derecho al silencio

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PATRICIO GRANFIELD, O. S. B.
DERECHO AL SILENCIO
The Right lo silence, Theological Studies, 26 (1965) 280-298.
Historia
El derecho al silencio y el privilegio contra la propia acusación han sido objeto de
frecuentes debates últimamente. Los detectores de mentira, los métodos de lavado
mental, de control electrónico y la controversia en torno a la 5.ª Enmienda a la
Constitución americana giran alrededor del mismo sujeto.
Al tratar de estas cuestiones, los moralistas, hasta el siglo XIX, se mueven en el terreno
del derecho romano. La orientación del derecho romano en materia penal fue en un
principio acusatoria. El peso de las pruebas descansaba en la acusación. La defensa no
tenía ninguna obligación de responder a los cargos criminales. Aun después de
sentencia, se daba al reo la oportunidad de la fuga. La misma aqua et igni interdictio
derivaba del mismo principio.
Luego, bajo el Imperio, el poder se hizo absolutista; se reforzó el sistema policiaco; no
se perdonó esfuerzo para castigar al culpable. El derecho romano, aún sin cambiar sus
principios, adoptó fórmulas más inquisitorias. Teóricamente la responsabilidad caía
sobre el acusante, pero de hecho cualquier sospechoso tenía que probar su inocencia.
Hasta que no lo hiciera se lo consideraba culpable. La tortura, definida como "tormento
empleado para obtener la verdad" se convirtió en la quaestio más normal. Por medio de
ella se obtenía la confesión del crimen.
Los teólogos escolásticos arguyeron en torno de estas prácticas durante 600 años.
Básicamente aparecieron dos escuelas: la tradicional, según la cual el acusado tenía que
responder a cualquier pregunta legitima, aun con peligro de la propia vida; las razones:
la verdad y el bien común. (Sto. Tomás). La otra escuela defendía que nadie está
obligado a condenarse a sí mismo. Cualquier pregunta que apuntase hacia un castigo era
ilegítima. Se apuntaba más allá de la ley existente. Según ellos se trataba de un derecho
más básico: el derecho natural del criminal a negar su propio crimen. Pero esta opinión
sólo fue calificada como "probable". Nunca como probabilissima o sentencia
communis.
La reforma legal avanzó despacio. Empezó en Inglaterra hacia el 1700 y sólo a los 200
años había penetrado el Continente gracias a la Revolución francesa. Finalmente, la ley
eclesiástica se puso en conformidad con la civil en 1917 (Canon, 1743, 1.º).
Según ella el juez puede legalmente pedir cuentas al acusado, pero sin imponerle
obligación alguna a responder. Más aún, el silencio no debe ser interpretado como
acusación. Visto así, el problema se plantea únicamente en términos de ley positiva.
Planteamiento actual
La teología contemporánea ha tomado nuevo interés en la cuestión, en estos últimos
diez años. Dos factores han jugado en ello: el narcoanálisis y la contienda en torno a la
Constitución Americana (5ª enmienda). Los primeros tratamientos del narcoanálisis,
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durante la segunda guerra mundial, se aplicaron a los soldados psicopáticos para curar
su neurosis. Los efectos de la parálisis, de la inhabilidad del sistema nervioso motor y
sensitivo -en el que se incluye la imposibilidad de hablar- podían contrarrestarse por
medio de drogas. A través de estos experimentos, los científicos cayeron en la cuenta de
que el paciente, liberado de sus tensiones y traumas, llega a hablar libremente de sus
problemas. De ahí la falsa concepción de la "droga de la verdad". Poco a poco se fue
descubriendo que en estas confesiones se mezclaba la verdad con la mentira, y aun con
lo¡ "verosímil. La interpretación justa competía, pues, de por sí al siquiatra.
De ahí surgió al doble aplicación del narcoanálisis en el sistema judicial: antes del
proceso para cerciorarse de la culpabilidad. Después de sentencia, para examinar la
exacta responsabilidad en el crimen.
