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COLECCIÓN DE
CUENTOS
INTERNACIONALES
Compilado por: Spanish4Teachers.org
2009
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CONTENIDO
Pg.
1. El Rastro de tu Sangre en la Nieve (Gabriel García Márquez)…………………3
2. Sólo Vine a Hablar por teléfono (Gabriel García Márquez)…………………….25
3. El Hombre de Plata (Isabel Allende)…………………………………………………..43
4. El Corazón Delator (Edgar Allan Poe)…………………………………………………49
5. La Última Clase (Alphonse Daudet)……………………………………………………56
6. La Ventana Abierta (Hector Hugh Munro (Saki))…………………………………62
7. Una Rosa para Emilia (William Faulkner)……………………………………………67
8. Un Día de Estos (Gabriel García Márquez)………………………………………….81
9. Un Canario como Regalo (Ernest Hemingway)……………………………………85
10. La Intrusa (Jorge Luís Borges)………………………………………………………..91
11. Instrucciones para Subir una Escalera (Julio Cortazar)………………………96
12. La Señorita Cora (Julio Cortazar)…………………………………………………….98
13. El Silencio de las Sirenas (Franz Kafka)………………………………………….119
14. Los Trapos Viejos (Hans Christian Andersen)………………………………….121
15. La Perla (Yukio Mishina)……………………………………………………………….124
16. El Bosque - Raíz - Laberinto (Italo Calvino)…………………………………….139
17. Sin Querer (Leon Tolstoi)……………………………………………………………..155
18. Un Resumen (Virginia Woolf)………………………………………………………..161
19. La Historia de Nadie (Charles Dickens)…………………………………………..166
20. El Gran Secreto de Cristóbal Colón (Luís López Nieves)……………………173
21. La Ciudad Bendita (Khalil Gibran)………………………………………………….177
22. El Acusado (Najeeb Mahfouz)………………………………………………………179
23. Salir con un Domingo Siete (Carmen Lyra)…………………………………….190
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EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE
- Gabriel García Márquez(Colombia)
AL ANOCHECER,
CUANDO
llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que
el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una
manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz
de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo
derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos
pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para compro bar
que los retratos se parecían a las caras.
Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de
melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de
enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no
podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy
Sánchez de Avila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella y
casi tan bello y
llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de
pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de
hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de
ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia
viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos
posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de
regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además el saxofón tenor que había sido la
pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor
contrariado de su tierno pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó
dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su
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mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Hendaya, del
lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en
mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de
vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver
el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en
Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no
entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó
con más rabia que el viento: Merde! Allez!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las
orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una
farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no
era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero
luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido
envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una
aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de
humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno
invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta
hasta Bayona, un poco más adelante.
—¿Es algo grave? —preguntó.
—Nada —sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de
diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa. Es
sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las
calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de
muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy
Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los
automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos
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de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley
convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que
cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa
noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y
no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena
Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la
carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo.
Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien
para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez
no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y
el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de
estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero
sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le
quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su
juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería
también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular
empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba
atravesado por ráfagas de incertidumbre. Se habían casado tres días antes, a
10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres
de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del Arzobispo Primado.
Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de
ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un
domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los
vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había
cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la
Chattelainie, en Stblaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un
dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde
el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño
cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas
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vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó
en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía
concebir. lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de
leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de
mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano,
llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía
colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto
del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas
piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe
provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos
de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a
primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por
ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se
bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo
miró de frente y sin asombro.
—Los he visto más grandes y más firmes— dijo, dominando el terror, de
modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que
comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces
había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz único que se le
ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la
cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al
hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a
hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la
terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en
la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él
con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin
alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al
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estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas
del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas
ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor
de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y
matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre,
anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en
música pensaban que el sonido del saxofón) era anacrónico en una casa de tanta
alcurnia. ―Suena como un buque había dicho la abuela de Nena Daconte cuando
lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de
otro modo, y no como ella lo hacia por comodidad, con la falda recogida hasta
los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía
esencial para la música ―No me importa qué instrumento toques –le decía— con
tal de que lo toques con las piernas cerradas‖. Pero fueron esos ares de adioses
de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte
romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de
bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de des apellidos
ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto
mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la
fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una
tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora,
durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los
retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el
paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían
desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos
de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos
cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de
agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no hablan
tenido tiempo de conocer.
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Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían
progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y
lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez
cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros
deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas.
Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la
noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado
por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de
noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de
Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían
que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se
entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes
malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado
terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que
comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con
el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las
azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más
muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces,
24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos
meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes
saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados
puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un
funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena
Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el
regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero
que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de
sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
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La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su
esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él
era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con
un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían
artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su
condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al
cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con
un recurso encantador.
—Lo hice adrede —dijo— para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo,
calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes
como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo
empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo.
El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo
envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció
su ingenio. Estaba tan ansioso por ~ el coche, que desgarró la envoltura de un
tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería
de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba
un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy
Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el
estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por
cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos.
Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial
donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares
más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios
privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó
flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la
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suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los
árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de
desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo,
poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla
precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y
cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender
el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy
Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de
júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza se revolcó en mitad
de la calle con el abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando,
cuando abandonaron a Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después
de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la
esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano
después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular.
Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la
frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba,
y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego
sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de
pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se
acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el
reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y
sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también
por Angulema y Poitiers y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la
creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de
los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte,
que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de
París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
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—Eres un salvaje —le dijo—. Llevas más de once horas manejando sin
comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de
que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas
de sobra para llegar a París al amanecer.
—Todavía me dura el almuerzo de la embajada —dijo—. Y agregó sin
ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del
cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja
de entre los tantos regalos que les habían hecho en —Madrid, y trató de meterle
en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
—Los machos no comen dulces —dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó
las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de
los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París.
Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera
se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que
salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse
conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen
sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia
de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres.
"No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de
sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida
estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en
el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el
papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en
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cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento
era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue
inmediata.
—Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve
—dijo—. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna
tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los
suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas
iluminadas y numerosos obreros en bicicleta.
De no haber sido invierno,
estarían ya en pleno día.
—Ya será mejor esperar hasta París –dijo Nena Daconte. Nena Daconte.
— Bien calenticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente
casada.
—Es
la
primera
vez
que
me
fallas
—dijo
él.
—Claro —replicó ella—. Es la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino,
y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros
desayunaban con vino tinto.
Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre
en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo
empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien
el dedo herido con agua y jabón El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan
pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte
dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de
las sementeras tenia virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no
se alarmó. ―Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto
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natural. "sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó
mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del
amanecer.
—Imagínate —dijo: —un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta
París. ¿No te parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París el dedo era un
manantial incontenible, y ella— sintió de veras— que se le estaba yendo el alma
por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que
llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por
la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el
abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo
irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia,
pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
—Estamos casi en la Puerta de Orleáns —dijo. —Sigue de por la avenida
del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después
yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del general Leclerc era un
nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos
sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados
centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las
bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y
hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró
convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no
se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel
momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.
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Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora.
Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues
era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una
llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer—
—Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras —Nena
Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la
entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez.
Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a
la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de
salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde
entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían
perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó
el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre
muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena
Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su mirada una sonrisa lívida.
—No te asustes— le dijo, con su humor invencible. —Lo único que
puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy
correcto aunque con raro acento asiático.
—No, muchachos —dijo—. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes
que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego
ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de
la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
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—Usted no— le dijo. —Va para cuidados intensivos—. Nena Daconte le
volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la
camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los
datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
—Doctor —le dijo—. Ella está encinta.
—¿Cuánto tiempo?
—Dos meses.
El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en
decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en
la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer
mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego
se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No
supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra
vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer
consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude
comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche,
Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y
muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café
con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una
comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a
Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal.
Allí Consiguieron por fin un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con
el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el
hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es
decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien
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describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos
detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al
lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar
dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números
impares. En la acera de enfrente habla un edificio restaurado con un letrero:
Hotel Nicole. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde
no habla más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz
aflautada podía entenderse con los dientes en cualquier idioma a condición de
que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve
cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el
noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olla a
espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras
tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio
interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé
portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera
de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo,
desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina
reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese
mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz
de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la
manera de volver a encendería. Necesitó media mañana para aprender que con
el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había
decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se
encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por
olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empellaba
en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el
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agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos.
Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que
aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de
enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender como pudo
vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte. Tan pronto como subió al
cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo
puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la
acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando
despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la
tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios
azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando
en Nena Daconte, hasta que pudo com—probar que en realidad amanecía.
Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo
establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había
dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño
frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras
de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había
recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo,
cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete
se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en
el aparador después de 48 horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo
lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una
acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una
multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que
en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares,
y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban
incomprensibles para un Sánchez de Avila de los más acendrados que apenas
dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del
alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos.
Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la
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multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que
cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez,
no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder
dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de
maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del
pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las
goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias,
donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una
piyama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza. Se acordó de su
madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna una hora, su madre
apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el
atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una
tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y
la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales.
Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación
de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente
de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche
en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París,
sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo
porque no podía soportar las ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala
noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de
su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso
de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde
tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería
de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir
sándwiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le seria posible
ordenar mantequilla ni huevos en —ninguna forma, porque nunca los aprendería
a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros
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estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de
tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a
explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la
cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella
de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la
mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la
fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija
la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No
entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido
menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena
Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de
sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió,
repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del
brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo
con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en
francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de
cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando
de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto.
Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero
del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy
paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el
directorio
telefónico,
y
se
los
anotó
en
una
tarjeta.
Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo
reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por
anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus
dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección
de memoria de que el
señor embajador no estaba por el momento en su
oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no
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podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez
comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte,
y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado.
Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle Elyseo, dentro de uno de los sectores más
apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él
mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol
estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez de su llegada, y que la
Torre Eiffel
sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El
funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de
una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo
y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la
mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó
sin perder la dulzura con que estaban en un país civilizado cuyas normas
estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de
las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los
hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse
al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.
—Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días— concluyó.
—Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia.
Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató
de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de
que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a
medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en
un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los
puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y
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ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar
en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con
la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo
se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar
al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la
dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el
hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y
trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido
muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las
paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su
nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se
sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta
en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso
estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado
con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto
sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante
tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron.
Billy Sánchez, que nunca habla leído un libro completo, hubiera querido tener
uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las
maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió
esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las
paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso
un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella silo encontraba en
ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado
de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el
maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al
avión en Madrid.
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El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se
levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una
muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y
ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin
preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero
sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó
por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados
estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres a la derecha y los hombres
a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio
una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del
hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que
todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó
hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso,
hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego
recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones
masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a
un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras
del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el
enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y
entonces lo reconoció.
Pero dónde diablos se había metido usted! —dijo. Billy Sánchez se quedó
perplejo. En el hotel —dijo—. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche
del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los
especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado
lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel
Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se
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hicieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el
viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena
Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites
de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura
de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus
datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del
domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el
hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena
Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo
modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al medio—día, y velaron el
cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy
Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos
para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas.
Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos
metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad
por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la
embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su
cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que
estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg—St. Honoré. Me confesó
que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se
hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un
abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El
mismo domingo por la noche, mientras él sospechaba las ganas de llorar de
rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el
cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo
siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer
más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez, entró por
fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el
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triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían
descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy
Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala
del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer,
pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a
quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia.
Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del
cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían
plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque
era la primera nevada grande en diez años.
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SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO
- Gabriel García Márquez(Colombia)
Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona
conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en
el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria,
que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades.
Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día
después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas
desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la
tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le
advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
- No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría
antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de
estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance
que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al
conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una
manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó,
se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos
estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los
pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de
desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La
mujer la interrumpió con el índice en los labios.
- Están dormidas -murmuró.
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María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por
mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con
mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el
asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y
el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de
cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su
vecina de asiento tenía una actitud de alerta.
- ¿Dónde estamos? -le preguntó María.
- Hemos llegado -contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y
sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las
pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles
hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de
órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con
tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en
descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres
de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la
cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india,
dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de
despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le
dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.
- ¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.
- Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. "En el
camino se secan", le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo,
y casi le gritó "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
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María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de
detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso:
"¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y
un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se
separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las
guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía
con modos dulces:
- Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en
un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron
a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y
de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que
las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando
llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.
- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera.
El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para
cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no
estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa
dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La
guardiana pareció escucharla con atención.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró
después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una
guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
27
- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.
- De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una
dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por
teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las
mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad
estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos
muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas
mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón
una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un
zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través
paralizada por el terror.
- Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar
por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella
energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza
descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían
muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar
por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El
segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la
próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja
descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de
accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero.
Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada
por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus
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gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna
pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron
sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el
mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano
monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con
dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo
dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
- Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz
adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes
casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba
con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por
el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no
había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser
comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la
recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a
fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. "Todavía no, reina", le
dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca.
"Todo se hará a su tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y
desapareció para siempre.
- Confía en mí -le dijo.
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Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un
comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su
identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director:
agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del
barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos.
Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión
libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que
asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje
clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del
truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella.
El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en
silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos
treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la
demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El
tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las
Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no
pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de
cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que
María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo
malo había ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el
esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció
el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última
esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la
puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.
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Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba
en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional:
Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social
irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era
ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde
a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media
noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y
no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza,
donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido
después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño
cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado
de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo
solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos
cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de
conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto
de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa
después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta
el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz
de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había
vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien
se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo
de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue
Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió
mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una
determinación invencible. "Hay amores cortos y hay amores largos", le dijo ella.
Y concluyó sin misericordia: "Este fue corto". Él se rindió ante su rigor. Sin
embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano
31
después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con
la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la
disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado
vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos
modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y
en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar
a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor,
donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin
condiciones. "¿Y ahora hasta cuando?", le preguntó él. Ella le contestó con un
verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años
después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto
en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un
congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les
gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían
comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin
portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad
posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar
a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del
lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado
llamó por teléfono a casa para preguntar por María. "No sé nada", dijo Saturno.
"Búsquenla en Zaragoza". Colgó. Una semana después un policía civil fue a su
casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en
un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo
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abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno
estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas
que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no
sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió
incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua
Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela.
Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el
crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con
sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte.
Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se
encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de
bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo
agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente
óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que
le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la
tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama
callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La
Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en
vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el
modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo
fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después
encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de teléfono escritos por
María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de
quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años,
hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de
bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras
33
casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa.
Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres
horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después
cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie
contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. "El
señorito se ha ido", le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno
no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita
María.
- Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.
- Ya lo sé - le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
- ¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo
que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el
control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos
de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha,
porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores
impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo
hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella
ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la
madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no
morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio.
Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados
34
al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco
Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las
horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros
oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a
la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que
un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la
tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de
cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano
terminaban por integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los
vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero
que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que
algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la
obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las
pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le
permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían
despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la
guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado.
Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz
suficiente para que le oyera su vecina de cama:
- ¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
- En los profundos infiernos.
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- Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el
ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se
oyen a los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió.
La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a
pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella
sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había
propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con
un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates,
por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, trémula. "Serás la reina". Ante el
rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor
debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados.
Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras.
Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se
promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se
acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades
tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos,
las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no
era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir mas lejos. María le soltó
entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina.
La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas
alborotadas.
- Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te
vuelvas loca por mí.
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El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar
medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse
durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al
espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las
naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los
golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y
con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó
sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el
servicio telefónico de la hora:
- Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos
- ¡Maricón! -dijo María
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando
escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y
tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó
con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó
por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
- ¿Bueno?
Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la
garganta.
- Conejo, vida mía -suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de
espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:
- ¡Puta! Y colgó en seco.
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Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía
del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se
derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con
los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina
plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió.
No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron
con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas.
Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que
no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel
infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de
puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su
marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto
absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
- Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la
camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en
persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra,
y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de
dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el
registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese
mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al
director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la
guardiana.
- Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.
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El director asintió complacido. "No sé cómo hacen los seguros para saberlo
todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de
asceta, y concluyó:
- Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno
el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le
indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno
de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
- Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El medico hizo un ademán de sabio. "Hay conductas que permanecen latentes
durante muchos años, y un día estallan", dijo. "Con todo, es una suerte que haya
caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura".
Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
- Sígale la corriente -dijo.
- Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del
convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos
hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una
mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para
irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían
dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos
cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en
la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
- ¿Cómo te sientes? -le preguntó él.
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- Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las
miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las
noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.
- Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido
peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la
misma.
- Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las
cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si
el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón.
Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de
los propósitos del médico. "En síntesis", concluyó, "aán te faltan algunos días
para estar recuperada por completo". María entendió la verdad.
- ¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy
loca!
- ¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho
más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones,
por supuesto.
- ¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta
aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de
terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en
la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido
gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor
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como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin
darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el
otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
- ¡Váyase!
Saturno huyo despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al
sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran
leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para
volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una
función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los
balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos
María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los
balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
- Es una reacción típica - lo consoló el director -. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María,
Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro
veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió
dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si
llegaban a Marra, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes
de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita
casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María.
Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte
Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de
alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido
llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo
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encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos
tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco
pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato,
porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de
comer.
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EL HOMBRE DE PLATA
- Isabel Allende(Chile)
El Juancho y su perra «Mariposa» hacían el camino de tres kilómetros a la
escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío o sol radiante, la pequeña
figura de Juancho se recortaba en el camino con la «Mariposa» detrás. Juancho
le había puesto ese nombre porque tenía unas grandes orejas voladoras que,
miradas a contra luz, la hacían parecer una enorme y torpe mariposa morena. Y
también por esa manía que tenía la perra de andar oliendo las flores como un
insecto cualquiera.
La «Mariposa» acompañaba a su amo a la escuela, y se sentaba a esperar en la
puerta hasta que sonara la campana. Cuando terminaba la clase y se abría la
puerta, aparecía un tropel de niños desbandados como ganado despavorido, y la
«Mariposa» se sacudía la modorra y comenzaba a buscar a su niño. Oliendo
zapatos y piernas de escolares, daba al fin con su Juancho y entonces, moviendo
la cola como un ventilador a retropropulsión, emprendía el camino de regreso.
Los días de invierno anochece muy temprano. Cuando hay nubes en la costa y el
mar se pone negro, a las cinco de la tarde ya está casi oscuro. Ese era un día
así: nublado, medio gris y medio frío, con la lluvia anunciándose y olas con
espuma en la cresta.
--Mala se pone la cosa, Mariposa. Hay que apurarse o nos pesca el agua y se nos
hace oscuro... A mí la noche por estas soledades me da miedo, Mariposa --decía
Juancho, apurando el tranco con sus botas agujereadas y su poncho desteñido.
La perra estaba inquieta. Olía el aire y de repente se ponía a gemir despacito.
Llevaba las orejas alertas y la cola tiesa.
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--¿Qué te pasa? --le decía Juancho--. No te pongas a aullar, perra lesa, mira que
vienen las ánimas a penar...
A la vuelta de la loma, cuando había que dejar la carretera y meterse por el
sendero de tierra que llevaba cruzando los potreros hasta la casa, la Mariposa se
puso insoportable, sentándose en el suelo a gemir como si le hubieran pisado la
cola. Juancho era un niño campesino, y había aprendido desde niño a respetar
los cambios de humor de los animales. Cuando vio la inquietud de su perra, se le
pusieron los pelos de punta.
--¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay... ¡Tengo miedo,
Mariposa!
El niño miraba a su alrededor asustado. No se veía a nadie. Potreros silenciosos
en el gris espeso del atardecer invernal. El murmullo lejano del mar y esa
soledad del campo chileno.
Temblando de miedo, pero apurado en vista que la noche se venía encima,
Juancho echó a correr por el sendero, con el bolsón golpeándole las piernas y el
poncho medio enredado. De mala gana, la Mariposa salió trotando detrás.
