En "La fuerza de amar", M

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La experiencia del Resucitado:
Una presencia que desencadena vida
Juan Manuel Martín-Moreno, SJ.
En "La fuerza de amar", M. L. King nos cuenta un acontecimiento muy significativo en su
lucha por los derechos humanos. Después de un día fatigoso, recibió una llamada insultante y
amenazadora. Al colgar no pudo ya dormir. Todos los temores se le cayeron encima a la vez.
En la cocina, calentando un poco de café, estaba ya a punto de abandonarlo todo. Con la cabeza entre las manos oró en voz alta:
«Estoy aquí tomando partido por lo que creo es de justicia, pero ahora tengo miedo. La
gente me elige para que los guíe, y si me presento ante ellos falto de fuerza y valor, también
ellos se hundirán. Estoy en el limite de mis fuerzas. No me queda nada. He llegado a un punto
en que me es totalmente imposible enfrentarme yo solo a todo.»
En aquel instante, nos cuenta que experimentó la presencia del Señor como jamás la había
experimentado hasta entonces. Podía sentir la seguridad tranquilizadora de una voz que le decía: "Toma partido a favor de la justicia, pronúnciate por la verdad. Dios estará siempre a tu
lado". Al momento sintió que sus temores desaparecían. La situación seguía siendo la misma,
pero Dios le había dado la tranquilidad interior. Cuando, tres días más tarde, pusieron
una bomba en su casa, ni se inmutó.1
La experiencia de esta presencia del Señor que fortalece, que ahuyenta los temores,
es la manera actual como el Resucitado se sigue haciendo presente entre los suyos para
animarles en sus opciones a favor del Evangelio. El tiempo de las apariciones no ha
durado sólo cuarenta días, sino que llega hasta nuestros días.
1.
Verdaderamente ha resucitado
La resurrección del Señor no tuvo testigos. Como reza un himno de vísperas: "No
supieron contarlo los centinelas. Nadie supo la hora ni la manera". Este acontecimiento
nos es accesible sólo a través de las experiencias de los apóstoles y la transformación
de sus vidas. Pero "Jesús no vive gracias a la fe de sus discípulos. La Pascua fue primariamente un acontecimiento para Jesús mismo: ¡Jesús vive de nuevo por obra de Dios
como provocación a la fe!".3
La resurrección de Jesús no significa meramente que la "causa" de Jesús siga adelante, o que se demuestre la validez de los principios en los que él creyó. No podemos
prescindir de la realidad del Resucitado. "La causa de Jesús sigue adelante y tiene sentido, porque Jesús mismo no se quedó fracasado en la muerte, sino que, completamente
legitimado por Dios, vive".3
Hans Küng contrasta esta objetividad de la resurrección de Jesús con lo que pudiera
ocurrir a otros personajes de la historia que han pasado dejando huella. Jesús no vive
porque es anunciado, sino que es anunciado porque vive. "Distinto de lo que ocurre
con Lenin en el oratorio de Rodion Schtschedrin Lenin en el corazón del pueblo, donde
el guardia rojo, junto al Lecho de muerte de Lenin, canta: '¡No, no, no; no puede ser!
¡Lenin vive, vive, vive!'. Lo que indica que sólo sigue adelante la 'causa' de Lenin".*
Siendo esto verdad, tenemos que renunciar a imaginar de cualquier modo la realidad
de esta nueva existencia de Jesús fuera de nuestro espacio y de nuestro tiempo. La resurrección no es la reanimación súbita de un cadáver en un estado de rigidez, como si Jesús hubiese vuelto a la vida biológica anterior al estilo de lo que le aconteció a Lázaro. Jesús no
vuelve a los suyos como hubiera podido volver el rey D. Sebastián de Portugal o la controvertida gran duquesa Anastasia.
Tenemos que acostumbrarnos a pensar en la existencia resucitada de Jesús sin necesidad de
apoyos imaginativos. Puede ayudarnos un poco para esto ver cómo también los físicos renuncian a la imaginación a la hora de describir la naturaleza de la luz o el campo subatómico.
Usan fórmulas matemáticas; pero, cuando acuden a esquemas imaginativos, no les importa
que sean claramente contradictorios entre sí, y nos hablan de una realidad que se comporta a
la vez como corpúsculo o como onda.
Tampoco nosotros debemos atarnos a imágenes concretas, y si las utilizamos como apoyos
visuales, no nos debe importar que resulten contradictorias. ¿Qué más contradictorio que hablar de un "cuerpo espiritual"? (1 Co 15,44).
Künneth expresó felizmente la realidad de la resurrección como el paso a una "nueva dimensión", tan inimaginable como esas cuartas o quintas dimensiones que los matemáticos
manejan con tanta soltura.5
1.
Apariciones entonces y ahora
No debemos apoyarnos en los datos de las apariciones evangélicas para precipitarnos a sacar conclusiones demasiado "realistas" sobre la existencia resucitada de Jesús y su manera de
-relacionarse con nosotros. Los discípulos vieron el cuerpo del Resucitado, pero con "ojos no
resucitados".