En las publicaciones actuales de los moralistas se observa lo siguiente: los manuales y
tratados enfocan el problema del derecho al silencio en términos de ley positiva. Los
artículos y ensayos, en términos de ley natural. Los primeros se refieren al derecho
romano -nemo tenetur tradere seipsum ("nadie está obligado a entregarse a sí mismo")-,
a las determinaciones de la ley penal en sus diversos países. Pero un "consensus"
teológico obtenido por un profundo examen de muchos artículos sobre el desecho al
silencio, nos demuestra que este derecho tiene sus raíces en la misma naturaleza del
hombre. El principio nemo tenetur Iradere seipsum es un principio de ley natural. Según
John Connery, todos los moralistas están concordes en que no existe obligación de
confesar el propio crimen. El problema surge a propósito de la pregunta, hecha al
acusado por legítima autoridad. Parece que si se da un derecho por parte del juez y de la
sociedad a la pregunta, tiene que darse la obligación, por parte del criminal, a la
confesión. El P. Connery responde a la objeción refiriéndose a la evolución teológica:
en el pasado el juez podía preguntar legítimamente al acusado bajo ciertas condiciones y
circunstancias. Los moralistas, aun frente a esta ley positiva que pedía la propia
confesión del crimen, mantenían ciertas restricciones. Si el acusado debía encararse con
una pena severa, varios moralistas le permitían negar su crimen.
Y esto, gracias a la protección de la misma ley natural. El P. Coíinery concluye: aunque
se establezca un derecho natural al silencio, no es inmoral la conducta de los
magistrados cuando piden confesión al reo. El Estado puede actuar en pleno derecho al
limitar los privilegios del criminal. Pero lo que importa subrayar en todo caso es que no
existe decisión legal alguna que obligue al acusado a confesar. Las mismas restricciones
del derecho romano a esta confesión prueban que la ley las consideraba como limitación
del derecho natural al silencio, más que como determinación de la ley en favor de la
confesión del culpable. El teólogo francés M. Huftier aplica el mismo principio a la
Iglesia, y se pregunta si un súbdito está obligado a confesar su crimen cuando es
interrogado por un superior religioso. Probablemente no existe la obligación cuando
seda la posibilidad de una pena. Sin embargo, el problema requiere más investigación.
Argumentación
Los moralistas contemporáneos presentan cinco argumentos principales para fundar el
derecho al silencio: el derecho al secreto; el derecho a la reputación; el extraordinario
motivo para poner actos heroicos; el amor propio legítimo; y la dignidad de la persona
humana.
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Acerca del derecho al secreto existe unanimidad entre los teólogos. El secreto más
íntimo es el que se instala entre Dios y el individuo. A nadie le es permitido invadir el
santuario de la conciencia de otro y profanar sus pensamientos ocultos.. Cualquier
tortura o coacción moral, lavado de cerebro o amenazas intentan violar el secreto. Pero
la definición normal del secreto incluye, al menos, dos personas y la obligación del otro
a no revelarlo. En el caso del criminal el secreto es puramente personal. Así puede
redefinirse el secreto para abarcar esta situación: "Cualquier conocimiento escondido,
que pertenece a alguien por estricto derecho y que otro no puede legalmente poseer,
usar, disponer contra la voluntad razonable del poseedor". El derecho al secreto tiene
que relacionarse con la virtud de la verdad y con los derechos de la persona. Lo primero,
porque consiste en no revelar alguna verdad indebidamente. Lo segundo, por que la
persona tiene diversas, clases de bienes o posesiones: bienes internos, intermediarios
(honor, reputación) y externos (propiedad privada). Lugo escribe: "Nada le pertenece
tanto al hombre como sus secretos". Aunque Sto. Tomás cree que existe este derecho,
piensa que el acusado no puede invocarlo. Pero los teólogos de hoy piensan que pocas
veces el bien común pide la cesación de aquel derecho.
El segundo argumento es el derecho a la propia reputación, que permanece, aun en el
caso de gozar uno de mala fama. Ordinariamente cualquier criminal no tiene obligación
de destrozar su reputación con la propia confesión. El bien común podría a veces
obligarle a hacerlo, aunque su fama fuera arruinada. El mayor bien prevalecería
entonces.
El tercer argumento se basa en la . naturaleza de los actos heroicos y la ley. La
obligación de los actos heroicos es rara. La ley tiene que ser humana y físicamente
posible. Lo que va más allá de la capacidad normal de la gente no favorece al bien
común a la larga. La ley es aquí estéril hasta que no se acude a la tortura y otros
métodos de coacción.