Y entonces, cuando iban llegando a la encina torcida, en la mitad del potrero
grande, lo vieron.
Era un enorme plato metálico suspendido a dos metros del suelo, perfectamente
inmóvil. No tenía puertas ni ventanas: solamente tres orificios brillantes que
parecían focos, de donde salía un leve resplandor anaranjado. El campo estaba
en silencio... no se oía el ruido de un motor ni se agitaba el viento alrededor de
la extraña máquina.
El niño y la perra se detuvieron con los ojos desorbitados. Miraban el extraño
artefacto circular detenido en el espacio, tan cerca y tan misterioso, sin
comprender lo que veían.
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El primer impulso, cuando se recuperaron, fue echar a correr a todo lo que
daban. Pero la curiosidad de un niño y la lealtad de un perro son más fuertes
que el miedo. Paso a paso, el niño y el perro se aproximaron, como hipnotizados,
al
platillo
volador
que
descansaba
junto
a
la
copa
de
la
encina.
Cuando estaban a quince metros del plato, uno de los rayos anaranjados cambió
de color, tornándose de un azul muy intenso. Un silbido agudo cruzó el aire y
quedó vibrando en las ramas de la encina. La Mariposa cayó al suelo como
muerta, y el niño se tapó los oídos con las manos. Cuando el silbido se detuvo,
Juancho quedó tambaleándose como borracho.
En la semioscuridad del anochecer, vio acercarse un objeto brillante. Sus ojos se
abrieron como dos huevos fritos cuando vio lo que avanzaba: era un Hombre de
Plata. Muy poco más grande que el niño, enteramente plateado, como si
estuviera vestido en papel de aluminio, y una cabeza redonda sin boca, nariz ni
orejas, pero con dos inmensos ojos que parecían anteojos de hombre-rana.
Juancho trató de huir, pero no pudo mover ni un músculo. Su cuerpo estaba
paralizado, como si lo hubieran amarrado con hilos invisibles. Aterrorizado,
cubierto de sudor frío y con un grito de pavor atascado en la garganta, Juancho
vio acercarse al Hombre de Plata, que avanzaba muy lentamente, flotando a
treinta centímetros del suelo.
Juancho no sintió la voz del Hombre de Plata, pero de alguna manera supo que
él le estaba hablando. Era como si estuviera adivinando sus palabras, o como si
las
hubiera
soñado
y
sólo
las
estuviera
recordando.
--Amigo... Amigo... Soy amigo... no temas, no tengas miedo, soy tu amigo...
Poquito a poco el susto fue abandonando al niño. Vio acercarse al Hombre de
Plata, lo vio agacharse y levantar con cuidado y sin esfuerzo a la inconsciente
Mariposa,
y
llegar
a
su
lado
con
la
perra
en
vilo.
--Amigo... Soy tu amigo... No tengas miedo, no voy a hacerte daño... Soy tu
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amigo y quiero conocerte... Vengo de lejos, no soy de este planeta... Vengo del
espacio... Quiero conocerte solamente...
Las palabras sin voz del Hombre de Plata se metieron sin ruido en la cabeza de
Juancho y el niño perdió todo su temor. Haciendo un esfuerzo pudo mover las
piernas. El extraño hombrecito plateado estiró una mano y tocó a Juancho en un
brazo.
--Ven conmigo... Subamos a mi nave... Quiero conocerte... Soy tu amigo...
Y Juancho, por supuesto, aceptó la invitación. Dio un paso adelante, siempre con
la mano del Hombre de Plata en su brazo, y su cuerpo quedó suspendido a unos
centímetros del suelo. Estaba pisando el brillo azul que salía del platillo volador, y
vio que sin ningún esfuerzo avanzaba con su nuevo amigo y la Mariposa por el
rayo, hasta la nave.
Entró a la nave sin que se abrieran puertas. Sintió como si «pasara» a través de
las paredes y se encontrara despertando de a poco en el interior de un túnel
grande, silencioso, lleno de luz y tibieza.
Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco tenía la sensación de estar flotando.
--Soy de otro planeta... Vengo a conocer la Tierra... Descendí aquí porque
parecía un lugar solitario... Pero estoy contento de haberte encontrado... Estoy
contento de conocerte... Soy tu amigo...
Así sentía Juancho que le hablaba sin palabras el Hombre de Plata. La Mariposa
seguía como muerta, flotando dulcemente en un colchón de luz.
--Soy Juancho Soto. Soy del Fundo La Ensenada. Mi papá es Juan Soto --dijo el
niño en un murmullo, pero su voz se escuchó profunda y llena de eco, rebotando
en el túnel brillante donde se encontraba.
El Hombre de Plata condujo al niño a través del túnel y pronto se encontró en
una habitación circular, amplia y bien iluminada, casi sin muebles ni aparatos.
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Parecía vacía, aunque llena de misteriosos botones y minúsculas pantallas.
--Este es un platillo volador de verdad --dijo Juancho, mirando a su alrededor.
--Sí... Yo quiero conocerte para llevarme una imagen tuya a mi mundo... Pero no
quiero asustarte... No quiero que los hombres nos conozcan, porque todavía no
están preparados para recibirnos... --decía silenciosamente el Hombre de Plata.
--Yo quiero irme contigo a tu mundo, si quieres llevarme con la Mariposa --dijo
Juancho,
temblando
un
poco,
pero
lleno
de
curiosidad.
--No puedo llevarte conmigo... Tu cuerpo no resistiría el viaje... Pero quiero
llevarme una imagen completa de ti... Déjame estudiarte y conocerte. No voy a
hacerte daño. Duérmete tranquilo... No tengas miedo... Duérmete para que yo
pueda conocerte...
Juancho sintió un sueño profundo y pesado subirle desde la planta de los pies y,
sin esfuerzo alguno, cayó profundamente dormido.
El niño despertó cuando una gota de agua le mojaba la cara. Estaba oscuro y
comenzaba a llover. La sombra de la encina se distinguía apenas en la noche, y
tenía frío, a pesar del calor que le transmitía la Mariposa dormida debajo de su
poncho. Vio que estaba descalzo.
--¡Mariposa! ¡Nos quedamos dormidos! Soñé con... ¡No! ¡No lo soñé! Es cierto,
tiene que ser cierto que conocí al Hombre de Plata y estuve en el Platillo Volador
--miró a su alrededor, buscando la sombra de la misteriosa nave, pero no vio
más que nubes negras. La perra despertó también, se sacudió, miró a su
alrededor espantada, y echó a correr en dirección a la luz lejana de la casa de los
Soto. Juancho la siguió también, sin pararse a buscar sus viejas botas de agua, y
chapoteando
en
el
barro,
corrió
a
potrero
abierto
hasta
su
casa.
--¡Cabro de moledera! ¡Adónde te habías metido! --gritó su madre cuando lo vio
entrar, enarbolando la cuchara de palo de la cocina sobre la cabeza del niño. ¿Y
tus
zapatillas
de
goma?
¡A
pata
pelada
y
en
la
lluvia!
--Andaba en el potrero, cerca de la encina, cuando..., ¡Ay, no me pegue
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mamita!..., cuando vi al Hombre de Plata y el platillo flotando en el aire, sin
alas...
--Ya mujer, déjalo. El cabro se durmió y estuvo soñando. Mañana buscará los
zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y a la cama! Mañana hay que madrugar --dijo
el padre.
Al
día
siguiente
salieron
Juancho
y
su
padre
a
buscar
leña.
--Mira hijo... ¿Quién habrá prendido fuego cerca de la encina? Está todo este
pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego ni sentí olor a humo... Hicieron una
fogata redondita y pareja, como una rueda grande --dijo Juan Soto, examinando
el suelo, extrañado.
El pasto se veía chamuscado y la tierra oscura, como si estuviera cubierta de
ceniza. El lugar quemado estaba unos centímetros más bajo que el nivel del
potrero, como si un peso enorme se hubiera posado sobre la tierra blanda.
Juancho y la Mariposa se acercaron cuidadosamente. El niño buscó en el suelo,
escarbando la tierra con un palo.
--¿Qué
buscas?
--preguntó
su
padre.
--Mis botas, taita... Pero parece que se las llevó el Hombre de Plata.
El niño sonrió, la perra movió el rabo y Juan Soto se rascó la cabeza extrañado.
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EL CORAZÓN DELATOR
- Edgar Allan Poe (Estados Unidos)
Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero
por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis
sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de
todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en
el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con
cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez;
pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún
propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había
hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que
fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste,
y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y
así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y
librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben
nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué
habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me
puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de
matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su
puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo
bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada,
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella
pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente
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pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no
perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir
completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su
cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces,
cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo
rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas
noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por
eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba,
sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en
su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz
cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría
que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches,
justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la
puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi
mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis
facultades, de mi sagacidad.
Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí,
abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas
intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó,
porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara.
Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan
negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por
miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la
puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
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Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar
resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo
músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía
sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras
escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No
expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del
alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas
noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi
pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito
que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima,
aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado
despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado
de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es
más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí,
había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano.
Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose
furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra
imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a
sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera
a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
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Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso
cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de
la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo
miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela
que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo
del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz
exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una
excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un
resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en
algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo.
Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje
de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba.
Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda
la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del
corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte,
momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más
fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy
nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella
antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí
inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que
aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún
vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando
un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó
una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y
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echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me
había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo
con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto.
Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente
muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se
sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a
molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les
describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche
avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante
todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el
hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada
que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado
precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía
tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas
de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad,
pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de
policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se
sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto
de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
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Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les
expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber
que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la
casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé
conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y
cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias
traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su
fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi
silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi
parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas
comunes, mientras yo les contestaba con animación. Más, al cabo de un rato,
empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la
cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban
sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era
cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación,
pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al
fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente
soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía
hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento,
y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con
vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre
insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido
crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes
pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el
sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé
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espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me
había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba
todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto
los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no
oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se
estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero
cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más
tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas
hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez...
escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos
tablones!
¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
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LA ÚLTIMA CLASE
- Alphonse Daudet (Francia)
Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me
temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había
anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me
faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.
¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del
bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el
ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe
resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.
Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al
tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas
noticias,
las
batallas
perdidas,
las
requisiciones,
las
órdenes
de
la
Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: "¿Qué es lo
que todavía puede ocurrir?"
Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que
estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:
-No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.
Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la
escuela.
De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía
hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que
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repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas
mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:
-¡Silencio! ¡Un poco de silencio!
Yo contaba con este jaleo para deslizarme en mi banco sin ver visto; pero
precisamente aquel día todo estaba tranquilo como la mañana de un domingo.
Por la ventana, abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios, y al señor
Hamel, que pasaba y repasaba, con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo
más solución que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio.
¡No les digo si estaría avergonzado, ni el pánico que tendría!
Pues bien: ¡no! El señor Hamel me miró sin cólera y me dijo dulcemente:
-Siéntate pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.
Me monté sobre el banco, y en seguida me senté al pupitre. Fue entonces
cuando, algo recobrado de mi pavor, eché de ver que el maestro se había puesto
su hermosa levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra,
que sólo sacaba los días de inspección o de distribución de premios. Además, la
clase entera tenía un no sabía qué extraordinario, solemne; pero lo que me
sorprendió más fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar
desiertos, unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano
Hauser, el antiguo alcalde, el cartero viejo y otros cuantos. Todos ellos parecían
tristes, y Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que sostenía en
las rodillas abierto, con las gruesas gafas entre las páginas.
Mientras yo hacía estas extrañas observaciones, el señor Hamel se había subido
a su tribuna, y con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos
dijo:
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-¡Hijos míos!, es el último día que les doy clase. Ha llegado de Berlín la orden de
que no se enseñe más que el alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena... El
maestro nuevo llega mañana. Hoy es nuestra última lección de francés; les
suplico que pongan toda su atención.
Estas cuatro palabras me trastornaron por completo. ¡Miserables! Esto es lo que
nos preparaban con el bando de la Alcaldía.
¡Mi última lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir! Entonces, ¡yo no
lo aprendería nunca! ¡No pasaría de ahí! ¡Cómo me reprochaba a mí mismo el
tiempo perdido, los novillos que había hecho para ir a nidos o a patinar sobre el
Saar! Mis libros, que hacía poco me aburrían tanto y tanto me pesaban en la
mano, mi Gramática, mi Historia Sagrada, ahora me parecían viejos amigos, de
quienes me costaría mucho trabajo separarme. Lo mismo que el señor Hamel. La
idea de que iba a marcharse, de que ya no lo vería más, me hacía olvidar los
castigos y los palmetazos.
¡Pobre hombre! Se había puesto su traje bueno de los domingos en honor a la
última clase. Ahora ya comprendía también por qué estos viejos del pueblo
habían venido a sentarse en lo último de la sala. Parecía que sentían no haber
venido más a menudo; era también una manera de dar las gracias al maestro
por sus cuarenta años de buenos servicios, de ofrecer sus respetos a la patria
que se marchaba con él...
Estaba en este punto de mis reflexiones, cuando oí que el maestro me llamaba.
Me había llegado el turno. ¡Qué no habría dado yo por poder decir de un tirón
aquella terrible regla del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a
las primeras palabras me embrollé, y allí me quedé, de pie, balanceándome en el
banco, con el corazón en un puño y sin atreverme a levantar la cabeza. El señor
Hamel me iba diciendo:
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-No te riño, pobrecito; bastante castigado estás... Pero, mira, las cosas son así.
Todos los días nos decimos ¡Bah!, tengo tiempo, ya estudiaré mañana, y luego,
aquí tienes lo que pasa. ¡Ay! Ésta ha sido la gran desgracia de nuestra Alsacia:
dejar siempre su instrucción para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a
decirnos: Pero ¿cómo? ¿Pretenden ser franceses y no saben hablar su lengua?
De todo ello, tú no tienes mucha culpa; todos nosotros tenemos muchas cosas
que echarnos en cara. A sus padres no les ha importado gran cosa verlos
instruidos; les parecía mejor mandarlos a trabajar la tierra o a las fábricas, para
reunir unos cuantos céntimos más. Y yo mismo, ¿no tengo algo que reprocharme
también? ¿No les hacía muchas veces regar mi jardín en vez de estudiar? Y
cuando quería irme a pescar truchas, ¿me violentaba algo para mandarlos a
paseo?
Y después, de una cosa en otra, el señor Hamel llegó a hablarnos de la lengua
francesa, diciendo que era la lengua más hermosa del mundo, la más clara, la
más sólida; que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla nunca,
porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia,
es como si tuviera la llave de la prisión1. Después cogió una gramática y nos leyó
la lección; yo estaba asombrado de ver cómo lo comprendía; todo lo que decía
me pareció fácil, facilísimo. Acaso fuera que nunca había escuchado con tanta
atención y que tampoco él había puesto tanta paciencia en sus explicaciones. Se
diría que el pobre quería infundirnos todo su saber antes de marcharse, que nos
lo quería meter de golpe en la cabeza.
Cuando hubo terminado la lección pasamos a la escritura. El maestro nos había
preparado modelos nuevos, sobre los que había escrito con una hermosa letra
redonda: Francia, Alsacia, Francia, Alsacia. Parecían banderitas que ondeaban
por toda la clase, colgadas como de un mástil sobre nuestros pupitres. ¡Era de
ver cómo nos aplicábamos todos! ¡Qué silencio! No se oía más que el rasguear
de las plumas sobre el papel. Por la ventana entraron zumbando unos abejorros;
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nadie paró en ellos, ni siquiera los pequeñuelos, que no levantaban cabeza,
trazando sus palotes con tanta afición como si fueran franceses también.
Sobre el tejado de la escuela, las palomas se arrullaban dulcemente; al oírlas me
preguntaba: "¿Las obligarán también a arrullarse en alemán?"
De vez en cuando levantaba los ojos de mi plana y veía al señor Hamel, inmóvil
en su silla, mirando fijamente los objetos a su alrededor, como si quisiera
llevarse en la mirada toda su escuela. ¡Figúrense! Desde hacía cuarenta años
estaba allí; en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre parecida;
sólo los bancos, los pupitres, se habían lustrado, bruñidos por el uso; los nogales
del patio habían crecido, y la enredadera, plantada por su mano, festoneaba las
ventanas y subía hasta las tejas. ¡Qué tortura debía ser para aquel pobre hombre
dejar todas estas cosas y oír a su hermana, que trajinaba en el piso de encima
haciendo las maletas!... Porque debían partir al día siguiente, ¡irse de su tierra
para siempre!
Sin embargo, aún tuvo ánimos para darnos la clase de cabo a rabo. Después de
la escritura dimos la lección de historia; más tarde, los más pequeños cantaron
juntos el ba, be, bi, bo, bu. Allá en lo último de la sala, el viejo Hauser se había
puesto los espejuelos, y, con la cartilla abierta, deletreaba a coro con ellos. Se
veía que también él se aplicaba; su voz temblaba de emoción y era tan gracioso
oírlo, que teníamos ganas de reír y llorar a la vez. ¡Ay! ¡Siempre me acordaré de
esta última clase!
En esto, el reloj de la iglesia dio las doce; después, sonó el Ángelus. En el mismo
momento, los sonidos de las trompetas de los prusianos, que volvían de la
instrucción, estallaron bajo las ventanas. El señor Hamel se levantó de su asiento
completamente demudado; nunca me había parecido tan grande.
-Hijos míos -dijo-; hijos míos... Yo..., yo...
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Pero algo lo ahogaba, y no pudo terminar la frase. Entonces se volvió hacia la
pizarra, cogió la tiza y, calcando con todas sus fuerzas, escribió en trazos tan
gruesos como pudo:
"¡VIVA FRANCIA!"
Y allí se quedó, la cabeza apoyada contra la pared. Y, sin hablar, nos hacía con la
mano señas que querían decir:
-Se ha acabado... Salgan.
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LA VENTANA ABIERTA
- Hector Hugh Munro (Saki) (Inglaterra)
—Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel —dijo con mucho aplomo una señorita
de quince años—; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la
sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por
llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas
totalmente desconocidas fuera de alguna utilidad para la cura de reposo que
se había propuesto.
—Sé lo que ocurrirá —le había dicho su hermana cuando se disponía a
emigrar a este retiro rural—: te encerrarás ni bien llegues y no hablarás con
nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te
daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas,
por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado
una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
—¿Conoce a muchas personas aquí? —preguntó la sobrina, cuando consideró
que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
—Casi nadie —dijo Framton—. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace
unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del
lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un
sentimiento de pesar.
—Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía —prosiguió la
aplomada señorita.
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—Sólo su nombre y su dirección —admitió el visitante. Se preguntaba si la
señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente
sugería la presencia masculina.
—Su gran tragedia ocurrió hace tres años —dijo la niña—; es decir, después
de que se fue su hermana.
—¿Su tragedia? —preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias
parecían algo fuera de lugar.
—Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en
una tarde de octubre —dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba
al jardín.
—Hace bastante calor para esta época del año —dijo Framton— pero ¿qué
relación tiene esa ventana con la tragedia?
—Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos
hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar
el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en un
ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y
los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera
de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió
vacilantemente humana.
—Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño
spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían
hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi
pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su
marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor,
cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa
canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas
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como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por
la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el
cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
—Espero que Vera haya sabido entretenerlo —dijo.
—Me ha contado cosas muy interesantes —respondió Framton.
—Espero que no le moleste la ventana abierta —dijo la señora Sappleton con
animación—; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí
directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el
estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado
cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres, ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las
aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para
Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo
desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un
tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su
entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la
ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir
de visita el día del trágico aniversario.
—Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han
prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos —
anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que
personas totalmente desconocidas y relaciones casuales están ávidas de
conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su
causa y su remedio—. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
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—¿No? —dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento.
Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba
dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
—¡Por fin llegan! —exclamó—. Justo a tiempo para el té, y parece que se
hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada
que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la
mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror
desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en
la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia
la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas
soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros.
Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a
la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime Bertie, por
qué saltas?"
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el
sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su
intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un
lado para evitar un choque inminente.
—Aquí estamos, querida —dijo el portador del impermeable blanco entrando
por la ventana—: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese
hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
—Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel —dijo la señora Sappleton—; no
hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin
despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto
un fantasma.
