Mentiras que fueron veras. Sobre otra posible fuente de Don Álvaro

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Mentiras que fueron veras. Sobre otra posible fuente de
Don Álvaro o la fuerza del sino
Rosa NAVARRO
Universitat de Barcelona
Hablar de fuentes a propósito de Don Álvaro o la fuerza del sino es hacerlo del tejido
con el que elaboró su extraordinaria obra el duque de Rivas. En todas sus ediciones, es
obligado dedicar un apartado a este tema. No hay, por tanto, originalidad en mi punto de
partida y sí, en cambio, el riesgo de atribuir un nexo de causa-efecto a un motivo
literario presente en dos obras y cuya recurrencia pueda ser, sólo, fruto del azar. Como
dice Alberto Blecua -que es quien ha analizado más hondamente las fuentes de la obra-,
(290)
a propósito de las coincidencias con Les âmes du Purgatoire de Merimée: «Podría
tratarse de simples coincidencias motivadas por una poligénesis cultural; las escenas
finales [...] presentan paralelismos tales, que permiten descartar el azar como
ingrediente genético». (291) Ojalá pueda convencerles de lo mismo con respecto a una
nueva fuente.
En la raíz del Don Álvaro, hay fuentes populares y cultas. El duque de Rivas asumía en
su creación la fuerza del recuerdo de los rancios cuentos y leyendas que nos
adormecieron y nos desvelaron en la infancia», como le dice a Alcalá Galiano en su
dedicatoria de la obra. (292) Pero también la tradición culta, desde Moratín o Jovellanos a
Hugo o Dumas. Ermanno Caldera, después de recordar el influjo de Cervantes, Tirso y
Calderón, subraya el significado del vínculo que tiene Don Álvaro con nuestro teatro
clásico: «Se instauraba, pues, una relación nueva con ese teatro clásico del cual los
teóricos del romanticismo español esperaban un renovado florecimiento, pero que sólo
gracias al camino abierto por el Duque de Rivas vería reverdecer sus antiguos laureles,
[178] por virtud de una obra que recogía no tanto sus contenidos y sus recursos como
sus aspiraciones más profundas y por lo tanto más auténticas».
«Con ese espíritu -añade el ilustre hispanista-, Rivas se dirigió a la obra maestra de
Calderón, a la que se hace referencia intencionadamente en las famosas décimas del
monólogo de Don Álvaro, las cuales más que remedar pretenden emular las
pronunciadas por el protagonista de La vida es sueño.» (293) Don Álvaro y Segismundo,
ambos torturados por problemas existenciales, víctimas de voluntades ajenas y de su
propio obrar.
Hoy no les voy a hablar de un héroe, sino de un mentiroso, del más famoso embustero
de nuestro teatro clásico, que deslumbró a Corneille: el don García de La verdad
sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón.
Sería más coherente que eligiese, para codearlo con don Álvaro, al Pedro Alonso de El
tejedor de Segovia, en realidad D. Femando Ramírez de Vargas, caballero al que las
circunstancias llevan a convertirse en bandido. (294) En su primer enfrentamiento con el
conde, que se ha encaprichado de Teodora, su amada, le recuerda al noble las
obligaciones de su estado: «¿Corresponde / a los heroicos trofeos / de vuestra sangre
esta hazaña?». Y éste le replica airado: «Basta, atrevido ¿qué es esto? / ¿A mí me
habláis descompuesto? / ¿qué confianza os engaña? / Idos al punto.» Y en seguida
añade el vocativo que le recuerda su origen: «Idos, villano; acabad.» Pedro Alonso
intenta, mesurado, frenarle: «Tratadme bien y mirad / que soy, aunque tejedor, / tan
bueno.» (La sombra de Peribáñez es aquí evidente). El conde le responde dándole un
bofetón. Pedro abandona entonces sus intentos de evitar el enfrentamiento y, tras un
«Hasta aquí / ha llegado el sufrimiento», saca la espada. (295)
Es fácil recordar el final de la escena VI de la jornada V en donde don Alfonso, el
hermano estudiante de doña Leonor, reta a don Álvaro, y éste -ya religioso- resiste una
y otra vez sus insultos. Se reporta incluso tras su arrebato provocado por la mención a
su sangre impura. Y don Alfonso, que ya no encuentra palabras para afrentarle, le da
también un bofetón. Don Álvaro, «furioso y recobrando toda su energía» -dice la
acotación-, clamará:
«¿Qué hiciste?... ¡Insensato!
