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EL POZO DE LEÓNIDAS
¿Era pronto para todo y tarde para cambiar? Ismael se sentía al borde
de sus fuerzas, su desasosiego y las confusas ideas que pululaban por su
mente le estaban carcomiendo el alma, así que tomó la decisión de ir a visitar
al viejo Leónidas.
A primera hora de la mañana se puso en marcha hacia su cabaña de
madera, perdida en medio de la espesura del bosque. El brujo era bien
conocido por todos los vecinos del pueblo y también por los de las aldeas
colindantes. Cuando le abrió la puerta, Ismael intuyó que Leónidas ya lo
esperaba. Aquél le explicó su situación y éste le ofreció bajar a su pozo. Ismael
aceptó de buen grado, aún sin saber con qué se encontraría, e incluso atisbó
una leve esperanza para su futuro.
Leónidas le acompañó a la parte trasera de su cabaña y le indicó por
dónde tenía que acceder. Ismael obediente descendió con dificultad por una
débil escalera de trapecista, de la que finalmente tuvo que dar un salto para
alcanzar el suelo del pozo. Entonces sintió cómo Leónidas recogía la escalera,
y su momentánea y extraña calma comenzó a desaparecer.
Inspeccionando el fondo del hoyo descubrió que era lo suficientemente
amplio como para poder tumbarse. Gracias a la leve luz que entraba, vio seis
jarras de barro y comprobó que contenían agua. Se puso nervioso y se
preguntó por qué las habría dejado ahí.
Las paredes del pozo eran de piedra, muy húmedas, mojadas y el frío se
le coló hasta lo más profundo de sus entrañas. Pero estaba ahí para solucionar
su problema, así que decidió ser positivo y pensó que se debía tratar de alguna
prueba o incluso de una broma.
Pasaron las horas, los infinitos minutos y segundos, y la tenue luz
desapareció. Trató de convencerse de que el ser humano es muy fuerte y por
tanto esa noche no se moriría, a pesar de la baja temperatura que le
acompañaba. Se puso en pie y giró sus brazos con fuerza como si estuviera
nadando, para que la sangre llegase con fluidez hasta la punta de sus dedos.
Una vez tuvo las manos calientes, se frotó los pies y a continuación adoptó la
posición fetal para intentar dormir. Tuvo suerte, porque se durmió rápido, a
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diferencia de las últimas noches en las que apenas no había podido conciliar el
sueño, ni siquiera tomando somníferos.
A media noche se despertó sudando y con terribles pesadillas, se acercó
a tientas hasta las jarras, arrastrándose por el suelo de tierra y bebió de una de
ellas. A partir de ese momento ya no pudo volver a pegar ojo y sus problemas
volvieron a él.
Al amanecer sintió mucha hambre, le dolía el estómago, le crujía, llevaba
ya veinticuatro horas sin probar bocado. Tras una breve reflexión, concluyó que
con el agua le bastaría para sobrevivir hasta que el viejo le sacase de allí. Hizo
unos cuantos estiramientos musculares y luego corrió durante un buen rato sin
moverse del sitio, sin avanzar, al igual que sus inertes preocupaciones, hasta
que se cansó y paró. Su fortaleza y ánimo fueron mermando con el paso del
día. La determinación de que aquello era una locura, una estupidez, le inundó y
se cuestionó quién le habría mandado ir a ver a ese maldito brujo. Gritó su
nombre una, dos, tres, cuatro y hasta cincuenta veces. Sus bramidos fueron
tantos y tan altos que se quedó sin voz, y Leónidas no acudió, ni le contestó.
Ismael quería hablar con alguien, necesitaba oír al menos su propia voz y ni
siquiera eso pudo hacer.
Se acabó el agua de la primera jarra, la luz del segundo día desapareció
y nuevamente se durmió sin problema. A media noche las pesadillas y una
enorme sed le volvieron a despertar, y así le ocurrió también la tercera, la
cuarta y la quinta noche.
El sexto día se despertó más tarde, con la aurora. Había dormido toda la
noche seguida, sin pesadillas, sin sed, sin angustias. Ya no sentía hambre y lo
que para él era más importante, ya no notaba ese pesar que tanto le oprimía el
pecho los días anteriores La aflicción que se encontraba tan a gusto instalada
en su interior se había esfumado, pero sin embargo su espíritu no estaba
preparado, todavía habitaba en él algún resquicio de tortura.
