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Emilio Sales Dasí, Lisuarte de Grecia, de Feliciano de Silva (1998)
INTRODUCCIÓN
CON FECHA DE 22 de septiembre de 1514 ve la luz, impresa en Sevilla, la primera
edición del Lisuarte de Grecia1. En un clima histórico y literario sumamente propicio para la
invención de gestas increíbles y espacios maravillosos cuyas fronteras se borran en la
fantasía del hombre de la época, aquel relato medieval de amor y aventuras, revivido por
Garci Rodríguez de Montalvo en su refundición del Amadís de Gaula, asiste complacido al
nacimiento de otro de sus hijos. Después de las Sergas de Esplandián y del Florisando, el
Lisuarte de Grecia aparece bautizado como el libro séptimo en la familia del Amadís, una saga
prolífica que cautivará la imaginación de tantos y tantos lectores u oyentes durante el siglo
XVI. Aunque en ninguna de las ediciones conocidas de la obra figure el nombre de su
autor, parece más que probable que tengamos que atribuir su paternidad a Feliciano de
Silva, regidor de la villa de Ciudad Rodrigo, el mismo que en su Amadís de Grecia reivindica
en dos ocasiones su autoría. En el primer caso, en la dedicatoria de su obra a don Diego de
Mendoza, retomando el tópico del manuscrito encontrado, que el autor finge limitarse a
corregir, alude de forma indirecta a este asunto: «sin pensar a mi poder vino [...] esta gran
corónica del esforçado Amadís de Grecia, la qual en estraña lengua con la antigüedad de él
todo se perdiera si con la afición que a sus padres tuve [se refiere al Lisuarte], que con no
menor trabajo su corónica en mi niñez passé e corregida la suya, no corrigiera e sacara»
(fol.2r)2. Luego, molesto por la intromisión de Juan Díaz en la saga al escribir su Lisuarte de
Grecia, octavo del Amadís, adopta el ficticio papel de “el corretor de la emprenta” y
establece una estrecha relación entre el séptimo y el noveno, continuidad que no sólo es
argumental, «porque el séptimo que es Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula, [fue] hecho
por el mismo auctor de este libro» (fol. 3v). Atendiendo a estos argumentos3, y
considerando la existencia de diversas razones de índole literaria que corroboran la
continuidad entre el libro séptimo y los siguientes relatos de Silva, puede afirmarse que el
mirobrigense, testigo y gran amante de las celebraciones caballerescas que desde su infancia
tuvo la ocasión de presenciar en su ciudad4, quiso emular el ejemplo de ese otro regidor de
1
Aunque no se conserva ningún ejemplar de esta edición, sabemos de su existencia a través de las noticias
que poseemos del catálogo de la biblioteca de Fernando de Colón, nº 4000: «El setimo libro de amadis que
trata de lisuarte de grecia y perion de gaula y de otras cosas. ... Impress. en seuilla a. 22. de setiembre año de
1514. Costo en valladolit. 130. mrs por nouiembre de 1514».
2 Cito por la edición de Sevilla, Jacome de Cromberger, 1549.
3 Sobre el tema de la autoría del Lisuarte de Grecia, véanse los comentarios de Henry Thomas, Las novelas de
caballerías españolas y portuguesas, Madrid, C.S.I.C., 1952, pp. 55-59, ampliados en la Introducción a su ed. Dos
romances anónimos del siglo XVI, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1917, pp.5-22.
4 Durante la época que nos ocupa la buena situación económica de la ciudad, así como diversas disputas
político-sociales entre varios bandos nobiliarios, favorecen la existencia de un ambiente caballeresco del que
son partícipes los distintos estamentos de la villa. Torneos, juegos de cañas o corridas de toros, son
manifestaciones lúdicas y bélicas que mantuvieron vivo el espíritu caballeresco del que estaba embebido
nuestro Feliciano, de la misma manera que tuvo que estarlo Francisco Vázquez, presunto autor del Palmerín de
Olivia y el Primaleón. Sobre este particular, remito al trabajo de Mª Carmen Marín Pina, «Nuevos datos sobre
Francisco Vázquez y Feliciano de Silva, autores de libros de caballerías», Journal of Hispanic Philology, 15 (1991),
pp. 117-130.