Ya tu sentencia es segura: [179]
¡Hora es de muerte, de muerte!
¡El infierno me confunda!»
(vv. 2098-2101, p. 181)
El bofetón tiene el mismo efecto en ambas escenas, pero es un lance esperable,
teatralmente obvio, y no me atrevería a hablar aquí de asimilación del motivo teatral a
través de la escena citada.
Pero dije que les iba a hablar de un mentiroso, el de otra obra de Ruiz de Alarcón, La
verdad sospechosa. Don García, segundón de don Beltrán, que ha pasado a ser su
heredero al morir su hermano, regresa de Salamanca, donde estaba estudiando, para
incorporarse a la corte y desempeñar su papel de heredero de nombre y fortuna. El
padre, al comenzar la obra, habla con el letrado que lo tuteló y le pregunta su opinión
sobre su hijo, favoreciendo la sinceridad del letrado al decirle:
«Si tiene alguna costumbre
que yo cuide de enmendar,
no piense que me ha de dar
con decirlo pesadumbre.»
(296)
Si existe este diálogo, claro está, es porque el letrado nos enterará ya del vicio que va a
caracterizar al personaje y que formula muy suavemente con una lítote: «no decir
siempre verdad» (v. 156, p. 137). Para un caballero, que se define por ser fiel siempre a
su palabra, no deja de ser un baldón. Como dice don Beltrán: «¡Jesús, qué cosa tan fea /
en hombre de obligación!» (vv. 157-58). Y decide casarlo en seguida antes de que
tamaño defecto se sepa en la corte.
En cuanto aparece en escena don García, verá bajar de un coche a una bella dama y se
enamorará de ella: es Jacinta. Pero detrás desciende otra dama, también muy bella,
Lucrecia. Lo subjetivo de la apreciación de la belleza para el enamorado llevará al
equívoco que sustenta la obra. Tristán, el criado, preguntará al cochero el nombre de la
más bella, y éste le dará el de Lucrecia, su señora, y además así opinan todos (menos
don García).
Éste se acerca al punto a su dama y, aprovechando que cae -otro recurso muy teatral-, le
ayuda a levantarse e inicia su cortejo. En seguida comprobaremos que el letrado decía la
verdad porque don García miente con la misma facilidad con que habla. Le confiesa a
Jacinta que lleva penando por ella más de un año (el criado en los apartes va
corroborando la verdad que ya sabemos: llegó a la corte el día anterior). Y añade un
dato que asombra a criado y espectadores, dice que es indiano:
«Cuando del indiano suelo [180]
por mi dicha llegué aquí,
la primer cosa que vi
fue la gloria de ese cielo.»
(vv. 489-92, p. 145)
Idas las damas, aparecen dos caballeros conocidos suyos y ensarta otras mentiras. Como
ellos hablaban «de cierta música y cena / que en el río dio un galán / esta noche a una
señora» (vv. 608-10), él inventa una fastuosa fiesta en el río y la describe
maravillosamente con extrema profusión de detalles:
«Entre las opacas sombras
y opacidades espesas
que el soto formaba de olmos,
y la noche de tinieblas,
se ocultaba una cuadrada,
limpia y olorosa mesa,
a lo italiano curiosa,
a lo español opulenta.
En mil figuras prensados
manteles y servilletas,
sólo invidiaban las almas
a las aves y a las fieras.
Cuatro aparadores puestos
en cuadra correspondencia,
la plata blanca y dorada,
vidrios y barros ostentan...»
(vv. 665-80, pp. 150-51)
Su capacidad fabuladora es extraordinaria. Como dirá don Juan, uno de los caballeros:
«¡Por Dios, que la habéis pintado
de colores tan perfetas,
que no trocara el oírla
por haberme hallado en ella!»