Contó las jarras de agua, aún le quedaban tres llenas. Las cuidaba y
racionaba porque ignoraba cuántos días más tendría que pasar en ese
profundo agujero de la tierra.
Era cierto que no había acudido a nadie más para pedir consuelo o
ayuda, sólo se le había ocurrido la infeliz idea de presentarse en la casa de un
viejo brujo, del cuál se decía que estaba completamente loco, pero que curaba
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imposibles. Volvió a arrepentirse de su absurda decisión, pero esta vez el
pánico se apoderó de él, así que trató de emprender una inútil huida, trepando
por la piedra mojada y resbaladiza de las paredes del foso, sin poder ascender
ni siquiera medio metro. La debilidad que sentía por la falta de alimento y el
insoportable peso del silencio le hicieron romper a llorar.
Lloró y lloró durante horas hasta que no le quedó ni una lágrima más
para derramar. Después de ese vaciado interior se quedó cansado, muy
cansado y los recuerdos que le tenían capturada el alma empezaron a asomar
a través de los poros de su piel y flotaron sobre su cabeza, ascendiendo como
el humo de una hoguera que se va y fueron finalmente absorbidos por el fuerte
viento que zumbaba y silbaba arriba, en el exterior. Ese desprendimiento de
dolor produjo un calor y una luz a su alrededor tan potentes, que pensó que
debía ser el momento de su muerte. Una mujer joven, hermosa y desnuda se
sentó a su lado. Su sonrisa brillaba intensamente, sus manos suaves le
acariciaron la cara, luego bailó dando vueltas al son de una música lejana,
procedente del más allá y su deslumbrante melena negra se movía ondulante
resplandeciendo con las ráfagas de luz. La mujer se reía cada vez más y más,
y sus carcajadas penetraron en el cerebro de Ismael dándole martillazos
profundos. Intentó hablarle, pero ella sólo le devolvía sonrisas y carcajadas. Se
levantó y en vano pretendió cogerla, agarrarla, una y otra vez, pero se le
escurría como una serpiente. Al borde de la desesperación sintió perder el
juicio, y entonces deseó que fuese realmente la muerte, ya que de ser así, no
le importaría morir.
Las alucinaciones producto del ayuno terminaron cuando volvió a caer
profundamente dormido y el séptimo día, al alba, se despertó limpio de su
pasado, con ganas de continuar viviendo, de seguir en la tierra y de disfrutar
como tanto lo había hecho años atrás. Tras desperezarse pudo oír la caída de
la escalera de trapecista y en ese instante supo que había llegado el momento
de volver, de enfrentarse a la realidad, y de aprovechar lo que tenía y sólo a él
le pertenecía, su vida.
Subió despacio, sintiendo pena e incluso cierta nostalgia por abandonar
su madriguera, la guarida donde dejaba abandonados para siempre parte de
los acontecimientos de su existencia.
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El viejo Leónidas calculó que aproximadamente después de siete días
en el pozo, Ismael se debía haber tomado como mínimo tres jarras de agua y
por su experiencia, esa dosis sería suficiente para apaciguarle. Extendió su
brazo y agarró fuerte la mano de su invitado para ayudarle a salir. No pronunció
palabra, tan solo le llevó adentro de su casa, le puso un plato de caldo caliente
y a continuación otro con patatas cocidas. Ismael comió todo con mucho gusto,
su cara estaba demacrada, pero las ojeras negras y profundas enmarcaban
una mirada que transmitía paz.
Leónidas estaba satisfecho, se sentía un hombre muy afortunado. El
agua mágica de su invalorable pozo de la sabiduría seguía funcionando y sólo
él, el pobre y loco viejo, conocía sus verdaderas propiedades, todas aquellas
que nadie quiso creer cuando siendo más joven trató de explicar. Una vez más
había sido útil al prójimo y así él, al igual que Ismael, también sintió ganas de
seguir viviendo.
Llegado el momento de la partida, Ismael metió su mano en el bolsillo de
su pantalón y sacó un billete de quinientos euros, lo dejó encima de la mesa de
Leónidas, y éste lo cogió y se lo devolvió.
-Tome amigo, a usted le hará más falta que a mí, yo casi no uso de esto.
-¿Cómo podré pagarle …?
-Ya lo ha hecho, vaya tranquilo.
Y así, Ismael volvió a su casa andando por el camino que había venido.
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