TEMA: PUREZA DE CORAZÓN «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). EN - SÍ La bienaventuranza que meditamos forma parte del “Sermón de la montaña”. Este es su contexto: Jesús se sienta en el monte. Sentarse en un lugar elevado es un gesto propio de la autoridad del maestro. El monte se convierte en su “cátedra”. Se sienta en esta “cátedra”, es decir, como maestro de Israel y como maestro de la humanidad entera. Todo el que escucha y acoge la palabra se hace su “discípulo”. No importa su procedencia, su origen, su historia pasada, sino que escuche sus enseñanzas y se convierta a Él mediante un “cambio de mentalidad”, un “cambio de criterios”. El evangelista sólo se refiere al lugar como “la montaña”. En otras ocasiones será también éste el lugar de la oración de Jesús, el lugar de su diálogo íntimo con el Padre. Por eso es precisamente también el lugar en el que enseña una doctrina que procede del Padre. En cuanto tal “la montaña” es el nuevo y definitivo Sinaí (la montaña en la que Dios dio las tablas de la Ley a Moisés), y las Bienaventuranzas la nueva Torá. Sin embargo, las Bienaventuranzas no deben ser entendidas ni tomadas como una “antítesis” del Decálogo, como la “ética superior de los cristianos frente a los mandamientos del AT”. Ese no es el sentido de las palabras de Jesús. El Señor da por descontada la validez del Decálogo (Mc 10, 19). En su sermón el Señor inlcuso recoge y profundiza los mandamientos de la Ley, pero no los deroga (Mt 5, 17s). El Señor refuerza el Decálogo. Cada una de las Bienaventuranzas va dirigida a sus discípulos y «han de ser entendidas como calificaciones prácticas, pero también teológicas, de los discípulos, de aquellos que siguen a Jesús y se han convertido en su familia». Son promesa y orientación. Son una paradoja: invierten los criterios del mundo. La escala de valores de Dios es una escala de valores completamente opuesta a la del mundo. Los que según los criterios del “mundo” son considerados “felices”, “dichosos”, en realidad no lo son ni serán en la eternidad. Al contrario, aquellos a los que el mundo desprecia, Dios les ofrece y promete la verdadera dicha y felicidad. Una de estas “paradojas” es la de la pureza, tan despreciada y pisoteada por los hijos de las tinieblas. En efecto, la castidad, la virginidad, la opción por la pureza se considera en esta anti-cultura o “cultura de muerte” una especie de maldición, de estigma, una enfermedad de la que hay que “curarse” y una marca vergonzosa de la que hay que liberarse cuanto antes. Dios ve las cosas de otro modo, totalmente opuesto: “dichosos los limpios de corazón”, aquellos que optan por la pureza total (mente-corazón-cuerpo), “porque ellos verán a Dios”. En otras palabras, tendrán una mirada pura, limpia, penetrante, capar de ver verdaderamente la profundidad del Misterio de Dios y de ver también la profundidad del misterio de todo ser humano. Esa mirada es esencial al conocimiento que es base del amor auténtico, pues sólo se ama lo que se conoce profunda y auténticamente. La pureza procura a quien la vive ese conocimiento, fundamento del amor y de la comunión que traen al ser humano la felicidad plena. MATERIAL PARA PROFUNDIZAR EN EL “EN – SÍ” Significado de algunos términos Bienaventurados… bienaventurado (gr. makarios) designa, originariamente, el estado feliz de alguien que está por encima del dolor terreno. Bienaventuranza, que de sí es una alabanza admirativa, se convierte luego en el término técnico de un género literario que en forma elevada y varia alaba a una persona por la felicidad que le ha cabido en suerte y hace resaltar el motivo de esa suerte o felicidad. Este género literario es también conocido en el AT y aparece sobre todo en los libros sapienciales. …los puros… (en hebr. tahor) puro e impuro son conceptos que aparecen en la mayor parte de las religiones de la antigüedad y de los pueblos primitivos. Esta pureza no se identifica ni con la pureza física ni con la moral o castidad. En el pensamiento mágico es impuro lo que está cargado de fuerzas peligrosas o puede desencadenarlas, y debe, por tanto, ser evitado (el tabú de la moderna etnología, palabra tomada de una lengua polinesia). Tal se consideraban diversos hombres, objetos, animales o acciones, p. ej., una mujer en sus menstruaciones o después de haber dado a luz, el comercio sexual, los difuntos, serpientes, etc. En el pensamiento religioso, la impureza se pone en relación con la divinidad y se concibe como un obstáculo al trato del hombre con la misma. Según el Catecismo, «los “corazones limpios” designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la castidad o rectitud sexual, el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe. Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe: Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo, obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen”» (S. Agustín). …corazón… Se trata no del órgano físico, ni únicamente del corazón entendido como la sede del amor, sino del hombre interior en general, que atañe su mente, voluntad, sentimientos y emociones, entendimiento. Es el “centro” del hombre. Corazón [hebr: leb; lebab]: Evidentemente se entiende en su sentido metafórico. Hay que tener en cuenta que «las acepciones morales y espirituales de “corazón” en el AT siguen vigentes en el NT. (...)» (Nota de la Biblia de Jerusalén a Ef 1, 18). En la cultura judía el corazón era el símbolo de la sede de las funciones racionales (ver p. ej. Dt 29, 3; Jer 23, 20). En los Setenta se traducen las voces hebreas por kardía, aunque también por psyché, expresando el órgano principal de la vida humana, incluyendo las funciones intelectuales y volitivas. Entre los griegos el corazón es la sede de los pensamientos y de las emociones. El Nuevo Testamento muestra un variado y múltiple uso de “corazón” dentro de la significación señalada (ver p. ej. Mt 7, 21; Jn 12, 40; Mc 11, 23/ Lc 21, 14/ Hch 2, 26; Jn 16, 6; etc.) «El corazón es lo interior del hombre como distinto de lo que se ve y sobre todo distinto de “la carne”. Es la sede de las facultades y de la personalidad, de la que nacen pensamientos y sentimientos, palabras, decisiones, acción. Dios lo conoce a fondo, sean cuales fueren las apariencias. El corazón es el centro de la conciencia religiosa y de la vida moral. En su corazón busca el hombre a Dios, le escucha, le sirve, le alaba, le ama. El corazón sencillo, recto, puro es aquél al que no divide ninguna reserva o segunda intención, ninguna hipocresía, con respecto a Dios o a los hombres». (Nota de la Biblia de Jerusalén a Gen 8, 21) El “corazón” en la mentalidad hebrea es el que medita la palabra de Dios (Sal 118, 97.99), o medita el mal (Prov 6, 14); el corazón maquina proyectos perversos (Prov 6, 18); el corazón se alegra (Sal 12,6; 32, 21) o se conturba (Sal 54, 5; 108, 22). «El midrash Rabba nos indica a propósito de Eclesiastés 1, 16: “Yo he dicho en mi corazón…”: “El corazón ve, entiende, habla, camina, cae, se para, se alegra, llora, se reconforta, se apena, se endurece, se debilita..., piensa..., ama, odia..., agradece...”». Del mismo modo nosotros, al hablar de «corazón», entendemos mucho más que el “lugar” propio de la afectividad: se trata del principio de unidad de la persona, que engloba todo el universo de su pensamiento, de su emotividad y de su actividad. El corazón, en este sentido, es la “zona” que abarca toda la vida intelectual, volitiva y sensitivo-afectiva de la persona humana. La Escritura ilumina la Escritura: «Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28). «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez» (Mc 7, 20-22; Mt 15, 18-19). «El fin de este mandato es la caridad que procede de un corazón limpio» (1Tim 1, 5). «Huye de las pasiones juveniles. Vete al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro» (2Tim 2, 22). «Amaos intensamente unos a otros con corazón puro» (1Pe 1, 22) PROPUESTAS PARA UN “EN SÍ – EN MÍ” Para acercarse a Dios son necesarias ciertas condiciones espirituales. No cualquiera puede “ver a Dios”, encontrarse con Él simplemente porque lo desea. Para conocer a Dios y más aún para entrar en comunión con Él, es necesaria la “pureza de corazón”. ¿De qué se trata?, preguntaba el Papa Juan Pablo II, y respondía: «Aquí tocamos la esencia misma del hombre, el cual, en virtud de la gracia de la redención obrada por Cristo, ha recuperado la armonía del corazón perdida en el paraíso a causa del pecado. Tener un corazón limpio quiere decir ser un hombre nuevo, que ha recibido nuevamente la vida de comunión con Dios y con toda la creación por el amor redentor de Cristo; ha vuelto a la comunión, que es su destino originario.» 1. La pureza de corazón es, ante todo, un don de Dios, algo que Él mismo nos ha regalado por su Hijo, Jesucristo. Es la respuesta concreta a la promesa hecha por Dios a su pueblo por medio del profeta Ezequiel: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré». (Ez 36, 25). Y también por medio de su profeta Jeremías: «He aquí que yo les aporto su alivio y su medicina. Los curaré y les descubriré una corona de paz y seguridad… y los purificaré de toda culpa que cometieron contra mí, y perdonaré todas las culpas que cometieron contra mí, y con que me fueron rebeldes». (Jer 33, 6.8) Es Dios quien purifica el corazón humano mediante el perdón de los pecados, y perdona gracias al sacrificio reconciliador de su Hijo, cuyos efectos llegan a nosotros por los Sacramentos que Él nos ofrece en Su Iglesia. 