Facebook no sabe abrazar

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Facebook
no sabe
abrazar
Texto: Sandra Gómez Rey
Ilustraciones: Eva Santana
Los cuentos de la abuela
–
N
os encontramos a las cinco abajo, en la portería, ¿de acuerdo? Sé puntual, que con
el coche sólo podré parar un momento ante la puerta –le dijo la madre a Braulio,
mientras pasaba por el pasillo, a toda prisa, hacia el recibidor.
– ¡Paso de Pablo! –le respondió Braulio desde su habitación, mientras chateaba en
Facebook con ganas.
Pero su madre no le oyó.
– ¡Hasta luego! –le gritó mientras cerraba de golpe la puerta del piso, levantando un
remolino de viento.
– No pienso ir; no quiero verle –murmuró Braulio.
Tenía 13 años y estudiaba 2º de ESO en el instituto del barrio. Sus notas, por cierto, no
eran para tirar cohetes.
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El caso es que a Braulio no le interesaba Pablo, un amigo, o mejor dicho, un antiguo
amigo de quien hacía mucho tiempo que no sabía nada de él. Y menos ahora, que se
había roto una pierna. Porque si algo no le gustaba eran las malas noticias.
La insistencia de su madre para ir a visitar a Pablo al hospital le había irritado
intensamente. Y también aquella forma de hacer, aquello que su madre siempre hacía,
de decir las cosas a última hora y mientras salía de casa como un cohete. Aquello le
sacaba de quicio.
– ¿A qué viene todo esto ahora? –se preguntaba Braulio.– Ya tengo muchos otros
amigos.
Y se puso a pensar en lo aburrido que se había convertido Pablo.
– ¡Ni siquiera tiene Facebook! –pensó indignado.
‘¿En qué estoy pensando?’ ‘Compartir’. ‘Me gusta’. Eso sí que le gustaba a Braulio.
Conectarse al Facebook, decir lo suyo, y que todo el mundo lo leyera enseguida. Era
divertido. Realmente mágico. Era lo que más le gustaba hacer. ‘Crear evento’. ‘Enviar
mensaje’. ‘Chatear’. Qué pasada poder mantener multitud de conversaciones paralelas.
Pero, ¿para acabar diciendo qué? ¿O para explicar qué? Daba igual. Sólo se trataba de
chatear, chatear y chatear. Con quien sea, pero chatear. De lo que sea, pero chatear.
Todas las horas del día que no pasaba en el instituto. Eso sí que hacía feliz a Braulio. ¿Y
quién no quiere ser feliz?
Para él, Facebook era un mundo ideal: cada día buscaba un montón de amigos. Estaba
deseoso de agregarlos, presentarse y hacerse el importante. Le encantaba que le
adularan. Y si no lo hacían los borraba inmediatamente de la lista de amigos.
Drásticamente. Impasiblemente. Aún así, la lista era interminable.
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Cuando conocía a alguien, ya se encargaba primero de informarle que era la persona que
tenía más amigos en Facebook. Y una vez dicho esto, esperaba todo tipo de adulaciones.
He aquí algunos ejemplos:
– ¿Eres alguien muy popular, no? –le preguntaban enseguida.
– Me encantaría tener tantos amigos como tú. Debes ser muy simpático –le escribían.
Braulio, al leerlo, sonreía satisfecho.
– ¡Uau! ¡Eres la 'caña'! –le decían los que, como él, valoraban la amistad a peso.
Otros dudaban:
– ¿Es verdad que eres el que tiene más amigos de la red? –le preguntaban incrédulos y, a
la vez, admirados.
¿Era realmente cierto lo que decía Braulio?
La verdad era que él daba poca importancia a la verdad. Aún sin saber si había alguien en
toda la red de Facebook que tuviera más amigos que él, Braulio les decía tal chulería y se
quedaba tan ancho. Además, se había convertido en un fantástico experto en
apariencias. Consideraba que tenían más valor que la realidad.