(vv. 749-52, p. 152)
A don García le apasiona fabular. Cuando su criado Tristán le pregunte por la finalidad
que persigue con tantos embustes, él le va a justificar uno por uno; pero el espectador
siente que está improvisando la justificación, que primero está el mentir antes que su
propio propósito. Justificará así su fingida condición de perulero, de indiano:
«Cosa es cierta,
Tristán, que los forasteros
tienen más dicha con ellas;
y más si son de las Indias,
información de riqueza.»
(vv. 814-18, pp. 154) [181]
Su padre, como dijo, le busca rápidamente esposa, y escoge nada menos que a la dama
de la que él se ha enamorado, Jacinta. Sin embargo, no olvidemos que él cree que se
llama Lucrecia. Don Beltrán, antes de comunicarle su decisión, le sermonea y le
demuestra que quien miente no es caballero. Don García, impertérrito, afirma: «Quien
dice que miento yo, / ha mentido.» (vv. 1464-65, p.172). Pero, cuando su padre le
anuncia su tratado casamiento con Jacinta, él inmediatamente reacciona y, para salvar su
amor por la que cree que es Lucrecia, improvisa una compleja sarta de mentiras. Antes
de empezar la genial fabulación, él se dice a sí mismo: «Agora os he menester, /
sutilezas de mi ingenio.» (vv. 1522-23). Va a contarle a su padre que está casado y que,
por tanto, ya no puede celebrar nuevas bodas. Pero lo hace llevando a don Beltrán y a
los espectadores a un espacio literario sumamente atractivo. Se inventa un noble padre
con dos hijos y una hija bellísima, pero pobre. Precisamente le da esos dos hermanos
para justificar su pobreza:
«Mas la enemiga fortuna,
observante en su desorden,
a sus méritos opuesta,
de sus bienes la hizo pobre;
que demás de que su casa
no es tan rica como noble,
al mayorazgo nacieron
antes que ella dos varones.»
(vv. 1536-43, p. 174)
Cuenta su enamoramiento, su cortejo y cómo consigue que ella le dé acceso a su
aposento. Pero otra vez «la fortuna» hace que la noche de su cita se le ocurra al padre de
la muchacha acudir al aposento de su hija:
«... siento que su padre viene
a su aposento: llamole
(porque jamás tal hacía)
mi fortuna aquella noche.
Ella, turbada, animosa,
mujer al fin, a empellones
mi casi difunto cuerpo
detrás de su lecho esconde.»
(vv. 1576-83, p. 175)
Hablan ambos, el padre le propone casarla, y ella sabe sutil y hábilmente capear la
situación. Y cuando ya aquél estaba en el umbral de la puerta..., suena el reloj de don
García -en su ficción, claro está-. El padre pregunta extrañado: «¿De dónde / vino ese
reloj» (vv. 1605-06). Y ella, feliz improvisadora, como su creador, responde:
«Enviole,
para que se le aderecen,
mi primo don Diego Ponce,
por no haber en su lugar [182]
relojero ni relojes.»
(vv. 1607-11)
Va a donde él está escondido para coger el reloj. Y prosigue don García:
«Quitémele yo, y al darle,
quiso la suerte que toquen
a una pistola, que tengo
en la mano, los cordones.
Cayó el gatillo, dio fuego,
al tronido desmayose
doña Sancha, alborotado
el viejo empezó a dar voces.»
(vv. 1620-27)
Creo que en este momento la sucesión de coincidencias hace ya evidente mi propósito.
Es fácil asociar la acotación de la escena VIII de la primera jornada del Don Álvaro:
«Tira la pistola, que al dar en tierra se dispara y hiere al marqués, que cae moribundo en
los brazos de su hija y de los criados, dando un alarido» (p. 101).
La invención de don García va por otros derroteros. Al creer a su amada muerta, sale de
su escondite, saca su espada y se enfrenta a los dos hermanos y criados que ahí hace
aparecer:
«A impedirme la salida,
como dos bravos leones,
con sus armas sus hermanos
y sus criados se oponen;
mas, aunque fácil por todos
mi espada y mi furia rompen,
no hay fuerza humana que impida
fatales disposiciones;
pues al salir por la puerta,
como iba arrimado, asiome
la alcayata de la aldaba
por los tiros del estoque.