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Emilio Sales Dasí, Lisuarte de Grecia, de Feliciano de Silva (1998)
Medina del Campo cuya tarea literaria se erige en referente inmediato al que acudir
continuamente. Tal vez, si como más arriba decía Silva, éste empezó en sus años mozos a
ejercitarse con la pluma en la ficción caballeresca, la autoridad de Montalvo sería la elegida
para apadrinar un trabajo en el que la devoción hacia tales fábulas sería la única excusa
posible para disculpar las inseguridades propias del recién investido creador literario. Es así
que la deuda con los libros precedentes, cuatro del Amadís junto con las Sergas, se
evidencian desde el primer instante. Un acercamiento inicial al Lisuarte lo sitúa en la
categoría de claro imitador de argumentos y técnicas narrativas precedentes. No obstante,
hay que decirlo ya, Silva pronto toma partido por un modelo caballeresco concreto. Si bien
el de Ciudad Rodrigo sabía de la existencia del Florisando, libro sexto de la familia, por eso el
suyo se hizo llamar «séptimo», no sólo evita mencionarlo en su Lisuarte, sino que en el
Amadís de Grecia casi lo ignora por completo5, de forma que cuando tiene que remitirse, en
el noveno de la familia, a episodios narrados en el Lisuarte señala en repetidas ocasiones lo
siguiente: «como la sexta parte de la hystoria vos ha contado». Silva es consciente de su
forma de actuar, reivindica el prestigio de sus fabulaciones negando aquellas historias que
no se avienen con su forma de entender el género caballeresco6.
La impronta moralizante, doctrinal y severa con que Páez de Ribera quiso reconducir
las aventuras de Amadís y de Esplandián en el Florisando, apenas consiguió estimular a los
lectores de aquella época, buena prueba de ello fue que el libro sólo fue reeditado en una
ocasión, y el buen Feliciano se convirtió de pronto en una especie de portavoz de la
voluntad popular. Su crónica nada tiene que ver con las puntillosas recomendaciones del
clérigo sevillano. Desde un primer momento el Lisuarte se sitúa en la órbita de las Sergas,
absorbiendo aquellos motivos narrativos que mejor le permiten destacar la heroicidad de
sus protagonistas: Lisuarte, hijo de Esplandián, y Perión7, hijo de Amadís de Gaula. Con la
peripecia de estos dos personajes centrales, aspecto éste que revela una neta tendencia a la
variedad estructural desmarcándose de la tendencia unitaria mostrada por el propio
Montalvo en el libro quinto, dirige los capítulos iniciales hacia la demostración de la
capacidad de los nuevos héroes para asumir el liderazgo del grupo caballeresco. Para ello,
las aventuras tienen un denominador común: se organizan en torno al planteamiento,
desarrollo y culminación de un nuevo asedio de los paganos sobre la ciudad de
Constantinopla. El mismo evento de que se sirvió Montalvo para proyectar el ánimo
guerrero de sus caballeros cruzados en las Sergas, funciona ahora como eje aglutinador de
La única mención del Florisando que hallamos en el Amadís de Grecia (2ª parte, CXXIX, fol.CCXXVIIv) es
nítidamente acusatoria. Silva considera que este libro “paresce claro ser fabulado, porque en toda la grande
historia del rey Amadís no parece don Florestán tener ni aver tenido fijo de Corisanda”. Negando la
pertenencia de Florisando a la genuina estirpe amadisiana, el de Ciudad Rodrigo cuestiona el pilar básico, su
protagonista, sobre el cual Páez de Ribera edifica su obra.