El cuarto argumento es el amor ordenado de sí mismo, según el precepto de Cristo. Esta
ley protege al acusado de la propia confesión y obliga a los demás a no forzar dicha
confesión. Cualquier testigo está excusado de su oficio, si ello resulta en daño propio o
ajeno. Y esto se aplica de alguna manera al criminal.
El último argumento se refiere a la dignidad e inviolabilidad de la persona humana. Pío
XII lo usó al condenar las prácticas del narcoanálisis, tortura y detector de me ntiras y al
calificarlo de ilícito e inmoral.
Todos estos elementos, cercanos al sentido común y a la sociedad de hoy, comparten
una misma verdad: el valor de la persona.
Limitaciones
¿En qué ocasiones tiene que restringirse el derecho al silencio? ¿Cuándo ha de ceder a
un bien mayor? Cuando su aplicación resulta en daño de terceros o perjudica el bien
común.
Aun cuando la no confesión resulte en acusación de otro, no existe la obligación de
declararse culpable cuando el reo no es causa formal o eficaz de la acusación injusta. Es
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el error de los jueces, no el conocimiento del criminal, auténtico lo que perjudica a la
tercera parte. Distinto sería el caso cuando el verdadero culpable arreglara las cosas para
que resultaran en acusación del otro.
En cuanto al bien común, la paz y la prosperidad de la sociedad humana piden, como en
el caso de la propiedad privada, un dominio supremo. Este dominio no lo tiene el Estado
de por sí, sino como garante del bien común. La mayoría de los teólogos antiguos
creyeron que el Estado tenía aquí este derecho. La mayoría de los actuales piensan lo
contrario, por lo menos en casos ordinarios. Sólo extraordinariamente debería revelarse
el crimen en conciencia. Y en ello tienen tanto que ver la acusación como la persona
misma del acusado. Si el Secretario o Presidente del Gobierno tuviera conexiones con el
comunismo; o participación en alguna conspiración, etc., tendría que manifestar su
culpa junto con la lista de los conspiradores en beneficio del bien común. Alguien que
padeciera de instintos criminales haría lo mismo para ser internado debidamente en una
institución mental, etc. En los demás casos basta el arrepentimiento interno y la
reparación de sí mismo y del crimen en privado.
El orden público
El jurista Pillet define el orden público teniendo en cuenta que la plena prosperidad de
la sociedad sólo se logra cuando el bien privado y público están en armonía. La ley del
mínimo orden social, propia de los regímenes totalitarios, busca a todo trance la paz y la
ausencia del crimen. El máximo orden social busca algo más que esta paz: el
perfeccionamiento y desarrollo de las potencialidades humanas. Busca una atmósfera en
que los hombres puedan vivir según las más altas aspiraciones de su naturaleza. Sólo
respetando los derechos civiles puede lograrse esto. Debe permitir, por ejemplo, el
derecho a asociarse, a practicar la propia religión, a hablar libremente, y finalmente a
callar (derecho al silencio). No es posible, pues, en principio, este orden público total
sin el privilegio contra la propia acusación. Por el mismo orden público podría limitarse,
pero sólo excepcional mente cuando el bien del estado (no del gobierno) estuviera en
grave peligro.
En suma, el mejor argumento en favor del derecho al silencio es que el hombre está
destinado a perfeccionarse en la sociedad, responsablemente por medio de su libertad.
Un ser libre y responsable tiene cierto dominio sobre su mundo interior. Tiene derecho a
una vida privada, personal. La estructura de la sociedad está llamada a ayudar al
hombre, no a dominarlo. La ley tiene que asegurar estos derechos. El totalitarismo es
inmoral porque niega al ciudadano todo esto, de alguna forma, al negarle la posibilidad
de participar en las decisiones políticas y al inmiscuirse en muchos campos de la
actividad privada. Como observa Pío XII, esta actitud "tanto en teoría como en la
práctica destroza la cualidad de las personas ante la ley y abandona las decisiones
jurídicas al capricho...".
Tradujo y extractó: PEDRO NEGRE
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