Y ahora? Parece que, antes aún de poder discutir sobre las distintas

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LAS MORALES DE LA HISTORIA
¿Y ahora? Parece que, antes aún de poder discutir sobre las distintas funciones
de los intelectuales en la actualidad, hay que librarse a una defensa de la función
como tal. El intelectual es aquel que juzga lo real según la medida de un ideal:
ahora Herí, si renuncia a los valores, si se desinteresa de lo real, abdica de su propia
Función. Esta tentación no es nueva: es un poco la elección de la vita contemplativa
en detrimento de la vita activa; el Diálogo de los oradores de Tácito, por citar un
ejemplo antiguo, ya pone en escena la oposición entre el orador comprometido con
los asuntos de la ciudad y el poeta que «se retira en los lugares puros e inocentes y
disfruta del placer de una morada sagrada»;4 las simpatías de Tácito van más bien
hacia este último. Podemos encontrar siempre buenas razones para esta elección: en
los tiempos de tiranía, el retiro es preferible pues el dictador toma de todas formas
sus decisiones solo; durante los períodos democráticos reinan la vulgaridad y la
mediocridad, pues éste es el gusto de la gente común; ¿no vale más entonces
retirarse a una torre secreta y consagrarse al culto del arte o al de los sentidos? En
nuestra época, y singularmente desde 1968, los principios individualistas reinan
como dueños, y el retiro contemplativo ha tomado otra cara: hasta hace poco, los
escritores y los pensadores renunciaban a juzgar a los demás y preferían
consagrarse a la exploración de su propia experiencia. Política, no conocían otra
que la del deseo; y rebelión, sólo la de los cuerpos. Esta renuncia, de todas formas,
se encontraba neutralizada por el prestigio que nuestra sociedad de consumo
concede a los creadores. Incluso cuando nos dicen: no tengo nada para enseñaros,
nos tomamos eso como un precepto y queremos imitarles.
Hace falta pues, si se quiere que los intelectuales tengan una función, luchar
por el mantenimiento, o el restablecimiento, de una vida pública, que sea algo
distinto de la yuxtaposición y la protección de innumerables vidas privadas. La
situación del intelectual moderno es, a este respecto, muy distinta a aquélla del
contemporáneo de Bossuet. El uno se hace el intérprete de la palabra divina; el otro,
de la opinión pública. El primero se inmiscuye directamente en política; el segundo,
de una eficacia menos inmediata pero que puede durar más tiempo, se mantiene
esencialmente en el debate ideológico. El antiguo clérigo actúa sobre los detentores
del poder; actualmente, el intelectual típico no es consejero del príncipe, sino que se
dirige a la sociedad entera, de la que se vale con preferencia al Estado (cuando tal
elección se presenta). Un papel esencial incumbe pues a todos los medios, que
permiten el establecimiento de este contacto entre el intelectual y su sociedad: el
libro y la prensa, la radio y la televisión, siendo su pluralismo indispensable para la
libre expresión. Contrariamente a lo que pensaba Benda (aunque tenía unos gustos
elitistas), el diario cotidiano favorece la democracia, en vez de obstaculizarla.
¿En qué se han convertido en la actualidad las funciones del intelectual que
hemos podido identificar para los dos siglos pasados? La de guía y profeta parece
4 Tácito, Diálogo de los oradores, XII.
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haber caído en desuso (suponiendo que haya sido alguna vez otra cosa que un sueño
de poeta). La democracia desconfía de los guías inspirados; elige prosaicamente a
los suyos por sufragio universal. En vez de elogiar a los poetas como si se tratara de
poetas, nuestra sociedad rebaja a los profetas al rango de poetas. Y si, para una
cuestión particular, se busca un consejo competente, uno se dirige al sabio con
preferencia al poeta —considerado por lo tanto como puro experto, más que como
intelectual.
La función de perdonavidas y de negador igualmente ha quedado
comprometida, aunque por otras razones. Y es que si se rechaza en bloque a la
sociedad presente, execrándola y negándola en su propio principio, uno se convierte
automáticamente en defensor de una sociedad radicalmente diferente. Ahora bien
las tentativas para sustituir el principio democrático por otro principio —los
utopismos fascista o comunista— resultaron un fracaso: el remedio se reveló peor
que el mal. Queda la posibilidad de un rechazo, ya no en nombre de un porvenir
radiante, sino en el de un retorno al pasado; los conservadores sustituyen a los
revolucionarios con sus ataques contra la democracia, la racionalidad y el
humanismo (es por culpa de Descartes, es por culpa de Condorcet). Y hay que
señalar que los intelectuales modernos adoptan muchas veces la posición conservadora. Bajo formas muy variadas que van desde la nostalgia por el Antiguo
Régimen, incluso por la Grecia antigua, hasta la ecología y el tercermundismo).
pero que implican siempre una adhesión a lo que Louis Dumont llama los valores
holistas: adhesión a la Jerarquía, privilegio de lo social sobre lo económico,
estrechamiento de las relaciones comunitarias, armonía con la naturaleza.