Lucas (¿médico?) es el evangelista que más ha tratado de subrayar la realidad corporal del
resucitado y el testimonio ocular de los apóstoles en un sentido objetivo. Come el pez asado y
se deja palpar (Le 24,39-43). Pero ni aun aquí podemos extrapolar estos datos. Meramente tratan de establecer la identidad entre el Jesús de antes y el de ahora, identidad que en la experiencia de los discípulos no resucitados necesita de esos apoyos imaginativos que pertenecen a
la mediación psicológica de su experiencia.
Los discípulos "vieron" al Señor a través de estas mediaciones de su cuerpo no resucitado,
pero de ahí no podemos concluir que el cuerpo siga teniendo unos miembros. ¿De qué servirían ya una boca y un aparato digestivo cuando no hay necesidad de alimentarse? ¿De qué
serviría un sexo cuando se vive ya sin casarse, "como los ángeles del cielo"? (Mt 22,30). San
Ignacio "veía con los ojos interiores la humanidad de Cristo, y la figura que le parecía como
un cuerpo blanco, mas no veía ninguna distinción de miembros".6
Jesús, en sus apariciones, irá invitando precisamente a los suyos a que se vayan desprendiendo cada vez más de esos apoyos imaginativos, para poder entrar directamente en comunicación con él en la nueva dimensión en la que vive. A la Magdalena la invitará a "soltarle", a
no querer aferrarse a este tipo de materialidad en su contacto y en sus encuentros con él (cf.
20,17).
El P. Rossi de Gasperis explicaba esto con una sugerente comparación. La cuarentena pascual marca una etapa transitoria en el aprendizaje de una nueva lengua. Los discípulos estaban
acostumbrados a comunicarse con el Maestro en el leguaje de los sentidos, pero ahora Jesús
quiere enseñarles a comunicarse con él en un nuevo lenguaje: la lengua bautismal. El resucitado les enseñará la lengua nueva por el método activo, es decir, hablándola. Pero para los
principiantes conviene hacer referencias al idioma antiguo, estableciendo los paralelismos y
correspondencias entre los vocablos y expresiones de una y otra. Jesús se deja tocar, se deja
ver, camina con los suyos, cosas todas ellas pertenecientes a su antigua existencia. Pero sólo
para que aprendamos a comunicarnos con él ahora en la lengua nueva, la lengua del espíritu.
Una vez aprendido el idioma nuevo, ya no hay necesidad de referirse al antiguo. El que
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domina un idioma no va traduciendo, sino que piensa ya en la lengua nueva. Es el momento
en que cesan las apariciones de contenido imaginativo; han dejado de ser necesarias. Cuarenta
días representan en Lucas el tiempo para una experiencia espiritual completa.
Ya está establecida la identidad del Jesús de ahora con el de entonces. Evocando el pasado,
el Señor tranquiliza a sus discípulos sobre su identidad inalterada. "¡Ciertamente soy yo!", El
Resucitado no es otro que Jesús el Nazareno (Hch 2,22-24). Cristo no es un símbolo a superar.
"¡Es verdad, ¡el Señor ha resucitado!" ("ontos egérthe": Le 24,34).
Pero la identidad es del mismo tipo que la que existe entre la semilla y la planta crecida.
"Lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla...". "Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual"
(1 Cor 15,37-44).
Por eso las "apariciones" a San Ignacio o a Martin L. King no son, en sustancia, diversas
de las que tuvieron los apóstoles, aunque falte total o parcialmente el componente imaginativo. Es el Resucitado quien se hace presente al discípulo desalentado y tentado de regresar a
Emaús para disipar su miedo y confortarle con su presencia.
No tiene sentido ser demasiado explícito sobre la objetividad de las apariciones a los discípulos. ¿Qué habría visto un fariseo que estuviese fisgando por alguna rendija de las ventanas
cerradas del Cenáculo? ¿Habría visto lo mismo que vieron los apóstoles?
A un teólogo ya anciano le acosaban unos inquisidores para que se definiese sobre la objetividad de las apariciones de Jesús. En un momento le arrinconaron con esta pregunta: "Si Pedro hubiese tenido una cámara, ¿qué habría salido en la foto?". Con un buen sentido del humor contestó nuestro anciano teólogo: "Pedro se llevó tal susto al ver al Señor que, si hubiese
tenido una cámara, se le habría caído de las manos y estrellado contra el suelo".
En realidad, la cámara no habría captado nada, y el fariseo fisgón tampoco. "Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo, y también vosotros
viviréis" (Jun 14,19). El mundo tiene los ojos ciegos. "De esta presencia el mundo no sabe
nada. Sigue como antes, yendo tras sus negocios. En el célebre cuadro de Rembrandt, la sirviente continúa preparando la vajilla".7
Vosotros sí me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis. Para poder experimentar al Resucitado en su nueva existencia hace falta eso que se ha dado en llamar "afinidad activa" o lo
que, en lenguaje más castizo, llamaríamos "ponerse en la misma onda". Los cristianos somos
"hijos de la resurrección" (Le 20,36). Este semitismo indica nuestra condición de vida resucitada. Sólo los resucitados pueden ver al Resucitado; sólo los vivos pueden ver al que vive. Y
un cristiano ya ha resucitado. "Sepultados con él por el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios que lo resucitó de entre los muertos" (Col 2,12; cf .3,1).
"Estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia
habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús*'
(Ef 2,5-6).