2. Mediante el Sacramento del Bautismo Dios nos ha purificado y dado un nuevo corazón, ha hecho de nosotros nuevas criaturas. Nuestro Bautismo hizo de nosotros hombres y mujeres nuevos. De ese modo el Señor Jesús, como decía el Papa Juan Pablo II, «nos devolvió la pureza, puso su morada en nuestros corazones y nos iluminó con el “esplendor de la verdad”». Esta “iluminación” es esencial al ser humano, pues «sólo la verdad que es Jesucristo es capaz de iluminar la razón, purificar el corazón y formar la libertad humana». 3. El ser humano necesita comprenderse a sí mismo, el misterio que es él mismo. Si no se comprende a sí mismo, ¿cómo podrá realizarse y llegar a ser feliz? Sabemos que hay muchas concepciones del ser humano, muchas “antropologías”. Algunas incluyen en su visión del hombre su dimensión trascendente, otras la niegan. En un caso, se considera al ser humano como un ser bio-sico-espiritual y en otro tan sólo como un mero animal más evolucionado. Nosotros, cristianos, creemos que la verdad que Jesucristo nos ha mostrado, que la Verdad que es Él mismo, ilumina nuestra razón, nuestra recta comprensión de quienes somos nosotros mismos, de nuestro origen e identidad. Creemos que por eso mismo Él es capaz de iluminar el sentido de nuestras existencias y nuestro destino futuro. Somos conscientes de que sólo conociendo la verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos podremos caminar hacia la perfección de quienes estamos llamados a ser. Y a esa verdad llegamos por la fe, es decir, creyéndole a Dios y todo lo que Él nos ha revelado por medio de su Hijo Jesucristo. 4. Sin esta luz que el Señor Jesús echa sobre el misterio de Dios y del hombre somos como ciegos (ver Jn 9, 39ss). Sin la luz de la verdad perdemos de vista quienes somos, carecemos al mismo tiempo de la visión profunda y trascendente del sentido de las cosas y de los acontecimientos personales e históricos. A esta clase de ceguera la llamamos escotosis, del griego antiguo skotos, que se traduce como oscuridad o tinieblas. La escotosis es un estado de ceguera interior, es tener el “ojo enfermo”. Esta enfermedad impide “ver” no sólo a Dios, sino también el misterio que es un mismo y que es cada persona, en cuanto hijo o hija amada de Dios. 5. Para la mirada “escotósica” todo se vuelve “casualidad”, o “ciega evolución sin sentido”. La vida del hombre se empieza a mover en una dimensión de absoluta superficialidad, donde la apariencia termina siendo lo más importante. Asimismo, la ley máxima y absoluta se convierte en el “gozo sin límite”, el “disfrutar hasta morir”. Al mismo tiempo se huye a como dé lugar de la soledad, del silencio y del aburrimiento y tedio que les causa “una vida sin diversiones”, sin música estridente ni alcohol, sin adrenalina ni sexo. La cultura del espectáculo, de la belleza exterior, de la bulla, de los bailes eróticos, de los placeres físicos irrestrictos, del alcohol y del sexo seguro, de la pornografía invasiva, de los videojuegos adictivos, es el verdadero “opio del pueblo” que hace olvidar y huir de toda profundidad y ocasión de “ver a Dios”, de encuentro con Él, porque quienes así viven “Dios es aburrido”, porque no los llena de las mismas sensaciones intensas, porque la oración no produce la misma excitación y adrenalina, porque al estar con Dios “nada sienten”… 6. El hombre o mujer que caen en esta ceguera buscan a tientas la verdad sin encontrarla y buscan desesperadamente el amor donde no se encuentra. Al no encontrarlo donde buscaban, terminan auto-convenciéndose de que en realidad no existe, cuando lo que en realidad sucede es que no se arriesgaron a buscarlo donde sí se encuentra. Ellos dicen: no existe el oro, porque lo he buscado desesperadamente en el aire y no lo encontré. Sencillamente, buscaron donde no lo encontrarán jamás y quedaron decepcionados para siempre. Y tan ciegos se han vuelto que cuando ven a otros con joyas de oro, los tratan de convencer de que es pura fantasía. 