LA mujer de cabellos blancos se levantó del sillón, abrió la venta

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CAPÍTULO I
L
mujer de cabellos blancos se levantó del sillón, abrió la ventana de un único batiente y observó las hojas del plátano movidas
por el viento y por la inminencia del otoño. Enderezó la figura y se
echó hacia atrás el negro velo puntiagudo, el adorno de las viudas en
las fiestas solemnes y que le caía hasta los pies. Miró los árboles dorados por la estación, pero su recuerdo estaba ya en otra parte, no aquí en
el Parque de Bruselas, cuyos senderos, ajustándose a la nueva moda,
habían bordeado los jardineros con bosquecillos regulares. Olía dulcemente a corrupción y a despedida. María había vivido frente a aquel
parque todo el tiempo que fue gobernadora general, un cuarto de siglo.
Tenía los labios llenos, como todos en su familia, su rostro era una
presa fácil tanto para las lágrimas como para la sonrisa. Y, análogamente, se irisaban sus ojos, que había heredado de su madre, Juana
la Loca, la que luchaba con espectros. Sus movimientos eran rápidos,
vivía plenamente en la acción, se rebelaba contra la quietud, no creía
en el pasado ni tampoco en que pudiese llegarle la hora de descansar
en paz. A pesar de eso, se despedía ahora a su manera. La apenaba
tener que abandonar aquel jardín, aquella ciudad, en la que se le
había servido fielmente; los condados, en los que nunca había oído
una queja. Sopló una tranquila brisa y los pájaros se buscaron como
en mitad del verano.
Vagaban sus ojos. Hacia ya cerca de treinta años que había tenido
que despedirse otra vez. Pero en aquel entonces los días de la canícula
estaban en toda su fiereza, y los caballeros recubiertos por sus armaduras se arrastraban pesadamente, acompañados por pocos servidores,
con un par de cañones desgastados, pero la despedida fue hermosa
A
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en el castillo de Buda. Se acordaba de un par de rostros. Del palaciego
que cojeaba con una sonrisa burlona, del arzobispo de ardientes ojos,
que cada día decía: Domine non sum dignus… y luego se volvía a
montar en la silla para trasladarse a casa de los Perényis, y se acordaba
de Luis. Era como una niebla; no tenía rostro. Muchas veces emergía…
Se parecía a un niñito cuya faz la mirase desde el castillo. No se había
bajado la visera, hacía mucho calor, echó la cabeza atrás y bebió.
Todavía casi un adolescente, poco más alto que el paje de ella,
Guillermo de Orange, que permanecía ante la puerta de su habitación y que no dejaba entrar a nadie hasta por la tarde. Ella hoy no
sabe ya cómo era aquel Luis, cuyo título triste pesa sobre sus hombros. Reina de Hungría; así se llama en todos los idiomas. Arrastra
un título muerto, que fue enterrado en Mohács.
Los húngaros, de los que todavía se acuerda, es como si fueran
cadáveres embalsamados. Pero ella los había visto a todos vivos, en la
plenitud de su fuerza, despreocupados y pendencieros. El legado
pontificio le había contado que Perényi le había pedido una de las
últimas noches que hablase con el Padre Santo para rogarle que
instaurase una fiesta en el calendario en recuerdo de los 29.000 caballeros húngaros que al día siguiente o al otro habrían de morir.
Luego se ahogaron, dijo Burgio, que entonces estaba con ella en Buda,
el último día, cuando empaquetaban sus cosas. El viento del sur
sopló tan fuerte sobre el Danubio, que durante largo rato pudieron
navegar corriente arriba con todas las velas hinchadas. Y luego el
viaje se vio perturbado, no hubo más que pánico y gritos y un desembarco apresurado cerca de Gönyü. ¿Qué era el Danubio en comparación con el mar, y qué eran aquellos pequeños veleros miserables
junto a las grandes galeras? Pero allí, sobre el agua, las grandes ondas
amarillentas arremetían contra la baja cubierta, las damas alzaban
aterradas sus faldas, alguien veía una nube de polvo en la orilla, el
espanto creció, todos creían distinguir las avanzadillas turcas, todos
oían el rugido de los lobos de la estepa.
Sí, allí habían muerto todos, como si se hubiesen quedado dentro
de un féretro invisible. Se fueron, ninguno volvió, desaparecieron de
los ojos de ella, y, con los años, todo fue recubierto por la niebla de
Bruselas. Solamente ahora, cuando tiene que preparar de nuevo el
equipaje y oye el rodar de las carrozas que se disponen a la marcha, se
acuerda de Buda, que tan rápida y fácilmente ha olvidado.
Mientras la ventana sigue abierta, zumba y murmura el jardín.
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Cuando la cierra le llega el estrépito cortesano del mundo de Carlos,
que este mismo día se despide de su Imperio. Los príncipes
—piensa ella— son eternos vagabundos y en esto se diferencian de
los hombres sencillos, que, cuando tienen ya a sus espaldas los años
de juventud, no se siguen moviendo. Sólo ellos son gente sin patria y
han de viajar sin parar. Tan es así, que durante meses han de estar
haciendo los preparativos, porque no hay dinero bastante en los cofres
para pagar y despedir al servicio de la Corte. Así se siguen semanas
vacías y las deudas aumentan hora por hora. Es mejor dejar abiertas
las pesadas ventanas de roble, es mejor percibir que el otoño hace su
entrada, el zumbido de las abejas, el delicioso y pequeño mundo cuya
efímera y dulce hermosura los españoles no han comprendido nunca.