En Facebook era tan fácil parecer más fascinante, más inteligente, más simpático y,
sobretodo, más guapo de lo que realmente se era… Con un poco de morro y con las
palabras adecuadas, podía ser el seductor más irresistible de la red. Así pues, Braulio
decidió que viviría la vida de Facebook en el mundo real.
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Un día, al salir de clase, dos amigos se comían cada uno un helado. Uno era de fresa y
nata, y el otro de “tutti frutti”. Braulio se acercó e hizo un ‘compartir’: hizo dos
lametones y se marchó. Los dos chicos lo miraron estupefactos.
– Mmmm... ¡Buenísimos! –pensaba Braulio mientras se alejaban del instituto, calle
abajo, muy contento.
Otro día, pasó por delante de una tienda de motos. La puerta de la tienda estaba
abierta y Braulio entró, puso en marcha uno de los ciclomotores y se marchó a dar una
vuelta. De repente, vio un grupo de chicas y levantó la rueda delantera justo al pasar
por delante de ellas. Todas se giraron para observar la extraordinaria pirueta. De vuelta
a la tienda, el propietario lo miró atónito sin saber muy bien que decirle. Braulio dejó el
vehículo y, con el pulgar de la mano derecha señalando hacia arriba, dijo eufórico: ¡Me
gusta!
Braulio vivía en el mundo real como si fuera Facebook. Un día vio a una chica en una
parada de bus que se secaba las lágrimas con un pañuelo de papel. Le hizo la siguiente
pregunta: “¿Qué estas pensando?” La chica, confusa, se quedó mirándole, con cara de
no entender por qué ese desconocido le preguntaba aquello tan íntimo y privado.
Cuando se dio cuenta de que aquel chico la miraba con ojos risueños, lo interpretó
como que se reía de ella, y le espetó con mala baba: “¿A ti qué te importa?”
En poco tiempo, Braulio se ganó en el instituto la fama de tipo raro que no se
relacionaba de forma normal. En cambio, para él, los raritos eran todos los demás, que
no entendían el lenguaje moderno y sofisticado de la red. Él estaba al día de las nuevas
herramientas de comunicación, cosa que le hacía sentir especial, diferente, importante.
El mejor de todos.
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Un día, Braulio se enamoró de una chica que había conocido en Facebook. ¿Dónde, si no,
la tendría que haber conocido? Se llamaba Marta, tenía 13 años y también estudiaba 2º
de ESO en una escuela concertada del centro de la ciudad. Hablaban cada día por las
redes y se decían cosas increíbles, preciosas, ese tipo de cosas que se dicen los
auténticos enamorados:
– Marta, tus ojos verdes iluminan las calles de la noche cuando no hay luna llena –le
escribía Braulio, cuando sólo había visto a Marta en una foto. Al instante pensó que
estaba buenísima.
– Eh, eres el príncipe de mi cuento :-) –le contestaba ella.
Y seguían:
– Tu luz verde enciende las farolas de la ciudad –le adulaba con sinceridad.
– Me encantas con tus palabras. ¡Eres un poeta! –le decía ella emocionada.
Y más palabras bonitas:
– ¡Estás tan guapa, Marta, en esa foto! Cuelga más o vendré a verte a la puerta del
instituto –le pedía Braulio, que ya empezaba a sentir el eco del latido de su corazón por
todo el cuerpo.
– No quiero que vengas al instituto. Nos veremos en persona pronto, te lo prometo.
¡Mua! –y le envió un beso a través del ciberespacio. Al leerlo, Braulio, excitadísimo por
la emoción, se levantó de un bote de la silla y empezó a saltar por la habitación como
un saltamontes con un ataque de hipo.
Después volvió a sentarse delante del ordenador.
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– ¡Marta-Martuaaa, mua, mua, mua! –le escribió con anhelo, haciendo un juego de
palabras. –¡Eres tan majo! Ja ja ja… ¿Vendrás a mi fiesta de aniversario? ¡Me gustas
tanto y tengo tantas ganas de verte! Ja ja ja... –le respondió en un mensaje relámpago.
– Sí, sí. Vendré, guapita. ¿Día y hora? –le confirmó él.