7. Ante esta ceguera debemos afirmar que «la pureza de corazón es, ante todo, la pureza de la fe». Quien no abre su mente a la verdad que el Señor nos revela, quien no se adhiere a esta verdad por la fe, permanece en esta oscuridad que le impide encontrar la verdad y con ello la fuente de la verdadera satisfacción a su necesidad de amar y de ser amado. ¿Cómo pueden un hombre o una mujer saciar verdaderamente esa necesidad de un amor verdadero con migajas, o peor aún, con alimento que sólo sirve para alimentar cerdos? Sencillamente, no es posible, y tampoco es digno de su naturaleza humana. Al optar por ese “alimento”, lo único que hace es degradarse hasta volverse no un animal, sino una bestia. 8. La pureza de corazón, que procede de la pureza de la fe, prepara al creyente para ver a Dios “cara a cara”. Ver el rostro de alguien a quien se ama, poder mirarlo cara a cara, nos permite de alguna manera entrar en comunión con él. Lo mismo sucede con Dios: al ver a Dios “cara a cara” entramos en el ámbito de su amistad, de su intimidad. Entramos en comunión con Él, que por definición “es Amor” (ver Jn 4, 8.16) y como tal, fuente verdadera y única de todo amor humano. El hombre ha sido creado y llamado por Dios para participar de la misma alegría y felicidad que Él vive en sí mismo. Dios tiene preparado para aquellos que lo aman con corazón puro algo inaudito, impensable, inimaginable (ver 2 Cor 1, 9). Ese gozo supremo, absoluto, totalizante, rebosante, no tendrá fin, tan sólo irá en aumento hasta el infinito. ¿No es esa la felicidad que queremos para nosotros y para quienes amamos? Si lo deseamos con tanta vehemencia es porque Dios ha puesto ese deseo en lo más profundo de nuestros corazones. Por eso andaremos siempre inquietos hasta que nuestro corazón no obtenga aquello para lo que ha sido creado y “descanse”, por así decirlo, en la participación del Amor eterno. 9. El Señor Jesús asegura la dicha plena a aquellos que tienen un corazón puro, en el mundo por venir. Mas esta dicha que procede del “ver a Dios cara a cara” no la experimentará únicamente luego de su muerte: ya en la vida presente quien es puro de corazón se hace capaz de “ver” a Dios a través de la bondad y belleza de su creación, y puede gozarse contemplando las maravillas que Él ha creado del mismo modo que un niño se maravilla y goza cuando por primera vez descubre con admiración la belleza y perfección del mundo que lo rodea. Quien purifica su corazón purifica su mirada interior y se hace capaz de descubrir la belleza divina en todo lo creado, especialmente en el hombre mismo, creado a imagen y semejanza de Dios. 10. El puro de corazón tiene la mirada pura, y con esa mirada limpia puede ir más allá de la apariencia, puede ver el corazón de las personas y puede por lo mismo amarlas por lo que son verdaderamente. La mirada pura no sólo no se detiene ante la apariencia externa, sino que tampoco se detiene ante el pecado del hombre: mira siempre más allá y sabe descubrir incluso en la persona más miserable la huella de Dios, su ser infinitamente amada por Dios, digna de redención, de perdón y del amor del Señor 11. Únicamente con esa mirada purificada por la gracia del Señor y por nuestro propio empeño, el hombre carnal y sensual puede ceder para dar lugar al hombre espiritual, espiritualizado: «Es un proceso profundo, que supone esfuerzo interior. Sostenido por la gracia, da frutos admirables» (S.S. Juan Pablo II). La pureza de corazón es un don de Dios al hombre, pero también es para éste una tarea, una obra por realizar. Requiere por tanto no sólo ser suplicado con insistencia y ser acogido con humildad, sino que requiere también de un empeño continuo por crecer en el dominio de las propias fuerzas pasionales, así como de una vigilancia y lucha incesante contra las fuerzas —internas o externas— que son capaces de apartarnos de Dios. 12. Conscientes de que el esfuerzo humano es indispensable para alcanzar la pureza de corazón, debemos mantenernos en un combate continuo sin olvidar en ningún momento que para alcanzar la castidad perfecta debemos acudir incesantemente a Cristo: el triunfo sólo es posible si nos hacemos fuertes en Él (Flp 4, 13). Por tanto, en medio de nuestras luchas y empeños diarios, no dejemos de rezar humildemente como lo hizo el salmista: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» (Sal 50, 12). 13. «Oh Dios, ¡crea en mí un corazón puro!»: Es necesario pedirle al Señor insistentemente la pureza del corazón, todos los días, porque ante todo es un DON: «Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado» (San Agustín). Como el salmista también yo debo implorar con terca insistencia al Señor que me conceda un corazón puro, así como “un espíritu firme” para cuidar esa pureza cuando la fuerza de la tentación se haga sentir. No debo dejar de pedirle al Señor esa fortaleza ni siquiera cuando me experimente “fuerte”, pues la autosuficiencia, creer que mis solas fuerzas bastan y que soy capaz de “manejar la situación”, tan sólo son el preludio de una caída que no tardaré en llegar. 