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—Supongo que ha sido a causa del spaniel —dijo tranquilamente la sobrina—;
me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría
de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la
noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban
los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve
pusilánime.
Las fabulaciones improvisadas eran su especialidad.
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UNA ROSA PARA EMILIA
- William Faulkner (Estados Unidos)
I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral;
los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que
desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de
curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los
últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la
vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro
tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo
del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que
se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de
algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres
del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando
su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de
gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y
ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos
ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las
alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en
la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un
deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en
que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna
mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos,
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dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue
otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar
una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de
la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía
de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y
del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa
semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por
buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser
directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al
comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la
contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en
el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más
tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche
para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en
papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada
caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la
contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación
para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había
traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china,
unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro
vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras
aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El
vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de
una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se
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levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras
motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la
chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un
deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña,
gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le
descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de
pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan
sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que
hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos
en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón,
prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro
de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que
el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj
que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió.
Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido
usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
—Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera
alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante.
Nosotros debemos...
—Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero, señorita Emilia...
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—Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi
diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al
negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del
mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos
regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte
de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a
casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si
volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de
vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no
fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al
brazo.
―Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia‖,
comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel
olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y
aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez
Stevens, anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo
remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro
ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca
de ello.
70
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le
rogó cortésmente: Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo
querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y
otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que
hablaron del asunto.
Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín,
denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita
Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el
césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa,
como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos
con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un
acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la
mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y
allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando
hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana
que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e
inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos
que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor
había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en
la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado
completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que
71
realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno
para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a
su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia,
vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo
en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así,
cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos
contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de
venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la
casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la
señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se
humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de
tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a
la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como
siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta,
diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres
días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla
de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban
dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos
y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que
hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y
sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora
no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había
despreciado.
72
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver,
llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha,
con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores
de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para
pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre
empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y
maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco
de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro.
Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo
renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el
pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad.
Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría
asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la
reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en
las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par
de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un
interés en la vida, aunque todas las señoras decían: ―Una Grierson no podía
pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.‖
Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por
grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de
noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:
―¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!‖, pues la señorita
Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre
se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se
73
volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo
que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: ―¡Pobre Emilia!‖, ahora empezó
a cuchichear: ―Pero ¿tú crees que se trata de...?‖ ―¡Pues claro que sí! ¿Qué va a
ser, si no?‖, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando
los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar
la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en
que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más,
entre un rumor de sedas y satenes: ―¡Pobre Emilia!‖
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos
creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más
que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última
representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo
terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se
comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un
año más tarde de cuando se empezó a decir: ―¡Pobre Emilia!‖, y mientras sus
dos primas vinieron a visitarla.
— Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los
30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con
ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido
estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro
del que se halla al pie de una farola.
— Necesito un veneno -dijo.
—¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
— Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
74
— Quiero arsénico. ¿Es bueno?
— ¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
— Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo,
rígida, con la faz tensa.
— ¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que
hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando
sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar
el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1
droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia
abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos,
estaba escrito: ―Para las ratas‖.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: ―¿Se irá a suicidar?‖ y pensábamos
que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer
Barron, pensamos: ―Se casará con él‖. Más tarde dijimos: ―Quizás ella le
convenga aún‖, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía
que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los
que se casan. Y repetimos una vez más: ―¡Pobre Emilia!‖ desde atrás de las
vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la
señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa,
un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con
guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una
desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no
75
quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al
ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de
que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en
adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El
domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las
calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la
señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a
observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a
creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en
casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata,
con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado
un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos
dijimos: ―Van a casarse‖ y nos sentíamos realmente contentos. Y nos
alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en
casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la
pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos,
en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación
pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de
facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo
una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla
a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y,
como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al
negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la
señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al
76
mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en
cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos
hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por
las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si
aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante
tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello
empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta
adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de
un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de
unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de
pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso
bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris,
con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban
a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las
discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a
sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les
enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas
para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en
adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única
que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números
metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
77
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más
canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la
señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana
más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las
habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casasemejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose
cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la
señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible,
impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras,
teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos
que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener
alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni
aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con
cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el
paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la
casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció.
Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos
primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para
el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia
yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado
sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el
balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su
cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido
78
contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella,
confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las
personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino
una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos
actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había
visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No
obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su
tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo,
que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para
una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de
tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas,
también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre
los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se
distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos
aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así,
abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio
del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella
apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de
abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al
gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo
que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la
79
cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se
extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la
depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo
que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en
nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra
de cabello gris.
80
UN DÍA DE ESTOS
- Gabriel García Márquez (Colombia)
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escobar, dentista sin título y
buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura
postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de
instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba
una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los
pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una
mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los
sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de
resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que
hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no
se servía de ella.
Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos
gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina.
Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz
destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-- Papá.
-- Qué
-- Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-- Dile que no estoy aquí.
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Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó
con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-- Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los
trabajos terminados, dijo:
-- Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por
hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-- Papá.
-- Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-- Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear
en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa.
Allí estaba el revólver.
-- Bueno --dijo--. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el
borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla
izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El
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dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la
gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-- Siéntese.
-- Buenos días --dijo el alcalde.
-- Buenos --dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la
silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja
silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la
silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando
sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escobar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la
muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.
-- Tiene que ser sin anestesia --dijo.
-- ¿Por qué?
-- Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-- Está bien --dijo, y trató de sonreír.
El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los
instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin
apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse
las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo
perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el
gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su
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fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un
suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una marga
ternura, dijo:
-- Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de
lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a
través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender
la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera,
sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el
bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-- Séquese las lágrimas --dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos,
vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e
insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga
buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente
saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la
guerrera.
-- Me pasa la cuenta -dijo.
-- ¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:
-- Es la misma vaina.
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UN CANARIO COMO REGALO
- Ernest Hemingway (Estados Unidos)
El tren pasó rápidamente junto a una larga casa de piedra roja con jardín, y, en
él, cuatro gruesas palmeras, a la sombra de cada una de las cuales había una
mesa. Al otro lado estaba el mar. El tren penetró en una hendidura cavada en la
roca rojiza y la arcilla, y el mar sólo podía verse entonces interrumpidamente y
muy abajo, contra las rocas.
-Lo compré en Palermo -dijo la dama norteamericana-. Sólo estuvimos en tierra
una hora. Era un domingo por la mañana. El hombre quería que le pagara en
dólares y le di un dólar y medio. En realidad canta admirablemente.
Hacía mucho calor en el tren y en el coche-salón. No entraba ni un soplo de brisa
por la ventanilla abierta. La dama norteamericana bajó la persiana de madera y
ya no pudo verse más el mar, ni siquiera de vez en cuando. Al otro lado estaban
los vidrios, luego el corredor, detrás una ventanilla abierta y fuera de ella árboles
polvorientos, un camino asfaltado y extensos viñedos rodeados de grises colinas.
Al llegar a Marsella veíamos el humo de muchas chimeneas. El tren disminuyó la
velocidad y entró en una vía, entre las muchas que llevaban a la estación. Se
detuvo veinte minutos en Marsella y la dama norteamericana compró un
ejemplar de The Daily Mail y media botella de agua mineral Evian. Paseó un poco
a lo largo del andén de la estación, pero sin alejarse mucho de los escalones del
vagón, debido a que en Cannes, donde el tren se detuvo doce minutos, partió de
pronto sin advertencia alguna, y ella pudo subir justamente a tiempo. La dama
norteamericana era un poco sorda y temió que se dieran las habituales señales
de partida del convoy y ella no pudiera oírlas.
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El tren partió y no sólo podían verse las playas de maniobras y el humo de las
grandes chimeneas, sino también, hacia atrás, la propia ciudad de Marsella y el
puerto, con sus colinas grises en el fondo y los últimos destellos del sol en el
mar. Mientras oscurecía, el tren pasó cerca de una granja incendiada. Había
automóviles detenidos en el camino y desde dentro del edificio de la granja se
sacaban al campo ropas de cama y otras cosas. Había mucha gente
contemplando cómo ardía la casa. Era ya de noche cuando el tren llegó a
Aviñón. La gente dejó el convoy. En los quioscos, los franceses que volvían a
París compraban los periódicos del día. En el andén había soldados negros.
Llevaban uniforme castaño, eran altos y sus rostros brillaban bajo la luz eléctrica.
El tren dejó Aviñón y los negros quedaron allí, de pie. Un sargento blanco, de
baja estatura, estaba con ellos.
Dentro del coche-cama el camarero había bajado las tres literas de la pared y ya
estaban preparadas para dormir. La dama norteamericana no durmió durante la
noche porque el tren era un rapide que iba a gran velocidad y ella temía durante
la noche. La cama de la dama norteamericana era la que estaba más cerca de la
ventanilla. El canario de Palermo, con una manta extendida sobre la jaula,
estaba fuera del camarote, en el corredor que llevaba al lavabo. Fuera del
compartimiento había una luz azulada. Durante toda la noche el tren viajó muy
velozmente y la dama norteamericana se despertaba esperando un accidente.
Por la mañana, el tren se hallaba cerca de París y después que la dama
norteamericana salió del lavabo, muy norteamericana, muy saludable y muy de
edad mediana, a pesar de no haber dormido, quitó la manta de la jaula y la
colgó al sol, volviendo al vagón restaurante para desayunar. Cuando volvió al
coche-cama las literas habían sido levantadas de nuevo y transformadas en
asientos, el canario estaba acicalándose las plumas al sol, que entraba por la
ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de París.
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-Ama el sol -dijo la dama norteamericana-. Ahora, dentro de un momento,
cantará.
El canario siguió arreglándose las plumas y espulgándose.
-Siempre me han gustado los pájaros -dijo la dama norteamericana-. Lo llevo a
casa para mi niña. Ahí está... ahora canta.
El canario pió y las plumas de la garganta permanecieron inmóviles. Bajó el pico
y comenzó a espulgarse de nuevo. El tren cruzó un río y pasó a través de un
bosque muy cuidado. El tren pasó por muchos de los pueblos de las afueras de
París. Había tranvías en los pueblos y grandes cartelones de propaganda de la
Belle Jardiniere, Dubonnet y Pernod, en los muros y paredes cerca de los cuales
pasaba el tren. Todos los lugares por donde éste pasaba tenían el aspecto de no
haberse despertado todavía. Durante unos minutos no escuché a la dama
norteamericana, que estaba hablándole a mi esposa.
-¿Su esposo es también norteamericano? -preguntó la dama.
-Sí -dijo mi mujer-. Ambos somos norteamericanos.
-Creí que eran ingleses.
-¡Oh, no!
-Será tal vez porque llevo tirantes. -Había empezado a decir «tiradores», pero
cambié la palabra al salir de mi boca, para mantener mi lenguaje de acuerdo con
mi aspecto de inglés. La dama norteamericana no me oyó. Realmente era
completamente sorda; leía en los labios y yo no la había mirado al hablar. Miraba
afuera, por la ventanilla. Continuó hablando con mi esposa.
-Me alegro de que sean norteamericanos. Los hombres norteamericanos son los
mejores maridos -estaba diciendo la dama norteamericana-. Por eso dejamos el
87
continente, ¿sabe usted? Mi hija se enamoró de un hombre en Vevey -se detuvoEstaban locos, sencillamente -se detuvo de nuevo-. La saqué de allí, por
supuesto.
-¿Logró soportarlo? -preguntó mi mujer.
-No lo creo -dijo la dama norteamericana-. No quería comer nada y no dormía.
Me empeñé en consolarla, pero parece no tener interés por nada. No le importa
nada, pero yo no podía dejarla casar con un extranjero. -Hizo una pausa-.
Alguien, un buen amigo mío, me dijo una vez: «Ningún extranjero puede ser un
buen marido para una norteamericana».
-No -dijo mí esposa-; supongo que no.
La dama norteamericana admiró el abrigo de viaje de mi esposa y luego supimos
que la dama norteamericana había adquirido sus propias ropas durante veinte
años en la misma maison de couture de la rue Saint Honoré. Tenían sus medidas
y una vendeuse que la conocía y sabía sus gustos, elegía sus vestidos y los
enviaba a los Estados Unidos. Las ropas llegaban a una oficina de correos
cercana al lugar donde ella vivía, en la ciudad de Nueva York, y los derechos de
importación no eran nunca exorbitantes, porque abrían las cajas allí mismo, en la
sucursal de correos, para revisarlas y siempre eran sencillas, sin encajes doradas
ni adornos que hicieran aparecer los vestidos como muy caros. Antes de la
vendeuse actual, llamada Théresé, había otra llamada Amélie. En total sólo
trabajaron esas dos en los últimos veinte afros. La couturière era siempre la
misma. Los precios, sin embargo, habían aumentado. Ahora tenían también las
medidas de su hija. Ya era bastante crecida y no existía muchas probabilidades
de que cambiaran con el tiempo.
El tren estaba ahora llegando a París. Las fortificaciones habían sido derribadas,
pero la hierba no había crecido. Había muchos vagones en las vías: coches
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restaurante de madera oscura y coches-cama, que partirían para Italia a las
cinco de esa misma tarde, si ese tren sale todavía a las cinco; los coches tenían
carteles que decían: París-Roma; otros de dos pisos, que iban y volvían de los
suburbios y en los que, a ciertas horas, los asientos de amibos pisos estaban
llenos de gente y pasaban cerca de las blancas paredes y de las ventanas de las
casas. Nadie se había desayunado todavía.
-Los norteamericanos son los mejores maridos -decía la dama norteamericana a
mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres norteamericanos son
los únicos con quienes una se puede casar en todo el mundo.
-¿Cuánto tiempo hace que dejó usted Vevey? -preguntó mi mujer.
-Hará dos años este otoño. A ella le llevo este canario.
-¿El hombre de quien estaba enamorada su hija era suizo?
-Sí -dijo la dama norteamericana-. Era de una familia muy buena de Vevey.
Estudiaba ingeniería. Se conocieron en Vevey, solían dar largos paseos juntos.
-Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Pasamos allí nuestra luna de miel.
-¿Sí? ¡Debe haber sido maravilloso! Yo no tenía, por supuesto, la menor idea de
que se había enamorado de él.
-Es un lugar muy bonito -dijo mi esposa.
-Sí -dijo la dama norteamericana-. ¿Verdad que es magnifico? ¿Dónde se
alojaron ustedes?
-En el Trois Couronnes.
-Es un gran hotel -dijo la dama norteamericana.
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-Sí -replico mi esposa-. Teníamos una habitación preciosa y en otoño el lugar era
adorable.
-¿Estaban ustedes allí en otoño?
-Sí -dijo mi esposa.
Pasábamos en ese momento al lado de tres vagones que habían sufrido algún
accidente. Estaban hechos astillas y con los techos hundidos.
-Miren -dije-. Debe haber sido un accidente.
La dama norteamericana miró y vio el último vagón.
-Toda la noche tuve miedo de que ocurriera alguna cosa así -dijo-. A veces tengo
horribles presentimientos. Nunca más viajaré en un rapide por la noche. Debe
haber otros trenes cómodos que no viajen con tanta rapidez.
El tren entró en la oscuridad de la Gare du Lyon y se detuvo. Los mozos se
acercaron a las ventanillas. Pronto nos encontramos en la turbia largura de los
andenes y la dama norteamericana se puso en manos de uno de los tres
hombres de la Cook, que dijo: - Un momento, señora, buscaré su nombre.
El mozo trajo un baúl y lo colocó junto al equipaje. Ambos nos despedimos de la
dama norteamericana, cuyo nombre había encontrado el empleado de la Agencia
Cook en una de las hojas escritas a máquina, que sacó de entre un manojo de
éstas y que volvió a poner en su bolsillo.
Seguimos al mozo con el baúl, a lo largo del prolongado andén de cemento que
corría al lado del tren. Al final había una puerta de hierro y un hombre nos tomó
los billetes.
Volvíamos a París para establecernos en residencias separadas.
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LA INTRUSA
- Jorge Luís Borges (Argentina)
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor
de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural,
hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que
alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate
y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después,
volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión,
algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas
variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se
cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros
antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación
literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada
Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió
nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La
azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya
no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de
baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen
defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus
lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los
sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza.
Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de
esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que
debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice
que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte,
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lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores,
cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y
el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde
vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava.
Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron.
Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta
entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando
Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una
sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la
lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el
corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era
de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se
sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes
por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había
levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se
emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de
la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con
alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado
al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La
mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
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-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés,
úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no
sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que
era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa
sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por
unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban
el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que
discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo,
estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que
una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos
estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo
felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo
lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no
la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se
acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa
con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había
dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un
silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y
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serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la
patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la
dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era
una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de
hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas
casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual
por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de
año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en
el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró;
adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a
mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana
iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos
habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el
cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros
habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los
domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén,
vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué;
aprovechemos la fresca.
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El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.
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INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA
- Julio Cortazar (Argentina)
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera
tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte
siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva
perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta
alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una
de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en
posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños,
formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante
que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra
combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de
trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan
particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los
brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos
dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y
respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por
levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre
en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón.
Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se
recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha
de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace
seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el
pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los
más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre
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entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no
levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los
movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella
fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se
moverá hasta el momento del descenso.
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LA SEÑORITA CORA
- Julio Cortazar (Argentina)
We'll send your love to college, all for a year or two,
And then perhaps in time the boy will do for you.
The trees that grow so high.
(Canción folclórica inglesa.)
No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin
y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al
director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya
acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en
seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba
nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con
el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre
pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse
el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que
no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el
piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me
pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura
maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que
tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos
aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se
cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que
pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y su padre se
hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de
costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que
es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo
para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de
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menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo
primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar
a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy
a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga,
menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace
hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de
pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba
protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy
bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se
dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido
del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba
en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer
paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca...
La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y
me empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la
revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras
y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que
todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era
igual que ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el
apéndice y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. "A ver el pulso", me
dijo, y después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies
de la cama. "¿Tenés hambre?", me preguntó, y yo creo que me puse colorado
porque me tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo
impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo
hambre. "Esta noche vas a cenar muy liviano", dijo ella, y cuando quise darme
cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si
empecé a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como
a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero
llevárselos... Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba
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conmigo, de puro resentida; que sé yo, después que se fue se me pasó de golpe
el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado
que no tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy
poco. A lo mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama,
si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra,
una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me
hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y
si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque era una
de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que
me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy
amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un
termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no
entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se
fue. Al rato vino mamá y que alegría verlo tan bien, yo que me temía que
hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en
la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de
su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para
revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me
hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y
ponerla en su sitio nada más que mirándola de arriba a abajo, pero no había
nadie en el pasillo. Casi en seguida salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene
iban a operarlo a la mañana siguiente, que estaba muy bien y en las mejores
condiciones para la operación, a su edad una apendicitis es una tontería. Le
agradecí mucho y aproveché para decirle que me había llamado la atención la
impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que
a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza para
acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a
operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre,
pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron
el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol.
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Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez
minutos queriendo saber si me duele aquí o mas allá, menos mal que se tiene
que ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude terminar la
fotonovela que había empezado anoche.
La enfermera de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera
chiquita cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo
pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas
hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba
soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como
el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy divertido. Me
desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no que
tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la
anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es
despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá
ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de
miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama
cuando me vio entrar y escondió la revista debajo de la almohada. La pieza
estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se
lo di. "¿Te lo sabes poner?", le pregunté, y las mejillas parecía que iban a
reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la
cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me
acerqué para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a
punto de reírme, pero con los chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les
cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no
le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando saqué
el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo
creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado, es
algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura
en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me
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acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis.
Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y
que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a
soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también
pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se
estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: "Le agradeceré que lo
atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia", o
alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera
escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le
gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así.
Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de
frascos y algodones, y no sé por qué de golpe me dio un poco de miedo, en
realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase
de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma,
el pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un
papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he
hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un
príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas
me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a
taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. "A
ver, bajate el pantalón del piyama", le dije sin mirarlo en la cara. "¿El pantalón?",
preguntó con una voz que se le quebró en un gallo. "Si, claro, el pantalón",
repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le
obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos,
y era como me lo había imaginado. "Ya sos un chico crecidito", le dije,
preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar.
"¿Cómo te llaman en tu casa?", le pregunté mientras lo enjabonaba. "Me llamo
Pablo", me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza.
"Pero te darán algún sobrenombre", insistí, y fue todavía peor porque me pareció
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que se iba a poner a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban
por ahí. "¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro."
Terminé de afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y
en un segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. "Pablo es un bonito nombre",
le dije para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la
primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido,
pero me seguía fastidiando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo
más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera
tan bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un
hombre y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
Me quedé con los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo
eso, pero no servía de nada porque justamente en ese momento agregó: "¿Así
que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, claro", y yo hubiera
querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos
le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para
sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de almendra como el que se pone
la profesora de dibujo, o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único
que se me ocurrió fue preguntarle: "¿Usted se llama Cora, verdad?" Me miró con
aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos
lados, y dijo: "La señorita Cora." Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes
había dicho: "Ya sos un chico crecidito", nada más que para burlarse. Aunque
me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo
peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: "Usted es tan joven
que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo." No era eso, lo que yo había
querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora
estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente quería
decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas,
pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se
iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que
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no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo
cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir
pero al llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no se olvidaba
de alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensando pero no encontraba
las palabras y lo único que se me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se
había sentado en la cama y después de aclararse la voz dijo: "Se le olvida la taza
con el jabón", muy seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar
la taza y un poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. "No te
aflijas, Pablito", le dije. "Todo irá bien, es una operación de nada." Cuando lo
toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la
boca en el borde de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: "Puedo
llamarla Cora, ¿verdad?" Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta
vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso
de ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que
dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los
retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. "Señorita
Cora", me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de
pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de... Ni siquiera
comprendo cómo pude decirle: "Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de
otra manera." Se hizo la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé
solo y sin ganas de leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me
contestara enojada para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que
yo había pensado decirle, tenía la garganta tan cerrada que no se cómo me
habían salido las palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo
mejor sí pero de otra manera.
Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí
nomás asoma el machito, no quieren convencerse de que todavía son unos
mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana
lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el
104
pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo
podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo antes de
hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó
perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía
llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no
estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue
antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a
perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den
un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y
sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de
almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y
linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté
enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no
quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que
entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un
angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al
lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a
dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. "A ver, m'hijito,
bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado", y el pobre a punto de
patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a decir
que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no
podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el irrigador
y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a mover las
manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el
irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara
un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. "A ver,
subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que te eches
más de boca, así." Tan callado que era casi como si gritara, por una parte me
hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador, pero de nuevo me
daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo estuviera castigando
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por lo que me había dicho. "Avisá si está muy caliente", le previne, pero no
contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y
por eso me senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque
era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le
dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes: "Así me gusta, todo un
hombrecito", y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más posible
antes de ir al baño. "¿Querés que te apague la luz o te la dejo hasta que te
levantes?", me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era
lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me
tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de los cólicos me
mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré
mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco,
diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo
me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.
Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran
sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo
mismo le voy a hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos
un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que
falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un
pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si
pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba
secándole la boca al pobre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la
anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió que no me moviera de
su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la
buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le
acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés
ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el
pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando.
Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no
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te muevas así, quieto que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí
no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la
operación
había
sido
muy
larga.
Es
raro,
habrán
encontrado
alguna
complicación: a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a
Marcial esta noche. Pero sí, m'hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero
no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en
una gasa, así se le va pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo
que quieras. Que fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí,
sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan
dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco
respingada y esas pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan
pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele,
mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto,
tengo algo en la barriga que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera
que me saque eso. Sí, m'hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por
qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me
ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si
seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele
aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto
aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.
Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a
las dos y media y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor,
pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor
De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar
con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son
demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se
ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, un poco de color.
Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira
tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como si yo no supiera lo que
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tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la
buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona, por favor que al
nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima,
vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen
que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni
siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo
está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame
lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No,
mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con
la suya, ya te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no
está bien. Parecería que no tenemos toda la noche para besarnos, tonto. Andáte.
Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí, querido, hasta luego. Claro que
sí. Muchísimo.
Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me
duele, qué bueno estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan
callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan
mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo,
el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada.
Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos
la vi sentada al lado de la ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me
arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora
me acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me
calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted
me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía
mucho, y las náuseas... Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí,
usted se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más.
Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito
solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he
dicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien
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quieto. No, no es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así.
Duérmase ahora.
Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a
dormir, pero de golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la
cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y
ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará
aquí todo el tiempo? Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y
es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber
qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por
la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la
frente y en el pelo, y me sujetaba las manos para que no me arrancara el
vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algo
así, me miraba de otra manera cuando me dijo: "Cierre los ojos y duérmase." Me
gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los
caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella,
al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la
enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo.
Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no
tardaría y lo desperté para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había
hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las
cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para
que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía
muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me
quedó más remedio que decirle: "Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas
a poner así cada vez, verdad?" Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo
contener las lágrimas; haciéndome la que no me daba cuenta anoté la
temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había
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secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera
dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me importaba, que en
realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. "Esto no duele nada",
me dijo con la jeringa en la mano. "Es para que duermas bien toda la noche." Me
destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un
poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. "No duele nada", le
dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella
me estaba mirando. "Ya ves", me dijo sacando la aguja y frotándome con el
algodón. "Ya ves que no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito." Me tapó y
me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto,
estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.
Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que
no me importa si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo
quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana,
bueno nena, ya está, deme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va
a pasar un buen rato antes de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la
pobre apareció esta noche con una cara rara y me costó media hora hacerle
olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta
a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde
entonces habría aprendido un poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de
cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana,
después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería
saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a
poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me
gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe
ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra
inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis.
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Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese
mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa
edad son tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me
cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta
tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta,
todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas
naturales, cada uno está en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí,
claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa
edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que
todo empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el
primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele,
sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso
hacerse el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le
puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse
toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo,
quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo
obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas.
Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a punto de
llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial,
y esa buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí
y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de
siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto
voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es
idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran
los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte, Marcial.
Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo
primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las
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inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en
la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando
con el algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la
mano tan segura que iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que
entraba despacio, haciéndome doler. "No, no me duele nada." Nunca le podré
decir: "No me duele nada, Cora." Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy
a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita
Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me
siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.
Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero todavía está muy decaído, apenas
si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído
las revistas y una corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La
enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto
hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche,
parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor
Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque
estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver
cómo anda este hombre. Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le
puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí
duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible.
Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy
sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por
primera vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos
tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay
que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece
sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá
que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan
unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a
Cora, y despertarme justo cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor
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habrá que esperar unos días más, señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la
operación fue más complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas.
Claro que con la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero
mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al
principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador, son cosas
internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié,
esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa
pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz
atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué
no le voy a tener lástima. No me mirés así.
Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que
tengo dos episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la
cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a
pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada.
Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí sentada
leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber que esta allí, pero ahora
no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a
cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nuevo,
unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar y cambiar, está
tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. "Este remedio es muy feo, ya
sé", me dijo, y se sonreía para animarme. "No, es un poco amargo, nada más",
le dije. "¿Cómo pasaste el día?", me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije
que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que
no me dolía mucho. "Bueno, entonces podés trabajar un poco", me dijo
dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las
persianas y arregló los frascos en la mesita mientras yo me tomaba la
temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes de
que viniera a buscarlo. "Pero tengo muchísima fiebre", me dijo como asustado.
Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el
113
termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de
que está volando de fiebre. "Siempre es así los primeros cuatro días, y además
nadie te mandó que miraras", le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le
pregunté si había movido el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la
sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de
contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco para que no le
molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre,
realmente. "Tratá de dormir un rato", le dije, calculando a qué hora podría
avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y
articulando cada palabra me dijo: "Usted es mala conmigo, Cora." No atiné a
contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con
toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise
hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió
tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera
reaccionar me dijo en voz muy baja: "Usted no sería así conmigo si me hubiera
conocido en otra parte." Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan
ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me
pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como
desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se
lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada vez lo hago mejor), y
me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y
tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el
fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua
colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin
más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me
dijo cuando se lo conté que había querido darle la oportunidad de disculparse, de
pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para
que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero
seguía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era
como si me hubiera metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas
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cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y
hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente
como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer
nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la
pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces,
que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para
que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz, para que no se
fuera.
Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser
una pareja que anida en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la
paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que
viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya
otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no quería
que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba
demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a
las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord,
oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que
no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo voy a
preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo
más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no
es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese
enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial... Vení, te voy a hacer
un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja,
he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe...
Por suerte después se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la
ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando
se fueron los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta
115
fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué
importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría
tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad
como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el
doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben.
Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes
de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las
tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien.
Si me pudiera dormir de un tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo,
soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las
inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si
querés, ya está. Me dijo: "Gracias" sin abrir los ojos, pero hubiera podido
abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han
prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba
mirando, sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y
me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que
arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y
evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin
una palabra, con los ojos fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo
a las cinco y media en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres
esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa
hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que
completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en
cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo
una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la
hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le
empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo,
el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir
nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que
Marcial se fuera y me dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que
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nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a
operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor
eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que
hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más
adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me
viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no
estaba la otra tarde cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí.
Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.
Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta
cuándo nos vas a estar ocupando una cama, che. Contá despacito, uno, dos,
tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un
bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había
que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas.
Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije
que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo
piso si vos también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la
otra noche y ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos.
Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta
noche y todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres
se fueron en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían
los pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería
que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me quedaba y se fue.
María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo,
después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se
volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver,
mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan,
que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces
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estuve soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas.
Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su
encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera
cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo.
Cuando me miró, después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me
acerqué más y le sonreí. "Llamame Cora", le dije. "Yo sé que no nos entendimos
al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo." Me miraba callado.
"Decime: Sí, Cora." Me miraba, siempre. "Señorita Cora", dijo después, y cerró
los ojos. "No, Pablo, no", le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca.
"Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos." Tuve que echarme atrás, pero
lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se
enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. "Discúlpeme", dijo con un
hilo de voz, "no lo pude contener". Le dije que no fuera tonto, que para eso
estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. "Me
gustaría que viniera mamá", me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos.
Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me
dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me
quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el
cielo raso. "Pablito", le dije. "Por favor, Pablito. Por favor, querido." Volví hasta la
cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el
vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de
él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María
Luisa; no quería volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche
no quería volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna
necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo
hasta que el cuarto quedara otra vez libre.
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EL SILENCIO DE LAS SIRENAS
- Franz Kafka (Rep. Checa)
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la
salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo
encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso
era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos
que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo
traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más
fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez,
algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera
y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó
en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su
silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado
alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento
terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias
fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez
porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez
porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en
ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido
de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las
curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los
119
labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en
torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se
esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más
próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban
sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no
pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de
los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero
ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto,
tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su
fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez
Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para
ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
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LOS TRAPOS VIEJOS
- Hans Christian Andersen (Dinamarca)
Frente a la fábrica había un montón de balas de harapos, procedentes de los
más diversos lugares. Cada trapo tenía su historia, y cada uno hablaba su propio
lenguaje, pero no nos sería posible escucharlos a todos. Algunos de los harapos
venían del interior, otros de tierras extranjeras. Un andrajo danés yacía junto a
otro noruego, y si uno era danés legítimo, no era menos legítimo noruego su
compañero, y esto era justamente lo divertido de ambos, como diría todo
ciudadano noruego o danés sensato y razonable.
Se reconocieron por la lengua, a pesar de que, a decir del noruego, sus
respectivas lenguas eran tan distintas como el francés y el hebreo.
-Allá en mi tierra vivimos en agrestes alturas rocosas, y así es nuestro lenguaje,
mientras el danés prefiere su dulzona verborrea infantil.
Así decían los andrajos; y andrajos son andrajos en todos los países, y sólo
tienen cierta autoridad reunidos en una bala.
-Yo soy noruego -dijo el tal-, y cuando digo que soy noruego creo haber dicho
bastante. Mis fibras son tan resistentes como las milenarias rocas de la antigua
Noruega, país que tiene una constitución libre, como los Estados Unidos de
América. Siento un escozor en cada fibra cuando pienso en lo que soy, y me
gustaría que estas palabras mías resonaran como bronce en palabras graníticas.
-Pero nosotros poseemos una literatura -replicó el trapo danés-. ¿Comprende
usted lo que esto significa?
121
-¡Claro que lo comprendo! -respondió el noruego-. ¡Pobre habitante del llano!
Quisiera llevarlo a lo alto de las rocas y hacer que lo iluminase la aurora boreal,
¡pedazo de trapo! Cuando el hielo se funde bajo el sol noruego, vienen a nuestro
país barcas danesas cargadas de mantequilla y queso, productos realmente
suculentos. Y como lastre, llevan literatura danesa. ¡No nos hace maldita la falta!
Uno renuncia gustoso a la insípida cerveza allí donde mana la fuente pura, y en
nuestro país hay un manantial virgen, no pregonado en toda Europa por
periódicos, compadrerías y los viajes al extranjero. Hablo sin remilgos, sin pelos
en la lengua, y el danés tendrá que habituarse a este tono franco y llano, y lo
hará, gracias a su arraigo escandinavo, por su vinculación a nuestra altiva tierra
rocosa, raíz del mundo.
-Nunca un andrajo danés podría hablar así -dijo el otro-. No está en nuestra
naturaleza. Me conozco, y como yo son todos nuestros andrajos daneses:
bonachones, modestos, con muy poca fe en nosotros mismos, y así no se gana
nada, ciertamente. Pero no me importa; al menos lo encuentro simpático. Por lo
demás, puedo asegurarle que conozco perfectamente mi propio valor, aunque no
hable de él. No podrán reprocharme este defecto. Soy blando y dúctil, lo sufro
todo, no envidio a nadie, hablo bien de todo el mundo, con lo difícil que muchas
veces es hacerlo. Pero dejemos esto. Yo me tomo las cosas con buen humor;
esta cualidad si la tengo.
-No me hables en este tono blanducho de la tierra llana; me da asco -dijo el
noruego, y, aprovechando una ráfaga de viento, se soltó del fardo para
trasladarse a otro.
Los dos fueron transformados en papel, y quiso el azar que el andrajo noruego
pasara a ser una hoja en la que un joven de su país escribió una carta de amor a
una muchacha danesa, mientras el trapo danés se convirtió en el manuscrito de
una oda danesa en alabanza de la fuerza y la grandeza noruegas.
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También de los andrajos puede salir algo bueno una vez han salido del fardo de
trapos viejos y se han transformado en verdad y en belleza; brillan en buena
armonía y encierran bendiciones.
Ésta es la historia, muy regocijante y no ofensiva para nadie, salvo para los
andrajos.
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LA PERLA
- Yukio Mishima (Japón)
El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki
deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente
había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto,
Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que
la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y
podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que
alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al
convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los
brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas.
Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la
perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era
aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido
inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó,
pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que
luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que
prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y,
muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus
espaldas.
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El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación
producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a
la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el
tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se
congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada
tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad
pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total
desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una
tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba
hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión
bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado,
salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar
cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta
cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas
de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus
platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que
correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con
anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que
su gusto era excelente.
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La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de
ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se
levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había
desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora
Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su
búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la
advirtieron.
-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas preguntas de sus
amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y
revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era
francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de
crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer!
Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la
levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi
garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en
devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata
simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de
casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la
señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que
quedaban y se la comió.
126
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la
risa general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con
ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la
señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es
cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa
que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una
acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una
perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella
para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su
plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el
rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello
fue suficiente para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños;
pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su
inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en
alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera
tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión
127
general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo
menos esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar
ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después
de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia
otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda
de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos
días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron
transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había
vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto,
pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la
culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma
dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora
Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo
había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba
hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora
Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás
sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no
deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco
agradables para ella.
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Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció
darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a
pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente,
quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible,
pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero
dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla
inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia.
Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni
demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más
ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del
imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había
quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más
en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se
detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca
determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma.
Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso
momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en
recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que
había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió
que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo,
concibió un plan malicioso.
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Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro
del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre
la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de
conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca
de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su
conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás
habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por
otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre
ella misma.
No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla,
desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo
pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas
y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación
acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan
magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del
riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al
conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla
al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez
efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la
señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta.
Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al
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tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora
Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la
señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para
proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla
por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero,
al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está
totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y
luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"
Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de
la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolsode los remordimientos de una conciencia intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía
sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse
de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si
no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla,
era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo
menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente
demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la
perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio
al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con
ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una
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perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas
plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había
descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora
Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la
señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco
verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.
La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y,
asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo
que la señora Matsumura había deseado que pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga,
acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo
a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No
dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus
amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de
saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y
locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a
ciencia cierta que no se había tragado la perla.
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Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en
la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de
aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta
sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar
actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella
para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de
la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la
acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave
desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora
Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta
fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora
Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la
sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más
de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora
Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si
la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan
esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los
actores de segundo orden.
Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki
y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió
algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del
incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su
cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con
lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo.
Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el
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momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se
hubiera introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese
simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto
de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había
colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de
comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo
hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la
señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que
la había llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue
inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora
Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en
cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora
Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por
lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin
proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias
para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora
Yamamoto.
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Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla
traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había
preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras
de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no
dejarse ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora
Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...
-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?
-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las
invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo,
inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto!
Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la
oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y
en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido
buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero
como aparentemente yo no te gusto...
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las
culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo
quería evitar el herir a alguien...
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías
haber mencionado todo esto en el taxi.
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-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de
mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio,
bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.
-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las
repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se
repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo
evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber
algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como
cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza
de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en
apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto
malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora
Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un
atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.
-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimasy no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar
de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una
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artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus
acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en
todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se
sentirá herido.
Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza
sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo
de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora
Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.
Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la
cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo
visible aun para su visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la
silla.
-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá
como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y
clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo,
tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en
la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla
con un sorbo de té de Ceilán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había
sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien
tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo
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de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un
veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente
conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se
había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto
la hacían considerarla ahora como a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la
mano de la señora Yamamoto.
-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser,
desde aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora
Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la
señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no
pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este
mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki
pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran
engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin
ulteriores incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando
alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de
siempre.
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EL BOSQUE - RAÍZ - LABERINTO
- Italo Calvino (Italia)
En un bosque tan frondoso que aún de día estaba oscuro, el rey Clodoveo
cabalgaba a la cabeza de su ejército, de retorno de la guerra. El rey estaba
preocupado: sabía que a un cierto punto el bosque debía terminar y entonces él
habría llegado a la vista de la capital de su reino, Arbolburgo. A cada vuelta del
sendero esperaba descubrir las torres de la ciudad. Nada, todo lo contrario.
Hacía mucho tiempo que avanzaban en el bosque y éste, sin embargo, no daba
señales de terminar.
-No se ve -dice el rey a su viejo escudero Amalberto-, no se ve todavía...
Y el escudero:
-A la vista sólo tenemos troncos, ramas retorcidas, frondas, matas y zarzales.
Majestad, ¿cómo podemos esperar ver la ciudad a través de un bosque tan
denso?
-No recordaba que el bosque fuera así de extenso e intrincado -refunfuñaba el
rey. Se hubiera dicho que mientras él estaba lejos la vegetación hubiese crecido
desmesuradamente, enroscándose e invadiendo los senderos.
El escudero Amalberto tuvo un sobresalto.
-¡Allá está la ciudad!
-¿Dónde?
-He visto aparecer a través de las ramas la cúpula del palacio real. Pero no logro
divisarla ahora.
139
Y el rey:
-Estás soñando. No se ve más que palos.