Dice al respecto González Faus; "Si la resurrección de Jesús incluye la nuestra, la aparición
del Resucitado no puede ser meramente la visión de un objeto exterior al vidente y que no lo
englobe, sino que, de la forma que sea, tiene que ser también la experiencia que el vidente hace de sí mismo como resucitado (y de toda la resurrección universal)".5
Les pasó a los discípulos y nos pasa a nosotros. En su ilustración en el Cardoner, a Ignacio
"se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento, y no que viese ninguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas... Y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas";1
Todo encuentro tiene una dimensión personal y personalizante. No puedo descubrir al otro
sin descubrir al mismo tiempo lo mejor que hay en mí y en el mundo. María descubre el nombre del Maestro en el mismo momento en que escucha su propio nombre de labios de Jesús.
3
Conocer es ser conocido.
J. Taylor, en un precioso libro sobre el Espíritu, describe las características de todo encuentro. Una de ellas es que la verdad del otro viene a revelarme mi propia verdad, y este descubrimiento es generador de un increíble potencial de vida y energía. "Un flash de mutuo reconocimiento tiene más voltaje que un rayo".10
3.
Afinidad activa
Vosotros sí me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis. Para poder experimentar al Resucitado en su nueva existencia hace falta eso que se ha dado en llamar "afinidad activa" o lo
que, en lenguaje más castizo, llamaríamos "ponerse en la misma onda". Los cristianos somos
"hijos de la resurrección" (Le 20,36). Este semitismo indica nuestra condición de vida resucitada. Sólo los resucitados pueden ver al Resucitado; sólo los vivos pueden ver al que vive. Y
un cristiano ya ha resucitado. "Sepultados con él por el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios que lo resucitó de entre los muertos" (Col 2,12; cf. 3,1).
"Estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia
habéis sido salvados—- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús"
(Ef 2,5-6).
Dice al respecto González Faus: "Si la resurrección de Jesús incluye la nuestra, la aparición
del Resucitado no puede ser meramente la visión de un objeto exterior al vidente y que no lo
englobe, sino que, de la forma que sea, tiene que ser también la experiencia que el vidente hace de sí mismo como resucitado (y de toda la resurrección universal)".8
Les pasó a los discípulos y nos pasa a nosotros. En su ilustración en el Cardoner, a Ignacio
"se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento, y no que viese ninguna visión, sino entendiendo y conociendo, muchas cosas... Y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas".
Todo encuentro tiene una dimensión personal y personalizante. No puedo descubrir al otro
sin descubrir al mismo tiempo lo mejor que hay en mí y en el mundo. María descubre el nombre del Maestro en el mismo momento en que escucha su propio nombre de labios de Jesús.
Conocer es ser conocido.
J. Taylor, en un precioso libro sobre el Espíritu, describe las características de todo encuentro. Una de ellas es que la verdad del otro viene a revelarme mi propia verdad, y este descubrimiento es generador de un increíble potencial de vida y energía. "Un flash de mutuo reconocimiento tiene más voltaje que un rayo".111
Los apóstoles no son testigos de un acontecimiento que sólo pueda ser percibido al margen
de la subjetividad. Existen, es verdad, algunos hechos intrahistóricos que acompañan la resurrección y que pueden ser percibidos objetivamente, al margen de cualquier significado subjetivo que se les pueda dar: la tumba vacía, la transformación de los testigos, el hecho de la
Iglesia (con todas sus ambigüedades). Pero la resurrección misma y las apariciones no son hechos intrahistóricos que puedan ser percibidos al margen de la propia subjetividad del vidente.
En el caso de un hecho milagroso, podemos atestiguar el hecho mismo con toda certeza:
"Fulano era un enfermo terminal de cáncer y se curó". De esto no cabe duda. Hay testigos
neutrales que dan fe de este hecho, aunque posteriormente se puedan atribuir muchos significados subjetivos: fue un milagro, fue un caso de autosugestión, hubo un poder medicinal desconocido... La subjetividad puede entrar en la valoración del significado, pero no en el hecho
mismo. En cambio, en el caso de la resurrección el hecho mismo no es perceptible sino desde
la subjetividad del creyente. "En la resurrección de Jesús el hecho y el significado coinciden.
Por eso no es posible reducir la experiencia pascual a una pura visión objetual, en univocidad
con nuestras percepciones visuales de un objeto".11
En definitiva, la última prueba de la resurrección del Señor es para cada uno el hecho de
que me ha resucitado a mí. ¿Cómo podría, si no, resucitar a otros alguien que está muerto?
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¿Cómo podría un muerto darme vida? Pero la vida de Jesús en mí es un hecho sólo directamente accesible a mi experiencia y no es directamente comunicable a los demás; es un argumento "personal e intransferible". Cada uno tiene que hacer su propia experiencia de vida y de
resurrección. Los demás no pueden percibir directamente la vida que yo experimento en mí,
sino sólo los indicios exteriores de la transformación que en mí se ha producido. Pero aun esta
misma transformación, vista desde fuera, puede ser atribuible a otros factores distintos del encuentro con el Resucitado. Nunca es absolutamente concluyente para los demás.
Sin embargo, para mí mismo esa experiencia de vida es tan inmediatamente perceptible
que puede llegar a ser incluso más evidente que cualquiera de los datos que recibo a través de
mis sentidos tan engañosos. Puedo llegar a estar más cierto de la presencia invisible del Señor
que de la presencia de alguien a quien veo sentado a mi lado.