14. Un corazón puro es un corazón indiviso en el amor a Él, un corazón que no se entrega al culto del placer en cualquiera de sus formas. Si mi corazón es del Señor, esto debe reflejarse hasta en lo más secreto, allí donde nadie sino sólo Dios puede verme. 15. Señor, ¡que no tema lanzarme a vivir una TOTAL PUREZA! ¡Que no tema emprender día a día las renuncias a todo aquello a lo que aún pueda aferrarse mi hombre viejo, aunque sólo sean ciertas miradas! Es que estoy convencido que en esa virtud se esconden muchísimas bendiciones que voy percibiendo en la medida que más avanzo en el ejercicio de esta hermosa virtud. Sí, percibo que al vivir la virtud no voy a “perder” o “perderme de algo”, sino que al contrario, voy a ganar algo muchísimo más hermoso y gratificante, voy a poder responder plenamente a aquello que tanto anhela mi corazón. Todo ello me anima hoy a buscar con más intensidad esa virtud, a luchar con más fuerza en las situaciones concretas, para alcanzar un grado cada vez mayor de pureza con la gracia del Señor. 16. En la lucha no hay voluntades débiles, sino corazones divididos. Quien quiere, ¡puede!, porque encuentra fuerza en el amor, porque anhela el ideal con tanta vehemencia que nada lo detiene, que nada lo distrae, que nada lo aparta de su empeño de conquistar el mayor amor de su vida. Quien ama al Señor con todo su ser, con toda su alma, con toda su mente, no admite dividir ese amor con otro. Si ves que eres muy frágil ante las tentaciones, si dialogas con ellas, no es porque tengas una voluntad débil: has de mirar más bien tu corazón, que anda aún muy dividido, queriendo servir a dos señores. 17. Dices amar al Señor, sin embargo mira como tu corazón anda apegado al mundo, anhela sus placeres, sus gozos, sus sensualidades, y no está dispuesto a renunciar a ello, a cambiar de estilo de vida, a dejar ciertas costumbres con el fin de apartarte de toda situación que pone en riesgo tu pureza. Dices: quiero vivir la pureza, pero no quieres apartarte de las situaciones que tanto te tientan, quieres seguir manteniendo esas amistades que te alejan de la pureza… 18. “Jugar a la raya” no es sino querer seguir coqueteando con el mundo, con vanidades y placeres, cuando lo que el Señor te pide es que le entregues todo tu corazón. Exponerte a un ambiente sensual, ponerte tú mismo en ocasión antes que renunciar a “pasarla bien” con tus ‘amigos’… ¿no es tener un corazón dividido? Para alcanzar un corazón indiviso, unificado en el amor al Señor, es necesaria mucha radicalidad, la generosa disposición a renunciar a todo aquello que te aparta del ideal de pureza que estás llamado a vivir. 19. ¿Qué debo yo hacer para purificar mi corazón? «La purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la castidad y la pureza de intención y de mirada» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2532). En primer lugar, implora el don incesantemente. Para ello puedes usar las palabras del salmista como jaculatoria, rezándola en diversos momentos a lo largo del día: «Oh Dios, ¡crea en mí un corazón puro!». Implorado el don, practica la castidad, apartando todo o apartándote de todo lo que pueda poner en peligro tu pureza. Aplica las reglas del buen combate: “con la tentación no se dialoga”, “no te pongas en ocasión de pecado”, ante la tentación de la carne lo único razonable y valiente es huir, apartarse de toda ocasión o situación de pecado inmediatamente, sin pensarlo dos veces. Desconfía siempre sanamente de ti mismo, no presumas de tener la suficiente fortaleza para resistir la tentación, no pienses que tienes todo bajo control y que “no va a pasar nada”. Cuando más frágiles somos es cuando más fuertes nos creemos, porque terminamos exponiéndonos a la tentación, jugando a la raya hasta que las cosas se nos van de las manos. 20. ¡Purifica tus intenciones! ¡Que todo cuanto hagas sea para servir al Señor, no para servirte de Él ni de nadie para saciar tu egoísmo! Y si no quieres quitarle al Señor lo que desde tu amor y libertad ya le has entregado, en respuesta al llamado que Él te ha hecho desde toda la eternidad, desde el amor de predilección que Él te tiene, mantén limpia tu mirada, apartándola de todo aquello que es ocasión de pecado. 