Pero en la vuelta siguiente fue el rey quien exclamara:
-¡Eh! ¡Es allí! ¡La he visto! ¡Las verjas del jardín real! Las garitas de los
centinelas!
Y el escudero:
-¿Dónde, dónde, Majestad? No veo nada...
Ya la mirada del rey Clodoveo giraba desorientada alrededor.
-Allí... No... Sin embargo, la había visto... ¿Dónde ha ido a parar?
La sombra se adensaba entre los árboles. El aire se volvía siempre más oscuro. Y
entre las ramas más altas se oyó un batir de alas, acompañado de un extraño
canto:
-Coac... Coac... -Un pájaro de colores y formas jamás vistos revoloteaba en el
bosque. Tenía plumas tornasoladas como un faisán, grandes alas que se
agitaban en el aire como las de un cuervo, un pico largo como el de un pájaro
carpintero y una cresta de plumaje blanco y negro como el de una abubilla.
-¡Eh, atrápenlo! -gritó el rey-. ¡Eh, se nos escapa! ¡Sigámoslo!
El ejército, en filas compactas, dirigió su marcha de modo de seguir el vuelo del
pájaro, giró a la izquierda, giró a la derecha, retrocedió. Pero el pájaro ya había
desaparecido. Se oyó todavía el "Coac... Coac...", alejándose después el silencio.
El camino se les hacía penoso. Dijo el rey:
140
-Las ramas nos obstaculizan la marcha. No nos queda más que descabalgar o
rasguñarnos con ellas.
Y el escudero:
-¿Ramas? Estas son raíces, Majestad.
-Si estas son raíces -replicó el rey- entonces nos estamos adentrando en la
tierra.
-Y si éstas fueran ramas, -insistió el viejo Amalberto-, entonces hubiéramos
perdido de vista el suelo y estaríamos suspendidos en el aire.
Reapareció el pájaro. O mejor dicho, se vio volar su sombra y se sintió una
"Coac...Coac..."
-Este extraño pájaro nos guía -dijo el rey-. ¿Pero adónde?
-Tanto vale seguirlo, señor -dijo el escudero-. Desde hace rato hemos perdido el
camino. Todo está oscuro.
-¡Enciendan las linternas! -ordenó el rey, y la fila de soldados se desanudó por el
bosque como una bandada de luciérnagas.
Todo aquel día la princesa Verbena había mirado con catalejo el horizonte desde
el balcón del palacio real de Arbolburgo, esperando el retorno de la guerra del
rey Clodoveo, su padre. Pero fuera de los muros de la ciudad el bosque era tan
espeso como para esconder a un ejército en marcha. En ese momento a Verbena
le había parecido ver una fila de alabardas y de lanzas despuntando entre las
ramas, pero debía estar equivocada. Allí, ahora le parecía que algunos yelmos se
asomaban entre las hojas.... No, era un engaño de sus ojos.
141
Durante la ausencia del rey Clodoveo, el bosque allí abajo se había vuelto cada
vez más espeso y amenazador, como si el reino vegetal quisiera asediar los
muros de Arbolburgo. Y al mismo tiempo, en el interior de la ciudad, todas las
plantas se habían marchitado, habían perdido las hojas y se habían muerto. La
ciudad no era la misma desde que la reina Ferdibunda, segunda mujer del rey
Clodoveo y madrastra de Verbena, en ausencia del marido, había tomado el
mandó asistida por su primer ministro Curvaldo.
Verbena pensaba: "Querría fugarme de aquí, salir al encuentro de mi padre".
Pero, ¿cómo hacerlo en ese bosque impenetrable?
La reina Ferdibunda, que espiaba a Verbena detrás de una cortina, murmuró al
primer ministro:
-Comienza a perder las esperanzas nuestra princesita. Los días pasan, los
súbditos están cansados de esperar a un rey que no vuelve. Y yo también estoy
cansada, Curvaldo. Es tiempo de dar vía libre a nuestra conjura.
Curvaldo sonrió maliciosamente.
-Los conjurados están prestos a reunirse en los lugares convenidos, reina mía,
para después marchar sobre el palacio real y...
-...y proclamarte rey, Curvaldo -terminó Ferdibunda la frase.
-Si así lo quiere mi reina... -y Curvaldo, siempre sonriendo maliciosamente,
inclinó la cabeza.
-Entonces -dijo la reina- arma tu trampa, Curvaldo, y advierte a tus hombres, es
la hora.
Pero Curvaldo prefería proceder con cautela. En Arbolburgo loa fieles del rey
eran todavía numerosos, y vigilaban. Las calles de la ciudad eran rectas y
142
estaban expuestas a las miradas de todos: las idas y venidas de los conjurados
serían rápidamente vistas por mucha gente.
La reina estaba impaciente.
-¿Qué piensas hacer, Curvaldo?
El primer ministro tenía un plan.
-Nuestros movimientos deben desenvolverse fuera de los muros de la ciudad decidió-. Nos desplazaremos de una puerta a la otra por los caminos exteriores
que pasan por el bosque. Sin ser vistos, los conjurados circundarán la ciudad.
Saliendo de la puerta norte, Ferdibunda y Curvaldo dieron órdenes a sus
secuaces:
-Divídanse en dos grupos: uno rodeará la ciudad por el este y el otro por el
oeste. A las nueve y cuarto precisamente penetrarán en Arbolburgo por las
puertas laterales. Nosotros dos, entretanto, con un rodeo más largo, iremos
hasta la puerta sur y desde allí haremos nuestra entrada triunfal a la ciudad, a
las nueve y media en punto.
Habiendo dicho esto, la reina y el ministro se alejaron por un sendero trazado en
forma de anillo en torno a Arbolburgo, apenas afuera de los muros. A decir
verdad, mientras más avanzaban ellos, más parecía el sendero desprenderse de
la ciudad. La reina comenzó a preguntarse si acaso no habían equivocado el
sendero.
-No temas, -dijo Curvaldo- más allá de aquella vuelta, doblada la colina,
estaremos cerca de los muros.
Y continuaron por el sendero.
143
-Eso, hay todavía un desvío, pero seguramente más allá volveremos al camino
principal.
El sendero ya subía, ya bajaba.
-Apenas superados estos desniveles, nos encontraremos en la dirección correcta
-decía Curvaldo, pero entretanto oscuros presentimientos invadían el ánimo de la
reina. Veía la maraña de la vegetación adentrándose como la trama de su
traición, como si sus pensamientos fueran a embrollar la ciudad en un enredo
inextricable.
Mientras tanto un pájaro de una especie jamás vista voló entre las ramas
emitiendo un reclamo estridente:
-"Coac... Coac..."
-Qué extraño pájaro -dijo Ferdibunda-. Parece que nos esperara, que deseara
hacerse atrapar.
No, el pájaro volaba de rama en mata, se escondía, volvía a aparecer.
Siguiéndolo la reina y Curvaldo se encontraron en un sendero más espacioso,
aunque más oscuro y todo curvas.
-Está cayendo la noche... ¿Dónde estamos?
El pájaro se dejó oír aún:
-"Coac... Coac..."
-Sigamos el canto del pájaro -dijo Curvaldo-, por aquí, ven.
Mientras tanto, en otra parte del bosque, también al rey Clodoveo le parecía oír
el canto del pájaro. En aquella noche sin estrellas, en aquel laberinto de áspera
corteza nudosa, el "Coac... Coac..." era el único signo hacia el cual dirigir los
144
propios pasos. El aceite de las linternas se había acabado, pero los ojos de los
soldados se habían vuelto luminosos como los de los búhos y su resplandor
constelaba la oscuridad. El ejército en marcha no emitía más un sonido metálico
sino un frufrú como si entre las armas y las corazas y los escudos hubiese
crecido follaje. El viejo escudero Amalberto ya sentía crecer el musgo sobre su
espalda.
-¿Dónde estará mi ciudad? -se preguntaba el rey Clodoveo-. ¿Y mi trono? ¿Y mi
hija Verbena?
Verbena estaba en aquel momento bajo la morera de su patio. Esta vieja morera
era el único árbol que había quedado con vida en toda la ciudad. Los pájaros,
desde tanto desaparecidos de los árboles de Arbolburgo, venían todavía a visitar
las ramas de la morera en la estación de las moras. He aquí que entonces un
pájaro de formas y colores jamás vistos viene agitando las alas, a posarse cerca
de Verbena. Graznó:
-"Coac... Coac..."
-Pájaro, si pudiera volar contigo fuera de esta jaula... -suspiraba Verbena-. Si
pudiera seguirte en tu vuelo... Pero, ¿dónde estás ahora? ¿Te has escondido?
¡Espérame! ¡No me dejes aquí!
El tronco de la vieja morera estaba todo retorcido, lleno de sinuosidades,
excavado por los siglos. Girar en torno a su tronco parecía cuestión de un
instante, pero en cambio Verbena tuvo que salvar raíces que sobresalían,
inclinarse bajo ramas bajas. Parecía que el árbol quisiera tomarla bajo su
protección, atraerla hacía el río de savia que a través de corrientes subterráneas
se ligaba con el bosque.
-"Coac... Coac.."
145
-Ah, has volado hasta allá abajo -dijo Verbena-. Pero, ¿en dónde estoy? Quería
sencillamente rodear el tronco y me he perdido entre sus raíces. Hay un bosque
subterráneo que levanta los fundamentos de la ciudad... ¿Adónde he ido a
parar?
Verbena no lograba comprender si había quedado prisionera dentro del tronco
de la morera o entre las raíces enterradas o bien si había salido completamente
afuera de la ciudad, al bosque amenazador que tanto la atemorizaba... al bosque
libre que tanto la atraía.
Un joven llamado Arándano se acercaba a los muros de Arbolburgo y gritaba un
llamado:
-¡Eh, los de la ciudad! ¡Centinelas de guardia en los muros! ¿Me oyen?
Pero ninguno asomaba la cara.
Arándano estaba acostumbrado a llegar a la ciudad desde el bosque y a ver
aparecer en lo alto y sobre los árboles las torres, los balcones, las pérgolas, los
miradores, las verandas. Pero esta vez se encontraba el bosque tan crecido que
sobre su cabeza no veía más que ramas retorcidas que parecían raíces.
-¡Respóndanme! -gritaba Arándano-. ¡Digan algo! ¡Hagan una señal! ¿Cómo
puedo llevarles nuevamente los cestos de frutillas silvestres, de rodellones, de
bayas? ¡Eh, los de la ciudad! ¿Cómo haré para volver a ver a la bella muchacha
que un día se asomó a un balcón y aceptó en regalo un ramo de madreselvas?
Buscando ver más lejos, Arándano subió sobre ramas más altas pero la maraña
parecía espesarse más bien que dejar espacio a la luz.
-¡Oh! ¡Qué extraño pájaro! -exclamó de repente Arándano.
Y el pájaro:
146
-"Coac... Coac..."
El bosque era aquella mañana un serpentear de senderos y de pensamientos de
personas perdidas. El rey Clodoveo pensaba: "¡Oh, ciudad inalcanzable! Me
enseñaste a caminar por tus caminos rectos y luminosos y, ¿de qué me sirve
eso? Ahora debo abrirme paso por senderos serpenteantes y enmarañados y me
he perdido..."
Y los pensamientos de Curvaldo eran éstos: "Más tortuoso el camino, más
conviene a nuestros planes. Todo consiste en encontrar el punto en el cual las
curvas, a fuerza de curvarse, coinciden con los caminos rectos. Entre todo el
nudo de senderos que se enredan en el bosque, éste es el nudo del cual no
encuentro el cabo".
En cambio Verbena pensaba: "¡Huir, huir! ¿Pero, por qué mientras más me
interno en el bosque más me parece estar prisionera? La ciudad de piedra
escuadrada y el bosque enmarañado siempre me parecieron enemigos y
separados, sin comunicación posible. Pero ahora que he encontrado el pasaje me
parece que se transforman en una sola cosa. Querría que la savia del bosque
atravesase la ciudad y llevase la vida entre sus piedras, querría que en el medio
del bosque se pudiese ir y venir y encontrarse y estar juntos como en una
ciudad..."
Los pensamientos de Arándano eran como en un sueño: "Querría llevar a la
ciudad las frutillas del bosque, pero no en un cesto: querría que las mismas
frutillas se movieran, como un ejército bajo mi mando, que marchasen sobre sus
propias raíces hasta las puertas de la ciudad. Querría que los ramos cargados de
moras se encaramaran por los muros, querría que el romero y la salvia y la
albahaca y la menta invadiesen las calles y las plazas. Aquí en el bosque la
vegetación sofoca de tan densa, mientras que la ciudad permanece cerrada e
inalcanzable como una árida urna de piedra".
147
Curvaldo aguzó el oído.
-Oigo pasos como de un ejército en marcha.
Ferdibunda aguzó la vista.
-¡Cielos! ¡Es mi marido, el rey, a la cabeza de sus tropas! ¡Escondámonos!
El escudero Amalberto había percibido algo raro.
-Majestad, siento que alguien se esconde entre los árboles y espía nuestros
pasos.
Y el rey Clodoveo:
-Estamos en guardia.
Súbitamente Arándano fue interrumpido en sus ensoñaciones.
-¡Oh! ¡Qué veo! -se le había aparecido la muchacha que había visto una vez en
el balcón. La llamó:
-¡Eh, muchacha!
Verbena se volvió.
-¿Quién me llama?
-Yo, Arándamo. Llevaba los frutos del bosque a la ciudad, pero me he perdido
siguiendo a un pájaro que hace coac.
-Yo soy Verbena. Vengo de la ciudad, o más bien me escapo de ella y también
me he perdido siguiendo a un pájaro que hace coac... Ah, pero tú eres aquel
joven que un día me regaló un ramo de madreselvas y me parecía que era el
bosque mismo que llegaba hasta mí para darme un mensaje... Escucha, ¿sabes
148
decirme dónde estamos? Había descendido por las raíces y ahora me encuentro
como suspendida.
-No lo sé. Me había trepado por las ramas y ahora me encuentro como engullido
en un laberinto...
Quería decirle, además: "Pero estando tú aquí, Verbena, lo mejor de la ciudad y
del bosque están finalmente reunidos" pero le parecía un poco atrevido y no lo
dijo.
Verbena quería decirle: "Tu sonrisa, Arándano, me hace pensar que donde tú
estás el bosque pierde su aspecto selvático y la ciudad es más árida y
despiadada". Pero no sabía si la habría entendido y dijo solamente:
-Pero, ¿cómo haces para estar abajo, si dices que estás sobre las ramas?
En efecto, Verbena veía a Arándano como hundido en un pozo... pero en el
fondo de aquel pozo estaba el cielo.
-Y tú, ¿cómo haces para haber llegado tan alto, siempre descendiendo, mientras
que yo no he hecho otra cosa que subir?
Arándano se puso a reflexionar, y agregó después:
-Pensándolo bien la solución no puede ser más que una.
-¿Cuál?
-Este bosque tiene las raíces arriba y las ramas abajo.
Y Verbena y Arándano comenzaron juntos a dar vueltas y contra-vueltas entre
las ramas.
-Este es el arriba y aquél es el abajo... No, éste es el abajo y aquél es el arriba...
149
-Tienes razón -admitió Verbena-. Pero yo he descubierto otro secreto.
-Dímelo.
-¿Ves este árbol todo retorcido? Si giras alrededor de él en este sentido verás el
bosque al revés, si giras en sentido contrario, el arriba y el abajo se trastornarán
de nuevo.
Los dos jóvenes hablaban, hablaban, comunicándose sus descubrimientos, y no
se daban cuenta de ser espiados por los ojos gélidos de la reina madrastra.
Ferdibunda fue rápidamente a advertirle a Curvaldo.
-La princesita ha escapado de la ciudad. Hay que impedirle que descubra nuestra
conjura y que vaya al encuentro de su padre para advertirlo. Aquel joven
guardabosque debe ser su cómplice. Debemos capturarlos.
Curvaldo mostró los dientes en una sonrisa que no prometía nada bueno.
-A ella la sepultaremos bajo las raíces. A él lo colgaremos de la rama más alta.
La reina estuvo inmediatamente de acuerdo.
-Mientras tanto yo me presentaré al rey para intentar detenerlo un poco.
Súbitamente Ferdibunda corrió al encuentro de Clodoveo.
-¡Mi real consorte, bienvenido!
-¿A quién veo? -exclamó el rey-. ¿Mi mujer, la reina Ferdibunda? ¿Qué haces
aquí?
-¿Y adónde querrías que estuviese sino aquí, esperándote? ¿No es éste quizás
nuestro palacio?
150
-¿Nuestro palacio? No veo más que un bosque todo espinas de las que no logro
desenredarme... ¿Acaso tengo alucinaciones?
Y se dirigió al escudero para confirmar sus impresiones. El viejo Amalberto
extendió los brazos y dobló hacia afuera el labio inferior, como alguien que no
comprende nada.
-¿Cómo? -insistía Ferdibunda-. ¿No ves los pórticos, los escalones, los salones,
los lampadarios, los cortinajes, los tapices, los terciopelos, los damasquinados, tu
trono con almohadón de plumas sobre el que reposarás de las fatigas de la
guerra?
El rey meneaba la cabeza.
-Yo no toco más que corteza húmeda, matas, musgo, palos... ¿Habré perdido la
razón? Pero si este es el palacio, ¿dónde está mi hija Verbena?
-Ay de mí -dijo la reina- debo darte una noticia muy triste... Verbena...
-¿Qué dices? ¿Verbena...?
-Al pie de uno de estos árboles encontrarás su tumba. Busca entre las raíces.
- ¡No! ¡No puede ser! ¡Verbena! ¿Dónde estás? -y el rey se puso a buscarla,
desesperado.
-¡Padre mío... estoy aquí! -gritó Verbena apareciendo en el extremo de una rama
alta-. ¡Finalmente te he encontrado!
-¡Hija mía! ¡Entonces no estás muerta!... ¿Dónde estoy, dónde estamos?
-No hay tiempo que perder -le explicó Verbena- hay un pasaje secreto a través
del cual las ramas más altas del bosque comunican con las raíces de la morera
151
que crece en nuestro patio, bien al centro de la ciudad. ¡Sube! ¡Rápido! ¡Te
salvarás de la conjura de la madrastra traidora y recuperarás el trono!
Y el rey, siguiendo a su hija, después de algunas vueltas hacia arriba y hacia
abajo, desapareció detrás de ella en lo alto de las ramas, seguido de sus
soldados.
Curvaldo, cuando vio al rey y su ejército treparse sobre los árboles, se quedó
sorprendido; después se refregó las manos de alegría.
-¡Bien, se metieron en la trampa ellos mismos! Ahora no tienen más vía de
escape! -y súbitamente se puso a dar órdenes a sus secuaces-. ¡Rodeen los
árboles! ¡Los atraparemos como gatos! ¡O abatiremos los árboles para hacerlos
caer! Pero ¿qué sucede?
Sobre las ramas no había ninguno. El rey y los soldados habían desaparecido
todos, como si hubieran volado.
Curvaldo sintió que le tiraban de la manga. Era Arándano.
-¡Señor ministro, puedo enseñarle un pasaje secreto para llegar a la ciudad!
Para Curvaldo fue como si hubiese visto un fantasma.
-¿Qué haces tú aquí? ¿No te había colgado de la rama más alta?
-La rama más alta era en realidad la raíz más baja. Y un pájaro me liberó de las
cuerdas a golpes de pico.
-No entiendo más nada. ¿Dónde está ese pasaje secreto? ¡Debo ocupar la ciudad
lo más rápidamente posible, antes que el rey...! ¡Fieles míos, síganme! ¡Y tú
también, reina!
Y Arándano:
152
-Sigan las raíces hasta el final, donde más se adelgazan...
Creyendo seguir una raíz hasta sus extremos, Curvaldo y Ferdibunda se
encontraron sobre la punta de una rama.
-Pero esto no es un pasaje subterráneo... Estamos en el vacío... ¡La rama cede,
me caigo, ayúdenme!
Cayéndose, tuvieron tiempo de ver el pájaro que revoloteaba en torno.
-Coac... Coac...
Mientras tanto, en la sala del palacio, el rey Clodoveo festejaba su propio retorno
al trono.
-Hija mía, tú y este bravo joven me han salvado.
Pero Arándano tenía un semblante triste.
-No sabía que eras la hija del rey. ¡Ahora deberé dejarte!