6 Silva tiene sus trabajos en gran estima y no duda en utilizar términos despectivos para desmarcarse de
aquellas obras, como la de Juan Díaz, cuya intromisión en la genealogía amadisiana puede, de algún modo,
entorpecer su actividad creadora. Así, en el citado apartado en el que Silva toma el disfraz de corrector de
imprenta en el Amadís de Grecia, arremete contra el Lisuarte de Grecia diciendo: «Y fuera mejor que aquel octavo
fenesciera en las manos de su auctor y fuera abortivo que no que saliera a la luz a ser juzgado para dañar lo en
esta genealogía escripto» (fol.3v).
7 Si Páez de Ribera utiliza al personaje de Perión, del que únicamente nos dice que ha muerto mientras su
padre ha estado encantado en la Ínsula Firme, para poner a prueba la catadura moral de Amadís, Silva le
otorga a este caballero un protagonismo que posiblemente pueda interpretarse como una muestra más de
rechazo al Florisando.
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Emilio Sales Dasí, Lisuarte de Grecia, de Feliciano de Silva (1998)
los sucesos relatados en la primera mitad de la obra. Junto a ellos, incorpora Feliciano
aventuras en las que vuelve a destacar la presencia de magos como Alquife, episodios
insólitos urdidos por el sabio Apolidón, pensemos en las curiosas maravillas que tienen
lugar el día de la investidura de Lisuarte, o explicaciones arbitrarias como las que justifican
que la magia se combate con la magia, como sucederá con los desencantamientos de la
Ínsula Firme. Frente a la aversión de Páez de Ribera hacia los encantadores, Silva pone las
cosas en su sitio: los magos regresan a un mundo en esencia imaginario, y, de igual manera,
los lances tópicos del amor cortesano vuelven a resucitar con nuevos bríos a través de la
relación sentimental, establecida a primera vista, entre Lisuarte y Perión, y las dos hermosas
hijas del Emperador de Trapisonda, Onoloria y Gricileria respectivamente. En torno a
estos elementos discurre la narración, precipitándose en reiterados momentos de tensión
climática, y en otros no menos repetidos momentos de distensión que le sirven al autor
para introducir a nuevos personajes con los que poner de manifiesto su interés y afición
hacia el ritual, la ceremonia y en suma el placer por la aventura espectacular. Cuando,
después de algunas justas intrascendentes protagonizadas por personajes como la reina
amazona Pintiquinestra, acontece el gran enfrentamiento armado en Constantinopla entre
los cristianos y los paganos, con el previsible triunfo de los primeros, el discurso toma
nuevos rumbos: su argumento se reconoce en el espejo de destacadas aventuras narradas
en los libros del Amadís, precisamente porque el modelo caballeresco con el que más
simpatiza Silva es el representado por el de Gaula y no por su hijo. Asimismo el talante más
o menos colectivo de la aventura deja paso a la peripecia individual. Lisuarte y Perión, que
apenas han conseguido ser la sombra del caballero cruzado que fue Esplandián o el propio
Florisando, viajan en solitario, muchas veces vía marítima iniciando así una tendencia que
llevará a los caballeros andantes del libro noveno a combatir frecuentemente en alta mar, y
experimentan reacciones similares a las protagonizadas por sus antepasados. La casualidad
del equívoco lleva a Onoloria a dudar de la fidelidad de su querido Lisuarte. Entonces éste
prefiere la soledad o la muerte antes que rebatir las acusaciones de la amada. Y mientras
Lisuarte revive el espíritu cortés de aquel Beltenebros, Perión se alinea del lado de Galaor.
Como su tío, su lealtad amorosa hacia Gricileria no puede impedir que la atracción sensual
hacia la Duquesa de Austria se apodere de él. De este modo, aunque todavía es prematuro,
Perión se sitúa en el inicio de personajes al estilo de Rogel de Grecia, protagonista del libro
undécimo de la saga, que no dudan en satisfacer, cuando y como sea, sus deseos carnales y
consideran una necedad las obligaciones que pueda imponer la fidelidad amorosa.