21. ¡María, Madre purísima! ¡Regálame una rosita de tu Corazón! Por una rosa que me des, para ponerla yo en mi corazón, nada de tu pureza perderás, pero la pureza ganarás para este hijo tuyo que anhela alcanzar tu misma pureza! Yo sé, Madre mía, que tu pureza es total. Tú recibiste un don especialísimo desde que fuiste concebida sin pecado. ¿Quién podría alcanzar tanta pureza, como la que hay en tu corazón? Pero… ¿no dijo el Señor a sus discípulos que tenían que ser perfectos "como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48)? ¡Sí! ¡No menos! ¡Perfectos en el amor como el Padre mismo! ¿Quién se atrevería a pensar que eso es posible, siendo nosotros tan pecadores? ¿Pero pide el Señor algo imposible? ¿O más bien pide algo que verdaderamente es posible, porque nos da el Don para que verdaderamente podamos alcanzar tal perfección? Sí, san Pablo nos recuerda que "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5). Por tanto, recibido el don, ¡es posible ser perfectos en la caridad, tal y como perfecto es nuestro Padre celestial! Y si eso lo decimos de la caridad, ¿no podemos decirlo también de la pureza? ¿Es imposible tener un corazón tan puro como el de la Madre? ¡Para nosotros es imposible, pero no para Dios1! ¡Y es que Dios es capaz de crear en nosotros «un corazón nuevo»2, tan puro como el de la Madre! Por ello, ¿puedo aspirar a menos que tener tu misma pureza, Madre mía? Yo, Madre pura, quiero ser PURÍSIMO COMO TÚ, Y NO MENOS! Por ello te pido hoy: ¡regálame una rosita de tu Corazón, para ponerlo en el mío! ¡Intercede por mí ante el Señor, para que renueve mi espíritu, creando en mí un corazón puro! ¡Así llegaré a ser tan puro como tú! 1 2 Ver Mc 10,27. Ez 36,26. 22. Son nuestras impurezas como espinas que se clavan en el puro e inmaculado Corazón de la Madre. ¿No quieres tú, Madre mía, que los elegidos de tu Hijo, tus hijos e hijas predilectos, tengamos un corazón tan puro como el tuyo? Sin duda. Por ello, te duele en lo hondo de tu inmaculado Corazón cuando nuestro corazón se enturbia, consiente la impureza, se divide… ¡Madre buena y santa, dame una rosita de tu Corazón para ponerla en el mío, pero que a cambio no te pague yo con una espina clavada en el tuyo! Que sepa acoger esa rosa, adherirla a mi corazón: que ella me purifique totalmente, purifique mi mente, mis sentimientos, mi corazón, ¡todo mi ser! Que con vigilante actitud sepa cuidar esa rosa, ¡para que nunca jamás se marchite o se ensucie alguno de sus pétalos! 23. Madre purísima, ¡ayer clavé una espina en tu inmaculado Corazón! Consentí una mirada que sabía que no debía consentir. Aún así, cedí a la tentación. Luego reaccioné, era ya muy tarde… ¿Porqué lo hice? ¿Qué beneficio me trajo? Me duele haberlo hecho, ¡perdóname Madre! ¡Me duele por causarte este dolor! ¡Me duele también porque quiero ser purísimo como tú, y porque consintiendo esta mirada, retrocedo tanto! 24. Si quieres purificar tu corazón, lucha contra toda malsana curiosidad que te incita a ver, escuchar o leer cosas que al instante despertarán tu imaginación o fantasía, perturbando tu mente y corazón. TEXTOS ANEXOS Catecismo de la Iglesia Católica: 2518: La sexta bienaventuranza proclama: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Los «corazones limpios» designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la castidad o rectitud sexual, el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe. Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe: Los fieles deben creer los artículos del Símbolo «para que, creyendo, obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen» (S. Agustín). 2519: A los «limpios de corazón» se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a El. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un «prójimo»; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina. 2520: El Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados. Con la gracia de Dios lo consigue - mediante la virtud y el don de la castidad, pues la castidad permite amar con un corazón recto e indiviso; - mediante la pureza de intención, que consiste en buscar el fin verdadero del hombre: con una mirada limpia el bautizado se afana por encontrar y realizar en todo la voluntad de Dios ; - mediante la pureza de la mirada exterior e interior; mediante la disciplina de los sentidos y la imaginación; mediante el rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros que inclinan a apartarse del camino de los mandamientos divinos: «la vista despierta la pasión de los insensatos» (Sb 15, 5); - mediante la oración: Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado (S. Agustín). San Gregorio de Nisa (hacia 335-395) monje y obispo, Homilía 6 sobre las Bienaventuranzas; PG 44, 1269-1272. Si tú purificas tu corazón de toda escoria por el esfuerzo de una vida perfecta, la belleza divina volverá a brillar en ti. Es lo