La resurrección es un hecho ante el que no puedo ser neutral. Si lo creo, me transformo. El
lenguaje que nos habla de esta presencia es autoimplicativo. Creer en la resurrección es comprometerse con el hombre nuevo que ha empezado a existir en Jesús. En el propio lenguaje
pascual queda implicado el compromiso de Dios con el hombre y del hombre con Dios.
Creer en la manifestación de Jesús comporta un riesgo: el riesgo de la fe. Por eso Santo
Tomás dice que los discípulos vieron a Jesús con una "oculata fides", es decir, con "ojos creyentes".12
4.
Intermitencia de los encuentros
La presencia del Resucitado entonces y ahora se nos ofrece de un modo intermitente.
"Dentro de poco no me veréis, y dentro de poco me volveréis a ver" (Jn 16,16.18). También
nosotros podemos preguntarnos con los discípulos: "¿Qué es ese 'poco'?". Este 'poco' admite
varias lecturas simultáneas. Jesús morirá dentro de poco, pero dentro de otro poco los discípulos le verán cuando resucite (Padres griegos). San Agustín prefiere ver en el segundo 'poco' el
tiempo que ha de transcurrir hasta la Parusía.13 La complejidad de estas lecturas nos lleva a
una interpretación mas global que expresa el carácter intermitente de las manifestaciones del
Resucitado hasta que llegue el fin de los tiempos.
Esta alternancia o intermitencia se dio en el tiempo de las apariciones que duran escasos
períodos de tiempo, y sigue dándose también ahora entre nosotros. Ha quedado perfectamente
analizada en las reglas ignacianas para el discernimiento de espíritus. Esos 'pocos' que hay entre una manifestación de Jesús y la siguiente se nos hacen, desgraciadamente, muy largos. 11
Por eso "el que está en desolación, trabaje de estar en paciencia, que es contraria a las vejaciones que le vienen, y piense que 'presto' será consolado".15
Algún día desearía hacer un estudio paralelo entre dichas reglas de discernimiento y el
sermón de la Cena, con sus alternancias de 'presencia y ausencia' ("Me voy y vuelvo a vosotros": Jn 14,28); 'alegría y tristeza' ("Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo": Jn 16,20); 'visión y no visión' ("un poco y no me veréis, y otro poco y me volveréis a
ver": Jn 16,16); 'ahora y más tarde' (Jn 13,36); 'comprensión y no comprensión' (Jn 13,7). Ya
D. Mollat intuyó la importancia de este estudio comparativo.16
Por eso la presencia de Jesús entre los suyos no excluye definitivamente la incertidumbre y
la duda. En el momento de su manifestación todo es claro y diáfano; pero, tras su ausencia,
vuelven otra vez las sombras de la duda. La manifestación es como un relámpago en la noche
que nos ilumina momentáneamente el camino que más tarde habremos de seguir a oscuras.
Caminamos sin ver, pero guiados por el recuerdo de lo que hemos visto. Este tipo de visión
"intermitente" no elimina la fe.
En el primer día de la semana, Jesús se pone en medio de los suyos, "estando las puertas
cerradas por miedo" (Jn 20,19). Después del inmenso gozo de la aparición, ocho días más tarde las puertas vuelven a estar otra vez cerradas (Jn 20,26). ¡Qué poco duran abiertas! ¡Qué
5
corto es el efecto que produce en nosotros la presencia de Jesús y su exhortación a no tener
miedo! Un instante después de haberlo visto todo claro, volvemos a no entender absolutamente nada.
5.
Variedad de las manifestaciones del Resucitado
Las manifestaciones del Señor en el Evangelio son tan variadas como las que tienen lugar
en nuestra vida. Múltiples son los motivos que pueden bloquear el acceso a esta experiencia.
En el caso de los discípulos en el cenáculo, se trataba del miedo. Puede ser también la desesperanza, como en el caso de los de Emaús; o la incredulidad, como en el caso de Tomás; o las
lágrimas de la Magdalena; o la culpabilidad de Pedro; o el fracaso apostólico de los pescadores del lago. Sin embargo en todos estos casos tan variados el Señor es capaz de atravesar esas
barreras, aun cuando los discípulos se encuentran peor preparados psicológicamente.
San Ignacio nos habla también del poder del Señor para dar lo que él llama "la consolación
sin causa precedente".17
Unas veces la aparición es brusca, como en el caso ya citado del Cenáculo. Otras veces es
paulatina, como en el caso de la Magdalena o de los de Emaús. En estos casos Jesús no es inmediatamente reconocible desde un principio. Se hace necesario un cierto proceso catecumenal de conversión progresiva, reflejado en ese repetido "volverse" de la Magdalena (Jn 20,1416). Las lágrimas la cegaban demasiado para poder pasar súbitamente de la tiniebla a la luz.
