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Procedióse inmediatamente al reconocimiento de los tres cadáveres que habia en el
lugar del combate.
Hubo alguno de los escuderos del monarca que reconoció á uno como perteneciente
á los servidores de D. Ruy Jiménez; en cuanto á los otros fueron completamente desconocidos.
Blanca volvió en sí, y al dia siguiente, no se hablaba de otra cosa en el alcázar.
D.a Inés hallábase sentada en su cámara y á corta distancia de ella Blanca, sentada
en un taburete, ocupábase en algunas labores propias de su sexo.
La reina contemplaba profundamente á la joven cuando de repente la dijo :
—Blanca, hija mia, da tregua un momento á esas labores y escucha, porque quiero
que hablemos un breve espacio.
—Vuestra soy, señora, y dispuesta á cumplir vuestros mandatos me hallo.
—En el relato de lo que aconteció anoche en el jardín del alcázar, he hallado algunos puntos tan oscuros que no acierto á comprender, y que, como pudieran interpretarse de una manera desfavorable para tu reputación, quisiera me los explicaras.
—¡Señora!
—No, hija mia; harto sé cuan inocente y buena eres, y para mí no tienes necesidad alguna de justificarte, pero quizás alguien pueda pensar torpemente y eso es lo
que trato de evitar.
—No puedo comprender lo que queréis decirme.
—¿Cómo fue que habiendo tú bajado sola á los jardines, encontróse tan oportunamente D. García de Loarre para defenderte?
Al escuchar este nombre tiñéronse de púrpura las mejillas de Blanca.
—Lo ignoro,—contestó,— según me dijo, hallábase vigilando desde las galerías del
alcázar cuando le pareció distinguir las formas de los que saltaban por las tapias; entonces bajó precipitadamente y llegó en el momento que sabéis.
— Extraño es que D. García se hallara en las galerías cuando el ballestero que estaba
de guardia en ellas dice que á nadie vio por aquel sitio.
—¿Y suponéis, señora?...
— lo no supongo nada, que ya te dije te creo tan honrada y tan digna como yo misma; pero hay labios maliciosos que pueden empañar con envenenadas frases , lo que
tan digno es de veneración y respeto.
— ¿Qué decís?
— ¿No tenias noticia alguna de que D. García pudiera hallarse en los jardines?
—Ninguna, oslo juro...
—No jures, Blanca mia, que para creerte bástanme tus palabras. En las noches anteriores, porque ya sé que acostumbrabas á respirar las frescas brisas déla noche, paseando por los jardines, ¿no habias reparado si el montero te seguía?
—Nunca.
—Está bien, te creo, y yo te aseguro que si alguno dudara de que cuanto anoche
pasó fue puramente casual, el acento de su reina haríale convencerse de lo contrario.
—¿Es decir que mi honra?...
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—Tu honra, si no bastaras tú misma para defenderla y guardarla, estoy yo aquí
. para hacerlo.
— ¡Oh, cuan buena sois!
—¿Acaso no eres mi hija también? De igual modo que por ese ángel que el cielo
me concedió, velaré por tí también. Ahora respóndeme con franqueza, con entera sinceridad á lo que voy á preguntarte.
—Siempre lo hice.
—Por eso que siempre lo hiciste, desplaciérame que ahora obrases de otro modo.
—Jamás.
—¿Te hallas resuelta á no entregar tu mano á D. Ruy Jiménez de Luna?
;Oh! sí, señora le aborrezco.
" —Es tu pariente.
—Pero es el enemigo de mi rey, es el asesino de mi padre.
—Sin embargo, D. Ruy Jiménez de Luna dice que te ama.
— Mis Estados, pero no mi corazón.
— Está bien, resueltamente veo que no le correspondes, y me place porque tampoco
paréceme que habias de ser feliz con él.
—Razón tenéis, señora; tormento horrible para mí fuera, no ya el unirme á él con
el sagrado vínculo de esposa, si no solamente el habitar bajo el mismo techo que él habita.
