Los mártires de Tacubaya, 11 de abril de 1859 Raúl González Lezama Investigador del INEHRM Como parte de la revolución que conocemos como Guerra de Reforma, desde el 10 de abril se trabó en la villa de Tacubaya —en ese entonces a las afueras de la Ciudad de México—, una batalla entre fuerzas constitucionalistas y conservadoras. Antes de que se desarrollara la acción de guerra, en la ciudad corrió la noticia de que el ejército liberal contaba con muy pocos médicos; por eso, un grupo de jóvenes estudiantes se presentaron voluntarios para auxiliar en la atención y curación de los heridos que resultaran de ambos bandos. Los conservadores fueron superiores a los liberales y el general Santos Degollado, viendo la imposibilidad de resistir, ordenó la retirada. Reunidos en el convento de San Diego, Miguel Miramón impartió a sus generales Mejía, Márquez y Orihuela la orden de ejecución de los prisioneros. Los primeros en ser conducidos al paredón fueron los oficiales y jefes derrotados. A la cabeza, iba el general Marcial Lazcano quien en el camino fue insultado por sus verdugos, el general les contestó: “Hay cobardía y bajeza en insultar a un muerto”. Momentos después cayó abatido por las balas. Le siguieron los coroneles Genaro Villagrán y José M. Arteaga, el capitán José López y el teniente Ignacio Sierra. De uno en uno o en pequeños grupos fueron ejecutados los siguientes, cayendo Teofilo Ramírez, Gregorio Esquivel, Mariano Chávez, Fermín Tellechea, Andrés Becerril, Pedro Lozano Vargas, Domingo López, José María López y muchos otros. Los médicos escucharon los disparos de las primeras ejecuciones, no obstante continuaron con su labor negándose a abandonar a sus pacientes. De pronto, irrumpió la soldadesca y con violencia separó a los facultativos y estudiantes del lecho de los heridos. Momentos después, cayeron muertos los médicos Ildefonso Portugal, Gabriel Rivero, Manuel Sánchez, Alberto Abad y Juan Duval. Portugal pertenecía a una distinguida familia moreliana y además era primo hermano de Severo del Castillo, ministro de Guerra de Miramón. Rivero era el jefe del cuerpo médico del ejército constitucionalista; Sánchez fue advertido a tiempo y tuvo la oportunidad de escapar, pero se negó a abandonar al paciente que estaba interviniendo. Duval era súbdito inglés y por caridad se prestó a atender a los heridos sin considerar la filiación política de éstos. Sufrieron el suplicio los estudiantes Juan Díaz Covarrubias y José M. Sánchez. El primero un joven de 19 años que dedicaba su tiempo libre al cultivo de la poesía. No murió de inmediato; agonizante, fue arrojado sobre un montón de cadáveres, horas después aún respiraba, lo remataron con las culatas de los fusiles. Entre los prisioneros se encontraba también Manuel Mateos, de 24 años, quien se había recibido de abogado un año antes. También perdieron la vida civiles que no tuvieron relación con el ejército liberal, pero que la fatalidad los puso en el camino de los enfurecidos conservadores. Entre los desafortunados se encontraron dos jóvenes de 15 y 17 años que venían de provincia a continuar sus estudios, un herrero alemán y dos italianos. En total fueron 53 los que murieron injustamente aquella jornada. Quedaron los cadáveres abandonados en el lugar de su suplicio. A los dos días, fueron echados en carretas y conducidos a una barranca donde se les arrojó y permanecieron insepultos. Hubo una testigo de los hechos quien pudo haber corrido la misma suerte, pues cometió igual falta, es decir, asistir y atender a los heridos del ejército federal. La francesa María Couture viuda de Gourgues, propietaria de un taller de costura, había viajado el 11 de abril a Tacubaya para pedir al general Degollado que permitiera correr el agua que días antes había sido cortada y que estaba haciendo mucha falta en los hospitales de la capital. Consiguió que su súplica fuera atendida, y cuando se disponía a regresar a México, estalló el combate. Viéndose obligada a permanecer en Tacubaya, se ofreció a atender a los heridos. Cuando los asesinos se presentaron reclamando su botín de sangre, intentó interponerse entre ellos y sus víctimas, suplicó por la vida de los médicos y se presentó ante Márquez para implorar compasión. Fue inútil. Inflexibles los triunfadores comenzaron, la masacre. No obstante, la francesa no se resignó a dejarlos morir sin brindarles algún consuelo; se encargó entonces de recoger los últimos mensajes de despedida de aquellos que serían ejecutados, así como los objetos personales que como último recuerdo enviaban a las futuras viudas y huérfanos. No le fue posible cumplir con ese encargo. La tropa le arrebató de las manos las prendas que debía entregar a los deudos de los mártires. Cuando meses después, Leonardo Márquez fue conducido preso a la capital por Miguel Miramón. La señora Couture se presentó ante el prisionero para solicitar le extendiera un documento que certificara el extravío de las propiedades de las víctimas, a fin de poder justificar la pérdida de los objetos confiados a su persona. Lejos de acceder a la petición, el “Tigre de Tacubaya” se sintió ultrajado y se arrojó sobre ella golpeándola con los puños cerrados. Cuando los presentes lograron rescatarla de su agresor, tenía el rostro bañado en sangre. Como súbdita francesa, acudió al vizconde de Gabriac, ministro de Francia, quien se negó a protestar por el maltrato que había sufrido, además le recriminó con dureza su conducta del 11 de abril y terminó diciéndole: “Yo sé bien, señora, que en aquel día había en Tacubaya muchos franceses; y mi sólo pesar es que no hayan sido fusilados todos”. Los liberales no olvidaron su noble esfuerzo. El Congreso de la Unión, en sesión del 13 de noviembre de 1861, acordó otorgar a María Couture la excepción vitalicia del pago de contribuciones directas, tanto federales como municipales, que debiera pagar por su taller de fabricación de corsés. Por su parte, en agradecimiento a su gesto a favor del médico inglés, la Legación Británica desde diciembre de 1859 le había hecho llegar un pañuelo bordado, obsequio de SMB la reina Victoria en reconocimiento a su valiente intervención.