268 LAS MORALES DE LA HISTORIA ¿Y ahora? Parece que, antes aún de poder discutir sobre las distintas funciones de los intelectuales en la actualidad, hay que librarse a una defensa de la función como tal. El intelectual es aquel que juzga lo real según la medida de un ideal: ahora Herí, si renuncia a los valores, si se desinteresa de lo real, abdica de su propia Función. Esta tentación no es nueva: es un poco la elección de la vita contemplativa en detrimento de la vita activa; el Diálogo de los oradores de Tácito, por citar un ejemplo antiguo, ya pone en escena la oposición entre el orador comprometido con los asuntos de la ciudad y el poeta que «se retira en los lugares puros e inocentes y disfruta del placer de una morada sagrada»;4 las simpatías de Tácito van más bien hacia este último. Podemos encontrar siempre buenas razones para esta elección: en los tiempos de tiranía, el retiro es preferible pues el dictador toma de todas formas sus decisiones solo; durante los períodos democráticos reinan la vulgaridad y la mediocridad, pues éste es el gusto de la gente común; ¿no vale más entonces retirarse a una torre secreta y consagrarse al culto del arte o al de los sentidos? En nuestra época, y singularmente desde 1968, los principios individualistas reinan como dueños, y el retiro contemplativo ha tomado otra cara: hasta hace poco, los escritores y los pensadores renunciaban a juzgar a los demás y preferían consagrarse a la exploración de su propia experiencia. Política, no conocían otra que la del deseo; y rebelión, sólo la de los cuerpos. Esta renuncia, de todas formas, se encontraba neutralizada por el prestigio que nuestra sociedad de consumo concede a los creadores. Incluso cuando nos dicen: no tengo nada para enseñaros, nos tomamos eso como un precepto y queremos imitarles. Hace falta pues, si se quiere que los intelectuales tengan una función, luchar por el mantenimiento, o el restablecimiento, de una vida pública, que sea algo distinto de la yuxtaposición y la protección de innumerables vidas privadas. La situación del intelectual moderno es, a este respecto, muy distinta a aquélla del contemporáneo de Bossuet. El uno se hace el intérprete de la palabra divina; el otro, de la opinión pública. El primero se inmiscuye directamente en política; el segundo, de una eficacia menos inmediata pero que puede durar más tiempo, se mantiene esencialmente en el debate ideológico. El antiguo clérigo actúa sobre los detentores del poder; actualmente, el intelectual típico no es consejero del príncipe, sino que se dirige a la sociedad entera, de la que se vale con preferencia al Estado (cuando tal elección se presenta). Un papel esencial incumbe pues a todos los medios, que permiten el establecimiento de este contacto entre el intelectual y su sociedad: el libro y la prensa, la radio y la televisión, siendo su pluralismo indispensable para la libre expresión. Contrariamente a lo que pensaba Benda (aunque tenía unos gustos elitistas), el diario cotidiano favorece la democracia, en vez de obstaculizarla. ¿En qué se han convertido en la actualidad las funciones del intelectual que hemos podido identificar para los dos siglos pasados? La de guía y profeta parece 4 Tácito, Diálogo de los oradores, XII. LOS TÁBANOS MODERNOS 269 haber caído en desuso (suponiendo que haya sido alguna vez otra cosa que un sueño de poeta). La democracia desconfía de los guías inspirados; elige prosaicamente a los suyos por sufragio universal. En vez de elogiar a los poetas como si se tratara de poetas, nuestra sociedad rebaja a los profetas al rango de poetas. Y si, para una cuestión particular, se busca un consejo competente, uno se dirige al sabio con preferencia al poeta —considerado por lo tanto como puro experto, más que como intelectual. La función de perdonavidas y de negador igualmente ha quedado comprometida, aunque por otras razones. Y es que si se rechaza en bloque a la sociedad presente, execrándola y negándola en su propio principio, uno se convierte automáticamente en defensor de una sociedad radicalmente diferente. Ahora bien las tentativas para sustituir el principio democrático por otro principio —los utopismos fascista o comunista— resultaron un fracaso: el remedio se reveló peor que el mal. Queda la posibilidad de un rechazo, ya no en nombre de un porvenir radiante, sino en el de un retorno al pasado; los conservadores sustituyen a los revolucionarios con sus ataques contra la democracia, la racionalidad y el humanismo (es por culpa de Descartes, es por culpa de Condorcet). Y hay que señalar que los intelectuales modernos adoptan muchas veces la posición conservadora. Bajo formas muy variadas que van desde la nostalgia por el Antiguo Régimen, incluso por la Grecia antigua, hasta la ecología y el tercermundismo). pero que implican siempre una adhesión a lo que Louis Dumont llama los valores holistas: adhesión a la Jerarquía, privilegio de lo social sobre lo económico, estrechamiento de las relaciones comunitarias, armonía con la naturaleza. Existe por fin una tercera posibilidad, que podríamos llamar la función crítica, y que parece convenir particularmente a la época contemporánea (aunque cada una de estas funciones, la de profeta, la de perdonavidas y la de crítico, se encuentre a lo largo de nuestra historia). La diferencia entre la actitud crítica y la de los negadores consiste en que esta última se vale del porvenir o del pasado para condenar el presente, mientras que la primera se refiere a los principios constitutivos de la sociedad presente, en este caso a los principios democráticos, para criticar su realización imperfecta en la vida de cada día. Nuestro mundo está lejos de ser homogéneo y se ve constantemente atravesado por unos movimientos que se valen de sus mismos principios constitutivos. Podríamos dar como ejemplo la lucha por los derechos de las mujeres, gracias a la cual la mitad de la población ha adquirido un estatuto legal parecido al de la otra mitad, o también la de la integración de los inmigrados, independientemente de sus creencias, lengua de origen o color de piel. De una manera parecida, el intelectual crítico no se contenta con pertenecer a la sociedad, actúa sobre ella —intentando acercarla al ideal del que se vale. Juzga a la sociedad presente, no desde el exterior, sino volviendo a dar a sus principios una intensidad que ya no poseen; desea no una revolución, radical ni un retomo al pasado, sino la reanimación de un ideal un poco apagado. Actuar de esta manera es 270 LAS MORALES DE LA HISTORIA más que un derecho: es un deber que le ha sido impuesto por el mismo lugar que ocupa en el seno de la sociedad democrática. Es evidente que este retrato del intelectual crítico no tiene nada nuevo, ya que es el del primer intelectual célebre dentro de la tradición occidental, que no es otro que Sócrates. Según la Apología de su discípulo Platón, Sócrates rehusaba dos escollos. Por un lado, no quería participar directamente en el gobierno de su ciudad, rechazaba los cargos políticos cuando se le proponían, o incluso cuando se le imponían. Pero, por el otro, tampoco aceptaba desinteresarse de los asuntos de la ciudad, y retirarse a una vida puramente contemplativa. Me resulta imposible mantenerme tranquilo, declaraba; incluso si me lo hubieran prohibido, yo hubiese seguido filosofando, lo que, para él, no quería decir comentar a los filósofos anteriores, sino criticar la vida pública, tal como ésta se desarrollaba alrededor de él, y formular recomendaciones. Incluso fue precisamente porque no quería renunciar a la posibilidad de criticar y de luchar por la justicia por lo que Sócrates se negó a entrar en la vida política activa; si lo hiciera, decía, rápidamente estaría muerto; la oposición con los otros hombres políticos sería inevitable y despiadada. De todas formas esta crítica y este combate tenían un límite; a pesar de ser injustamente condenado, Sócrates se negaba a huir y prefería someterse a las leyes de su ciudad. Al no participar en el poder pero sin desinteresarse por ello de la vida pública, Sócrates encuentra, para describir su función, una curiosa imagen: él se ve como «atado por el Dios al costado de la Ciudad como al costado del caballo poderoso y de buena raza, pero al que su propia fuerza da demasiada pesadez y que tiene necesidad de ser despertado por una especie de tábano. Justamente de una manera semejante, a mí, tal como soy, el Dios me ha atado a la Ciudad; yo que despierto a cada uno de vosotros individualmente, que lo estimulo, que le hago reproches, sin detenerme un instante, instalándome por todas partes y el día entero».5 Representar el papel del tábano, o también del aguijón en la sociedad: ésta, pues, podrá ser la función del intelectual moderno, si no teme demasiado padecer la suerte de Sócrates. T. Todorov: Las morales de la historia, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 268-271. 5 Platón, Apologie de Socrate, en Oeuvres completes, Gallimard, 1950, 30a.