—Y dime, Blanca, ¿no amas á nadie?
—¿Cómo?
—Digo si en tu corazón no guardas amor para ninguna persona.
—¿No os amo á vos? ¿No amo y respeto al rey mi señor y vuestro esposo?
—No es de esa clase de amor del que yo te hablo.
— ¡ Señora!
—¿Ves? El carmin cubre tus mejillas, inclinas la vista y tu acento tiembla visiblemente alterado. Blanca, hija mia, escondido guardas un secreto en el fondo de tu pecho, y no supiste depositarle en el seno de la que como á hija te quiere.
—No lo creáis, no secretos puede tener mi corazón para vos.
—¿Por qué cuando García fija en tu rostro sus miradas, enciéndense ruborizadas
tus mejillas? ¿Por qué impaciente diriges tus ojos hacia la puerta por donde esperas
verle aparecer? ¡ Ay! Blanca, mal hiciste en decirme que no amabas, cuando harto sabia yo que tu corazón habia ya palpitado de amor.
—Pero jamás lo confesé.
—¿Te dijo algo D. García?
—Jamás. Su labio solo frases de respeto tuvo para mí.
—¿Y no crees que él te haya seguido al jardín en la pasada noche?
—¿Con qué derecho ?
—¿ Has interrogado á tu corazón, y has visto si él te respondía con entera ingenuidad?
—No os comprendo.
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—Quiero decir, si has demandado cuenta á tu corazón de los sentimientos que en
él se anidan, respecto al montero.
—¡Oh! el afecto que le profeso es grande , señora, es el afecto de la hija hacia el
hombre que ha procurado salvar la vida de su padre.
—¿Y no crees sentir hacia él mas que esa gratitud?
—Por piedad, señora, no me hagáis mas preguntas, porque no sabría qué responderos. Hay en mi corazón sensaciones tan extrañas, movimientos tan desconocidos que
ni los puedo definir, ni he tratado nunca de explicármelos. Cuando D. García está lejos de mi, hallóme inquieta, intranquila; véole á mi lado y parece que la calma renace
en mí agitado pecho. Si va á la guerra, mi pensamiento no se aparta de los combates;
si al bosque va á la caza, tiemblo no sea que alguna fiera, burlando su destreza, le
cause alguna herida. Sola, en mi cámara, lloro y rio á veces, sin explicarme la razón
de mis lágrimas ó de mis risas. Anhelo verle, y cuando en mí fija sus ojos, mi rostro se
abrasa y temo que mis miradas le revelen la turbación de mi seno. Yo no sé si esto es
amor, yo no puedo explicaros lo que siento. Vos, señora, que sois tan sabia, vos que
tanto entendéis en los males del alma, tal vez podáis definir el que me atormenta.
— Lo comprendo, hija mia; lo comprendo , y yo te prometo que presto calmaré tu
malestar. Vé á tu cámara, reposa algunos instantes, que harto trabajaste hoy por la mañana después de las violentas emociones de la pasada noche, y deja á mi cuidado el
buscar la medicina que pueda curarte.
Y D.a Inés besó cariñosamente la pura frente de la gentil doncella , y cuando esta
hubo salido del aposento, dio orden á una de sus dueñas para que buscaran á D. García de Loarre.
Pocos momentos después hallábase el montero en presencia de la reina.
D.a Inés fijó sus miradas en él y no pudo menos de advertir la expresión de despecho que se pintó en su rostro, al ver que no estaba Blanca en la cámara de la reina.
—Sabéis, D. García—dijo la reina,—que ha habido quien se ha atrevido á sospechar que no era casual vuestra estancia en el jardin en la pasada noche.
—¿Y quién se atreve á sostener semejante acusación?—preguntó el caballero con
el acento ligeramente alterado.
—Vos mismo, con vuestra turbación. Oidme, D. García, habladme con lealtad que
siendo honrado el propósito, no ha comprender acierto la razón de tal fingimiento. Yos
amáis á D.a Inés Romeo ¿no es cierto ?