Tras diversos episodios en solitario, los protagonistas se vuelven a reunir. Juntos viajan a
la corte de la Gran Bretaña. Allí lideran las celebraciones caballeresco-deportivas con que
honran la imagen deteriorada en libros anteriores de Amadís de Gaula. Luego, la corte de
Trapisonda se erige en nuevo centro geográfico, en un ir y venir por un espacio que, a
diferencia de las Sergas, se ha pluralizado, hecho que redunda en una menor trabazón
estructural de los episodios. En la corte de la Gran Bretaña, en Trapisonda o en su breve
estancia en España, Lisuarte y Perión dan buena muestra de su heroísmo, y éste es para los
autores del género el requisito imprescindible para que el caballero pueda acreditarse ante la
amada. La culminación de los amores de las dos parejas protagonistas se pospone a los
capítulos finales. Dicho proceder resulta intencionado. Lisuarte y Perión dan por
terminadas sus cuitas amorosas con el correspondiente y tópico matrimonio a escondidas.
Luego, los dos héroes son traicionados y junto con el Emperador de Trapisonda son
conducidos con rumbo desconocido por una enigmática dueña. Si Amadís y Esplandián
fueron encantados por Urganda en la Ínsula Firme al final de las Sergas y el narrador
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Emilio Sales Dasí, Lisuarte de Grecia, de Feliciano de Silva (1998)
prometía nuevas aventuras en una próxima continuación de su historia, Silva sigue
idénticos derroteros, ahora bien, poniendo en circulación dos nuevos personajes, los hijos
de Lisuarte y Perión: Amadís de Grecia y Lucencio, que acaban de nacer y que, muy
pronto, como ya había ocurrido con sus antepasados, o son separados de sus madres por
circunstancias accidentales o nacen con unas marcas en su cuerpo que llenan de espanto
por su singularidad.
El joven Feliciano demuestra su condición de alumno aventajado de Montalvo,
planeando con los motivos habituales del género la continuación de su historia en lo que
años después será el Amadís de Grecia. Su punto de partida, permítaseme reiterarlo, está en
los cinco libros del Amadís. De allí recoge motivos argumentales e incluso ciertos
fragmentos guardan una similitud en cuanto a estilo y contenido más que sospechosa.
También algunos de sus personajes más importantes nos retraen a modelos anteriores. Por
citar dos casos. La fiel Carmela, doncella que está enamorada de Esplandián y que
comprende que no puede consumar su pasión con el héroe y aún así dedica su esfuerzo en
el servicio de su señor, actuando como emisaria y embajadora entre el caballero y su amada
Leonorina, recibe ahora el nombre de Alquifa. La hija del mago-cronista de esta historia
busca la ayuda de Perión para liberar a su padre. Pero una vez cumplida esta empresa, la
doncella no se aparta de los protagonistas y recorrerá en sucesivas ocasiones la imaginaria
geografía novelesca para ejercer como intermediaria y confidente en los amores de los
caballeros. Y por otra parte, Pintiquinestra, reina amazona que, como la Calafia de las
Sergas, llega a Constantinopla para ayudar a los paganos en el asedio del Imperio griego,
pero que, tras conocer la superioridad de la religión cristiana, se convierte con sus mujeres,
y ayuda a los protagonistas culminando su trayectoria al contraer matrimonio con un
miembro de la estirpe amadisiana, Perión de Sobradisa.
Sobre estas huellas precedentes, Silva elabora su discurso aportando algunas novedades
que se concretarán en relatos posteriores. Las tormentas en alta mar se convierten en
elemento principal de motivación externa que conduce a los personajes a la acción, como
ya aludíamos, vía marítima. Al llegar al libro noveno, especialmente en lo que vendría a ser
la primera parte, este escenario llegará casi a sustituir a la floresta como marco típico de la
aventura caballeresca. El amor se plantea de acuerdo con los tópicos literarios al uso, no
obstante, ya se advierte una cierta pluralidad a la hora de enfocar dicho sentimiento,
variedad que en sucesivas continuaciones podrá llegar hasta el cuestionamiento y crítica del
amor al estilo cortés, o podrá desembocar en la burla de aquellos personajes cuya adhesión
a modelos de conducta ritualizados les impide la satisfacción del puro instinto sexual. El
tono lúdico y ceremonioso empieza a tener una funcionalidad destacada, tanto en los actos
de caballeros y damas como en la elaboración de unos diálogos en los que prima el gusto
por la etiqueta y los «donaires». La impronta de la sociedad cortesana del Renacimiento
empieza a dar sus primeros frutos. Lógicamente, esta mayor atención sobre la palabra
debería influir en el estilo utilizado por Silva; no obstante, puede decirse que todavía
estamos muy lejos del alambicamiento y la afectación manierista que presidirá discursos
posteriores, de esa retórica, a la que tan aficionado era don Quijote, tan difícil de descifrar
como compleja resultará la tarea de distinguir la identidad de esas damas que, en sus libros,
actúan como caballeros o la de esos jóvenes guerreros que se disfrazan de mujer para
conseguir el amor de su señora.