Carlos, emperador del mundo cristiano, una noche tuvo que salir
a toda prisa de Innsbruck para escapar de la avanzadilla de su desleal
vasallo Mauricio de Sajonia. Señor tan poderoso —como los poetas
de corte afirmaban en versos— no se había sentado en el trono imperial desde los tiempos de Carlomagno, y, sin embargo, tuvo que huir
entonces en el viento y en la lluvia con un par de caballeros; en el
cruce de caminos hubo de volverse, porque el paso estaba ya tomado,
y sólo al día siguiente, con mucho trabajo, fue posible llegar a las
montañas. Desde entonces Carlos se había convertido en un viejo;
desde entonces los calambres atormentaban su cuerpo y un desaliento senil, su alma. Cuando ella le volvió a ver aquí, en Bruselas, él se
había convertido ya en un anciano. No montaba a caballo, tenía que
ser llevado en una silla de manos. Su rostro estaba estragado; su barba, completamente gris. Sólo el estómago le seguía funcionando. No
podía refrenarse en el comer. Los médicos del país conocen muy bien
su mal. En Flandes viven en la hartura muchos burgueses ricos y
panzudos y comen platos con mucha grasa, hasta que en el último
bocado el cuchillo se les resbala de los dedos.
El hermano Carlos, quinto de este nombre en la Sacra Galería de
las majestades romanas, seguía siendo aún —aunque anciano— más
poderoso que todos los demás hombres. Ése es el sentimiento de
María. Todos los demás son flojos en sus decisiones. Una y otra vez
están aguardando algo: noticias de los embajadores, dinero, vientos
favorables, la sonrisa de una mujer, profecías. Quizá también, ver lo
que aconseja el confesor. Carlos es un hombre de decisiones rápidas
porque lo sabe todo, incluso lo que los señores consejeros no le dicen,
y quizá también lo que tendrá que suceder mañana. Conoce las rutas
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EL SEÑOR NATURAL
de los barcos. Las palabras engañosas de los cortesanos. «Cuando
tengamos dinero, me pondré en camino», dice él, y María sabe que
las galeras cargadas de plata no se han echado a la mar desde el remoto Porto Alegre y las joyas del Emperador se encuentran empeñadas
desde hace mucho tiempo en manos de los prestamistas de
Ámsterdam. A pesar de eso anuncia Carlos: «Me pongo en camino».
Ha hablado ya con el canciller, enviado mensajeros a los señores de
las provincias, cambiado impresiones con el obispo de Arras.
Quería irse. Cuando en la primera noche que pasó en Bruselas,
Carlos le comunicó a María su plan, la gobernadora general pensó
que su hermano se había vuelto loco y que los espectros de su madre,
Juana, venían a exigir ahora su parte. Porque, ¿quién había oído decir
que un emperador renunciase a la corona por propia voluntad y en
sus cinco sentidos? ¿Cómo volverle la espalda al mundo, que lo miraba y lo reconocía como señor? ¿Hubo alguna vez un papa que se
desprendiese de la tiara o un caudillo que abandonase a su ejército
aunque no hubiese enemigos ni los soldados estuvieran amotinados?
Carlos replicaba siempre lo mismo: quería irse. Quería revolverse
contra todos los vientos, contra el mundo entero, en caso de que se le
quisiera retener, y contra lo que era quizá su mayor enemigo: su propia apetencia de poder.
Cuando hablaba con él a solas era cuando María se daba más
cuenta de la grandeza de Carlos. Cómo él resumía el globo entero en
un par de palabras, cómo los reinos, los mares y las lejanas islas vivían
en él. Sentía él las heridas del mundo, el odio, el desgarramiento, la
obra de los renegados contra los Habsburgo, la sombra temible del
Padischá. María coge la mano de Carlos, siente la viva y ruidosa palpitación del pulso. El cuerpo está achacoso y, a pesar de eso, Carlos lleva
el peso del mundo sobre los hombros como único señor de esta tierra.
Bien podría ser que las hordas de caballeros de Mauricio de Sajonia
hubiesen destrozado su salud; después de la gran persecución nunca
llegó a curarse del todo. Pero en medio de todas las preocupaciones
de los países y de los reinos, el alma seguía estando firme y clara. Por
eso María está sentada desde las primeras horas de la mañana, ataviada con inusitada pompa, y piensa en la conversación que, por la
tarde, habrá de sostener sobre el particular.
Nunca ha habido hermanos tan unidos como Carlos y ella. Cuando no podían verse durante años, había constantemente en camino
mensajeros que llevaban y traían las cartas del uno al otro. Cuando se
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reunían, se miraban, leyendo cada uno el pensamiento del otro. Sí,
el pensamiento que procedía de Habsburgo y al que los difuntos
duques de Borgoña daban formas extrañas. Ni el astuto y a menudo
placentero Fernando ni Leonor eran hermanos de esta índole. Sólo se
acordaban de las palabras y sucesos de la niñez. En verdad, sólo se
conocían los dos: Carlos y María.
Merecía toda la atención del Emperador. Cuando ella hablaba, se
comportaba él de manera muy distinta a cuando hablaba Granvelle,
el arzobispo de Arras, o el gobernador general español o el italiano.
Éstos dejaban caer palabras fáciles y sin peso. A María, Carlos le
hablaba de sus dudas y de las sospechas que le atormentaban, y le
pedía consejo: ¿cómo podría arreglar tal o cuál asunto, a quién debería buscar como novia para el príncipe heredero? ¿Cómo podría mantener a Portugal con mas firmeza dentro del Imperio, qué le debería
prometer al Bajá para que, al menos, le dejase tranquilo tres años en
el asedio húngaro? De todo aquello hablaba con María, y ella, que en
sus años juveniles no había aprendido mucho, le escuchaba y tenía
para todo una respuesta, sin complicaciones, como contestan las
mujeres, inclinándose un poco hacia lo fantástico, pero de forma que
la razón masculina sepa hallar la indicación valiosa. Carlos habla de
todo con sus consejeros, que, por lo general, son maestros experimentados en el arte de gobernar. Pero las circunstancias íntimas más
secretas de la Casa se discuten sólo entre ellos dos.
