Cuarto Domingo de Cuaresma - Ciclo B Padre Jacques Bénigne

Anuncio
Cuarto Domingo de Cuaresma - Ciclo B
Padre Jacques Bénigne Bossuet
Virtud de la cruz de Jesucristo.
Jesús atrae a sí todas las cosas por la virtud de la cruz
“El príncipe de este mundo”, el demonio, que por la idolatría se ha apoderado de él, “va a ser
echado” (Jo., XII, 31), y las falsas divinidades abandonadas. Pero no es esto suficiente, pues
además de echar al demonio, es necesario dar el imperio a Dios por Jesucristo. “Y yo, nos dice
Jesús, después que haya sido elevado de la tierra sobre la cruz, atraeré todas las cosas a mí”; y
atraeré a mí todo. En la cruz hay una virtud escondida para atraer a todos los hombres. Y habrá
hombres de todas las clases, y no solamente de todos los sexos, sino también de todas las
naciones, de toda clase de inteligencia, de todas las profesiones, de todos los estados, que serán
poderosamente atraídos, que vendrán en multitud a Jesucristo; y de toda esta bienaventurada
humanidad, que Dios ha unido por la elección de su eterna misericordia, ninguno se rezagará. La
acción de la crucifixión parece haber elevado a Jesús sobre la tierra para ser el centro de todo el
mundo: él es el punto de toda contradicción, por una parte; y por la otra, es el objeto de la
esperanza del mundo. “Era necesario que fuera elevado como la serpiente en el desierto”, para
que todos los hombres pudieran dirigir a él sus miradas, como él mismo lo dijo (Jo., III, 14-15).
La salvación de la humanidad ha sido el fruto de esta cruel y misteriosa exaltación. Vayamos al
pie de la cruz y digámosle al Salvador, con palabras de la esposa: “Atraednos; nosotros
seguiremos después de ti” (Cant., 1, 3). La misericordia, que nos hizo aceptar el suplicio de la
cruz, el amor, que os hizo morir y que tiene manifestación en todas nuestras llagas, es el dulce
perfume que éstas exhalan para atraernos a vos. Atraed nuestros corazones de esta manera
poderosa y dulce como vos habéis dicho “que vuestro Padre atrae a vos todos los que vienen”
(Jo., VI, 44). Atraednos de esta forma, omnipotente, que no deja que podamos demorar en el
camino. Que vayamos todos a vos a vuestra cruz; que estemos unidos a ti con vuestros mismos
clavos, crucificados con vos, de manera que ya no vivamos nunca más para el mundo, sino para
vos solamente. ¿Cuándo podremos nosotros decir, como vuestro apóstol: “Yo vivo, mas no vivo
yo, sino que Jesucristo vive en mí”; y todavía más: “Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me ha
amado y que se ha entregado por mi”. Y nuevamente: “Yo estoy unido a la cruz con Jesucristo”
y además: “La caridad de Jesucristo nos constriñe, persuadidos como lo estamos de que si uno
murió todos, luego todos son muertos; y murió por todos para los que viven no vivan ya para sí,
sino para él, que para ellos murió y resucitó” (II Cor., V, 14-15). Es así que Jesucristo nos atrae.
Era necesario, como él mismo lo dijo, que “este grano de trigo fuera sepultado en la tierra para
multiplicarse” (Jo., XII, 24). Era necesario que se sacrificara él mismo para hacernos en sí
mismo una ofrenda agradable a Dios. El nuevo pueblo de Dios debía nacer de su muerte.
El Salvador había dicho anteriormente: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea exaltado como
la serpiente” (Jo., III, 14). Y él había dicho antes: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre,
entonces conoceréis quién soy” (Jo., VIII, 28). El conocimiento de la verdad había sido unido a
la cruz.
“Yo atraeré a todos a mí”. Consideremos con cuánta dulzura, pero también con que fuerza se
realiza esta operación. Él nos atrae, como acabamos de ver, por la manifestación de la verdad. Él
nos atrae por el encanto de los placeres celestiales, por estas escondidas dulzuras que nadie sabe,
sino los que las han experimentado. Él nos atrae por nuestra propia voluntad, que él empuja
suavemente en nosotros mismos, y entonces le seguimos sin casi darnos cuenta de la mano que
nos guía, ni de la impresión que ella causa en nosotros. Seguimos y continuamos; pero seguimos
hasta la cruz, pues, siendo desde la cruz que él atrae, es hasta allí que es necesario seguir. Es
necesario seguirle hasta expirar con él, hasta derramar toda la sangre del alma, toda su vivacidad
natural, y descansar solamente en Jesús. Pues esto es descansar en la verdad, en la justicia, en la
sabiduría, en la fuente misma del más puro y casto de los amores. ¡Oh Jesús; cuán viles son todas
las cosas para el que os posee; para el que es atraído hacia vos, hasta vuestra cruz! ¡Oh Jesús; qué
eficacia habéis unido vos a vuestra cruz! Haced que la sienta mi corazón: “Cuando yo sea
elevado de la tierra”, habéis dicho vos. Que no quiera yo otra elevación sino ésta: la vuestra; y
que ésta sea la mía. Reflexionemos que todo esto fue dicho con ocasión de la entrada de Nuestro
Señor Jesucristo y seguramente el mismo día, o el día siguiente, que aconteció. Admiremos,
todavía una vez más, como Jesús da a su gran triunfo el carácter de cruz y de muerte.