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Los aspectos citados deben entenderse como resultados de un concepto literario, el de
Silva, que viene marcado por una tradición previa que en este libro se revela omnipresente.
Tal vez, la mayor originalidad, si así puede definirse, estriba en la actitud que el de Ciudad
Rodrigo manifiesta en su aproximación al género caballero. Él no acude a este tipo de
ficciones para emplear la anécdota de sus personajes como ejemplo a partir del cual extraer
alguna lección de tipo moral o ideológica, tal y como, en grado diferente, hacía Montalvo o,
sobre todo, Páez de Ribera. En el Lisuarte de Grecia y en las crónicas siguientes, Silva encara
la fábula como ilusión, quimera o, cuanto menos, mero entretenimiento. La aventura de sus
caballeros no trasciende a explicaciones o glosas moralizantes. Significa en sí misma por lo
que es y representa: en resumidas cuentas, un universo atractivo para el lector u oyente de
aquel entonces, un mundo donde las hazañas más inverosímiles son tan sugerentes como la
invención de cualquier mago o la increíble hermosura de damas «sin par». Así de sencillo.
Con el séptimo libro de la saga, estamos en el primer estadio de la narrativa de Silva.
Años más tarde, quizás después de regresar como aventurero de un hipotético viaje al
Nuevo Mundo8, sus nuevas experiencias viajeras se unieron a su propia formación libresca.
Este conocedor de los usos y costumbres aristocrático-caballerescas que fue Feliciano,
pudo volver a España con renovadas ansias de crear y de contar. Se atrevió entonces a
inmiscuirse en otras tradiciones: siguiendo la estela de Fernando de Rojas compuso una
Segunda Celestina; atento a las sugerentes propuestas de la ficción pastoril impregnó sus
textos caballerescos con rasgos característicos del bucolismo renacentista o los gestos
tópicos del pastor enamorado9. En cualquier caso, demostró siempre en su literatura una
desbordante capacidad fabuladora que representa el triunfo de la imaginación.
Emilio José Sales Dasí
Valencia
8 Ofrece esta noticia Feliciano Sierro Malmierca en un trabajo inédito del que se hace eco Mª Carmen Marín
Pina: «Acuciado quizá por problemas económicos, Feliciano de Silva se embarcó también para el Nuevo
Mundo, concretamente al Darién, en el istmo de Panamá, en la expedición de Pedrarias Dávila. Expedición
en la que figuran, entre otros grandes nombres, Bernal Díaz del Castillo y Gonzalo Fernández de Oviedo»
(art. cit., p.119). Para Sierro Malmierca, Silva emprendería viaje antes de la primera edición de su Lisuarte,
regresando en 1515.
9 Sin duda alguna, éste es el aspecto más comentado por la crítica literaria: Sidney Cravens, Feliciano de Silva y
los antecedentes de la novela pastoril en sus libros de caballerías, Chapell Hill, Nort Carolina, 1976; Juan Bautista
Avalle-Arce, «Los precursores», La novela pastoril española, Madrid, Revista de Occidente, 1959, pp.23-54;
Francisco López Estrada, Los libros de pastores en la literatura española.I. La órbita previa, Madrid, Gredos, 1974,
pp.323-329.
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