Pero Marta ya no le contestó. Al día siguiente tampoco. De forma que, sin pensarlo,
Braulio salió un rato antes del instituto y fue a buscar a Marta a la salida del suyo.
A medida que se aceraba al lugar, el corazón le latía más deprisa a cada paso. Había
imaginado tantas veces el momento de tenerla delante… y las palabras que le diría: la
primera, la que vendría luego, la tercera, y todas las siguientes hasta construir la frase
con la que le expresaría sus sentimientos.
La buscaba. Sus ojos la buscaban. Iban detrás de otros ojos de color verde. Con la mirada,
Braulio escaneaba, a toda velocidad, la muchedumbre de estudiantes que se
amontonaban en la entrada del centro. Intentaba distinguir, entre la multitud, el perfil de
una chica como el de Marta. No era fácil ya que sólo la había visto en una foto, un poco
desenfocada, en la pantalla del ordenador.
Lentamente, se fue acercando a la muchedumbre de estudiantes mientras iba mirando a
todo el mundo para reconocerla. Cuando, de repente, recibió un golpe fuerte en la
espalda. Se giró y comprobó que había sido golpeado por la mochila de un chico, alto y
atlético, que la llevaba colgada en la espalda.
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El chico se apartó y detrás de él apareció Marta. Se vieron y los dos se miraron fijamente.
Se reconocieron. Marta abrió los ojos de par en par y se puso roja. Braulio le sonrió.
– Aún no me has dicho dónde harás la fiesta de cumpleaños. No me la perdería por nada
del mundo… –le dijo él con cara de enamorado y voz temblorosa.
Marta lo siguió mirando sin saber qué decirle. Entonces, la llamaron desde lejos. Era el
chico de antes, el de la mochila.
– Hey, Marta, que llegaré tarde a clase de Kick Boxing. ¡Venga, tía! –vociferó el tipo con
una potencia de voz como si se hubiera tragado un megáfono.
Sin decir nada, Marta salió corriendo hacia donde estaba en chico, pero Braulio
reaccionó deprisa y fue tras ella.
– ¡Marta, espera! –la llamó.
Ella se detuvo y, en un instante, se reunieron los tres, Marta, el ‘mochilero’ y Braulio. La
chica, nerviosa, le espetó con rabia:
– ¡Déjame en paz! ¡No te conozco de nada! ¡Así que si me sigues molestando te
denunciaré por acoso! –y se alejó cogiendo de la cintura a su colega robusto. Unos
metros más allá Braulio los oyó decir:
– ¿Quién era ese payaso? –le pregunto él.
– ¡Y yo que sé! No lo había visto nunca –respondió ella.
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Se besaron.
– ¡¡¡Ni siquiera tienes los ojos verdes!!! –chilló, de repente, Braulio. Le salió del alma
aquel grito, por el desengaño con aquella chica que le había robado el corazón.
Aquella tarde, Braulio se sentía tan triste y decepcionado que no tenía ganas de estar
solo. Así pues, a las cinco en punto ya se esperaba sentado en el banco de madera de la
portería de su casa, donde mamá lo recogería con el coche.
Media hora más tarde entraban en el hospital y, en seguida, fueron a la habitación. Pablo
estaba en la cama con la pierna vendada. Un sistema complicado de correas y poleas que
colgaban del techo le aguantaban la pierna alzada. Pablo se la había roto esquiando, y
tuvieron que unirle el hueso con clavos en una operación de urgencia. Sin embargo,
ponía buena cara y su sonrisa se hizo aún más agradable cuando vio a Braulio entrando
por la puerta.
Las madres de los dos se saludaron con afecto. Eran amigas desde que los chavales eran
pequeños, e iban juntos a la guardería. Pero hacía tiempo que no se habían vuelto a ver.
– Va, “tontos”, abrazaos… –espoleó la madre de Pablo, emocionada por el reencuentro.
Ninguno de los dos tuvo la intención de ir hacia el otro. A Pablo le hubiera gustado pero,
en su estado, ni se le pasó por la cabeza.