Por eso se preocupó tanto María cuando Carlos le contó, junto a la
chimenea, que, una vez más, pero ahora por última vez, se preparaba
para un viaje. Ya desde hacía años se le adivinaba aquella intención
entre las líneas de sus cartas. «Si el Señor me permite que algún día
pueda concederme el descanso…», le escribió en cierta ocasión desde
Parma, donde estaba visitando a su hija Margarita. Pero en aquellos
años tuvo que seguir luchando sin interrupción. La guerra con Francia se había inflamado de nuevo, en el otoño tuvo que ir a la Dieta
Imperial para hablar sobre las disputas religiosas de los príncipes
imperiales. Puede que aquella intención madurase hasta convertírsele
en un propósito firme la misma noche en que, atravesando las montañas austríacas, pasaba a Italia. «Mi hora ha llegado», dijo él aquella
noche, mientras ella estaba aquí sola en Bruselas; «durante cuatro
decenios lo he aguantado todo yo solo; ya basta. Felipe ha crecido».
Guillermo, el paje, aparece en la puerta. Lleva puesta una armadura de peto y sobre ella un jubón de terciopelo amarillo con man-
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gas de encaje. Ése es el vestido de la mañana. María prefiere los colores vivos, pero el negro eterno de la indumentaria española se ha
aclimatado ya en Bruselas. Por eso a ella le gusta ver adornado a su
paje como si fuese una muchacha. El príncipe de Orange se inclina,
sus hermosos ojos pardos le relucen cuando pregunta en voz baja si la
Reina puede recibir ahora a Su Majestad.
—Dile, hijo mío, que le estoy aguardando desde por la mañana.
Cuando salgas, ten la bondad de encargarle al cocinero que prepare la
salsa de setas, porque Su Majestad Sacratísima querrá comer antes de la
sesión. Que la condimente como él ya sabe. Creo que sirve para aliviar
el cuerpo, despejar la actividad del cerebro y combatir los malos humores. Sí, la salsa contribuye a la buena distribución de la sangre.
Claes sabe muy bien a lo que me refiero, porque ya ayer estuve hablando con él de eso. También él se está haciendo viejo, el otro día dejó
quemar la pechuga de faisán… Luego, Guillermo, te vas con Su Majestad y te quedas a su lado sin que él se dé cuenta. Acompáñale de forma
que sea él mismo quien muestre deseos de apoyarse en tu hombro. Ten
también mucho cuidado con su bastón; muchas veces él se tambalea
un poco hacia delante, y aquí los suelos están muy bruñidos. En Bruselas el entarimado es demasiado liso. Ten cuidado de él, Guillermo,
porque ayer noche Su Majestad padeció mucho por la gota. Tan pronto
como lo acompañes aquí, puedes retirarte y vestirte para la tarde.
El jovencito aguardó todavía un par de segundos, inclinó la cabeza y dijo en voz baja:
—Hoy es un día difícil, madame.
Siguió en pie un poco asustado —uno de sus hombros era más
alto que el otro— y luego abandonó la estancia con torpeza juvenil,
se volvió en la puerta y se inclinó. María anduvo por la habitación,
empujó el sillón bajo y tapizado hacia la mesa redonda cubierta con
un mantel de damasco y en la que sería servido el segundo desayuno.
Puso los útiles de escribir al borde de la mesa, para el caso de que el
Emperador quisiese tomar alguna nota. Luego atravesó la estancia
hasta colocarse junto a la puerta y oyó el rumor creciente de un
cuerpo que se acercaba andando en forma penosa. Desde aquí, incluso desde detrás de la puerta, seguía en su corazón cada una de las
penosas pisadas de Carlos.
El cansado rostro estaba abatido, colgaba el labio inferior, la nariz
carnosa tenía un matiz violeta, las arrugas le salían de las sienes, bajo
el cabello de plata, hasta perderse en la barba gris. En cuanto que
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hubo traspuesto el umbral, aquel rostro gastado y sin alegría se iluminó con una sonrisa amistosa y los rasgos del anciano quedaron
como rejuvenecidos. También María sonrió hasta que se apagó la luz
en el rostro imperial y se hundió la alegría que solía iluminarle cada
vez que se encontraban. El anciano midió temerosamente la distancia que le separaba del borde de la alfombra y cruzó con los ojos el
trecho existente hasta el amado sillón.
La campanita que María tenía en la mano sonó y ella empezó a
hablar. En una ligera conversación de mañana, preguntó cómo había
sido el descanso nocturno, cómo los sueños y cuáles las incomodidades del despertar, hasta que apareció el ayuda de cámara con la bandeja, que colocó sobre la mesilla baja. Captó una mirada de la señora:
«¿Todo en orden?». María se inclinó hacia delante, observó el conjunto, la mezcla de platos de carnes y ensaladas, las salsas que aliviaban los calambres dolorosos. Una tranquila ceremonia: María cuida
de Carlos, le prepara los bocados, le corta la carne, no se avergüenza
de tenerlo que mimar tanto. El rostro de Carlos está jubiloso. La
única alegría que le queda de todos los placeres corporales se apodera
de él infantilmente. Saborea la salsa maravillosa que el organismo se
encarga de recibir como si fuera un inesperado elixir de vida, el Corpus
adquiere fuerza. Recuesta su cuerpo delgado, de vientre puntiagudo.