—¡Señora!...
—¿No contestáis?
—¿Por qué negarlo? La amo, ha tiempo que por ella solamente mi corazón suspira. Tan audaz creí mí amor, que no me atreví jamás á dejar que el labio se lo revelara,
y únicamente, mis ojos, mensajeros mudos, fueron, del fuego devorador queme abrasaba. Por ella solamente vivo, por ella solamente aliento, y á no ser porque me interrogasteis vos, y á vos no sé ocultaros lo que siento, hubiera mi corazón guardado
eternamente su secreto.
—¿Y por qué razón tan pertinaz silencio ?
10
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T. II.
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— Porgue conozco lo alta que se halla D.a Blanca y la humildad mia. Es preciado
tesoro para mí, y temeroso de que sus labios me transmitieran la nieve de su pecho al
descubrirla el fuego del mió, hubiera callado siempre.
—Tímido amador os mostráis, D. García.
—Hánme dicho siempre, señora, que amor verdadero generalmente es poco atrevido.
—Pero decidme, D. García, ¿qué esperabais entonces si no os atrevíais á decir nada
á la mujer que amáis?
—Sufrir. Temeroso siempre de escuchar una frase terrible de labios, en los cuales
solo la vida podia apetecer, he pasado momentos muy amargos y he temido aumentar
mis penas tratando de buscar mi dicha.
—Pues bien, D. García, ¿tenéis fe en mis palabras?
— ¡Oh! Señora, tal pregunta á quien sin vacilar arrojáraseá la muerte por obedeceros, paréceme que envuelve una grave ofensa.
—No mi ánimo fue el de ofenderos. Quiero que me digáis si estáis dispuesto á cumplir mis mandatos sin preguntarme la razón.
—Hablad, señora.
--¿Me obedeceréis?
—En todo.
—¿Sin demandarme explicaciones?
—No demandarlas debe el vasallo á su señor.
—Pues bien, ida ver á D." Blanca y confesadle el estado de vuestro corazón.
—¡Señora!...
— Habéis prometido obedecerme.
—Me condenáis á morir.
—O tal vez os doy la salvación.
— ¿Sabéis?...
—Nada me podéis preguntar.
—Bien dijisteis. Mi palabra os di y la cumpliré. •
—Así me place.
'•
Pocas frases cambiaron ya la reina y el montero.
Salió este de la regia cámara sin saber qué pensar respecto del extraño mandato
que le diera D." Inés.
Pero habia dado su palabra y era necesario cumplirla.
Así fue que aprovechó la primera ocasión que se le presentó para hablar á Blanca.
La huérfana apenas pudo contestar.
La misma emoción que sentía, ahogaba las frases en su garganta.
Pero si sus labios permanecieron cerrados, en cambio su agitación, sus ojos, revé- .
laron al caballero tan inmensos tesoros de ternura y de cariño, que D. García no pudo
menos de sentirse lleno de gratitud hacia la reina que tal mandato le diera.
El caballero entonces demandó á los reyes la mano de Blanca.
Y el casamiento quedó concertado para el dia en que se cumplieran dos años de la
muerte de D. Martin Borneo.
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78
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XIX.
El rey D. Bamiro.
A la mnerte del rey D. Alfonso el Batallador, y en virtud del extraño testamento
hecho por este monarca, por el cual su reino habia d¿ ser patrimonio de las tres órdenes religiosas del Templo, del Sepulcro y de San Juan de Jerusalen, reuniéronse
los caballeros y ricos-hombres aragoneses y navarros, con asistencia por primera vez
del brazo popular ó sean los procuradores de las villas y ciudades del reino, y celebrando Cortes en Borja, pensaron en elegir sucesor al difunto monarca, prescindiendo
por completo de su testamento.
Discordes anduvieron los pareceres, fijándose por fin los aragoneses en D. Ramiro,
hermano del difunto D. Alfonso, que era monje en el monasterio de San Pons de Tho.
mieres, en Narhona.