Existe por fin una tercera posibilidad, que podríamos llamar la función crítica,
y que parece convenir particularmente a la época contemporánea (aunque cada una
de estas funciones, la de profeta, la de perdonavidas y la de crítico, se encuentre a lo
largo de nuestra historia). La diferencia entre la actitud crítica y la de los negadores
consiste en que esta última se vale del porvenir o del pasado para condenar el
presente, mientras que la primera se refiere a los principios constitutivos de la
sociedad presente, en este caso a los principios democráticos, para criticar su
realización imperfecta en la vida de cada día. Nuestro mundo está lejos de ser
homogéneo y se ve constantemente atravesado por unos movimientos que se valen
de sus mismos principios constitutivos. Podríamos dar como ejemplo la lucha por
los derechos de las mujeres, gracias a la cual la mitad de la población ha adquirido
un estatuto legal parecido al de la otra mitad, o también la de la integración de los
inmigrados, independientemente de sus creencias, lengua de origen o color de piel.
De una manera parecida, el intelectual crítico no se contenta con pertenecer a la sociedad, actúa sobre ella —intentando acercarla al ideal del que se vale. Juzga a la
sociedad presente, no desde el exterior, sino volviendo a dar a sus principios una
intensidad que ya no poseen; desea no una revolución, radical ni un retomo al
pasado, sino la reanimación de un ideal un poco apagado. Actuar de esta manera es
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más que un derecho: es un deber que le ha sido impuesto por el mismo lugar que
ocupa en el seno de la sociedad democrática.
Es evidente que este retrato del intelectual crítico no tiene nada nuevo, ya que
es el del primer intelectual célebre dentro de la tradición occidental, que no es otro
que Sócrates. Según la Apología de su discípulo Platón, Sócrates rehusaba dos
escollos. Por un lado, no quería participar directamente en el gobierno de su ciudad,
rechazaba los cargos políticos cuando se le proponían, o incluso cuando se le
imponían. Pero, por el otro, tampoco aceptaba desinteresarse de los asuntos de la
ciudad, y retirarse a una vida puramente contemplativa. Me resulta imposible
mantenerme tranquilo, declaraba; incluso si me lo hubieran prohibido, yo hubiese
seguido filosofando, lo que, para él, no quería decir comentar a los filósofos
anteriores, sino criticar la vida pública, tal como ésta se desarrollaba alrededor de
él, y formular recomendaciones. Incluso fue precisamente porque no quería
renunciar a la posibilidad de criticar y de luchar por la justicia por lo que Sócrates
se negó a entrar en la vida política activa; si lo hiciera, decía, rápidamente estaría
muerto; la oposición con los otros hombres políticos sería inevitable y despiadada.
De todas formas esta crítica y este combate tenían un límite; a pesar de ser
injustamente condenado, Sócrates se negaba a huir y prefería someterse a las leyes
de su ciudad.
Al no participar en el poder pero sin desinteresarse por ello de la vida pública,
Sócrates encuentra, para describir su función, una curiosa imagen: él se ve como
«atado por el Dios al costado de la Ciudad como al costado del caballo poderoso y
de buena raza, pero al que su propia fuerza da demasiada pesadez y que tiene
necesidad de ser despertado por una especie de tábano. Justamente de una manera
semejante, a mí, tal como soy, el Dios me ha atado a la Ciudad; yo que despierto a
cada uno de vosotros individualmente, que lo estimulo, que le hago reproches, sin
detenerme un instante, instalándome por todas partes y el día entero».5 Representar
el papel del tábano, o también del aguijón en la sociedad: ésta, pues, podrá ser la
función del intelectual moderno, si no teme demasiado padecer la suerte de
Sócrates.
T. Todorov: Las morales de la historia, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 268-271.
5 Platón, Apologie de Socrate, en Oeuvres completes, Gallimard, 1950, 30a.
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