En el caso de los de Emaús, el camino catecumenal es aún más largo. "Le falta a su ceguera la
hermenéutica de las Escrituras que el Señor les procura y por la cual calienta su corazón hasta
la incandescencia. Al término de aquella lenta pedagogía, la fracción del pan hará brotar la
chispa. "Entonces le reconocieron" (Le 24,16)".18
Unas veces la manifestación encierra una ambigüedad, nunca del todo disipada, que provoca extrañeza, estupor y aun duda en algunos de los presentes. "Al verle le adoraron; algunos,
sin embargo, dudaron" (Mt 28,17). No es de extrañar, supuesto que los discípulos no estaban
en su actitud más receptiva. Existe un instintivo temor a los muertos, que es aún mayor que el
temor a la misma muerte. Nos inquieta que puedan volver a turbarnos. El espectro o fantasma
hace "gritar de terror" (Me 6,49-50); en un primer momento, Jesús causa este espanto a sus
discípulos (Le 24,37).
Otras veces la manifestación es tan evidente que ahuyenta desde el principio todas las dudas: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: '¿Quién eres tú?'. Ya sabían que era
el Señor" (Jn 21,12). De este último tipo fueron, sin duda, las manifestaciones recibidas por
Ignacio en Manresa, cuando nos dice que, aunque no hubiese Escrituras, él se determinaría a
morir por ellas y a creer por sus solas experiencias espirituales.19
En ocasiones, las apariciones tienen lugar cuando uno de los discípulos se encuentra solo,
como es el caso de la Magdalena o de Santiago (cf. 1 Cor 15,17). Pero mucho más frecuentemente la aparición tiene lugar en un contexto comunitario y sacramental. Los evangelistas
deslizan pequeñas alusiones que apuntan a contextos litúrgicos de la comunidad. Así, por
ejemplo, la insistencia de Juan en los hermanos reunidos "el primer día de la semana" (Jn
20,19.26); la frecuencia con que aparece la comunidad reunida para comer (Le 24,41-43; Jn
21,12-13). Y de un modo muy especial, la fracción del pan en la escena de los de Emaús.
La comunidad es el lugar donde compartimos nuestras experiencias de encuentro con el
Resucitado. Acudimos a ella semanalmente para contar emocionados cómo se nos manifestó
en el camino a Emaús. En lugar de encontrar allí personas que se burlan de nuestras experiencias, encontramos hermanos que nos acogen diciendo: "También nosotros hemos sentido lo
mismo" (cf. Le 24,33-35).
Y estando juntos "hablando de estas cosas" (Le 24,36), nuevamente se hace presente él en
medio. Sólo lo puede entender aquel que en alguna eucaristía o en algún momento de oración
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carismática (entiéndase carismático con o sin comillas), ha palpado su presencia misteriosa;
cuando ha ardido nuestro corazón, y nuestros labios han confesado: "Es el Señor" (cf. Jn
21,7).
Son muchos los lugares donde puede tener lugar este encuentro. En la búsqueda y en las
lágrimas derramadas por su ausencia: en el estudio de las Escrituras; en los signos sacramentales; en el monte y en el mar; en la dura brega de las faenas apostólicas; en la vuelta a
Galilea a nuestros primeros recuerdos de su ternura y de su amor. La resurrección nos invita a
ver ahora por todas partes del mundo al Señor desaparecido.
6. Aparición a Tomás
Qusiéramos tomar un ejemplo de las muchas apariciones de Jesús a sus discípulos. Es la
aparición a Tomás. Hemos puesto el caso de Tomás como paradigma de desconcierto y desolación profunda ante la crucifixión de Jesús y su ausencia. Esta desolación le lleva a Tomás
a cerrarse completamente a la posibilidad de la resurrección. El que ha sufrido ya una terrible
decepción tiene miedo de volverse a ilusionar. Tomás se reprocha a sí mismo el haber sido
tan crédulo y se defiende frente a la posibilidad de volver a recibir otra herida. “Le decían los
otros discípulos: ‘Hemos visto al Señor’. Pero él les contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, y no meto mi mano en su
costado, no creeré’” (20,25).
¿Por qué estaba Tomás ausente el primer domingo en que vino Jesús? El evangelio no
nos da ninguna clave. ¿Fue una ausencia casual? Quizás estuviese ya organizando su vida al
margen de la comunidad. Hemos conocido comunidades cristianas que se han desintegrado
después de haber vivido experiencias muy fuertes a los comienzos. En estos casos, hemos
visto cómo algunos de sus antiguos miembros han roto absolutamente con cualquier tipo de
trascendencia o de compromiso, retirándose a una vida estrictamente privada.
Los discípulos de Emaús tristes y cabizbajos son la versión lucana de la decepción.
Aguardaron a que finalizara el sábado, y enseguida se alejaron de Jerusalén para volver a la
vida privada de la aldea. Tomás debió haberse encontrado en una situación parecida. La depresión nos hunde tanto más, cuanto más alta fue la exaltación precedente, y ya sabemos que
Tomás había sido un gran entusiasta.
La frase de los compañeros: “Hemos visto al Señor” nos recuerda aquella gozosa de los
primeros días: “Hemos encontrado al Mesías” (1,41). Cuando una semana más tarde los otros
le dicen a Tomás que han visto al Señor, quizás, en su resistencia a creer, Tomás muestra un
deje de despecho por no haberse encontrado en ese momento tan intenso y tan eufórico que
los otros habían vivido con tanto gozo. Una de las cosas que más nos deprimen es habernos
perdido en la vida algo importante. Tomás no quería informaciones de segunda mano.
