteración del papel que se jugaba
con anterioridad en la división internacional del trabajo y en el carácter exportador de materias primas.
Más aún, este papel se verá reforzado con la ilusión de
quererse parecer cada vez más a los países europeos o
a los Estados Unidos. Posteriormente, se desarrollará un debate sobre los nuevos proyectos nacionales,
pero eso se dará hacia mediados del siglo XIX, cuando en Europa y los Estados Unidos se están creando
las condiciones para que se avance hacia una nueva
fase del desarrollo del capitalismo, dando origen a lo
que se conoció como el imperialismo, lo cual implicó,
entre otras cosas, una nueva distribución del mundo y
una nueva división internacional del trabajo.
Pero en el espacio del imaginario colectivo, la independencia marcó de manera sustancial el desarrollo
de las confrontaciones, al poner en evidencia que en
México, por lo menos, la revolución no es simplemente un conflicto entre las élites políticas, sino la
aparición en escena de los que normalmente son simplemente el coro. Cuando el coro pasa a ser el actor
principal, se abre una coyuntura de insumisión.
La revuelta, la rebeldía y la revolución conviven
de manera espontánea entre los subalternos en momentos determinados. En todo proceso revolucionario que haya implicado de manera sustancial la actividad social de masas, estos tres procesos son posibles
de rastrear de manera muy clara. Siempre, atrás se
ubica la añoranza de un pasado de relaciones sociales
más armónicas, lo mismo que la suma de acciones
minoritarias que se atrevieron o se atreven a desafiar
al poder en un momento determinado.
Pero, también, la revolución es el rayo cegador de
la historia, en términos de Benjamin, o según Ziszek, es
un momento mágico en que podemos tocar a la utopía:
“La revolución es la representación de la utopía. Presente y futuro se aproximan brevemente en el instante revolucionario y podemos comportarnos como si la
utopía nos tocara. El futuro utópico se materializa fugaz
y somos realmente felices mientras luchamos por él. La
utopía no es un sueño, una ilusión o un producto de la
imaginación, sino un impulso surgido de la necesidad
de supervivencia ante una situación sin salida. Nos vemos obligados a pensar la utopía ante la imposibilidad
de solucionar los problemas dentro de las coordenadas
existentes, ante la convicción de que la peor opción es
continuar con lo que conocemos. Los momentos en que
somos más libres e iguales en este sistema son aquellos
que dedicamos a la consecución de la utopía. El resto
del tiempo somos meros esclavos”6.
Efectivamente, se trata de un momento dado, un
momento mesiánico (otra vez en términos de Benjamin), donde el tiempo se ha transformado de manera sustancial. La velocidad del tiempo se detiene, un
tiempo nuevo surge, lleno de complejidades, el tiempo
se pone de parte de los subalternos. El tiempo ya no es
un continuum normal, sino que salta en mil pedazos.
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De repente, el tiempo se acelera, pero no únicamente
para luchar por un futuro excelso, sino también para
recuperar un pasado cargado de significado.
Y si el tiempo se modifica de manera sustancial, el
espacio de la confrontación ya no se ubica únicamente
en la defensa de una economía moral, sino en la comprensión de que para que pueda subsistir la misma se
requiere eliminar el maná del poder: la dominación. Si
el tiempo homogéneo salta en mil pedazos, el espacio
homogéneo deja de existir. Los subalternos dejan de
considerar a la clase dirigente como tal y sólo le reconocen su calidad de dominantes. La vieja relación
cuasi paternal de conducción-aceptación (el espacio
velado de la dominación) es cuestionada y, normalmente, en primer lugar, se establece una cierta capacidad de veto a las decisiones de arriba, para pasar después a imponer una nueva forma de relación social.
Para esto se necesita la explosión de una energía
humana de rebeldía e insumisión que no mira hacia
arriba como el horizonte de su porvenir, sino que dirige a los lados su mirada, sus oídos, sus palabras,
sus gemidos, sus esfuerzos; que ayude a construir una
nueva subjetividad contra lo existente, contra el “desierto de lo real”, contra el tiempo descoyuntado, contra la simulación. Que genere una nueva socialidad,
una nueva política, una nueva historia.
