Señor, mira la fe de tu Iglesia por Germán Díaz Religioso Salesiano. Lic. en Comunicación Social [email protected] Fiesta del Milagro en Salta, 2008 | Fotografía: Federico Herreros (Heva Imágenes) Hay algo que la Iglesia no puede planificar, ni proyectar, ni organizar, ni siquiera fomentar: la fe del pueblo. La gente suele concurrir a misa por costumbre, por relaciones sociales, imposición, por cuestiones familiares o de tradición. Algunas veces, por miedo: al castigo, a la enfermedad, a la tragedia, a la mala suerte. Hay otro tanto de veces en que la gente asiste a misa, porque siente algo especial, porque le hablaron de una virgencita, de un santo, de una aparición, de un mensaje… de un sacerdote que sana o que ayuda a sanar. No se puede controlar la fe del pueblo, el entusiasmo de los fieles, el avance de un movimiento de jóvenes, la devoción a un santo determinado, la mayor o menor participación en una procesión… Podemos acompañar, guiar, ayudar, seguir…pero nunca controlar. Las manifestaciones de fe no tienen que ver con el gran trabajo o empeño que ponga o demuestre un sacerdote, un coordinador pastoral. No salen de las reuniones de obispos, no se ajustan a documentos, a proyecciones, ya que son contagio, búsqueda, seguimiento, iniciativa, impulso, contacto, intuición, gracia, obra de Dios. El periodismo argentino tan atento al “árbol que cae” en la Iglesia, sin atender jamás “al bosque que crece”, casual o causalmente, se ocupa de las manifestaciones de fe. Se persigue la noticia de masas, más que la noticia en sí. No podemos desatender el espacio importante que los medios dedican a Itatí, San Nicolás, Salta, Luján y tantos otros santuarios que para sorpresa de los televidentes matizan con robos, hurtos, asaltos, violaciones. Pero el periodismo no siempre se enfoca en el fenómeno en sí, sino sólo en el impacto, el chorro de sangre, o una lagrima, una trompada. Siempre mucho impacto. Las manifestaciones de fe condimentan altamente la preferencia masiva: agregan magia, liquidez religiosa, suponen algo misterioso, gente que camina de rodillas, que acampa varias noches antes de saludar al santo, multitudes, cierto efecto milagroso. La fe del periodismo se vende como las marchas de piqueteros o el crecimiento de la zona roja, o las revueltas del abasto entre “floggers” y “emos”. No evangelizan, difunden es cierto, pero no se transmite el valor, se muestra el hecho raro, que impacta, que es extraño, vistoso. Del lado que nos miran, es suficiente la curiosidad, el detalle sobresaliente. Pero, en el lado que no nos miran, yace la fuerza de la fe, ese sentimiento que no cree, porque entiende todo lo que ve o le dicen, sino porque siente una verdad interior que lo llena de alegría, que lo 1 estimula para seguir viviendo o hasta para morir, que lo impulsa a trabajar, a sufrir, a caminar. Una fe sin sentimiento, tal vez, no es completa o no es fe. La fe no exige comprensión exacta, metódica, cerrada o completa, pide apertura al misterio, a la falta de lógica. Creer tiene que ver con amar, con los ojos cerrados, aun cuando las “papas queman” o con los ojos abiertos, cuando la vida se muestra como un milagro patente. La fe no se revela en unos meses, necesita tiempo, recuperación de lo vivido, recuerdo. Ayuda a comprender el presente, el porqué del hoy, de cómo llegamos a “ser”, de esa compañía de Dios que fue imperceptible en el presente, pero que es incomprensible no verla en el pasado. Fe es asombrarse de la presencia oportuna de Dios en los momentos más difíciles, fe es ese temblor que corre por uno dando fuerza, ánimo en las peores ocasiones. La gente de fe dice: “Si no hubiera sido por Dios”. El paso de Dios se percibe con el correr del tiempo, descubriendo lo vivido como milagro, proeza, hecho heroico. La fe se advierte desde la vida y desde el relato propio o de los otros cercanos. El mayor, el anciano recrea, recuerda, reanima la vida en el relato de lo pasado, en su paso y el paso de Dios, todo lo atribuye al Supremo. El hombre de fe no puede entender que haya vida sin Dios, no es ateo porque no puede comprender la vida sin él. Algunos desesperan y descubren que no fue suficiente la propia entrega y entienden que la vida transcurrió sin Dios y se arrepienten, hasta que entienden que Dios definitivamente siempre estuvo. El amor a Dios no tiene que ser adquirido en clases de Teología. Se lo encuentra en la vida, en ese aprovisionamiento selectivo de miles de hechos que, si no fueran por Dios, causarían dolor, pérdida, vacío. La vida, muchas veces, es una buena catequista. La fe del niño, de los pobres, de los ignorantes, de los ancianos termina siendo irracional, pretender hallarle un sentido lógico a la fe puede resultar destructivo. El estudio, el análisis de la fe puede enfriar el amor. No se estudia para amar a los hijos o a la madre. La fe es igual, no se estudia para alcanzarla. El sentimiento nace de un hombre o una mujer humilde de corazón que busca al ser supremo, que lo necesita, que requiere su presencia y compañía. Cuando uno tiene todo claro y todo seguro en la vida, difícilmente recurra a Dios. Hoy asistimos con sorpresa a un retroceso de fe. Podríamos decir que existe una fe en los muertos o de los difuntos. Como Dios ya no cuenta para muchas personas, entonces se busca la fe en lo primero y ineludiblemente trascendente y misterioso: la muerte. Nuestra cultura se empeña en razonar y entenderla, ante ella, no hay respuestas, sólo preguntas. Algunos se encuentran con Dios a partir de este camino; otros se enojan con él y establecen la trascendencia en la muerte, allí donde no hay nada más que dudas, en el cuerpo inerte, en las fotos, los recuerdos, la ropa, los zapatos. No pueden trascender, se afierran a lo que está, a lo que quedó sin comprender o insisten en comprender una realidad más allá de lo inmanente. Hoy también asistimos a una religión de los muertos, la tumba de Gilda o de Rodrigo. El hecho de haber muerto les da un lugar en un “Hades”, un cielo inventado, fantaseado. No digamos cielo para no recrear una tira cómica, con la caricaturesca visión de la otra vida, con nubes espesas, arpas y paquetísimas alas con plumas de finísimo vestuario teatral, vida eterna de corte holliwoodense. La fe de la muerte dura, tal vez, el tiempo que lleva el duelo. Pero la fe no se sostiene de esta manera. Así, se olvida, se tapa, se la usa de tranquilizante, como terapia. Luego ya no se la necesita, eso no fue fe. La fe es libre. No muere, crece, no sirve para un rato, es para siempre. Si bien nuestras proyecciones, planes y diseños pastorales aporten algo a la fe de la gente, no es nuestro el poder de hacer creer o no dejar que crean. Los escándalos, las difamaciones entristecen, sin embargo, no fagocitan a la gente de fe. La fe sigue intacta, si se corta, nunca fue verdadera, siempre pendió de un hilo. La fe se convierte en amor, eterno, gigante que mueve montañas. La fe del que no tiene más nada que esperar es un diminuto granito de mostaza que produce al ciento por ciento. “Señor no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”. 2 3