El tema de Jesús mostrando sus llagas a los discípulos aparece ya en el evangelio de San
Lucas. En este caso les muestra las llagas de manos y pies. “Mirad mis manos y mis pies; soy
yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo”
(Lc 24,38).
Juan en cambio ha insistido en su evangelio en la llaga de la lanzada y en su valor simbólico, y por eso nos narra a Jesús mostrando “sus manos y su costado” (20,20), e invitando a
Tomás a meter el dedo en sus manos, y su mano en su costado (20,27).
El evangelista encuentra reprensible la actitud de Tomás y su empeño en comprobar los
aspectos milagrosos. Sin embargo muestra cómo Jesús se aviene a someterse a las condiciones del discípulo. Las palabras de Jesús repiten punto por punto las exigencias que había
mostrado Tomás. Éste se manifiesta descubierto y confundido. No se dice que Tomás llegase
a tocar a Jesús. Más bien Tomás cree sin llegar a tocar sus heridas. Quizás para excitar la fe
son mucho más eficaces el cariño y la condescendencia mostrados por Jesús que la mera
comprobación objetiva.
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Schreiter, en un precioso libro sobre la reconciliación, ha estudiado las apariciones de
Jesús, desde la óptica del ministerio de reconciliación que Jesús ejercita sobre sus discípulos,
que estaban profundamente heridos por el trauma de la cruz y por el de su propia culpabilidad11.
Schreiter ha desarrollado un efectivo ministerio de reconciliación con personas profundamente heridas en el tiempo de las dictaduras militares o del apartheid en África del Sur. Ha
tenido mucho trato con personas torturadas o con personas que han visto perecer a sus familiares en medio de la tortura; unos y otros quedan con terribles cicatrices en sus cuerpos o en
sus almas.
Al estudiar las apariciones, nota Schreiter que el modo de mostrarse Jesús se adapta en
cada caso a la situación particular de angustia que hay en el corazón de cada discípulo. Es la
primera norma que debe ejercitar quien se dedica al ministerio de reconciliación y sanación
de heridas. No hay nunca dos traumas iguales. El reconciliador no debe adoptar nunca su
propio punto de vista, sino el punto de vista de la persona que necesita ser reconciliada.
Como acabamos de decir, lo que últimamente sana la tozudez de Tomás es la condescendencia de Jesús para con él. Lo que identifica a Jesús no son tanto las llagas, sino su ternura y delicadeza al acercarse a Tomás. A lo largo del capítulo 20 del evangelio hemos ido
viendo varias actitudes psicológicas de los discípulos traumatizados: la vibración afectiva de
la Magdalena, la perspicacia del discípulo amado, la fastidiosa lentitud de Pedro, y ahora el
escepticismo de Tomás. A cada uno se le acerca Jesús de un modo diverso. Muestra a cada
uno su cariño, y se aviene a acomodarse a sus ritmos, sus lentitudes, sus prejuicios, sus tozudeces, sus caprichos.
Para entender cómo las heridas pueden curar, es importante ver lo que la herida supone
en la experiencia humana. Las heridas son una fractura en la superficie de la realidad; rompen
un tejido aparentemente liso y continuo. Nos invitan así a hacer una pausa de reflexión y nos
permiten mirar por debajo de la superficie de las cosas, para ver qué fácilmente un orden aparente puede repentinamente ser quebrantado.
Nuestra confianza en el ser es ella misma tan frágil como nuestra piel. Las heridas nos
hacen conscientes de lo frágil que es nuestro cuerpo, de lo fácilmente que nuestra piel puede
romperse. Nos hacen caer en la cuenta de lo vulnerables que somos. Son, como dice Schreiter, signos de interrogación para nuestra existencia.
La insistencia en las heridas de Jesús no tiene como objetivo únicamente subrayar la
realidad del cuerpo de Jesús, el hecho de que no es un fantasma. ¿Por qué Jesús ha conservado en su cuerpo las marcas de su pasión? ¿Por qué no las ha borrado, ya que son recuerdo
traumático de su máxima humillación y sufrimiento? Los que hemos podido tratar con supervivientes del holocausto judío, sabemos cómo esas víctimas querrían borrar de su piel los
tatuajes con los números de serie del campo de concentración, o las marcas corporales de las
torturas físicas y morales que experimentaron allí.
Jesús conserva sus heridas por un doble motivo. Primeramente porque son el recuerdo de
su amor hacia los suyos. En segundo lugar porque van a ser un instrumento de reconciliación
y sanación para las propias heridas de Tomás y del resto de los discípulos. Jesús puede mostrar con satisfacción y ternura sus llagas porque ya están completamente sanadas. La perfecta
curación de una herida no supone que desaparezca del todo la cicatriz ni que se borre totalmente su huella de nuestro cuerpo. La herida está sanada cuando en lugar de rezumar amargura y desconfianza se convierte en un foco de luz.
Perdonar no es olvidar. Es recordar de otra manera. La memoria es esencial a nuestro
ser. Una de las mayores violencias que se pueden hacer al hombre es privarle de su memoria.
Como dice Schreiter en su preciosas páginas al respecto, lo que nos constituye como personas es lo que decidimos olvidar y lo que decidimos recordar, y el modo como decidimos recordarlo. No ser capaces de recordar es no saber quiénes somos13.