Ahí reside la fuerza suprema de la revolución de
independencia: en ese abajo insumiso que enarbola
la Virgen de Guadalupe; en esos batallones de negros
que se identifican con su jefe Morelos, porque es de
ellos; en el indio conocido como El Pípila, que existe
por voluntad del pueblo bajo —para enojo del pendejo
de Aguilar Camín—; en el niño artillero que formaba
parte de un batallón de niños insurgentes, para escándalo de las ONG´s actuales; en esos curas rebeldes y
desmadrosos, dicharacheros, simpáticos, grandes jugadores de Conquián y especialmente conquistadores
de las damas de esa época.
Desde luego, eso no tiene nada que ver con lo que
quiere festejar Felipe Calderón, al ponerse de tapete
de sus jefes, los descendientes de los conquistadores,
los dueños de Repsol o del grupo Prisa. Pero tampoco
con lo que quiere festejar el señor Marcelo Ebrard. Al
querer edificar un súper edificio (la torre bicentenario)
poniéndose de tapete de sus jefes, los descendientes
de los conquistadores, los dueños del grupo Zara.
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Arriba se prepara el festejo del “desierto de lo
real”, bueno lo que según ellos es la realidad, ésa que
describió con exactitud el Subcomandante Marcos:
“Ansiosa de aprender historia, la nube se posa sobre
San Miguel de Allende, justo en la punta de la catedral
que, dicen, un albañil mexicano construyó copiando
una postal de la catedral gótica de Colonia, Alemania.
Atónita, la nube se hace piedra y descubre, rodando,
que el 20 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo y
sus tropas acamparon... ¡en el lobby del Hotel Real
de Minas! Recorriendo las calles se da cuenta que la
casa donde nació Bustamante es una sucursal bancaria de Serfin, la casa de Ignacio Allende es un cine, y
la casa donde conspiraban los insurgentes de aquellos
tiempos es propiedad privada y se venden helados.
En este lugar, una foto en la pared muestra a Vicente
Fox al lado del extranjero dueño de Helados Dolphy.
Bajo el suelo de este expendio extranjero se fraguó
la Independencia de México. Aquí, en San Miguel
de Allende, se constituyó el primer ayuntamiento del
México Independiente: hoy tiene una población de
más de 5 mil norteamericanos”7.
Del impulso inicial de la revolución de 1810 saldrán las bases que barrerán con toda esa mierda. 
Notas:
1. La Logia Lautaro se creó primero con el nombre de Logia de
los Caballeros Racionales, en la ciudad de Londres, en 1797.
Posteriormente se convirtió en la Logia Lautaro, tomando el
nombre del gran luchador mapuche que, en el siglo XVI, organizó un levantamiento en contra de la dominación española.
La ideología de dicha Logia expresaba la dinámica hacia el
surgimiento de una nueva hegemonía, basada en una protoburguesía criolla, en América del Sur.
2. Vitale, Luis. Interpretación marxista de la historia de Chile.
Tomo II. p 156-157. Prensa Latinoamericana. Chile, 1969.
3. Van Young, Eric. La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821. Editorial Fondo de Cultura
Económica. México, 2006.
4. Boff, Leonardo. América Latina: Da conquista à nova evangelizaçäo. p 10-20. Editora Atica. Brasil, 1992.
5. Flores Cano, Enrique. Étnia, Estado y Nación. Ensayo sobre
las identidades colectivas en México. p 334. Aguilar. México,
1998.
6. Zizeck, Slavoj. Plaidoyer en faveur de l’intolérance. Pág.
122. Editorial Fayard.
7. Subcomandante Insurgente Marcos: Calendario de la Resistencia. Julio: Guanajuato, la séptima estela. México, 2003.
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