Los navarros, no llevaron muy á bien semejante decisión, y aprovechando la ocasión
que se les presentaba para recobrar su independencia, separáronse de los aragoneses y
en Pamplona alzaron por rey de Navarra á D. García Ramirez, mientras que los de
Aragón, obtenida del Pontífice la dispensa de la profesión monástica y del sacerdocio,
aclamaban por rey á D. Ramiro, que casó con D.a Inés de Poitiers.
Los ricos-hombres aragoneses sabian demasiado que no era D. Ramiro el monarca
á propósito para suceder al belicoso y enérgico D. Alfonso, pero de las faltas de que
adolecía D. Ramiro pensaban todos aprovecharse para ensanchar sus dominios, para
medrar á la sombra de aquel trono, hechura suya, y á quien habían de tener constantemente bajo su tutela.
Pero si D. Ramiro era débil, irresoluto, si poco brillaba en los combates, en cambio
era algo entendido, no carecia de discreción y comprendía perfectamente la clase de dependencia á que se le sujetaba.
Concebía un plan que él creía eficaz para la estirpacion de los males que afligían aj
reino, mas cuando llegaba á su realización, tropezaba con aquella inconcebible timidez,
que le impedia llevarla á cabo.
El buen D. Ramiro era inepto para las cosas del estado; débil en la guerra y débil
para enfrenar tanta ambición y tanto desafuero.
En cambio su esposa , D.a Inés, estaba dotada de mayor penetración , comprendía
donde estaba el verdadero mal, trataba de infundir energía y resolución á su esposo ;
pero todos sus esfuerzos se estrellaban ante aquel carácter que, como formado ya y formado entre las condiciones y las exigencias de la vida monástica, era muy difícil de
modificar.
Contraposición marcada con el débil y apocado espíritu del monarca, formaba el de
su montero García de Loarre.
Atrevido, valiente hasta la temeridad, siempre que aconsejaba al rey, hacíalo en
los términos que su lealtad y su valor le aconsejaban.
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Blanca, también educada en aquella escuela de la Edad media, en que las mujeres
participaban de aquellas costumbres enérgicas y varoniles, indignábase muchas veces
al ver el menosprecio que los ricos-hombres hacian de su rey, y si algo aconsejaba á
D.a Inés, era que procurase infundir en el corazón de su esposo el valor que tan necesario le era para contrarestar á aquellos poderosos magnates.
En el momento en que presentamos á nuestros lectores á estos personajes, hállansc
en la cámara del monarca celebrando una especie de consejo de familia.
D.a Inés sentada en un sitial de alto respaldo con ricas molduras góticas, fija su mirada cariñosa y triste en D. Ramiro que visiblemente agitado se pasea por la estancia.
Blanca y García, en uno de los extremos del aposento, reclinados en el alféizar de
una de las ojivales ventanas del aposento, tiempo há que terminaron su conversación
particular, para atender á la de sus señores.
—¡Por mi nombre!—exclama el rey,—que si mi difunto hermano alzara la cabeza,
tal vez dieran al traste con todo su genio y su arrogancia las exigencias y demasías de
esta nobleza, cada vez mas altiva é insolente cuanto mayores son las gracias que se
la conceden. Visteis, D. García—prosiguió dirigiéndose al montero,—¿visteis la atrevida proposición de D. Gil de Atrosillo?
—Sí tal, señor, y os juro que no me sorprendió.
—Razón tenéis—añadió la reina,—nada debe sorprendernos ya después de lo que
hemos visto. A. las demandas de los Lunas han seguido las de Ferriz de Lizana, á las
de este, las de Azlor; los Cómeles, los Vidauras, todos han pedido mas de lo que un monarca debia darles, y como todo se les concedió, ¿qué mucho que D. Gil de Atrosillo
pida también si tiene la seguridad de que se lo han de conceder ?
—Y mientras tanto todos los lugares y villas de la Corona van pasando á poder de
esa nobleza orgullosa, que es mas rica que nosotros, mas fuerte que nosotros, y que nos
humilla y nos moteja, después de arrebatarnos lo que poseemos.