que pasa con un trozo de metal cuando la lima lo limpia de toda herrumbre. Antes estaba ennegrecido y ahora es radiante y brilla a la luz del sol. Asimismo, el hombre interior, lo que el Señor llama “el corazón”, recobrará la bondad a semejanza de su modelo, una vez quitadas las manchas de herrumbre que alteraban y afeaban su belleza (cf Gn 1,27). Porque lo que se asemeja a la bondad, necesariamente se vuelve bueno. El que tiene un corazón puro es feliz (Mt 5,8) porque recobra su pureza que le hace descubrir su origen a través de esta imagen. Aquel que ve el sol en un espejo no necesita fijar la mirada en el cielo para ver al sol; lo ve en el reflejo del espejo tal cual está en el cielo. Así vosotros que sois demasiado frágiles para captar la luz, si os volvéis hacia la gracia de la imagen que tenéis esculpida en vuestro interior desde el principio, encontraréis en vosotros mismos lo que buscáis. En efecto, la pureza, la paz del alma, la distancia de todo mal, es la divinidad. Si posees todo esto posees ciertamente a Dios. Si tu corazón se aparta de toda maldad, libre de toda pasión, limpia de toda mancha, eres feliz porque tu mirada es transparente. S.S. Juan Pablo II, Dichosos los limpios de corazón, Homilía del 12/6/99 2. (…) La sagrada Escritura es una gran lección sobre el tema de esta búsqueda y encuentro con Dios. Nos presenta numerosas y magníficas figuras de los que buscan y encuentran a Dios. Al mismo tiempo, enseña como debe acercarse el hombre a Dios, qué condiciones debe cumplir para encontrarse con ese Dios, para conocerlo y para unirse a él. Una de esas condiciones es la pureza de corazón. ¿De qué se trata? Aquí tocamos la esencia misma del hombre, el cual, en virtud de la gracia de la redención obrada por Cristo, ha recuperado la armonía del corazón perdida en el paraíso a causa del pecado. Tener un corazón limpio quiere decir ser un hombre nuevo, que ha recibido nuevamente la vida de comunión con Dios y con toda la creación por el amor redentor de Cristo; ha vuelto a la comunión, que es su destino originario. La pureza de corazón es, ante todo, don de Dios. Cristo, al darse al hombre en los sacramentos de la Iglesia, pone su morada en su corazón y lo ilumina con el «esplendor de la verdad». Sólo la verdad que es Jesucristo es capaz de iluminar la razón, purificar el corazón y formar la libertad humana. Sin la comprensión y la aceptación, la fe se apaga. El hombre pierde la visión del sentido de las cosas y los acontecimientos, y su corazón busca la satisfacción donde no la puede encontrar. Por eso, la pureza de corazón es, ante todo, la pureza de la fe. En efecto, la pureza de corazón prepara para la visión de Dios cara a cara en la dimensión de la felicidad eterna. Sucede así porque ya en la vida temporal los limpios de corazón son capaces de ver en toda la creación lo que viene de Dios. En cierto sentido, son capaces de descubrir el valor divino, la dimensión divina, la belleza divina de toda la creación. De alguna manera, la bienaventuranza del sermón de la Montaña nos indica toda la riqueza y toda la belleza de la creación, y nos exhorta a saber descubrir en cada cosa lo que procede de Dios y lo que lleva a él. En consecuencia, el hombre carnal y sensual debe ceder, debe dejar lugar al hombre espiritual, espiritualizado. Es un proceso profundo, que supone esfuerzo interior. Sostenido por la gracia, da frutos admirables. La pureza de corazón es, por tanto, una tarea para el hombre, que debe realizar constantemente el esfuerzo de luchar contra las fuerzas del mal, contra las que empujan desde el exterior y las que actúan desde el interior, que lo quieren apartar de Dios. Y, así, en el corazón del hombre se libra un combate incesante por la verdad y la felicidad. Para lograr la victoria en este combate, el hombre debe dirigirse a Cristo: sólo puede triunfar si está robustecido por la fuerza de su cruz y su resurrección. «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» (Sal 50, 12), exclama el salmista, consciente de la debilidad humana, porque sabe que para ser justo ante Dios no basta el esfuerzo humano. 