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– ¿Un abrazo? –preguntó Braulio, extrañado.
– Claro. ¿No sabes qué es un abrazo? –replicó la madre de Pablo, dándole un golpecito
cariñoso en el hombro.
– Nosotras vamos a tomar un café, así vosotros podéis hablar de vuestras cosas –dijo la
madre de Braulio.
En el pasillo, de camino a la cafetería, se hicieron la siguiente confidencia:
– ¿Qué? ¿Te ha costado mucho convencerle? –le preguntó la madre de Pablo, curiosa.
– ¡No Mucho! Estaba puntual en la portería cuando he pasado con el coche. No sé cómo
lo he hecho, pero he conseguido arrancarlo del maldito Facebook –explicó la madre de
Braulio, contenta.
– ¡Las amistades de la infancia dejan huella, niña! –dijo una.
– ¡Debe ser eso! ¡Ja ja...! –reafirmó la otra.
Mientras tanto, en la habitación, Braulio y Pablo se miraban tímidamente. De golpe,
Pablo rompió el hielo:
– Tu madre dice que tienes muchos amigos en Facebook.
–Tú no tienes Facebook, ¿verdad?
– No.
– Por eso no somos amigos.
– ¡Ah, no? ¿Entonces por qué has venido a verme?
Braulio se quedó mudo. Pablo se quedó mirándole, esperando una respuesta. Cuando se
dio cuenta, los ojos de su amigo se llenaban de una tela fina de lágrimas.
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– ¿Qué te pasa, tío? –le preguntó Pablo, un poco incómodo por esa demostración
repentina de debilidad.
Pero, lejos de avergonzarse, Braulio se lo explicó todo. Al principio con timidez, pero
después, poco a poco, con la misma confianza de cuando eran pequeños y compartían
juegos y secretos por los rellanos de la escalera del edificio donde vivían.
Cuando los padres de Pablo se separaron, él se marchó con su madre de aquel piso de
alquiler para ir a vivir fuera de la ciudad, Pablo y su madre. Durante el relato de los
hechos, Braulio acabo sentado encima de la cama, al lado de Pablo.
– ¿De verdad que no tenía los ojos verdes? –le preguntó Pablo, indignado.
– Los había retocado con Photoshop –confirmó Braulio.
– ¡Qué farsante! –dijo Pablo, con contundencia–. No se puede confiar en los farsantes.
Braulio se quedó helado al oír esas palabras de su amigo, y por su cabeza pasaron todas
las veces que en Facebook se había hecho pasar por alguien que no era. Después le
vinieron a la memoria un montón de recuerdos de Pablo y de él, cuando habían sido
mejores amigos, carne y uña, como solían decir sus madres.
– Perdona por no haber venido antes, tío –le dijo Braulio. Sintió el impulso irreprimible
de abrazarlo. Se abalanzó encima de Pablo y le apretó con fuerza. Aquel abrazo estaba
todo hecho de verdad.
– ¡Buah! Esto sí que es una buena noticia –exclamó Pablo con felicidad.
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En ese instante, una enfermera entró en la habitación. Llevaba la merienda de Pablo en
una bandeja de plástico: yogurt y un zumo de melocotón, y una cápsula de calmante,
que rodaba efusiva por encima de la bandeja, en movimiento.
– ¡La meriendaaaaa! –dijo la chica, con voz entusiasta.
Al escucharla, los chicos dejaron de abrazarse enseguida. Pero antes, ella aún podía
escuchar lo que Pablo susurraba en la oreja de Braulio.
– ¡Mira esta: tiene unos ojos verdes que curan!
13
Los cuentos de la abuela es una recopilación de cuentos que el
Observatorio de la Infancia y Adolescencia FAROS pone al alcance a
través de la página web (www.faroshsjd.net) con el objetivo de
fomentar la lectura y difundir valores y hábitos saludables en la
población infantil
FAROS es un proyecto impulsado por el Hospital Sant Juan Déu con el
objetico de promover la salud infantil y difundir conocimientos de
cualidad y actualidad en este ámbito.
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