-Padre mío -dijo Verbena al rey- ¿quieres que el encantamiento que aprisiona la
ciudad y el bosque termine?
-Claro: estoy viejo y he sufrido mucho.
-Arándano y yo queremos casarnos y unir ciudad y bosque en un solo reino.
-La corona me pesa -dijo el rey- y estaba pensando precisamente en abdicar.
Verbena dio un salto de alegría.
-¡De ahora en adelante la ciudad y el bosque no serán más enemigos!
Arándano saltó todavía mas alto.
153
-¡Pongamos banderas y festones por la gran fiesta sobre todas las ramas!
-¡Pero si ésta es una raíz!
-¡Es una rama!
-¡Es una raíz!
-¡Es una rama...!
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SIN QUERER
- Leon Tolstoi (Rusia)
Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero,
en lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se dejó caer en una butaca...
Poniendo las manos en las rodillas, permaneció en esa actitud cinco, diez
minutos, quizás una hora. No hubiera podido decirlo.
"El siete de corazones", se dijo, representándose el desagradable hocico de su
contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había dejado traslucir satisfacción
en el momento de ganar.
-¡Diablos! -exclamó.
Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su esposa, una hermosa mujer, de
cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de noche, chambra con encajes y
zapatillas de pana verde.
-¿Qué te pasa? -dijo, tranquilamente; pero, al ver su rostro, repitió-: ¿Qué te
pasa, Misha? ¿Qué te pasa?
-Estoy perdido.
-¿Has jugado?
-Sí.
-¿Y qué?
-¿Qué? -repitió él, con expresión iracunda-. ¡Que estoy perdido!
155
Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.
-¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he suplicado que no jugaras?
Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí misma, al pensar que
pasaría penalidades, así como por no haber dormido en toda la noche,
atormentada, esperándolo. "Ya son las seis", pensó, echando una ojeada al reloj
que estaba encima de la mesa.
-¡Infame! ¿Cuánto has perdido?
-¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro. ¡Castígame! Haz lo que quieras.
Estoy perdido -se cubrió el rostro con las manos-. Eso es lo único que sé.
-¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy un ser humano. Me
he pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve sufriendo; y he
aquí la recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.
-Es tan elevada, que no puedo pagarla; nadie podría hacerlo. He perdido
dieciséis mil rublos. Debería huir, pero, ¿cómo?
Miró a su mujer; y, cosa que no podía esperar, ésta lo atrajo hacia sí. "¡Qué
hermosa es!", pensó, cogiéndola de la mano; pero ella lo rechazó.
-Misha, habla en debida forma. ¿Cómo has podido hacer eso?
-Esperaba recuperarme -sacó la pitillera y empezó a fumar con avidez-. Desde
luego, soy un canalla. No te merezco. Abandóname. Perdóname, por última vez.
Me marcharé. Desapareceré, Katia. No he podido evitarlo; me ha sido imposible.
Estaba como en sueños; fue sin querer... -frunció el ceño-. ¿Qué hacer? Estoy
perdido. Perdóname.
Quiso abrazarla, pero ella se apartó en actitud enojada.
156
-¡Oh! Son dignos de compasión los hombres. Cuando las cosas van bien, se
envalentonan; pero en cuanto algo no marcha, ya están sumidos en la
desesperación y no sirven para nada -se sentó al otro lado del tocador-.
Cuéntamelo todo, por orden.
El marido obedeció. Dijo que cuando iba a llevar el dinero al banco, se había
encontrado con Nekrasov. Éste le propuso que fuera a su casa, a jugar una
partida. Así lo hicieron; perdió todo el dinero; y en aquel momento estaba
decidido a poner fin a su vida. A pesar de sus afirmaciones, la esposa
comprendió que no había decidido nada: estaba desesperado sencillamente.
Escuchó su relato hasta el final y dijo:
-Todo esto es una estupidez, una infamia. ¿Cómo has podido perder el dinero sin
querer? Es absurdo.
-Ríñeme y haz lo que quieras conmigo.
-No pretendo reñirte; lo que quisiera es salvarte, como lo he hecho siempre, por
muy vil y lamentable que aparezcas ante mis ojos.
-Sigue, sigue; poco falta ya...
-Me parece que por desesperado que estés, es cruel por tu parte atormentarme
de este modo. Estoy enferma. Hoy he tenido que volver a tomar... Y de pronto
me llegas con esta sorpresa. Por si fuera poco, esa actitud de impotencia... Me
preguntas qué debes hacer. Pues muy sencillo. Son las seis. Ve inmediatamente
a casa de Frim y cuéntaselo todo.
-¿Acaso se va a apiadar de mí? No se le puede contar eso.
-¡Qué tonto eres! ¿Acaso te aconsejo que digas al director del banco que
perdiste en el juego el dinero que te confió...? Le vas a decir que ibas a la
estación de Nikolaievsky... ¡No, no! Es mejor que vayas a la policía, ahora
157
mismo. ¡No! Ahora mismo, no. Irás a las diez y vas a decir que cuando ibas por
el callejón Nechioesky te asaltaron los bandidos, uno con barba y el otro un
verdadero chiquillo; iban armados de un revólver y te arrebataron el dinero.
Después irás a casa de Frim, para contarle lo mismo.
-Sí, pero... -encendió un cigarrillo-. Se pueden enterar por Nekrasov.
-Iré a verlo, le hablaré y lo arreglaré todo.
Misha se tranquilizó; y, hacia las ocho de la mañana se durmió con un sueño
profundo. Su mujer fue a despertarlo a las diez.
***
Esto había ocurrido por la mañana en el piso de arriba. En el de abajo, habitado
por la familia Ostrovsky, sucedía lo siguiente, a las seis de la tarde.
Habían acabado de comer. La princesa Ostrovskaya, joven madre, llamó al
lacayo, que acababa de pasar en torno a la mesa, sirviendo tarta; pidió un plato,
y después de servir una ración, se volvió hacia sus hijos. El mayor, llamado Voka,
tenía siete años, y la pequeña, Tania, cuatro años y medio. Ambos eran muy
hermosos; Voka tenía un aspecto sano, grave y serio, y su encantadora sonrisa
dejaba al descubierto sus dientes disparejos; Tania, con sus ojos negros, era una
criatura vivaracha, llena de energía, charlatana, divertida, siempre alegre y
cariñosa con todo el mundo.
-Niños, ¿cuál de los dos va a llevar la tarta a la niania?
-Yo -exclamó Voka.
-Yo, yo, yo -gritó Tania, saltando de la silla.
158
-La llevará el que lo ha dicho primero -intervino el padre, que solía mimar a
Tania y por eso se alegraba de toda ocasión que le permitiera demostrar su
imparcialidad-. Tania, esta vez tienes que ceder.
-No me importa. Voka, coge la tarta, anda. Por ti lo hago con gusto.
Los niños solían dar las gracias después de comer. Todos esperaron a Voka
mientras tomaban el café. Pero éste tardaba en volver.
-Tania, corre a ver qué le pasa a tu hermano.
Al saltar de la silla, Tania enganchó una cuchara, que cayó al suelo. Se apresuró
a recogerla y la puso en el borde de la mesa, pero la cuchara volvió a caer; la
recogió de nuevo y, echándose a reír, corrió con sus piernecitas gordezuelas,
enfundadas en las medias. Salió al pasillo y se dirigió a la habitación de los niños,
contigua a la de la niñera. Iba a entrar en ella, cuando de pronto oyó unos
sollozos. Volvió la cabeza. Voka, de pie junto a su cama, miraba un caballo de
juguete, llorando amargamente, con el plato vacío en las manos.
-¿Qué te pasa? ¿Dónde está la tarta?
-Me... me... la he comido sin querer. ¡No iré, no iré...! Tania..., de veras que ha
sido sin querer. Sólo quise probarla; pero luego me la comí toda.
-¿Qué haremos?
-Ha sido sin querer...
Tania se quedó pensativa. Voka seguía llorando, desconsoladamente. De pronto,
la cara de la niña se tornó resplandeciente.
-Voka, no llores; ve a decir a la niania que te has comido la tarta sin querer y
pídele perdón. Mañana le daremos nuestra ración. La niania es buena.
159
Voka dejó de llorar y se enjugó las lágrimas con las palmas de las manos.
-¿Cómo se lo voy a decir? -balbuceó, con voz temblorosa.
-Vamos juntos.
Los niños fueron a ver a la niñera; y volvieron al comedor, felices y contentos.
También se sintieron felices y contentos la niania y los padres cuando ésta les
contó, emocionada y divertida, lo que habían hecho los pequeños.
160
UN RESUMEN
- Virginia Woolf (Inglaterra)
Como sea que dentro de la casa hacía calor y las estancias estaban atestadas,
como sea que en una noche como aquélla no había riesgo de humedad, como
sea que los farolillos chinos parecían pender como frutos rojos y verdes, en el
fondo de un bosque encantado, el señor Bertram Pritchard llevó a la señora
Latham al jardín.
El aire libre y la sensación de hallarse fuera de la casa dejaron un tanto
desorientada a Sasha Latham, la alta y hermosa señora de aspecto algo
indolente, la majestad de cuya apariencia era tan grande que poca gente llegó a
advertir que se sentía totalmente incapaz y torpona, cuando tenía que decir algo,
en una reunión. Pero así era; y Sasha Latham se alegraba de hallarse en
compañía de Bertram, de quien cabía esperar, sin la menor duda, que hablara
sin cesar, incluso al aire libre. Si se escribiera lo que Bertram decía, resultaría
increíble, ya que, no sólo todo lo que decía resultaba, en sí mismo, carente de
sentido, sino que además no había relación alguna entre sus diferentes
observaciones. En verdad, si una hubiera cogido un lápiz y hubiera escrito
textualmente sus palabras -y lo que decía en el curso de una noche hubiera
bastado para formar un libro-, nadie osaría dudar, al leerlo, de que el pobre
hombre era un deficiente mental. Y no era éste el caso, ni mucho menos, por
cuanto el señor Pritchard gozaba de prestigio en su calidad de funcionario
público y era Compañero de la Orden del Baño. Pero resultaba todavía más raro
que gozara de casi universales simpatías. Había en su voz un matiz, cierto
enfático acento, un esplendor en la incongruencia de sus ideas, como una
emanación surgida de su cara regordeta y morena, de su figura de petirrojo,
algo inmaterial e inaprehensible, que existía y florecía y se hacía notar por sí
161
mismo, con independencia de sus palabras, e incluso, a menudo, en oposición a
ellas. Por esto Sasha Latham se dedicaba a pensar -mientras el señor Pritchard
parloteaba acerca de su visita a Devonshire, acerca de posadas y posaderas,
acerca de Eddie y Freddie, acerca de vacas y viajes nocturnos, de nata y
estrellas, acerca de los ferrocarriles europeos y de Bradshaw, de pescar
bacalaos, resfriados, la gripe, reumatismo y Keats-, Sasha pensaba en él, en
abstracto, considerándolo persona cuya existencia era buena, creándolo,
mientras él hablaba, a guisa de ser diferente de su habla, y éste era ciertamente
el auténtico Bertram Pritchard, aunque nadie pudiera demostrarlo. Cómo podía
una demostrar que Bertram Pritchard era un leal amigo, dotado de gran
comprensión y... pero en este momento, como tan a menudo le ocurría cuando
hablaba con Bertram Pritchard, Sasha se olvidó de su existencia, y comenzó a
pensar en otro asunto.
Sasha pensaba en la noche, después de haber conseguido concentrarse un poco,
y con la vista en el cielo. De repente olió a campo, la sombría quietud de los
campos bajo las estrellas, pero aquí, en el jardín trasero de la señora Dalloway,
en Westminster, la belleza la emocionaba, debido a que Sasha Latham había
nacido y se había criado en el campo, probablemente por contraste. Allí el aire
olía a heno, y había, a sus espaldas, estancias repletas de gente. Paseó al lado
de Bertram. Sasha caminaba de manera algo parecida al paso de los ciervos, con
una leve flojera en los tobillos, abanicándose, mayestática, silenciosa, atentos
todos sus sentidos, aguzado el oído, olisqueando el aire, como si fuera un ser
salvaje, aunque con perfecto dominio de sí mismo, gozando de la noche.
Esto, pensó, es la mayor maravilla, el supremo logro de la raza humana. Por una
parte, hay mimbrales y rudimentarias barquichuelas navegando por pantanosas
aguas, y por otra está esto. Y pensó en la casa seca, de gruesos muros, bien
construida, con valiosos objetos en su interior, con el murmullo de hombres y
mujeres que se acercaban los unos a los otros, que se alejaban los unos de los
162
otros, que intercambiaban opiniones, y que se estimulaban recíprocamente. Y
Clarissa Dalloway había hecho lo preciso para que aquello surgiera en los eriales
de la noche, y había puesto planas piedras formando un sendero sobre la tierra,
y, cuando llegaron al final del jardín (en realidad era muy pequeño), y ella y
Bertram se sentaron en sendas tumbonas, Sasha miró la casa con veneración,
con entusiasmo, como si la hubiera atravesado un eje de oro en el que se
formaron lágrimas que cayeron en profunda acción de gracias. Sasha, a pesar de
ser tímida, y casi incapaz de decir algo, cuando de repente le presentaban a
alguien, pese a ser fundamentalmente humilde, sentía una profunda admiración
hacia todos los demás. Ser ellos sería maravilloso, pero estaba condenada a ser
ella misma, y lo único que podía hacer, a su manera silenciosamente entusiasta,
sentada allí, en el jardín, era aplaudir el trato social de la humanidad, del que
ella estaba excluida. Retazos de poesías en loa de la gente acudían a sus labios;
la gente era adorable, buena, y sobre todo valiente, y triunfaba sobre la noche y
los fangales, eran todos supervivientes, eran la compañía de aventureros que,
asediados de peligros, se hace a la mar.
Por maligno capricho del destino, ella no podía participar, pero sí podía estar
sentada y loar, mientras Bertram parloteaba, por ser uno de los viajeros, quizá
mozo de camarote o marino simplemente, un ser que se subía a los mástiles,
silbando alegremente. Mientras pensaba esto, la rama de un árbol ante ella
quedó empapada y rezumante de su admiración por la gente dentro de la casa;
y goteó oro; o se puso erecta, en centinela. Formaba parte de la valiente y
arremolinada compañía, como un mástil en el que ondeaba una bandera. Había
una barrica junto a un muro, y también a la barrica infundió Sasha alma.
De repente, Bertram, que era hombre físicamente inquieto, quiso explorar los
contornos, y, poniéndose de un salto sobre un montón de ladrillos, miró por
encima del muro del jardín. Sasha también miró. Vio un balde o quizás una bota.
En un segundo la ilusión se esfumó. Una vez más, allí estaba Londres, el vasto e
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inatento mundo impersonal, autobuses, negocios, luces ante los bares y policías
bostezando.
Habiendo satisfecho su curiosidad, y después de haber vuelto a llenar, gracias a
un momento de silencio, sus burbujeantes depósitos de palabras, Bertram invitó
al señor y a la señora Nosecuántos, a sentarse con ellos, arrastrando al efecto
dos tumbonas más. Volvieron a sentarse, mirando la misma casa, el mismo
árbol, la misma barrica, aun cuando, después de haber mirado por encima del
muro y de haber vislumbrado el balde, o, mejor dicho, Londres viviendo
indiferente, Sasha ya no podía cubrir el mundo con aquella vaporosa nube de
oro. Bertram hablaba y los nosequé -aunque le fuera la vida, Sasha no podía
recordar si se llamaban Wallace o Freeman- contestaban, y todas sus palabras
cruzaban una sutil neblina de oro e iban a parar a la prosaica luz del día. Sasha
miró la seca y gruesa casa Reina Ana, hizo cuanto pudo para recordar lo que
había leído en la escuela acerca de la Isla de Thorney y de los hombres en
piragua, y de las ostras, y de los patos salvajes y de las nieblas, pero la casa no
le pareció más que un lógico asunto de desagües y carpinteros, y la fiesta nada,
sino gente vestida de gala.
Entonces Sasha se preguntó cuál de las dos visiones era la verdadera. Podía ver
el balde, y podía ver la casa, mitad iluminada, mitad a oscuras.
Formuló la pregunta a aquel nosequé a quien Sasha había construido, a su
humilde manera, utilizando al efecto la sabiduría y el poderío de cuantos no eran
ella. A menudo, recibía las contestaciones de manera puramente accidental,
casos hubo en que su viejo perro spaniel contestó por el medio de menear la
cola.
Ahora el árbol, despojado de sus oros y de su majestad, pareció darle una
respuesta; se convirtió en un árbol de campo, el único en un páramo. Sasha lo
había visto a menudo, había visto nubes matizadas de rojo, por entre sus ramas,
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o la luna quebrada, lanzando irregulares destellos plateados. Pero, ¿la respuesta?
Pues bien, que el alma -por cuanto Sasha notaba que en ella se movía un ser
que iba de un lado para otro y que intentaba escapar, ser al que, con carácter
provisional, denominaba alma- es por esencia desaparejada, un pájaro viudo, un
pájaro solitario posado en aquel árbol.
Pero entonces Bertram, cogiendo del brazo a Sasha, con la familiaridad habitual
en él, ya que no en vano eran amigos de toda la vida, observó que no estaban
cumpliendo con sus deberes, y que debían entrar en la casa.
En aquel instante, en alguna calleja o bar, sonó la habitual voz terrible, asexuada
e inarticulada; un chillido, un grito. Y el pájaro viudo, sobresaltado, emprendió el
vuelo, describiendo círculos más y más anchos, hasta que se transformó (lo que
ella llamaba su alma) en algo tan remoto como un grajo contra el que se ha
lanzado una piedra y emprende asustado el vuelo.
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LA HISTORIA DE NADIE
- Charles Dickens (Inglaterra)
Vivía en la orilla de un enorme río, ancho y profundo, que se deslizaba silencioso
y constante hasta un vasto océano desconocido. Fluía así, desde el Génesis. Su
curso se alteró algunas veces, al volcarse sobre nuevos canales, dejando el
antiguo lecho, seco y estéril; pero jamás sobrepasó su cauce, y seguirá siempre
fluyendo hasta la eternidad.
Nada podía progresar, dado su corriente impetuosa e insondable. Ningún ser
viviente, ni flores, ni hojas, ni la menor partícula de cosa animada o sin vida
volvía jamás del océano desconocido. La corriente del río oponía enérgica
resistencia, y el curso de un río jamás se detiene, aun cuando la tierra cese en
sus revoluciones alrededor del sol.
Vivía en un paraje bullicioso, y trabajaba intensamente para poder subsistir. No
tenía esperanza de ser alguna vez lo suficientemente rico como para descansar
durante un mes, pero aun así, estaba contento, tenía a Dios por testigo y no le
faltaba voluntad para cumplir sus pesadas tareas. Pertenecía a una inmensa
familia, cuyos miembros debían ganarse el sustento por sí mismos con la diaria
tarea, prolongada desde el amanecer hasta entrada la noche. No tenía otra perspectiva ni jamás había pensado en ella.
En la vecindad donde residía se oían constantes ruidos de trompetas y tambores,
pero no le concernían en absoluto. Esos golpes y tumultos procedían de la
familia Bigwig, cuya extraña conducta no dejaba de admirar. Ellos exponían ante
la puerta de su vivienda las más raras estatuas de hierro, mármol y bronce y
oscurecían la casa con las patas y colas de toscas imágenes de caballos. Si se les
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preguntaba el significado de todo eso, sonreían con su rudeza habitual y
continuaba su ardua tarea.
La familia Bigwig (compuesta por los personajes más importantes de los
alrededores, y los más turbulentos también) tomó a su cargo la misión de evitar
que pensara por sí mismo, manejándolo y dirigiendo sus asuntos. "Porque,
verdaderamente -decía él-, carezco del tiempo suficiente, y si son tan buenos al
cuidarme, a cambio del dinero que les pagaré -pues la situación monetaria de
dicha familia no estaba por encima de la suya-, estaré aliviado y muy agradecido
al considerar que ustedes entienden más que yo." Aquí continuaban los golpes y
tumultos, y las extrañas imágenes de caballos ante las cuales se esperaba debía
arrodillarse y adorar.
-No comprendo nada de eso -dijo, frotándose confuso la frente arrugada-.
Debe tener un significado seguramente, que yo no alcanzo a descubrir.