—Decid una sola palabra, señor, —exclamó con arranque García,—decidla, y
pronto veréisme al frente de vuestras lanzas y de mis fieles y valerosos almogávares,
tomar a escala franca esos castillos, esos lugares donde se hacen fuertes los ricos-hombres de vuestros reinos y colgados sus cuerpos en las torres del Homenaje.
—García, ¿Qué me proponéis? Ensangrentarse por mi culpa el reino; derramar la
sangre de mis soldados en estériles luchas cuando todavía quedan infieles en territorio
de cristianos; no, no puedo hacerlo.
—Pero es que por eso os motejan, señor;—repuso D.a Inés;—ved que además de
rey sois padre, y que debéis de legar á vuestra hija la corona de Aragón menos cercenada de lo que se encuentra.
—¿Y qué remedio halláis, señora, para evitar que mi hija ciña una corona tan pobre cuando tan rica era la que dejó mi hermano, D. Alfonso.
—Obrar con energía una vez siquiera.
—No puedo. Conozco que vuestro buen deseo os guia para aconsejarme así, mas
no tengo valor para ello. Cien veces, á no verme tan rodeado de asechanzas, á no hallarme espiado en mi propio alcázar, mandado hubiera un mensajero á mi noble y dis-
- 77 creto amigo, el abad de San Pons de Thomieres, demandándole un consejo; mas en el
estado en que me hallo, hasta eso me es imposible.
—¿Y tenéis confianza , Señor, en que el Abad os dará consejo completamente imparcial y recto?
—Sí, por Dios.
—¿Y os halláis dispuesto á seguirle, sea el que quiera que os dé?
—Sí.
—Pues bien, escribid las letras que os plazca para el Abad.
—¿Y quién ha de llevarlas? ¿Quién podrá salir de Huesca sin excitar sospechas?
¿Y quién podrá vencer todos los peligros que pueden presentársele en el camino que ha
de recorrer?
—Yo, señor. Yo os juro que saldré de Huesca con la voluntad, ó sin ella, de esos
que á mandar mas que vos.se atreven. Yo os fio quellegaré á San Pons de Thomieres
sin percance alguno y tendréis la respuesta que deseáis.
—¡D. García!—exclamó Blanca con acento tembloroso.
—¡Señora!—repuso el montero,—el deber me manda partir y no paséis temor alguno ; existe en el fondo de mi pecho misteriosa voz que me anuncia que volveré.
—No, García, no acepto vuestro generoso impulso. No anhelo ser causa de vuestra
desdicha.
—Os ruego, señor, que escribáis esas letras.
—Mas...
—Y os juro, y ved, señor, que mis juramentos, como jamás los he quebrantado,
tienen una fuerza extraordinaria; os juro que tendréis la respuesta á ellas.
—Hacedlo, señor—dijo D.a Inés,—ya que tanta confianza os merece el buen Abad
de San Pons y que D. García se obliga á llevar vuestro mensaje , aceptadle , que yo
también confianza hé, y volverá.
Blanca, aun cuando apenada por aquella ausencia, rogó también al monarca que
accediera, y tales fueron los ruegos, que D. Ramiro escribió el pergamino, que ya hemos visto entregó García de Loarre al Abad de San Pons de Thomieres.
XX.
Una reunión de ricos-hombres.
Bastantes dias habían transcurrido desde que D. García de Loarre partiera de Huesca . cuando una noche, apenas el toque de la queda acababa de anunciar á los buenos
burgeses de la ciudad, que las calles quedaban á merced de los ladrones y demás
gente maleante que solo apetecen las sombras y la soledad, sucesivamente fueron viéndose llegar al magnífico palacio de Ordas, varios caballeros seguidos de escuderos y
precedidos de pajes con antorchas.