Inclina la cabeza a un lado. «Qué frágil es», piensa María… Como
si sólo hubiese sido ayer cuando él retaba a Francisco a singular combate
para que los dos decidiesen en una lucha personal el gran conflicto que
desde hacía siglos enfrentaba a las Galias con el Imperio de los Habsburgo. Ahora es un hombre viejo, y las nudosas venas de sus sienes
brillan violetas a la fuerte luz del sol. María se levanta y corre la cortina
para que la luz no moleste al que está sentado enfrente. El Emperador
se inclina hacia delante, empieza a hablar sin transición. Sin embargo,
la hermana no tiene más remedio que darse cuenta de la especial solemnidad de aquel instante, porque él ahora, en contra de todas las
normas, violando la etiqueta borgoñona, le habla a María de tú.
—Mira, antes de que me vista y de que vayamos a la sala de sesiones, tengo que decirte todavía una cosa. He esperado hasta hoy. Pero
hoy precisamente quiero dejar arregladas todas las cosas. Le he añadido un codicilo a mi testamento. Hay que pensar mucho para que no
se le olvide a uno nada. Yo quiero que tú lo sepas todo, María. Aunque
no sea más que para que puedas decírselo a Felipe si, por voluntad del
Señor, yo tuviera que morir pronto. Escucha. Voy a leértelo…
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—Os lo ruego, no os canséis. Si tenéis el deseo de que yo conozca
vuestro testamento, dejadme el escrito y lo leeré en seguida. Sabéis
que todo se hará conforme a vuestros deseos. ¿Cuando lo escribisteis?
—El año pasado. Lee en voz alta, María.
El amarillento pergamino cruje en sus manos y ella lee el texto
con voz modulada:
[…] confieso después de todo lo que he dicho en mi testamento,
otra cosa más: que cuando yo estaba viudo, mientras me encontraba en el Imperio alemán, una mujer no casada me favoreció
con un niño llamado Jerónimo. Hay motivos que me obligan a
formular así mi decisión: yo vería con gusto que este niño, por
voluntad propia, y sin que fuera forzado a ello, tomase el hábito
de cualquiera de las órdenes religiosas reconocidas. Pero prohíbo
convencerle por la fuerza o por la coacción. Si no tuviese el
deseo de seguir el camino de la Iglesia y le conviniese más la
estancia en el mundo, es mi voluntad que se le entregue en mano
una renta anual de 20.000 a 30.000 ducados, a cargo del reino
de Nápoles. Sobre la cifra precisa de esta renta debe decidir mi
hijo, el heredero del trono. A él le cedo este derecho. Y si él ya
no estuviese vivo, se ocuparía de este asunto mi nieto, don Carlos, o la persona que, al abrirse mi testamento, sea mi heredero
según los usos acostumbrados. Si el Jerónimo por mí mencionado, al llegar a esa fecha, no hubiese entrado en ninguna orden,
recibirá la renta anual ya citada, así como el dominio de los
lugares arriba mencionados, que gozará durante su vida y que,
después de su muerte, pasarán a sus herederos legales. Le confío
a mi hijo, el príncipe de la Corona y heredero del trono, que al
mencionado Jerónimo lo coloque en la posición que le corresponde y lleve su valía a conocimiento de las demás personas, con
la prontitud y diligencia que todas las demás cosas que indico en
este testamento y que deben cumplirse sin alteración. He firmado este documento con mi propia firma y lo he sellado con mi
pequeño sello secreto. Pertenece a mi testamento. Dado en Bruselas, en el año del Señor de 1554, el día seis del mes de junio.
Las lágrimas se escaparon de los ojos de la mujer cuando soltó la
hoja. Carlos la miró… eran los ojos de Juana… De todos ellos, sólo la
prudente y juiciosa María tenía aquella mirada profunda e impresionante. Afuera sonaron las campanas del mediodía en la capilla de la
corte. María preguntó rápidamente y en voz baja:
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—¿De quién es hijo, Carlos?
—Bárbara Blomberg es su madre…
—Yo lo sabía hace ya mucho tiempo, Carlos, ¿no te enfadas?
Sabía también que el ayuda de cámara, Adrián, le encomendó el
niño a un músico de la corte, cuya mujer era española. Se llevaron
el niño a Castilla. ¿Y qué pasó después?
—El músico murió, la mujer lo educa en un pueblo. En Leganés.
No hace mucho tiempo envié allá a un empleado de la corte. Llevaba
la misma vida que los demás niños del pueblo.
Hablé de él con mi confesor. Su madre, Bárbara, era una mujer
como ésas de las que se habla en los Proverbios: guapa, siempre cantando, caprichosa y tonta. Le gustaba el dinero y el lujo. Anhelaba
grandes carrozas, viajes, séquito suntuoso. Nunca se preocupó lo más
mínimo de su hijo…
—¿El niño sigue en Castilla?
—Al principio Adrián se ocupó de todo. Después de hablar con
el confesor, me confié a Quijada, mi mayordomo.
—Elegisteis bien, si le confiasteis el niño.
—No quise tomarle juramento para que guardase el secreto. Lleva
treinta años a mi lado y cerca de mi corazón. Un hombre fiel. No
piensa. Sólo obedece, pero tan bien, con tanta dignidad, que le ofrecí
ese servicio. Se cuenta entre los más viejos nobles españoles… Hice
que le llevaran el niño a la aldea de Villagarcía.
—¿Cómo le pareció a su piadosa mujer, doña Magdalena?
—No quise recibir ninguna noticia más de Villagarcía. Prefiero
que el velo siga echado mientras se ponen en claro las inclinaciones
del muchacho. Quijada le escribió a su mujer que alguien, escapando a su vigilancia, le había dicho al niño que era un hijo del pecado.