-Eso significa -contestó la familia, sospechando lo que quería decir- honor y
gloria en lo más alto, para el mayor mérito.
-¡Oh! -respondió él, y quedó satisfecho.
Pero cuando miró hacia las imágenes de hierro, mármol y bronce, no encontró
ningún compatriota suyo de valor. No pudo descubrir ni uno de los hombres cuyo
saber lo rescató a él y a sus hijos de una enfermedad terrible, cuyo arrojo elevó
a sus antepasados de la condición de siervos, cuya sabia imaginación abrió una
existencia nueva y elevada a los más humildes, cuya habilidad llenó de infinitas
maravillas el mundo del hombre trabajador. En cambio descubrió a otros acerca
de los cuales no había escuchado jamás nada bueno, y otros más, aún, sobre
quienes sabía que pesaban muchas maldades.
-¡Hum! -se dijo para sí-. No lo entiendo del todo.
De modo que se fue a su casa y se sentó junto a la lumbre, para no pensar más
en ello.
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En este tiempo no había lumbre en su chimenea, cruzada por surcos
ennegrecidos; a pesar de ello, era su lugar favorito. Su mujer tenía las manos
endurecidas por el trabajo constante, y había envejecido antes de tiempo, pero
aun así la amaba mucho. Sus hijos, detenidos en el crecimiento, exhibían señales
de una alimentación deficiente; pero se notaba belleza en sus ojos. Por sobre
todas las cosas, existía en el alma de ese hombre el ardiente deseo de instruir a
sus hijos. "Si algunas veces resulté engañado -decíapor falta de saber, al menos
que ellos aprendan para evitar mis errores. Si es duro para mí recoger la cosecha
de placer y sabiduría acumulada en los libros, que a ellos les resulte fácil."
Pero la familia Bigwig estalló en violentas discusiones acerca de lo que era
legítimo enseñar a los hijos de ese hombre. Algunos miembros insistían en que
determinados asuntos eran primordiales e indispensables, y la familia se separó
en distintas facciones, escribió panfletos, convocó a sesiones, pronunció
discursos, se acorralaron unos a otros en tribunales laicos y cortes eclesiásticas,
se arrojaron barro, cruzaron las espaldas das y cayeron en abierta pugna e
incomprensible rencor. Mientras tanto, este hombre contempló al demonio de la
ignorancia irguiéndose y arrastrando consigo a sus hijos. Vio a su hija convertida
en una prostituta andrajosa, a su hijo embrutecerse en los senderos de baja
sensualidad, hasta llegar a la brutalidad y al crimen; la naciente luz de la
inteligencia en los ojos de sus hijos pequeños cambiaba hasta convertirse en
astucia y sospechas, a tal punto que los hubiera preferido imbéciles.
-Tampoco soy capaz de entenderlo -dijo entonces-; pero creo que no puede
justificarse. ¡No! ¡Por el cielo nublado que me ampara, protesto y me reconozco
culpable!
Tranquilizado nuevamente (porque sus pasiones eran por lo común de escasa
duración y su natural bondadoso), miró a su alrededor, en los domingos y
feriados, y notó cuánta monotonía y fastidio existía por doquier; cuánta
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embriaguez surgía de allí, con su séquito de ruindades. Entonces recurrió a la
familia Bigwig, diciendo:
-Somos gente trabajadora, y sospecho que la gente trabajadora, de cualquier
condición, necesita refrigerio mental y distracciones. Vean las condiciones en que
caemos cuando descansamos sin ellas. ¡Vengan! ¡Distráiganme inocentemente,
muéstrenme alguna cosa, denme una escapatoria!
Pero la familia Bigwig se alborotó. Cuando varias voces pudieron escucharse, se
le propuso enseñar las maravillas del mundo, las grandezas de la creación, los
notables cambios del tiempo, la obra de la naturaleza y las bellezas del arte en
cualquier período de su vida y cuanto pudiera contemplarlas. Esto originó entre
los miembros de la familia Bigwig tanto desorden y desvarío, tantos tribunales y
peticiones, tantos reclamos y memoriales, tantas mutuas ofensas, una ráfaga tan
intensa de debates parlamentarios donde el "no me atrevo" seguía al "lo haría si
pudiera", que dejaron al pobre hombre estupefacto, mirando extraviado a su alrededor.
-Yo he provocado esto -se dijo, y se tapó aterrorizado los oídos-. Sólo intento
hacer una pregunta inocente, surgida de mi experiencia familiar y el saber
común de todo hombre que desea abrir los ojos. No lo entiendo y no soy
comprendido. ¿Qué surgiría de semejante estado de cosas?
Inclinado sobre su trabajo, repetíase con frecuencia esta pregunta cuando
comenzó a extenderse la noticia de una peste que había aparecido entre los
trabajadores, provocando muertes a millares. Al mirar a su alrededor, pronto
descubrió que la noticia era cierta. Los moribundos y los muertos se mezclaban
en las casas estrechas y sucias en que vivieron. Nuevos venenos se filtraban en
la atmósfera siempre triste, siempre nauseabunda. Los fuertes y los débiles, la
ancianidad y la infancia, el padre y la madre, todos eran derribados a la par.
169
¿Qué medios de escape poseía? Quedóse allí y vio morir a aquellos a quienes
más amaba. Un benévolo predicador vino hacia él, tratando de decir algunas
plegarias con las cuales calmar su corazón entristecido, pero él replicó:
-¡Bah! ¿Qué eficacia posees, misionero, al acercarte a mí, a un hombre
condenado a vivir en este lugar hediondo, donde cada sentimiento que se
demuestra se convierte en un tormento y donde cada minuto de mis días
contados es una nueva palada de lodo agregada a la pila que me oprime? Pero
denme el fugaz resplandor del cielo por medio del aire y la luz; denme agua
pura, ayúdenme a mantenerme aseado; iluminen esta atmósfera pesada y esta
vida oscura en la que nuestros espíritus se hunden y que nos convierten en las
criaturas indiferentes y endurecidas que tan a menudo contemplan; gentil y
bondadosamente lleven los cadáveres de aquellos que murieron fuera de esta
mísera habitación, donde ya nos hemos familiarizado en tal forma con el terrible
cambio que, para nosotros, hasta ha perdido su santidad, y, maestro, oiré
entonces, nadie mejor que tú lo sabes cuán voluntariamente, a Aquel cuyo
pensamiento estaba siempre con los pobres y que compadecía todas las miserias
humanas.
Estaba ya de nuevo en su trabajo, triste y solitario, cuando el amo apareció y
permaneció a su lado, vestido de negro. También él había sufrido mucho. Su
joven esposa, su esposa tan bella y tan buena, había muerto, llevando consigo
su único hijo.
-¡Señor! Es muy duro de sobrellevar, lo sé, pero consuélate. Yo trataré de
aliviarte en lo posible.
El patrón le agradeció desde el fondo de su corazón, pero contestó:
-¡Oh, trabajadores! La calamidad comenzó entre ustedes. Si hubieran vivido
en forma más saludable yo no sería el viudo desconsolado del presente.
-Señor -replicó el trabajador, moviendo la cabeza-, he comenzado a
comprender hasta cierto punto que la mayor parte de las calamidades
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provendrán de nosotros, como provino esta, y que nada se detendrá ante
nuestras pobres puertas mientras no nos unamos a aquella gran familia
pendenciera, para hacer las cosas que deben hacerse. No podemos vivir sana y
decentemente hasta que aquellos que se comprometieron a dirigirnos nos
proporcionen los medios. No podemos ser instruidos hasta que no nos enseñen;
no podremos divertirnos razonablemente hasta que ellos no nos procuren diversiones; sólo podremos creer en falsos dioses, en nuestros hogares, mientras
ellos ensalzan a muchos de los suyos en todos los lugares públicos. Las malas
consecuencias de una educación imperfecta, de una indiferencia peligrosa, de
inhumanas restricciones; y el rechazo absoluto de cualquier goce, todo
procederá de nosotros y nada se detendrá. Se extenderán en todas direcciones.
Siempre sucede así, al igual que con la peste. Esto entiendo yo, al menos.
Pero el amo respondió:
-¡Oh, ustedes, trabajadores! ¡Cuán raramente se dirigen a nosotros, si no es
por algún motivo de queja!
-Señor -replicó-. No soy nadie y tengo escasas posibilidades de ser escuchado,
o tal vez no desee ser oído, excepto cuando existe alguna queja. Pero ella nunca
tiene origen en mí, y nunca puede terminar conmigo. Tan seguro como la
muerte que desciende hasta mí para hundirme.
Había tanta razón en lo que decía, que la familia Bigwig llegó a notificarse y,
terriblemente asustada por la reciente catástrofe, resolvió unirse a él para hacer
las cosas con más justicia, en todo caso, hasta donde esas mismas cosas
estuvieran asociadas con la inmediata prevención, humanamente hablando, de
una nueva peste. Pero en cuanto desapareció el temor, cosa que sucedió muy
pronto, se reanudaron las mutuas querellas y no se hizo nada. En consecuencia,
la desdicha volvió a reaparecer, rugió como antes, se extendió como antes,
vengativamente hacia arriba, arrastrando un gran número de descontentos. Pero
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ni un solo hombre entre ellos quiso admitir, aun en el más ínfimo grado, ser uno
de los culpables.
Por consiguiente, siguióse viviendo y muriendo en igual forma, y esto es lo
primordial en la Historia de Nadie.
¿No tiene nombre?, preguntarán. Tal vez se llama legión. Importa poco cuál sea
su nombre verdadero.
Si han estado en los pueblos belgas, cerca del campo de Waterloo, habrán visto
en alguna iglesia pequeña y silenciosa el monumento erigido por fieles
compañeros de armas a la memoria del coronel A., del mayor B., de los
capitanes C, D y E, de los subtenientes F y G, alféreces H, 1 y J, de siete oficiales
y ciento treinta soldados que cayeron en el cumplimiento de su deber en un día
memorable. La Historia de Nadie es la historia de los soldados anónimos de la
tierra. Ellos tomaron parte en la batalla, les corresponde parte de la victoria;
cayeron y no dejaron su nombre más que en conjunto. La marcha del más
orgulloso de nosotros se encauza en el sendero polvoriento que ellos
atravesaron.
¡Oh! Pensemos en ellos este año, ante el fuego de Navidad, y no los olvidemos
después que este se haya extinguido.
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EL GRAN SECRETO DE CRISTOBAL COLÓN
- Luís López Nieves (Puerto Rico)
El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la noche, Cristóbal se encaramó al
mástil principal de la Santa María, envolvió el brazo derecho en una soga gruesa
para no perder el balance, y clavó la vista en el horizonte umbroso. Aunque no
había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de la tarde aún flotaba en el aire y le
permitía ver las apacibles olas de la mar. Allí permaneció cuarenta y cinco
minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar los ojos. Algunos tripulantes
levantaban la vista recelosa de vez en cuando, pero no estaban seguros de si
meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como era su costumbre, el mismo
punto del horizonte inacabable.
A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el sudor de la frente y bajó a cubierta.
Su rostro no reflejaba frustración, ira ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un
poco de inquietud. Colocó la mano distraída sobre el hombro del marinero
suspicaz que se disponía a subir al palo en su lugar, pero no dijo palabra.
Regresó al castillo de popa, encendió con dificultad una de las pocas velas que le
quedaban, desenrolló sobre el escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a
estudiarlo.
A los pocos minutos, exactamente a las diez de la noche, Cristóbal Colón se frotó
los ojos cansados. Reposó el mentón en la palma de la mano y miró por la
ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la noche oscura, una lumbre que
subía y bajaba como si alguien hiciera señas con una antorcha. El rostro se le
calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados Pedro Gutiérrez, lo sentó junto
a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez se acercó a la ventana, sacó el
cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que la veía. Cristóbal Colón entonces
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llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le preguntó si veía la lumbre, pero éste
dijo que no. Poco después la luz desapareció y nadie más pudo verla.
A las dos de la mañana, sin haber dormido un segundo, el capitán Colón todavía
examinaba el mapa con una lupa. Las manchas de sudor de sus axilas, que no se
habían secado en los últimos cuatro días, le bajaban por los costados de la
camisa y le subían hasta la mitad de las mangas. El Capitán colocó el dedo sobre
el mapa y lo movió a la izquierda lentamente; lo detuvo en medio de la mar, en
algún punto a todas luces imaginario. Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste
cuando estalló, de pronto, el grito casi histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la
Pinta: ―¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!‖
Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso de pie y golpeó el escritorio con el
puño. En ese mismo instante hizo fuego el estrepitoso cañón lombardo de la
Pinta, señal acordada para cuando se hallara tierra. Las naves restantes
dispararon su propio cañonazo: las tripulaciones se despertaban y comenzaban a
celebrar. Las campanas de la Niña, la Pinta y la Santa María repicaban a todo
vuelo.
Don Cristóbal Colón salió a cubierta y ordenó al timonel que acercara la Santa
María a la Pinta, donde Rodrigo de Triana contaba a la tripulación cómo había
visto tierra por primera vez y le recordaba al capitán Martín Alonso Pinzón la
recompensa de diez mil maravedís. La Niña se acopló a las otras dos naves y los
marineros de las tres carabelas se unieron sobre la cubierta de la Pinta. Aunque
eran las dos de la mañana y la noche era oscura, todos veían con sus propios
ojos que no habían llegado al infierno ni al final del mundo, sino que estaban en
una playa común y corriente, con arena, árboles y olas apacibles. El almirante
don Cristóbal Colón ordenó arriar velas y esperar a que amaneciera. Impartió
instrucciones de preparar el desembarco y luego regresó a la Santa María y se
encerró en su camarote. Sacó del bolsillo una pequeña llave reluciente que aún
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no había tenido ocasión de usar en todo el viaje. Con ella abrió un baúl mediano,
de madera oscura y perfumada, que tampoco había tenido motivo para abrir
hasta hoy. Sacó una larga túnica de lana negra y la vistió por encima de su ropa
de capitán. Sacó también unas botas nuevas, de cuero fulgente, que calzó tras
quitarse las botas gastadas que había usado durante todo el viaje. Se lavó el
rostro en una palangana de agua salada; luego se mojó el cabello blanco y lo
peinó con los dedos.
―Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso
de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese
mismo instante hizo fuego el estrepitoso cañón
lombardo de la Pinta, señal acordada para
cuando se hallara tierra. Las naves restantes
dispararon su propio cañonazo"
Al abrir la puerta del camarote se encontró de frente con los marineros de las
tres naos. Cuando vieron al nuevo almirante, envuelto en lana negra y con botas
relucientes, se hincaron de rodillas: algunos lloraban de alegría, otros llevaban
en los rostros el bochorno del amotinado arrepentido. El almirante don Cristóbal
Colón los miró sin decir palabra.
—Capitán, perdónanos —dijo al fin un marinero flaco—. Fuimos desconfiados.
—Cantemos el Salve Regina —respondió don Cristóbal—. Luego preparaos para
buscar víveres y agua.
Pocas horas después, al amanecer, el pequeño bote de remos llegaba a la playa
con el almirante don Cristóbal Colón en la proa. Lo acompañaban, entre otros,
los capitanes Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón. El flamante Virrey,
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con sus botas de cuero espléndido, fue el primero en saltar del bote y pisar las
nuevas tierras de la reina de Castilla. Los maravillados acompañantes del
descubridor seguían sus pasos de cerca.
A las nueve de la mañana las tripulaciones de las tres naves se habían bañado
en la playa cristalina y descansaban sobre la arena blanca. El almirante de la Mar
Océano hablaba con sus capitanes bajo la sombra de un árbol extraño, cuyo
fruto olía a perfume y tenía forma de corazón. De pronto, cinco indios desnudos
salieron de la arboleda. Cuatro eran jóvenes y robustos; el quinto, mucho más
viejo, caminaba con la ayuda de un palo. Los jóvenes traían papagayos, hilo de
algodón en ovillos y azagayas. Al ver a estas criaturas que irrumpían de repente
en la playa, los marineros se alarmaron y corrieron a buscar sus espadas. Don
Cristóbal Colón se acercó con prisa, ordenó la calma entre sus hombres y luego
caminó lentamente hasta los indios asombrados. Cuando se detuvo frente a ellos
los jóvenes lo miraron con extrañeza, pero el viejo, apoyándose del brazo de uno
de los muchachos, se puso de rodillas con mucho trabajo. Luego bajó la cabeza
en señal de respeto y le dijo a don Cristóbal Colón en voz baja, en una lengua
que ningún español pudo comprender:
—¡Maestro, al fin has regresado!
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LA CIUDAD BENDITA
- Khalil Gibran (Líbano)
Cuando joven me contaron que en cierta ciudad todos vivían según las
Escrituras.
Y dije: "Buscaré esa ciudad y su bendición." Y era lejos. Y preparé una gran
provisión para mi viaje. Y luego de cuarenta días divisé la ciudad y, en el día
cuarenta y uno, entré en ella.
¡Oh! Todos los habitantes no tenían sino un solo ojo y una sola mano. Atónito,
me pregunté: "¿Poseerán todos los de esta tan sagrada ciudad un solo ojo y una
sola mano?"
Entonces observé que ellos me miraban atónitos, pues se maravillaban ante la
vista de mis dos ojos y de mis dos manos. Y, mientras comentaban entre sí, les
pregunté: "¿Es verdaderamente ésta la Ciudad Bendita, donde cada hombre vive
según las Escrituras?" Y respondieron: "Sí; ésta es la ciudad."
"Y, ¿qué", dije yo, "os ha sucedido y dónde están vuestros ojos derechos y
vuestras manos derechas?"
Todo el pueblo emocionado dijo: "Ven y mira."
Me condujeron al templo en el centro de la ciudad. Y en el templo vi una pila de
manos y ojos disecados. Entonces exclamé: "¡Ay! ¿Qué conquistador cometió
tanta crueldad con vosotros?"
Corrió un murmullo entre ellos. Y uno de los más ancianos, elevando la voz dijo:
"Esto es obra nuestra: Dios nos convirtió en los conquistadores del mal existente
en nosotros."
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Seguido por todo el pueblo, me llevó hasta el altar mayor, y me mostró una
inscripción grabada encima del altar, y yo leí:
"Si te ofende tu ojo derecho, arráncalo y sepáralo de ti, porque es más
provechoso para ti que uno de tus miembros perezca, y no que todo tu cuerpo
desaparezca en el infierno. Y si tu mano derecha te ofende, córtala y sepárala de
ti porque es más provechoso para ti que uno de tus miembros perezca y no que
todo tu cuerpo desaparezca en el infierno."
Entonces comprendí. Y, volviéndome hacia la multitud, grité: "¿Hay algún
hombre entre vosotros, o mujer, con los dos ojos o dos manos?"
Me respondieron diciendo: "No, ni uno. Nadie, excepto quienes son demasiado
jóvenes para leer la Escritura y comprender sus mandatos."
En cuanto salimos del templo abandoné aquella Ciudad Bendita; porque yo no
era demasiado joven y podía leer la escritura.
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EL ACUSADO
- Najeeb Mahfouz (Egipto)
Como iba solo en su cochecito, no tenía más aliciente que la velocidad; volaba —
en dirección a Suez—sobre una cinta de asfalto ceñida por arenas. En el paisaje
nada mitigaba el pálpito de soledad, ni había novedad alguna que le hiciese más
llevadera su semanal ida y vuelta. Divisó a lo lejos un colosal vehículo de
transporte. Le dio alcance y redujo la marcha de su Ramsés para continuar cerca
y al ritmo del coloso. Era un camión cisterna del tamaño de una locomotora. Un
ciclista iba agarrado a su borde trasero, y daba, de vez en cuando, una patada
en la rueda, tan tranquilo. Cantaba. ¿De dónde vendría? ¿A dónde iría? ¿Habría
podido hacer tanto camino de no hallar un vehículo que tirase de él? Sonrió
admirado y le vio con simpatía. Dejaron atrás, a la derecha, unas lomas, y
enseguida entraron en una zona verde, sembrada de maíz y rodeada de
pastizales, donde pacían cabras. Redujo aún más la velocidad para gozar de
aquel verde jugoso, y entonces un grito desgarró el silencio.