Penetremos nosotros por el gótico portal, siguiendo á aquellos poderosos caballeros;
franqueamos el ancho zaguán; subamos la marmórea escalera alumbrada á trechos por
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antorchas sostenidas por abrazaderas de hierro; crucemos las suntuosas antecámaras
pobladas por multitud de escuderos, pajes y hombres de armas que componen la servidumbre del opulento magnate, y lleguemos hasta un salón de alto y esculturado techo, de muros sólidos y robustos cubiertos de tapices y en derredor de una mesa cubierta de blasonado tapete, sentados en sitiales de elevado respaldo y ricamente tallados,
encontraremos hasta catorce caballeros, representación exacta de aquella nobleza turbulenta , orgullosa, altiva y bravia que podia mas que el trono, que contaba con mayores recursos que él, y que cuando se ponia de su parte, solo trataba de engrandecerse
arrancándole nuevas concesiones.
Sentado delante de la mesa ,' en una especie de estradillo un poco mas elevado que
el piso de la estancia, hallábase el dueño de la casa, el poderoso Ordas, en cuya inquieta
mirada y en cuyo continente resuelto y altanero demostrábase que la nieve de los años
al blanquear su cabello, en nada habia debilitado su corazón.
Sin duda estaban ya reunidos todos los individuos convocados al efecto, puesto que
dijo el dueño de la casa:
—Paréceme nobles caballeros que ninguno ha faltado ala cita, probándome con ello,
que dispuestos os halláis á oponeros á los insensatos deseos del Rey-cogulla (1) que en
mal hora trajimos de San Pons de Thomieres, para que nos gobernase.
— Razón habéis D. Martin, que si rey valiente y recto hubimos enD. Alfonso el
Batallador, tan tímido y tan pacato como D. Ramiro, jamás le tuviéronlos bravos aragoneses.
—Mengua ya para nosotros, es sufrir el yugo de un monarca, que mas que para sentarse sobre las gradas de un trono, ha nacido para vivir en el claustro de un monasterio.
— Y aun no lo dijisteis todo D. Miguel de Azlor; de un rey que cuando menos podíamos creerlo, fué á darnos un sucesor en la infanta D.a Petronila.
i
—Guárdese su infantazgo en buen hora, que no serán los ricos-hombres aragoneses
gobernados por una hembra hija de un monarca imbécil.
— De un monarca que nos ha puesto en guerra con Navarra por sus ridículos temores.
—Y que apenas sabe regir un corcel ni manejar una lanza.
—Basta señores; — exclamó con fuerte voz el anciano D. García de Vidaura, — no
andemos por las ramas ni gastemos tantas alharacas para encubrir la verdad de nuestras intenciones; si vosotros dijéredes que D. Ramiro, no os podia servir ya , y que necesidad habernos de otro que mas nos conceda, en lo justo estuvierais y en lo verdadero.
— ¿Qué decís D. García?
—Dígoos, que todos los que aquí reunidos nos hallamos, elegimos á D. Ramiro por
rey, sabiendo ya quien era, y como esperanzas teníamos de dar buena cuenta, de la
su misma debilidad en nuestro propio bien, le sacamos del monasterio, alzando pendo(1) Epíteto denigrante dado al Rey D. Ramiro tanto por la nobleza cuanto por las clases mas inferiores. También se le llamaba Rey carn y col.
- 79 nes por él; diónos cuanto le pedimos; hoy apenas le gueda que dar ya aunque, voluntad tuviera de hacerlo, y como D. Ramiro, mas abriga temores de doncella que hrios de
guerrero y no puede llevarnos á tierras de moros donde alcancemos castillos y señoríos
con que aumentar nuestras rentas, descontentado nos hemos y otro rey anhelamos, que
ya que darnos mas no pueda, nos haga entrar por las tierras musulmanas para regresar á nuestros hogares cargados de gloria y botin. Así se habla y no escondamos con
mentidas frases la verdad de nuestros sentimientos.
—Agresivo os mostráis D. García.