Aquí, para desasirme,
fue fuerza que atrás me torne,
y entre tanto mis contrarios
muros de espadas me oponen.»
(vv. 1640-55)
Primero el reloj, después la pistola, ahora la alcayata de la aldaba... Como él dice,
«fatales disposiciones».
Su amada, doña Sancha, vuelve en sí y cierra la puerta. Arriman ambos «baúles, arcas y
cofres» (v. 1665). Pero es en vano. Les derriban la pared, rompen la puerta, y don
García, «viendo cuán sin culpa suya / conmigo fortuna corre, / pues con industria
deshace / cuánto los hados disponen» (vv. 1679-83), no tiene más remedio que pedir a
la [183] familia la mano de la joven. Aceptan, y allí mismo los casan. Don García se
dirigirá ya a su padre y concluirá así su fabulación:
«Mas en que tú no lo sepas
quedamos todos conformes,
por no ser con gusto tuyo
y por ser mi esposa pobre;
pero ya que fue forzoso
saberlo, mira si escoges
por mejor tenerme muerto
que vivo y con mujer noble.»
(vv. 1704-1711)
Don Beltrán, que ha creído a pies juntillas lo que acaba de inventar su hijo, a pesar de
saberlo mentiroso, sentencia:
«Las circunstancias del caso
son tales, que se conoce
que la fuerza de la suerte
te destinó esa consorte;
y así no te culpo en más
que en callármelo.»
(vv. 1712-17)
Esa expresión «la fuerza de la suerte» me hizo pensar en que eran muchas las
coincidencias para hablar de poligénesis, pero no voy a negar precisamente en este
contexto el poder de la casualidad.
Las coincidencias se dan en planos distintos: no entre la vida «real» de don García y la
de don Álvaro, sino entre la vida «ficticia» que se inventa don García y la «real» de don
Álvaro. Ambos son así indianos, y a ambos los persigue la mala suerte. (Corneille hará
que Dorante, su Menteur, diga que viene de las guerras de Alemania). Pobre es la
familia de la inventada doña Sancha, y la pobreza del marqués de Calatrava nos la
anuncia desde el comienzo el oficial: «¿Y qué más podía apetecer su señoría que el ver
casada a su hija (que, con todos sus pergaminos, está muerta de hambre) con un hombre
riquísimo y cuyos modales están pregonando que es un caballero?» (p. 84). Y asiente
Preciosilla: «¡Si los señores de Sevilla son vanidad y pobreza, todo en una pieza!» (p.
84). Así no nos sorprende el deterioro de la sala de la casa de campo del marqués (como
indica la acotación de la escena V de la primera jornada).
Dos hermanos tiene doña Sancha (sólo uno Orphise en Le menteur), y dos, doña
Leonor, aunque ese hecho desempeñe un papel distinto en ambas historias. Y en esta
recolección de elementos antes citados, tendría que enumerar de nuevo la sucesión de
casualidades que componen la escena del aposento de doña Sancha y las que jalonan la
vida trágica de don Álvaro. ¿Sedujo al duque de Rivas la fuerza de la suerte» que
inventó don García? Las rayas de la mano de don Álvaro que le leyó Preciosilla -el
[184] personaje cervantino- indicaban lo mismo que las de su amada, doña Leonor (a
quien se las leyó la madre de la gitanilla): «negra suerte». Les persigue sin tregua hasta
el final de sus vidas y de la obra. ¿Las mentiras de don García fueron veras en la pluma
del duque de Rivas? Si así fuese, la genialidad de don Ángel de Saavedra quedaría
subrayada por asimilar ese recurso cómico -los espectadores se reirían ante el enlace de
casualidades que inventaba don García- y convertirlo en el desencadenamiento
progresivo de la tragedia. El duque de Rivas pudo fijarse en el punto de vista de don
Beltrán, el padre de don García, que cree en la verdad de tales casualidades y que
subraya «la fuerza de la suerte».
Pudiera ser que un ente de ficción -el don García de Ruiz de Alarcón- hubiera
contribuido con su gusto por fabular a que naciera otro, el espléndido don Álvaro del
duque de Rivas. [185]
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