Con sobresalto volvió la cara hacia delante, a tiempo de ver cómo la rueda del
camión, imperturbable, enganchaba a bicicleta y ciclista. Soltó un grito de horror
y chilló para advertir al camionero. Detuvo luego su coche, a dos metros de la
bicicleta, y se bajó sin pensar y sin que sus gritos hubiesen alcanzado al camión.
Se acercó espantado al lugar del accidente y vio el cuerpo tendido sobre el
costado izquierdo, con el brazo moreno apuntando hacia él; una mano pequeña,
que asomaba por la camisa—polvorienta, lo mismo que la piel—, estaba cubierta
de rasguños y heridas. De la cara no se le veía más que la mejilla derecha. Las
piernas ceñían aún la bicicleta. El pantalón, gris, estaba desgarrado y salpicado
de sangre. Las ruedas se habían roto, los radios estaban retorcidos y una guía
del manillar desquiciada. Una respiración, fatigosa, forzada, inquieta, ocupaba el
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pecho de la víctima, que aparentaba unos veinte años o muy poco más. Se le
contrajo la cara y los ojos se le fijaron en una expresión de pena y compasión,
pero no supo qué hacer. En aquel descampado se sentía impotente. Descartó la
idea que primero le vino a las mientes de llevarle a su coche. Y finalmente se
libró de su confusión decidiendo tomar su automóvil y salir en pos del vehículo
culpable. Quizá en el camino encontrase un puesto de vigilancia o de control y
pudiese informar del accidente. Marchó hacia su coche y se disponía a subir
cuando oyó unos gritos que decían:
—Quieto... no te muevas...
Se volvió y pudo ser a un grupo de labradores corriendo hacia él. Venían de los
sembrados. Algunos llevaban garrotes, otros piedras. Contuvo el impulso de
montarse no fuera que la emprendieran a pedradas y les esperó asustado por su
crítica situación. Los rostros torvos, agresivos, le disiparon cualquier esperanza
de entendimiento. Tendió la mano veloz a la guantera y sacó su pistola,
apuntándoles y gritando con voz estremecida:
—¡Quietos!
Se dio cuenta, con fulgurante y agitada percepción, que aquella actitud había
cerrado todavía más cualquier esperanza de comprensión futura, pero tampoco
había tenido tiempo de obrar con reflexión. Cedieron en su carrera y, finalmente,
se pararon del todo a unos diez metros, en los ojos una mirada torva y
resentida. Ardía en sus fulgores la inesperada desventaja de encontrarse ante un
arma. Los rostros tenían un aspecto oscuro, hosco, subrayado por los rayos del
sol. Las manos crispadas en torno a los garrotes y las piedras, y los pies
enormes, descalzos, clavados en el asfalto Uno dijo:
—¿Piensas matarnos como a él?
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—Yo no lo he matado. Ni le he tocado siquiera, quien lo atropelló fue el camión
cisterna.
—Fue tu coche... tú...
—No lo habéis visto...
—Todo. . .
—Me estáis impidiendo que alcance al culpable...
—Tú lo que quieres es huir...
Había aumentado la rabia. Había aumentado el miedo. La idea de poder verse
obligado a disparar le producía angustias de muerte. Matar, que el homicidio le
llevase a una pendiente. ¿Cómo borrar la pesadilla si no estaba durmiendo?
—De verdad que no he sido yo quien le ha atropellado. He visto perfectamente
cómo el camión le aplastaba...
—Aquí no hay más culpable que tú...
—Habría que llegarse al Hospital más cercano...
—Intenta.
—Al puesto de Policía...
—Intenta.
—¿Es que vamos a esperar sentados hasta que la verdad resplandezca?
—Si no te escapas ya lo creo que resplandecerá.
—Válgame Dios, ¿por qué tanta tozudez?
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—¿Por qué le has matado?
¡Qué tremendo problema; qué tremenda falsedad! Cuándo acabaría aquel
infernal compás de espera. El sufrimiento sin paliativo, el miedo, las ideas
frenéticas. ¿Por qué se detuvo? ¿Cómo demostrar la verdad? El mismo conductor
del camión no se enteró de nada. Ni la menor esperanza que todo aquel maldito
lío fuese una pesadilla.
Del caído llegó una queja, seguida de un ay gangoso y un largo gruñido.
Después, otra vez silencio. Uno chilló:
—¡Dios tiene que castigarte!...
—Dios castigará al culpable...
—Tú has sido...
—¿Me habría parado de ser culpable?
—Creíste que no había nadie...
—Creí que podía ayudarle...
—Buena ayuda...
—Es inútil hablar con vosotros.
—Bien inútil.
Si les daba la espalda un solo instante, las piedras le aplastarían. No había más
remedio que aguantar en el trance. Imposible perseguir al camionazo. Él, sólo él
quedaba en prenda. Y si no mantuviese un resquicio de esperanza, aquello sería
el horror de los horrores. ¿Cómo se van a establecer las responsabilidades? ¿O a
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determinar el castigo? ¿Podrá salvarse el pobre accidentado? Su mirada
manifestaba espanto, las de ellos un rencor obstinado.
Dos vehículos aparecieron allá en el horizonte. A1 verlos acercarse respiró
aliviado. Una ambulancia y un coche patrulla se pararon en el lugar del
accidente. Los camilleros marcharon hacia la bicicleta sin demora. Los del grupo
les rodearon. Zafaron las piernas de la víctima delicadamente y le trasladaron al
coche con sumo cuidado. Y sin esperar más se fueron por donde habían venido.
La policía alejó a los del grupo y el inspector procedió a examinar el lugar sin
decir palabra. Tras un lapso se volvió al hombre y preguntó:
—¿Fue usted?
Los labradores se encargaron de contestarle a gritos, pero el inspector ordenó
silencio con un gesto de la mano, mientras le examinaba. Repuso:
—No. Yo iba detrás de un camión cisterna al que el ciclista se agarraba. Un grito
me alarmó y cuando miré, le vi bajo la rueda.
Gritaron casi todos.
—Él le atropelló...
—No lo atropellé. Vi cómo pasaba...
Nuevo griterío. El inspector atronó:
—¡Orden!
Y le preguntó:
—¿Vio cómo se producía el accidente?...
—No. Cuando me volví al grito ya estaba la bicicleta debajo de la rueda.
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—¿Cómo había ido a parar allí?
—No sé.
—¿Y luego qué hizo?
—Paré para ver cómo estaba y qué se podía hacer. Se me ocurrió salir detrás del
camión pero entonces aparecieron éstos corriendo hacia mí, con garrotes y
piedras, y no tuve más remedio que tenerles a raya con el arma.
—¿Tiene licencia?
—Sí, soy pagador en Suez y viajo mucho.
El inspector se volvió hacia los labradores y les preguntó:
—¿Por qué sospecháis de él?
Gritaron, quitándose la palabra de la boca:
—Porque vimos perfectamente lo que hizo y no le dejamos escapar. . .
El hombre dijo angustiado:
—Es mentira, no vieron nada.
El inspector ordenó a un agente quedarse vigilando y a otro avisar al fiscal
mientras se trasladaba con todos a Jefatura, para escribir el atestado. Tanto Alí
Musa como los labradores mantuvieron sus declaraciones. Alí empezaba a dudar
de que la investigación fuese a poner en claro la verdad. De la víctima salió a luz
el nombre: Ayyad al-Yaáfari, y que era vendedor ambulante, en tratos con casi
todos aquellos labradores. Alí Musa preguntaba:
—¿Me habría parado si fuera culpable?
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El inspector contestó fríamente:
—Atropellar a alguien y huir no son cosas que se sigan necesariamente.
Más espera. Los labradores en cuclillas. Alí Musa ocupó una silla con permiso del
inspector. El tiempo transcurría lento, doloroso, espeso. Acabado el atestado, el
inspector se desentendió de ellos. Nada de aquel asunto parecía ir con él y se
puso a matar el rato leyendo la prensa. ¿Por qué tendrían los labradores aquel
empeño en culparle? Lo peor es que mantenían su testimonio con la misma
limpieza que si fueran sinceros. ¿Sería todo un espejismo? ¿Sería que, como
suele suceder, uno habría lanzado aquella versión del accidente y los demás le
seguían como ciegos?... Ay... la única esperanza es que no muera Ayyad alYaáfari. ¿Qué otro puede sacarle de aquella pesadilla con una simple palabra? Se
dirigió al inspector, cortés y anhelante:
—¿Podríamos averiguar si hay esperanzas con el accidentado? El inspector le
miró hosco, pero se puso en comunicación con el Hospital por teléfono. Después
de colgar, manifestó:
—Está en el quirófano, ha perdido mucha sangre... imposible hacer pronósticos...
Tras dudarlo unos momentos preguntó:
—¿Cuándo llegará el fiscal?
—Ya se enterará cuando llegue.
Dijo, como hablando para sí:
—¿Cómo puede uno verse envuelto en tales situaciones?
El inspector contestó, mientras retornaba al periódico:
—Usted sabrá.
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Volvió a quedar horriblemente solo, y a examinar el lugar con enojo. Aquellos
labradores estaban empeñados en condenarle, pero quizá lograra que la
sentencia se volviera contra ellos. Y el inspector le considera, por rutina,
culpable. Una ciega fuerza anónima quería destruirle inconscientemente. Tenía a
sus espaldas muchas culpas, pero resultaba absurdo, a todas luces, ser atrapado
en un embrollo. Suspiró quedamente:
—Ay, Señor.
Y casi todos le hicieron eco, por motivos diversos:
—Ay, Señor.
Fuera de sí, les chilló:
—No tenéis conciencia.
Y ellos chillaron también:
—Dios es testigo, canalla...
El inspector sacó la cara de entre las hojas del periódico y dijo malhumorado:
—Vale... vale... no tolero esto...
Alí dijo excitado:
—De no ser por esta infame mentira, a estas horas estaría en mi casa tranquilo...
Uno replicó:
—Si no fuese por tu descuido, el pobre Ayyad podría estar a estas horas
tranquilamente en su casa...
186
El inspector les miró de un modo que les dejó sin habla. Reinó la calma, el dolor
de la espera empeoró. El tiempo pasaba como si anduviese para atrás. Alí no
pudo soportar más la tensión y se vio impulsado a recurrir otra vez al inspector,
preguntándole en el colmo de la cortesía:
—Señor, no puede hacerse idea lo que siento causarle esta molestia, pero,
¿puedo saber cuándo vendrá el fiscal?
Le contestó sin dejar el periódico y de mal talante:
—¿Cree que su caso se da todos los días?
No recordaba un sufrimiento igual. Nunca había sentido tan negros barruntos de
desastre. Aquella inexplicable malquerencia entre él y los labradores no tiene
precedentes. ¿El vasto cielo, bajo el que el accidente se había producido, era
también algo sin precedentes? Con el paso del tiempo, el horror y el agobio le
habían dominado completamente. Sin reparar en consecuencias, exclamó:
—Señor inspector...
Le cortó como si le hubiese estado esperando:
—¿Se calla?
—Pero es que esta tortura...
—Molestias que han soportado todos cuantos han pasado por esta jefatura
desde que se inauguró...
—¿No puede preguntar, al menos, por el herido?
—Me comunicarán cualquier novedad sin que lo pregunte...
187
Mi vida depende de la tuya, Ayyad. Las apariencias van a burlar la perspicacia
del fiscal. ¿Me encarcelarán sin haber hecho nada? ¿Ha ocurrido algo igual
jamás? ¡Qué bueno sería poder echarte la culpa encima!, y que te sonrieras con
desdén y torpeza. Las lágrimas casi le brotaban y te echas a reír de una forma
que a poco te enajena. Por Dios, recuerda tus culpas y consuélate de este
trance, aunque no haya relación alguna. ¿Quién dijo que el caos con el caos se
combate?
Veo a esos labradores, a través de un prisma negro que muchas generaciones
han tupido, pero, ¡yo no he colaborado en eso! ¿O lo he hecho sin saberlo? Es
curioso, estoy pensando por primera vez en mi vida. Y pensaré más todavía
cuando me metan entre cuatro paredes. Hoy he trabado conocimiento con cosas
que me eran directamente desconocidas: la casualidad, el destino, la suerte, la
intención y su resultado, el labrador, el inspector, el effendi, los monzones, el
petróleo, los vehículos de transporte, la lectura de la prensa en jefatura, lo que
recuerdo y lo que no recuerdo. Sobre todo esto, tengo que meditar más, en
singular y en bloque. Hay que empezar a familiarizarse con entender todo, y
dominarlo todo, hasta que no quede ninguna cosa sin registrar. Una convulsión
no es en sí culpable, lo es la ignorancia. Tú lo único que tienes que hacer desde
hoy, es someterte a los dictados del sistema solar y no al oscuro lenguaje de las
estrellas. ¿Por qué temes al inspector que lee la página de esquelas y nadie le da
el pésame? Y al llegar a este punto gritó desaforado:
—Todo tiene un límite.
El rostro del inspector asomó tras el periódico con expresión desaprobatoria.
Entonces le dijo muy serio:
—Usted lee el periódico y no hace nada.
—¿Cómo se atreve?
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—Ya ve...
—¡Es que no tiene miedo de...!
—No tengo miedo de nada...
—Le traicionan los nervios, pero tengo remedio para todo.
—¡Yo también tengo remedio para todo!
El inspector se puso de pie y dijo furioso:
—¿¡Usted!?
—Retrasa la presencia del fiscal, no respeta las leyes.
—Le llevo al calabozo.
—¿Es peor que este caos?
—¿Es que quiere recurrir al expediente de locura?
Alí se levantó desafiante, la mirada extraviada. El inspector llamó a los agentes.
Entonces sonó el timbre del teléfono. El inspector descolgó y estuvo atento unos
momentos. Colgó y miró a Alí con malicia y rencor, disimulando a la par una
sonrisa; y le dijo:
—Ha muerto a consecuencia de las heridas. Alí Musa se demudó ligeramente. La
mirada maliciosa chocó con otra de cólera ciega. Gritó con voz estremecida:
—La ley aún no ha dicho nada, esperaré...
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SALIR CON UN DOMINGO SIETE
- Maria Isabel Carvajal (Carmen Lyra) (Costa Rica)
Había una vez dos compadres guechos, uno rico y otro pobre. El rico era muy
mezquino, de los que no dan ni sal para un huevo. El pobre, iba todos los viernes
al monte a cortar leña que vendía en la ciudad cuando estaba seca.
Uno de tantos viernes se extravió en la montaña, y le cogió la noche sin poder
dar con la salida. Cansado de andar de aquí y de allá, resolvió subirse a un árbol
para pasar allí la noche. Ató al tronco el burro que le ayudaba en su trabajo y él
se encaramó casi hasta el cucurucho. Al rato de estar allí, vió de pronto que a lo
lejos se encendía una luz. Bajó y se encaminó hacia ella. Cuando la perdía de
vista, subía a un árbol y se orientaba. Al irse acercando, vió que se trataba de
una gran casa iluminada, situada en un claro del bosque. Parecía como si en ella
se celebrara una gran fiesta. Se oía música, cánticos y carcajadas.
El hombre aseguró su bestia y se fue acercando poquito a poco.
La parranda era muy adentro, porque las salas que estaban a la entrada se
encontraban vacías. En puntillas se fue metiendo, se fue metiendo hasta que dió
con lo que era. Se escondió detrás de una puerta y se puso a curiosear por una
rendija: la sala estaba llena de brujas mechudas y feas que bailaban pegando
brincos como los micos y que cantaban a gritos esta única canción:
Lunes y martes y miércoles tres.
Pasaron las horas y las brujas no se cansaban se sus bailes y siempre en su dele
que dele:
190
Lunes y martes y miércoles tres.
Aburrido el compadre pobre de oir la misma cosa, agregó cantando con su
vocecilla de guecho:
Jueves y viernes y sábado seis.
Gritos y brincos cesaron ...
— ¿Quién ha cantado?-- preguntaron unas.
— ¿Quién ha arreglado tan bien nuestra canción?-- decían otras.
— ¡Qué cosa más linda! ¡Quien ha cantado así merece un premio!
Todas se pusieron a buscar y por fin dieron con el compadre pobre, que estaba
en un temblor detrás de la puerta.
¡Ave María! No hallaban donde ponerlo: unas lo levantaban, otras lo bajaban y
besos por aquí y abrazos por allá.
Una gritó: — ¡Le vamos a cortar el guecho.
Y todas respondieron: — ¡Sí, Sí!
El pobre hombre dijo: — ¡Eso sí que no!
Pero antes de acabar, ya estaba la inventora rebanándole el guecho con un
cuchillo, sin que él sintiera el menor dolor y sin que derramara una gota de
sangre. Luego sacaron del cuarto de sus tesoros sacos llenos de oro y se los
ofrecieron en pago de haberles terminado su canto.
El trajo su burro, cargó los talegos y partió por donde las brujas le indicaron. Al
alejarse las oía desgañitarse:
191
Lunes y martes y miércoles tres. Jueves y viernes y sábado seis.
Sin dificultad llegó a su casita, en donde su mujer y sus hijos le esperaban
acongojados porque temían que le hubiera pasado algo.
Les contó su aventura y mandó a su esposa que fuera adonde el compadre rico y
le pidiese un cuartillo para medir el oro que traía.
Ella fue y dijo a la mujer del compadre rico, que estaba sola en casa: —
Comadrita, ¿quiere prestarme el cuartillo? Es que vamos a medir unos frijoles
que cogió mi marido.
Pero la mujer del compadre rico se puso a pensar: — ¡Cállate, ¿acaso tu marido
ha sembrado nada? ¿Quién mejor que nosotros sabe que no tienen más terreno
que ese en que están clavadas las cuatro estacas del rancho?
Y untó de cola el fondo del cuartillo para averiguar qué iban a medir sus
compadres pobres.
Estos midieron tantos cuartillos de oro que hasta perdieron la cuenta.
Al devolver la medida, no se fijaron que en el fondo habían quedado pegadas
unas cuantas monedas. La comadre rica que era muy angurrienta, y que no
podía ver bocado en boca ajena, al ver aquello se santiguó y se fue a buscar a
su marido.
— Mirá, ¿vos decís que tu compadre es un arrnacado, que tiene casi que andar
con una mano atrás y otra adelante para taparse, que no tiene ni donde caerse
muerto? Pues estás muy equivocado ...
— Y la mujer mostró el cuartillo, contó lo ocurrido y lo estuvo cucando hasta que
hizo al compadre rico irse a buscar al pobre.
192
— Ajá, compadrito -le dijo-. — ¡Qué indino es usté! ¿Conque tenemos que medir
el oro en cuartillo?
El otro, que era un hombre que no mentía, contó su aventura sencillamente.
¡El rico volvió a su casa con una envidia!
La mujer le aconsejó que fuera al monte a cortar leña. — ¡Quién quita! -le dijoque te pase lo mismo.
El viernes muy de mañana se puso en camino con cinco mulas y todo el día no
hizo más que volar hacha.
Al anochecer se metió en lo más espeso de la montaña y se perdió.
Se subió a un árbol, vió la luz y se fue hacia ella. Llegó a la casa en donde las
brujas celebraban cada viernes sus fiestas. Hizo lo mismo que su compadre
pobre y se metió detrás de la puerta. Estaban las brujas en lo mejor de su canto:
Lunes y martes y miercoles tres Jueves y viernes y sábado seis
Cuando la vocecilla del guecho cantó, toda hecha un temblor:
Domingo siete ...
— ¡Ave María! ¡Para qué lo quiso hacer!
Las brujas se pusieron furiosísimas a jalarse las mechas y a gritar de cólera:
— ¿Quién es el atrevido que nos ha echado a perder nuestra canción?
— ¿Quién es quien ha salido con ese ―Domingo siete‖?
Y buscaban enseñando los dientes, como los perros cuando van a morder.
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Encontraron al pobre hombre y lo sacaron a trompicones y jalonazos.
— Vas a ver la que te va a pasar, guecho de todita la trampa-- dijo una que salió
corriendo hacia el interior. Luego volvió con una gran pelota entre las manos,
que no era otra cosa que el guecho del compadre pobre, y ¡pan! lo plantó en la
nuca del infeliz, en donde se pegó como si allí hubiera nacido. Le desamarraron
las mulas, las libraron de sus cargas de leña y las echaron monte adentro.
Al amanecer fue llegando mi compadre rico a su casa con dos guechos, todo
dolorido y sin sus cinco mulas y por supuesto, a la vieja se le regaron las bilis y
tuvo que coger cama.
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