3. Queridos hermanos y hermanas, este mensaje sobre la pureza de corazón resulta sumamente actual. La civilización de la muerte quiere destruir la pureza de corazón. Uno de sus métodos de acción consiste en poner intencionalmente en duda el valor de la actitud del hombre que definimos como virtud de la castidad. Es un fenómeno particularmente peligroso cuando el objetivo del ataque es la conciencia sensible de los niños y los jóvenes. Una civilización que, al obrar así, hiere e incluso destruye una correcta relación entre dos personas, es una civilización de la muerte, porque el hombre no puede vivir sin el verdadero amor. Dirijo estas palabras a todos los que participáis en este sacrificio eucarístico, pero de modo especial a los numerosos jóvenes aquí presentes, a los soldados y a los scouts. Anunciad al mundo la «buena nueva» sobre la pureza de corazón y, con el ejemplo de vuestra vida, transmitid el mensaje de la civilización del amor. Sé cuán sensibles sois a la verdad y a la belleza. Hoy la civilización de la muerte os propone, entre otras cosas, el así llamado «amor libre». Con este género de deformación del amor se llega a la profanación de uno de los valores más queridos y sagrados, porque el libertinaje no es ni amor ni libertad. «No os acomodéis al mundo presente; antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podéis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Rm 12, 2), nos recomienda san Pablo. No tengáis miedo de vivir contra las opiniones de moda y las propuestas que se oponen a la ley de Dios. La valentía de la fe cuesta mucho, pero no podéis perder el amor. A nadie permitáis que os haga esclavos. No os dejéis seducir por los espejismos de felicidad, por los cuales deberíais pagar un precio demasiado alto: el precio de heridas a menudo incurables o incluso de una vida rota, la vuestra y la de los demás. Quiero repetiros a vosotros lo que dije una vez a los jóvenes en otro continente: «Sólo un corazón limpio puede amar plenamente a Dios. Sólo un corazón limpio puede llevar plenamente a cabo la gran empresa de amor que es el matrimonio. Sólo un corazón limpio puede servir plenamente a los demás. (...) No dejéis que destruyan vuestro futuro. No os dejéis arrebatar la riqueza del amor. Asegurad vuestra fidelidad, la de vuestras futuras familias, que formaréis en el amor de Cristo» (Discurso a los jóvenes en Asunción, 18 de mayo de 1988, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 1988, p. 21). Me dirijo también a nuestras familias polacas; a vosotros, padres y madres. Es preciso que la familia tome una firme actitud de defensa de su hogar, de defensa de la dignidad de toda persona. Proteged vuestra familia contra la pornografía que hoy invade, bajo diversas formas, la conciencia del hombre, especialmente de los niños y los jóvenes. Defended la pureza de las costumbres en vuestro hogar y en la sociedad. La educación en la pureza es una de las grandes tareas de la evangelización que hemos de realizar. Cuanto más pura sea la familia, tanto más sana será la nación. Y nosotros queremos seguir siendo una nación digna de su nombre y de su vocación cristiana. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Padre Jürgen Daum Para todo hombre y mujer que vienen a este mundo hay dos caminos: el que lleva a la bienaventuranza o el que lleva a la maldición. No habrá “algo intermedio”. Al hombre, invitado por Dios a participar de su propia plenitud y felicidad, se le ha dado a conocer también el camino: o aspiras a la bienaventuranza, transitando esforzadamente el camino que lleva a ella, o tu existencia terminará “maldita” por toda la eternidad. En esto tampoco hay “vías intermedias”, cómodas. No se puede servir a dos señores al mismo tiempo. Dos opciones se le presentan al hombre en la vida desde su libertad de elección. Elegir el bien auténtico, elegir el mal. Toda elección tiene consecuencias. Hay que saber elegir. ¿Elegir según qué? Si no quiere fallar ha de elegir según lo que reclama la mismidad del ser humano, no desde una visión reductiva del hombre. La presencia del Señor Jesús en la historia humana, y sobre todo el hecho histórico de su resurrección, ofrece LA respuesta a los anhelos más profundos del hombre y exige de cada uno del hombre una decisión radical y definitiva: o se le rechaza, o se le acepta con todas sus consecuencias para la vida cotidiana. No existe una “tercera vía”, que se acomode a nuestros gustos o caprichos, a nuestros deseos de que la fe no sea tan exigente… «Las cosas fuertes, grandes, hermosas, perfectas y difíciles exigen un renunciamiento, un esfuerzo, un compromiso, una paciencia»3: el ser humano, si no aspira a la cumbre, terminará hundiéndose poco a poco en el abismo. Es importante no dejarse engañar por falsas promesas de felicidad: riquezas, placeres, fama y poder. Nada de eso hace “bienaventurado” al hombre. Al contrario, lo sumen en la “maldición”, en la desgracia, en la soledad y muerte definitiva. Es importante creerle al Señor: aunque el camino que ofrece pasa por la cruz, sólo Él tiene palabras de vida eterna. 3 Papa Pablo VI.