El cuerpo tiene su propia memoria de sus traumas en el desorden conocido como PTSD,
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el desorden del stress post-traumático. Muchas gentes que han sido torturadas ya no pueden
superar estos recuerdos. Algunos ya no pueden llevar una vida digna de ese nombre, y pueden acabar en los psiquiátricos, o quitándose la propia vida. Otros sobreviven, y aprenden a
vivir una vida significativa en medio de esos recuerdos. Una nueva vida brota de esas llagas,
una misericordia creativa que es capaz de sintonizar con el sufrimiento de todos los hombres.
Esa es últimamente la sanación de los traumas.
No se trata nunca de regresar a donde se estaba antes de sufrir el trauma, sino de avanzar
hacia un lugar nuevo donde la vida puede llenarse de un nuevo significado. Desgraciadamente la víctima se esfuerza por mirar hacia atrás. Quiere regresar desesperadamente a la vida de
antes del trauma, adoptando la postura fetal que le recuerda una vida segura y tranquila en el
seno materno.
Pero la verdadera sanación no es volver atrás, hacia los paraísos originales definitivamente perdidos, sino mirar hacia delante, hacia las nuevas posibilidades creativas que se
abren ante nosotros. Sólo entonces el reconciliado se puede convertir en reconciliador.
Jesús, plenamente reconciliado, conserva sus heridas para ser instrumento de reconciliación. Tomás y los otros discípulos eran unas pobres víctimas de un trauma demoledor.
Quisiera insistir en este punto. A veces tendemos a considerar a los discípulos culpables y
cómplices de los verdugos de Jesús, y no es verdad. Mas bien deberíamos verles ante todo
como víctimas, como vemos a los familiares supervivientes de las víctimas torturadas en dependencias policiales en Argentina, en Bosnia, en las checas. De un modo brutal, el ser que
más querían les fue arrebatado, y al final sólo recibieron a cambio un cadáver irreconocible y
desfigurado.
El shock que Tomás y los discípulos recibieron llega al paroxismo al mezclarse con la
conciencia de su propia torpeza y su pasividad. Los autorreproches envenenan y hacen todavía más incurable el recuerdo de nuestros seres queridos maltratados. Nos tortura el pensamiento de lo que pudimos haber hecho y no hicimos. Aun las omisiones más pequeñas provocan una culpabilidad insoportable.
Además, para Tomás no se trataba sólo de la muerte cruel del amigo, sino que junto con
él había muerto toda la gran ilusión que había alimentado su vida, la que le había dinamizado
y llenado de sentido. No fue sólo el amigo quien murió sino todo el mundo que se había
construido en torno a él.
Comprendemos que Jesús se acerque a Tomás sin palabras duras ni reproches, sino con
un tacto exquisito. Sólo así podremos ejercer el ministerio de la reconciliación y la sanación
de las heridas de nuestros hermanos.
Las cicatrices ligan permanentemente a Jesús con su pasión. Hemos visto ya cómo Juan
describe la pasión en clave de gloria. La pasión es el momento en que se muestra la gloria de
Jesús. Las llagas de Jesús son llagas gloriosas; ya no son fuente de dolor sino sacramento de
amor. Las heridas de Jesús son la prueba de su vulnerabilidad. Se hizo vulnerable por amor a
nosotros, por su comunión de amor con nuestra fragilidad; por eso tienen un poder de sanación para los demás.
Al invitar a Tomás a tocar las llagas, Jesús está queriendo que Tomás sea consciente de
las propias heridas que recibió en la tremenda crisis que sacudió su fe. Tomás tiene que dejar
que las heridas invisibles de su incredulidad entren en contacto con las heridas visibles de Jesús. Así es como la incredulidad de Tomás puede sanarse y llegar hasta el acto de fe. Como
dice san Gregorio Magno, “al mostrarle la cicatriz de sus heridas, Jesús sana la herida de su
incredulidad.”14.
A menudo, son sólo personas sanadas las que son capaces de ejercer un ministerio de sanación y reconciliación para con otros. De este modo el sufrimiento puede hacerse redentor.
Ése es el lugar nuevo hacia el que Jesús quiere llevarnos, la comprensión del poder sanador
que nuestras heridas pueden llegar a tener para los demás.
9
Nosotros los jesuitas celebramos el lunes de Pentecostés la herida de San Ignacio. Aquella bala de cañón en Pamplona lo dejó cojo, destruyendo así el frágil mundo competitivo que
Ignacio había intentado construirse como caballero en la corte del Rey. Podría haber sobrevivido como un cojo amargado para el resto de su vida, o como un santo. Son muchos los que
celebran aquella herida, que se convirtió en causa de bendición para Ignacio y para cuantos
hemos sido bendecidos por medio de él.
El contacto de nuestras llagas con las de Jesús produce esta transformación. Nuestras
llagas son bendición para otros, si comprendemos que el sufrimiento puede ser redentor, restaurando nuestra comunión con Dios y con toda la humanidad sufriente.
7.
Volveré a vosotros
Al discípulo, en cambio, se le explica que aunque no puede seguir a Jesús ahora, le seguirá más tarde. Tomás y Pedro se habían adelantado demasiado al afirmar que estaban dispuestos a seguir a Jesús. ¿Cómo podían seguirlo sin saber dónde iba? Tomás estaba dispuesto a dar su vida por Jesús, a morir por él, pero sin saber a dónde iba.