Ella quiere educarlo como a su propio hijo, modesta y piadosamente, hasta que él sepa de quiénes procede. Doña Magdalena y don
Luis no tienen hijos. También eso va bien con mis deseos.
—¿Qué dijo el cortesano que vio al niño?
—El cortesano que se envió a Leganés se hizo lenguas en alabanzas del pequeño, según le contó a Adrián. Dice que es rubio y de ojos
azules. En lo demás, no se diferencia nada de los otros chiquillos del
pueblo. Afirma que sabe leer, pero no muy bien, y que habla en el
lenguaje del país. Creo que ahora, en Villagarcía, está en buenas manos.
¿Opinas tú, María, que debería haberme yo comportado de otra
manera?
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—No, Carlos. Y muchas gracias por habérmelo contado todo.
¿Sabe Felipe que tiene un hermano?
—Eso es una cosa en la que no he pensado. Mis hijos son hermanos… Claro que vosotras, las mujeres, veis las cosas de otra manera, y
juzgáis a todos los niños iguales. Pero, piensa: si yo me hubiese traído al niño conmigo, como es costumbre en las cortes italianas, entonces los protestantes se habrían lanzado inmediatamente contra
mí, y una copleta tras otra se habrían ido extendiendo por Roma o
por Agosta, para no decir nada de lo que el Padre Santo y el cardenal
Caraffa dirían contra mí. No, María, el pequeño debe quedarse donde está. Y esperemos que, cuando crezca, manifieste el deseo de ingresar en una orden religiosa. O, si prefiere ser sacerdote en el mundo,
puede elegir entre los distintos beneficios a su disposición.
—Pero, ¿y si no se siente llamado a la carrera sacerdotal?
—Entonces Felipe tendrá una preocupación más. Pero hasta que
el muchacho no crezca, deseo que no sospeche nada de su procedencia. También tú debes prometerme, María…
—Pero entonces, eso no debería saberlo nadie. La que menos Leonor, porque en seguida se lo diría a Maximiliano en Viena. Nadie
debe enterarse de lo más mínimo; pero ahora debemos descansar un
poco, Carlos. Disponéis todavía de una hora y luego empezará la
ceremonia. Ya le he dado instrucciones a Guillermo para que no deje
entrar a nadie. Yo volveré a ponerme aquí en la ventana, esperando;
os arroparé los pies en la piel de oso. Antes de que salgamos tomaréis
otro bocadito. No debéis estar cansado antes de todo lo que os espera.
—Hablas, María, como si fuéramos a comparecer ante un tribunal,
siendo así que en este caso nosotros estamos muy por encima del
tribunal. Sí, comeré contigo, María. Avísale a Felipe que iremos dentro de una hora. Abre un poco la ventana, por favor. Me gusta tanto
Bruselas, sobre todo en otoño… Cuando éste pase, no veré ya ningún
otoño más en Flandes.
Los participantes en la ceremonia apresuraban los preparativos. Los
tiros de mulas aguardaban en el parque a la entrada de la villa, a que el
señor del Imperio bajase encorvado las escaleras, con su mano descansando en el hombro de Guillermo. El duque de Saboya sostenía las riendas
del mulo hasta que Felipe se acercó y se las tomó de la mano. Los altos
señores de la corte ayudaron al Emperador a subir penosamente a la
silla. Casi todos eran viejos camaradas de los campos de batalla, viejos
héroes, veteranos. Con rostros adustos, miraban ahora a aquel hombre
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de rodillas débiles, prematuramente envejecido, que apenas recordaba
al caudillo de Mühlberg o de Túnez, a aquel caballero en fogoso corcel
con pluma ondeante en negra armadura. Se inclina en la ancha silla,
estira las rodillas hinchadas, dirige una palabra al séquito, indicando
que ya está listo, y luego comienza el extraño desfile por el parque otoñal.
María aguardaba ya en el umbral de la gran sala. Es la gobernadora general y debe recibir al Seigneur naturel. Los congregados llenan
el inmenso vestíbulo, y aguardan los caballeros del Toisón de Oro del
Emperador, los señores del Consejo en las primeras filas, detrás los
enviados de los condados y de las ciudades, conforme a la puntillosa
y cuidada manera del ceremonial borgoñón.
Eran las cuatro de la tarde cuando se abrieron las puertas. El
bastón de ébano temblaba en su mano izquierda, la diestra imperial
descansaba en el hombro de Guillermo de Orange. Así llegó hasta la
tribuna, donde le esperaba un cómodo sillón de púrpura bajo el
baldaquín. Tomó asiento pesadamente, tosió; aquel esfuerzo lo había
casi agotado. Sus ojos resbalaron sobre la concurrencia: ve a los de
Leyden y a los del sur de Brabante mezclados con los de Amberes;
conoce muy bien sus indumentos típicos. Los mira todos; en el cuerpo hay descanso y también el espíritu.
El murmullo de las voces en la sala sólo decrece paulatinamente,
y la voz rectora del orador de la corte se pierde en parte. El consejero
lee con su voz escolar y su estilo pedante el discurso del Emperador.