—¡Por san Jorge! mi patrón, que si como agresión lo tomáis, dispuesta se halla mi
espada á sostener lo que mi lengua os dijo. Plácenme poco los encubiertos embolismos
de las gentes cortesanas, y como la verdad es la que acabo de decir, dispuesto á sostenerla me hallo.
—Reportaos D. García, y ved que aquí todos como amigos venimos.
—Pero ¿no es cierto lo que digo?
—Debisteis pensar...
—Vos D. Ferriz de Lizana, ¿no habéis obtenido de D. Ramiro el señorío de la Solana? Vos D. Pedro Cornel, ¿no os quedasteis con su voluntad ó sin ella, con el castillo
de Piedra Negra? ¿yo mismo, pedíle acaso licencia para hacer mios los lugares de Benavarre y Bolea? ¿acaso pagamos los pechos y alcabalas cual se debiera? pues si todos obramos así, ¿por qué no decir que lo que queremos es cambiar de señor, para adquirir nuevos y mayores beneficios?
Las frases del altivo magnate eran tan exactas, que aun cuando pudieran herirles,
ninguno se atrevió á contradecirlas.
Únicamente con sus miradas significaron la irritación de que se hallaban poseídos.
Entonces D. Martin de Orias intervino diciendo :
—Dice bien D. García, confesémoslo sin reboso, puesto que no es deshonra alguna
que nosotros, que cada uno valemos tanto como el Rey, y todos juntos mas que él, tratemos de tener la mejor parte de este reino, que nosotros le hemos dado y que solamente
merced á nuestros esfuerzos se sostiene.
—Cierto,—dijeron algunos.
—¥ porque así nos conviene, puesto que dueños somos de la nuestra voluntad, así
conforme ayer dimos la corona á D. Ramiro por convenirnos, hoy, que no nos conviene
quitémosela si así nos place, que cabeza no faltará á quien ceñírsela, ni espadas va"lientes para defenderla.
—No se trata precisamente de eso D. García,—repuso D. Martin Ordas,- que tal
pudieran venir las cosas que rey nos diéramos como el Batallador, ante quien mas de
una vez tuvimos de ceder.
— Ceder ante un valiente caballero, honra es; pero ante un Rey-cogulla en mengua
nuestra recae y empañar puede nuestros preclaros timbres.
—Para tratar de eso os convoqué.
—Pues hablad en puridad, y decid lo que pensáis.
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— Todos sabéis que para allegar fuerza D. Ramiro, con que pelear ventajosamente
con D. García de Navarra, alianza hizo con D. Alfonso VII de Castilla.
—No la hizo él, obligárnosle nosotros, así como también á que se concertase el casamiento de D.a Petronila con el infante D. Sancho.
—Pues bien, hoy nuestro poder y nuestra influencia hállanse terriblemente amenazadas.
— ¿Qué queréis decir?
—¿ Sabréis explicarme que vino hacer á Huesca D. Guillen Ramón de Moneada, Senescal de Cataluña?
— i Ira de Dios! D. Martin ; razón. habéis; ha tiempo que se le ve entrar en el alcázar.
—Y cuenta que D. Guillen es astuto y entendido, — dijo D. Ferriz de Lizana.
—Y que tiene gran influencia con el conde de Rarcelona D. Ramón Rerenguer;
— añadió Pedro Martínez de Luna.
— ¡ Vive Dios! que necesario es saber que hace aquí D. Guillen de Moneada.
—Cataluña tuvo siempre sus miras respecto á Aragón.
—Y no deber dar al olvido que el conde D. Ramón Rerenguer está soltero, — añadió Ordas.
—¿Osatreveríais á suponer?...
— Todo es posible, siendo tan débil D. Ramiro y tan astuto el catalán.
— ¡Poder de Dios! necesario es que exijamos pronta y terminante respuesta.
—Tal fue el mi objeto al convocaros; mucho puede convenirle á Cataluña su unión
con Aragón, mas lo que á ella convenirla há, desplácenos á nosotros, que el Conde don
Ramón, no es D. Ramiro.