Jesús se va a prepararles un lugar, pero volverá para llevárselos con él, para que estén ya
siempre juntos y no vuelva a darse otra separación. Volverán a encontrarse, no porque Jesús
vaya a regresar a donde están ellos, sino porque les va a llevar a vivir a donde estará él (14,3).
Como diremos luego, las personas que han pasado por un trauma, quisieran volver a reanudar
la vida tal como era antes de aquel mazazo que les destruyó la existencia. Pero no es posible
volver al lugar donde uno estaba antes. La sanación sólo tiene lugar cuando consentimos en
ser trasladados a un lugar nuevo que se proyecta en el futuro.
“En casa de mi Padre hay muchas moradas” (14,2). ¿Dónde es esta morada donde vivirán juntos en adelante? La palabra morada es de la misma raíz que el gran verbo juánico
“permanecer”. La morada es un lugar de permanencia, de intimidad permanente, como aquel
primer lugar junto al Jordán donde empezó la convivencia (1,39).
En cierto sentido, esta morada en la casa del Padre hay que entenderla como el cielo, el
más allá, en una referencia al tiempo de la segunda Venida o al momento de la muerte personal de cada discípulo. Sin embargo esta interpretación no hace justicia al contexto global.
Pensamos que esta “morada” hay que entenderla también en términos de esta vida presente.
La nueva convivencia empieza aquí ya, ahora. La morada designa la intimidad con Jesús en
la que es ya posible vivir por la gracia, la implantación de los sarmientos en la vid (15,5).
Jesús vuelve en el momento de las apariciones para introducir a los suyos en una unión
permanente con él, que si bien se consumará tras la muerte física, es ya real en esta vida. Jesús no regresa a vivir con los suyos donde éstos estaban. Les lleva a vivir a donde está él.
“Volveré a llevaros conmigo, para que donde yo esté, allí estéis también vosotros” (14,3).
¿Cómo llegar a ese lugar a donde Jesús se va? Tomás piensa que hay que encontrar el
camino mediante una vida moral o una vida ascética que nos lleve hasta el cielo. Muchos
cristianos, como Tomás, piensan que el camino para llegar al cielo es llevar una vida honesta
y sacrificada en esta vida, practicando la virtud. El sentido de la pregunta de Tomás equivale
a decir: “¿Qué virtudes hay que practicar, qué obras buenas hay que hacer para conseguir llegar?”.
Jesús contesta: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (14,5). Ir es “dejarse llevar”. Si
alguien nos lleva, ya no hace falta preguntar el camino. Cuando yo conduzco mi automóvil
debo estudiar el mapa de carreteras. Cuando otro me lleva, me despreocupo del mapa. Mi
conductor en persona se convierte en mi camino.
Jesús es camino en cuanto que es verdad y vida. Un camino verdadero es el que nos lleva a donde queremos ir. Si queremos ir al Padre, el camino verdadero es el que nos hará lle10
gar a él. Por ser verdad, es decir, pura transparencia del Padre (14,10), manifestación del Padre, es por lo que puede ser camino hacia él. Pero Jesús es también camino en la medida en
que es vida. Su revelación es causa de vida para cuantos creen en él. El Padre le ha otorgado
al Hijo el dar la vida (5,26) y él la da a los que creen en él (10,28). La vida llega a través de la
verdad. “Quien oye mi mensaje y cree al que me envió, posee la vida eterna” (5,24). El último criterio para discernir la verdad es la conciencia de que sólo es verdadero aquello que nos
da vida.
Se trata de una presencia de Jesús que no es pública, ni se impone a los sentidos. “Dentro
de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis, porque yo vivo y también vosotros
viviréis” (14,19). Estas palabras de Jesús suscitan una protesta por parte de Judas -no el Iscariote-: “Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?” (14,22).
¡Qué difícil es creer cuando las personas que nos rodean no creen! ¡Cuánto nos ayudaría la
unanimidad sin la cual nos sentimos inseguros!
Se trata de una reacción humana muy comprensible. Creo que todos alguna vez lo hemos
pensado. “¿Por qué, Señor, no te haces ver por todo el mundo de una forma que no deje lugar
a dudas? ¿Por qué no impones tu presencia mediante signos en el cielo, como el supuesto
signo de Fátima, que fuercen a creer incluso a los que no quieran?” La respuesta es precisamente que la fe nunca se puede forzar; es siempre un salto en el vacío que pone en riesgo
nuestra libertad. Sólo los vivientes pueden ver al que vive. Para ver a Jesús hace falta una
connaturalidad con su vida. “Vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis”. Ya dijimos que la única prueba contundente de la resurrección de Jesús es la de nuestra propia resurrección; esta prueba la compartimos Tomás y nosotros. Tomás no cree tanto por ver y tocar las llagas de su Señor resucitado, cuanto por ver cómo resucita su fe en él, después de haberse hundido tan estrepitosamente.
La vida de Jesús en nosotros es paz (14,27; 16,33), alegría (15,11; 17,13) y amor (13,35;
16,27), aun en medio de persecuciones y pruebas. Ésta es su manifestación más evidente. El
mundo no goza de esta vida, porque se cierra a gozar de ella; como consecuencia no puede
“ver” al viviente. Por eso Jesús no puede manifestarse a un mundo que está en una longitud
de onda totalmente diferente.
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