«El cuerpo es perecedero», dice, «nos recuerda nuestro último
deber: el soberano debe preocuparse incondicionalmente por aquellos
países y súbditos que el Todopoderoso le ha confiado. Y en esta época
difícil y tormentosa, es la voluntad imperial dejar el gobierno de las
provincias en manos más jóvenes. Espera que el pueblo de sus amados Países Bajos servirá al nuevo Señor Natural, Felipe, con la misma
fidelidad que le ha servido a él.» Las palabras caen como martillazos
en el crispado silencio. El Emperador está sentado entre María y
Felipe; se inclina hacia delante para poder oír mejor el texto conocido a pesar de que sabe al pie de la letra cada uno de los giros; en
compañía del obispo Granvelle han estado el día anterior leyendo las
últimas correcciones. El cráneo calvo del consejero se cubre con gotas
de sudor. El Emperador se da cuenta y dice en voz baja:
—Póngase el birrete; se lo permito.
Pero el consejero no le oye; el texto mágico lo tiene totalmente
embelesado. Sigue leyendo.
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EL SEÑOR NATURAL
Un par de segundos corren en el reloj de arena, luego se anima la
rígida estatua. La mano de Carlos se extiende hacia el cristal de aumento que está sobre la mesita que se encuentra delante de él. Un regalo
de la gente de Leyden; aumenta la fuerza de visión de sus ojos cansados. Felipe ayuda a su padre a coger el cristal; está en pie a su lado.
En el rostro no se parecen lo más mínimo; nadie diría que se trata
de padre e hijo. Pero cuando se les ve tan cerca, uno junto al otro, se
observa en ellos algo común. La solemnidad lenta y natural de los
movimientos, la expresión de los ojos, el labio inferior carnoso y caído hacia delante. María observa en la mirada de Felipe la infinita
delicadeza con que, sin hacerse notar, se esfuerza en ayudar el trabajo
de la mano casi paralizada por la gota, poniendo un cojín bajo el
codo dolorido, como si en el rostro del padre hubiese observado una
contracción causada por el sufrimiento. Pero Carlos es de nuevo el
señor de su voluntad, se siente fuerte y habla. En el papel sólo hay
anotadas unas cuantas palabras esenciales; improvisa el discurso en
su mayor parte. Cuando habla, resplandece con una inigualable dignidad. Radica ésa en el tono y en el francés que emplea. Porque eso es
lo característico de las palabras del Emperador, un rasgo que a él solo
le corresponde. Se observa que no tiene ningún idioma materno, que
desde su más temprana infancia ha aprendido a pensar en media
docena de idiomas, como se exige de él, como exigen de él, de su
Señor Natural, los súbditos. Las palabras de Carlos van llenando poco
a poco la gran sala de Bruselas como el incienso:
—Mi gente querida, hace ya casi cuarenta años que mi difunto
abuelo, el emperador Maximiliano, anunciaba aquí, en esta sala, mi
mayoría de edad. Yo no pude permanecer aquí mucho tiempo, porque dos meses más tarde tuve que ponerme en camino para Castilla,
porque mi otro abuelo, el rey de Aragón, Fernando el Católico, había
muerto. Un año después llevaba la carga de la corona imperial, y
apenas tenía entonces diecinueve años. Verdaderamente, queridos
míos, desde entonces no hallé descanso alguno, ni siquiera en medio
de vosotros. Por todas partes hervía el mundo, y mis súbditos me
pedían constantemente que les llevase ayuda con mi propia persona.
Vosotros comprenderéis muy bien que mi cuerpo esté cansado, porque nueve veces he ido al Imperio alemán, seis a España y mientras
tanto también a vosotros os he visitado con frecuencia. Cuatro veces
estuve en Francia, dos en Inglaterra y por dos veces me llevaron los
barcos a la tierra africana. Muy a gusto habría ido también a ver mis
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provincias del Nuevo Mundo. Pero nunca me fue posible conseguir
eso. Sin embargo, también mi barco ha cruzado ocho veces el Mediterráneo y por tres veces ha surcado las olas del océano.
»Todo esto no siempre pudo hacerse con paz. Conforme a mi
corazón y a mi manera de entender la soberanía, habría deseado estar
siempre en paz, pero el Señor me colocó una y otra vez encima la
carga de la guerra y desgraciadamente tampoco hoy podemos decir
que las armas descansen del todo entre nosotros y Francia. Podéis
preguntarme con razón si os he convocado para deciros solamente lo
que todos sabéis. Queridos míos, éste no es un capricho del día de
hoy, sino que ya hace cinco años que tengo este pensamiento. Desde
la Dieta de Augsburgo, cuando empezó a darme asco de las vanidades humanas. Pero en aquel entonces mi hijo Felipe aún no había
crecido, los cuidados de un soberano aún no le habían madurado y
hecho un hombre. Además, entonces todavía vivía mi madre, en nombre de la cual yo gobernaba, y la abuela no podía ceder el cetro al
nieto, sino transmitirme a mí su poder. Pero ahora está Felipe delante de vosotros, vuestro nuevo Señor Natural. Os ruego que seáis fieles
y obedientes, lo mismo que para mí habéis sido siempre buenos súbditos. Por esto os doy aquí, delante de todos, mis gracias más rendidas.
»Sí, queridos míos, habría sido mejor que este momento de la
separación acaeciera en una atmósfera de paz. Todos mis esfuerzos
tendieron a regalaros la paz en el día de hoy. Quizá haya sido mi falta
no haberlo conseguido. Por eso os pido que me perdonéis, queridos
hijos, en nombre del Señor, por todos los errores y perjuicios que,
como consecuencia de la imperfección humana, yo haya podido cometer contra mis países o mis súbditos. Pero el Señor sea mi testigo
de que nunca fue mi intención ordenar nada injusto. Si alguno de
mis súbditos me acusa de eso, yo sólo podría defenderme diciendo
que la injuria se le hizo sin yo saberlo. Como quiera que sea, os suplico una vez más a todos vosotros, a los que estáis aquí reunidos y
también a aquellos que están lejos: perdonadme.