Los incrédulos cerraron sus ojos a la luz: ellos andan en las tinieblas
¿Por qué, pues, habéis dicho vos: “que es necesario que el Hijo del Hombre sea elevado” de la
tierra? Jesús había hablado con tanta frecuencia de esta su exaltación misteriosa y había tan
frecuentemente hablado de la cruz y de la necesidad de llevar la cruz para seguirle, que, a la
postre, las turbas se habían acostumbrado a oírselo decir. Es por esto que ellos decían: “Nosotros
sabemos por la Ley que el Mesías permanece para siempre. ¿Cómo, pues, dices tú que el Hijo del
Hombre ha de ser levantado? ¿Quién es ese Hijo del Hombre?” Y en estas sus palabras había
algo de verdad y algo de error. Ellos tenían razón al afirmar que Cristo debía permanecer y reinar
eternamente; pero ellos no querían comprender por dónde era necesario pasar antes para llegar a
su reino; y pues el Maestro estaba en medió de ellos lo más lógico era consultarle, pues que Dios
había afirmado su misión divina con tantos milagros. Es por lo que Jesús les dice: “Por poco
tiempo está aún la luz en medio de vosotros” (Jo. XII, 35). Yo me voy; y esta luz no quedará más
con vosotros; servíos de ella mientras la tengáis con vosotros. “Caminad, mientras tengáis luz;
que no os sorprendan las tinieblas”, y ellas os roeen por todas partes; “pues el que camina en
tinieblas no sabe por dónde va”; puede tropezar en todas las piedras; puede caer en todos los
abismos; y no solamente no está seguro de apoyar en firme sus pies, sino que puede dar con su
cabeza y no se puede defender.
Jesús es la luz, para los que abren los ojos para verla; pero para aquellos que los cierran es una
piedra contra la que dan y se dañan. Hace falta haber querido aprender de él el misterio de su
flaqueza, que, si no, dan contra él y se estrellan; y quedan sin conocerle; y entonces preguntan:
“¿Quién es el Hijo del Hombre que ha de ser crucificado y con ello ha de atraer todas las cosas?
¿Es que sois vos a quien nosotros vemos tan débil? ¿Cómo puede ser que atraigáis a vos todo el
mundo, sino, más bien, ser rehusado de todos por causa de vuestra cruz?” Ciegos como son no
ven, en manera alguna, en la escena de su majestuosa entrada en Jerusalén que le pertenecía a él
únicamente recibir la gloria y que no la deja de percibir por debilidad, sino que se aparta de ella,
con gran sabiduría, hasta su último triunfo. Él os haría comprender esta verdad si se lo
suplicarais humildemente; pero vosotros dejáis escapar la luz, y por esto mismo el que ha venido
para iluminaros va a serviros de escándalo: escándalo para los judíos, como decía San Pablo
(Cor., 1, 23), y locura para los gentiles.
Reflexionemos todavía más estas palabras: “Por poco tiempo aún está la luz en medio de
vosotros”. Figurémonos un momento en que parece que la luz se aparte del alma, pues que
cuando se la desprecia pronto deja de sentirse; nube oscura la impide llegar a nosotros; nuestras
pasiones, que nosotros dejamos crecer libremente, llegan a ofuscarnos e impiden que veamos la
luz; andamos, pues, mientras nos quede una débil centella, que nos ilumine. ¡Qué horror ser
rodeados definitivamente por las tinieblas entre tantos precipicios! Éste es tu estado, oh alma, si
tú dejas de aprovechar esta luz débil, que por poco tiempo te queda todavía.
“El que camina en tinieblas no sabe por dónde va” Estado lastimoso el del alma que no
aprovecha la luz, pues es necesario andar; nuestra alma no puede permanecer sin movimiento. Se
anda, pero no se sabe adónde: se cree andar a la gloria ; se va en seguimiento de los placeres; se
quiere disfrutar la vida y la felicidad; pero no obstante se va derechamente a la perdición y a la
muerte. No se sabe adónde vamos ni por dónde nos extraviamos. Nos alejamos del camino y no
acertamos a encontrar traza alguna, ni vereda alguna por donde podamos nuevamente
encontrarlo; cosa tan frecuente en la vida ordinaria de los hombres. Y por desgracia esto es todo
cuanto podemos decir de él. Solamente con lágrimas y gemidos, pues son insuficientes las
palabras, podemos deplorar este estado del alma.
“No sabe por dónde va”. Ciego, ¿adónde te diriges? ¿Cuál es y adónde va el camino que sigues?
Reflexiona y vuelve atrás, mientras todavía distingues el camino. Pues si adelantas vas a
encontrarte con un laberinto, en el que serás retenido, entre sus falaces e inevitables
desviaciones. En él está tu perdición y entonces ya no tendrás otro remedio ni sabrás adónde
dirigirte, ni sabrás dónde te encuentras; no harás sino andar y andar todos los días, como
arrastrado, como por una especie de fatalidad desventurada y empujado por las pasiones, que no
podrás refrenar. Vuelve atrás, aunque te parezca imposible no sigas andando por este camino,
que el abismo te espera a su término, que el precipicio te va a tragar, que vas a ser presa de la
oscuridad y entonces, sin socorros, sin guía, piensa lo que te va a suceder.
(Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio , Ed. Iberia, Barcelona, 1955, Volumen I, pp. 52-56)
Descargar