—Rien decís D. Martin, y pues que tales temores abrigáis y de ellos, al decirlos vos,
también participamos, paréceme que mañana al rayaf el dia debemos abandonar á
Huesca.
—¡Abandonar á Huesca decís, D. Pedro de Luesia!
—Sí tal, á nuestros castillos á reunir nuestras mesnadas , á dar al aire nuestros
pendones y exigir de D. Ramiro que á efecto lleve los pactos con D. Alfonso de Castilla , y que salga de Huesca el Senescal de Cataluña.
—¿Y por qué tal aparato tan pronto, cuando otros medios en nuestro poder existen?
—Hablad.
—Ya sé lo que queréis decir—repuso Lope de Luna, —apoderémonos de la Infanta.
—No tal, mostrémonos corteses hasta el postrer extremo.
—Mas me placiera exigir que demandar.
—¿Y quién os dice que á exigir no vamos?
—Acabad de explicaros.
—Creóme que debemos mañana demandar al Rey una explicación.
—¿Y mejor no fuera ordenarle que despidiera al Senescal de Cataluña?
—No tal, que eso pudiera provocar la guerra entre catalanes y aragoneses.
— 81
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—¿Y qué? ¿acaso no saben ya las lanzas de Aragón atravesar los pechos de Cataluña?
—No fuera prudente en momentos tales promover una nueva guerra.
—Decís bien D. Martin— repuso Pedro de Bergua, —soy de vuestra opinión también.
Poco á poco fueron calmándose los belicosos alardes de los altivos caballeros, quedando decidido que al día siguiente, tres de ellos, se dirigiesen al alcázar, á imponer
su voluntad al Monarca. .
XXI.
La debilidad de un Rey.
HallábaseD. Ramiro en la cámara de su esposa, cuando entraron á anunciarle que
los muy poderosos caballeros D. Rui Jiménez de Luna, D. Miguel de Azlor, D. García de Vidaura y D. Martin de Ordas, le demandaban su venia para hablarle.
—¿Á qué me demandan venia — contestó D. Ramiro,—los que en mi reino mandan mas que yo mismo? Decidles que entren, que cuando juntos llegan, alguna nueva humillación tratarán de imponernos.
—Humilladles á vuestra vez señor, — repuso la reina tan luego hubo salido el paje
que acababa de anunciar á los caballeros; — mostraos enérgico monarca, una vez al
menos. ,
—Bien quisiera señora, que me duele ver la corona de mi difunto hermano D. Alfonso el Batallador, hecha patrimonio exclusivo de esos ricos-hombres turbulentos y
arrogantes; pero no puedo, asáltanme temores, que insensatos serán, escrúpulos necios tal vez, pero que no puedo vencerlos.
—Pues tened en cuenta lo que os digo, rey D. Ramiro, no solamente os hacéis vos
mismo el daño, sino que se lo hacéis á ese ángel que al cielo plugo concederos. Vuestra
hija no llegará á reinar en Aragón, por la debilidad de su padre.
—Pero ¿qué queréis que haga, señora?
— Ofender á los que os ofenden.
— ¡ Ofenderles! ¿de qué modo? ¿acaso tengo yo fuerza alguna que poderles oponer?
—Tenéis vuestro derecho, tenéis la vuestra autoridad, á la cual todos osan tocar
boy, porque ven que vos no hacéis uso de ella.
• —Ni aunque quisiera, ¿con que lanzas cuento para hacer frente á las mesnadas de
esos ricos-hombres , que cada uno puede poneren pié de guerra mas lanzas que su
mismo soberano?
—Hubierais sido mas parco en vuestras larguezas y liberalidades; hubierais dado
menos vdlas y menos castillos de vuestros señoríos, y lanzas tuvierais para defender y
hacer respetar la vuestra autoridad.
— ¡ Ah, señora! ¡ cuál me martirizáis hablándome de tal modo! ¿Qué pude yo hacer
cuando D. Ferriz de Lizana se apoderaba de una villa, ó D. Pedro de Bergua de un
11
T. II.
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