»Ya veis, apenas puedo contener las lágrimas. Pero no creáis que eso
se deba a que me duela la corona que ahora abandono. Antes de eso,
porque siento el dolor de la despedida que ahora tiene que separarme
de los lugares donde pasaron mis días de la infancia, porque tengo que
despedirme de los sitios donde he sido tan dichoso. Tengo que haceros
un último ruego, queridos hijos: tened mucho cuidado de que no os
envenene la plaga de la herejía. Tened cuidado con esos heréticos que
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EL SEÑOR NATURAL
en los países y provincias circundantes han desgarrado la unidad de la
fe y con ella el fundamento mismo del gobierno. Extirpadlos, si algunos han echado raíces entre vosotros. Destrozad sus semillas para que
no puedan seguirse multiplicando y para que no crezcan en las provincias como la mala hierba. Éste es el último ruego que os hago.
»Tengo también que dirigir la palabra a mi hijo Felipe. Nací aquí
y ésta fue la primera lengua que aprendí a hablar. En esta ciudad me
encuentro en casa. Aquí me sirvieron todos como a su señor natural y
yo viví también como un verdadero hijo de la antiquísima Borgoña.
Yo quiero que os deis cuenta, mi querido hijo Felipe, de lo difícil que
tiene que resultarme esta despedida del alto clero, de la nobleza, de
los burgueses y del pueblo, de todos en conjunto. Por eso os pido en
este mismo instante: sed para ellos un buen señor, porque se lo merecen, porque nos rodean constantemente de felicidad y amor…»
La voz se ahogaba… Aquél era el momento mágico en el que la
fuerza se transfería del padre al hijo misteriosamente y el padre se
despojaba de todas las divinidades de soberano. Se hacía pobre, pero
el hijo infinitamente rico. Aquella investidura de cuño bíblico acongojaba a los corazones. La voz del Emperador se ahogaba, y detrás, en
las profundidades de la sala, el sollozo pasaba como una ola entre las
filas de los burgueses. Eran en su mayoría hombres ya de edad, que
realmente sólo servían a su ciudad y a su provincia. Su mirada no iba
más allá del campanario de la patria chica. A Carlos, el señor natural,
le iban siempre con quejas, calumniaban sus intenciones, lo confundían y lo atolondraban con sus lamentos. Le reprochaban que durante años enteros no venía a verlos, que no se ocupaba de sus solicitudes, que las cuestiones de más importancia las resolvía en el extranjero
y, ante todo, que siempre les estaba pidiendo dinero. Viniera o se
fuese, siempre había que abrir la bolsa. Pero, a pesar de todo, era su
señor, procedía de su ambiente. Emperador del mundo entero, y se
sabía de él que su imperio sin fin apenas significaba alegría, sino
grande preocupación. Hablaba la misma lengua que ellos, estaba familiarizado con sus costumbres, honraba la prosapia de los viejos
duques, sabía lo que a cada uno de ellos le era debido. No… Carlos
nunca había quebrantado los privilegios existentes en los Países Bajos.
Por eso lloraban ahora y presenciaban consternados la renuncia, llenos
de malos presentimientos al ver cómo el hijo, con un gesto lento,
recogía el rollo de papel de manos del padre.
Felipe no sabía hablar en francés. Esto era de sobra conocido por
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todos, pero, a pesar de eso, no se decidían a creer que, de ahora en
adelante, sólo pudiesen entenderse con su señor natural por medio de
intérpretes. Sólo escuchaban su voz, una voz profunda y extraña. Pronunció las pocas palabras con la misma entonación, salida de lo hondo
de la garganta, que es usual en los españoles que ignoran el francés.
—Como todos vosotros sabéis —dijo—, comprendo muy bien el
francés, pero no lo hablo todavía con facilidad. No me alcanza para
hacerme entender de vosotros. Por eso os ruego que escuchéis al obispo
de Arras. Él os transmitirá mis palabras. Señores, os doy las gracias
por haberme escuchado.
Granvelle era todavía joven. Su padre había servido al Emperador
como alto dignatario, y el inteligente Antoine fue honrado a los veinticuatro años con la sede episcopal de Arras. Su perfil era largo y de
fino dibujo; perdió pronto el cabello, y en el tono dorado de la voz
pausada brillaba su mirada aguda. No pertenecía a ninguna parte:
ningún condado o provincia tenía que pagarle nada. Ya tan joven, se
había propuesto desempeñar el papel de canciller de todo el reino
imperial cristiano. Carlos había trabajado con él conjuntamente en
los Países Bajos: sus conversaciones fueron frecuentes. Las finas fórmulas florecían cuando Granvelle comunicaba las palabras del Emperador; por el contrario, en las cartas de Carlos sólo de vez en cuando salía a relucir un rasgo de estilo humanista. Pero ahora Granvelle
se liberaba de su antiguo señor, para dar a entender en las palabras
siguientes que se colocaba al servicio del nuevo Seigneur Naturel. Daba
forma definitiva a las discusiones de muchas semanas sobre las relaciones entre Felipe y los condados.
Cada cual, decía él, durante el gobierno del nuevo señor natural,
conservará sus derechos. Ninguno de los privilegios correrá el menor
peligro. El pueblo de las provincias continuará su trabajo pacifico,
protegido por las fuerzas de sus señores. Él mantendrá alejado al
enemigo exterior, pero también al enemigo interior, que, en forma de
un desgarramiento de la fe, ponía en peligro la unidad en los condados de los Países Bajos. A pesar de que el Imperio, que Felipe iba a
gobernar por deseo de su padre, era muy grande, prometía desde
ahora que, siempre que se lo permitiesen las condiciones internas de
sus restantes países y provincias, residiría aquí. De esta forma deseaba
cumplir el deber de un señor natural, lo mismo que lo había cumplido
aquel duque bueno y generoso cuya herencia recibía ahora Felipe.
El Vivat sonó apagado y se desparramó en la amplia sala como fino
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EL SEÑOR NATURAL
polvillo. El gran espectáculo habla cansado un poco a los delegados o
tal vez les pareció a muchos que el discurso de Granvelle era demasiado
artificioso y premeditado. Buscaban en él puntas ocultas y creyeron
descubrirlas cuando el obispo de Arras habló de aquel determinado
orden interno sobre el que Felipe quería mantener vigilancia.
María apartó a un lado su pañuelo blanco y empezó a hablar en
voz muy baja. Mantenía el pergamino delante de los ojos e iba leyendo
el breve saludo. Le fallaba la voz. María hablaba con la misma entonación y empleaba las mismas fórmulas que la gente de Bruselas.
Ella era su gobernadora general y trataba de convertir el último acto
de la gran ceremonia en una especie de fiesta casera.
También ella tenía que despedirse, observaba. En verdad no podía
decir otra cosa que lo que había dicho su hermano imperial, pidiendo
perdón a todos por lo que hubiese podido ofenderles por acciones u
omisiones. Sus intenciones habían sido siempre buenas y limpias, y
siempre había cuidado ante todo de cumplir los mandatos del soberano y facilitar que la gente encontrase siempre lo necesario… El
discurso de María seguía fluyendo como un arroyo tranquilo cuyo
murmullo fuese alegrado por las llamas. Todos comprendían definitivamente, por el discurso de María, que hoy algo había llegado a su
remate en la historia de las provincias y que el destino había puesto
fin también a aquel extraño y caprichoso gobierno femenino, a aquel
mando pacífico que hacía sonreír a los vecinos.
María se había mostrado paciente y había mantenido a raya muchos peligros, no había ofrecido ayuda a los poderosos de la Inquisición, había apoyado a los barrios judíos de las grandes ciudades y
mantenido puntualmente el sentido de la tolerancia. Sí, Carlos había sido la gran nube cernida sobre los Países Bajos, pero el cuarto de
siglo de paz en las provincias, para que los tulipanes florecieran y los
molinos giraran sin interrupción, era una hazaña de María… Al llegar en su discurso a aquel punto, le falló la voz, y hubo de llevarse el
pañolito a los ojos. Recobradas las fuerzas, siguió diciendo:
—Cuando vine a vosotros, mi corazón estaba lleno hasta el borde
por los dolores de la viudez, y yo sólo deseaba una cosa: poder compartir
la gloria de los héroes que habían caído con mi marido junto a Mohács.
Luego he vivido mucho tiempo entre vosotros y me he acostumbrado
aquí a la vida. Fuisteis bondadosos y pacientes conmigo, y yo os amé.
Ahora os ruego que me dejéis también marchar con amor y con paz.
Por naturaleza, todas las mujeres somos débiles. También yo lo fui, y
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ya es hora de que recibáis a un hombre como soberano. Os ruego que
le sirváis fielmente y respetéis sus deseos. Os doy las gracias…
La saludaron con los brazos y lloraron. Ella era uno de los suyos,
y había crecido con las provincias.
—Merci, seigneurs… —dijo ella en voz tan baja como un soplo,
como si el viento pasara a través de un velo de blonda, y sin embargo,
todos los que estaban en la sala oyeron sus últimas palabras.
La mirada de María rozó luego a Granvelle. El obispo levantó la
ceja izquierda y apareció en su frente aquella extraña arruga burlona.
Aquello, María lo sabía muy bien, significaba que él, y siempre sólo
él, estaría dispuesto a ejecutar todas las decisiones precipitadas del
Príncipe. Pero luego la frente se despejó y el canciller sonreía, con el
rostro ya suavizado, cuando los ojos de María se encontraron con los
suyos. Sí… Granvelle era muy joven cuando María llegó a Bruselas,
y desde entonces ella había tenido a muchos favoritos en su cercanía,
que no siempre encontraban la aprobación de Granvelle.
Ahora, también aquel sordo antagonismo entre los dos hallaba un
final en aquella solemnidad triste. Perrenot de Granvelle se levantó,
dibujó en el aire el suave signo de la cruz, como si con aquel gesto
concediese a María la absolución general por sus veinticinco años de
prudente gobierno. La gobernadora general se sintió aliviada por la
sonrisa de Granvelle. Ya no pensaba en aquellas preocupaciones que,
representadas por legajos abultados, llenaban los estantes de la cancillería, se referían a provincias desgarradas, a aquellos extraños y pasados
días otoñales e invernales que comenzaron cuando, junto a Mohács, el
verano estaba llegando a su fin. Ahora le preocupaba sólo el viaje en
barco que le quedaba todavía por delante; pensaba en las tormentas
invernales y que en este tiempo no era prudente confiarse a la mar.
También la cena era una preocupación. Tenía que velar con mucho
cuidado por la comida en vista del estómago delicado del Emperador.
Sus ojos erraron hasta Felipe, cuya mirada, con veneración casi
supersticiosa, estaba fija en su padre, y cuando el Emperador se levantó, fue como si el hijo se convirtiese en la sombra de aquel hombre frágil. Estaba muy pegado a él, casi fundiéndose los dos. De esa
forma, padre e hijo se pusieron en movimiento, y como tercero en la
comitiva les seguía María. Los señores consejeros se levantaron; también ellos salieron al jardín en pequeños grupos. Caía una lluvia fina.
En los Países Bajos algo había llegado a su fin… Empezaba el otoño
en Bruselas.
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