CAPITULO XIX LA TIMBA Cuando iba con Ruggierito al hipódromo de la Plata Rosa sentía que había tocado el cielo con las manos. Siempre estaban con Barceló y ella miraba las carreras con sus enormes ojos negros bien pintados y daba saltitos y se abrazaba con Juan si ganaba el pingo por el que habían apostado y hacía mohines se perdían y se sentía en la gloria cuando en la oficial la pitucada los saludaba como si fueran el presidente y la primera dama y hasta alguna vez le tocó estar cerca e cerca de Fresco, que no era gobernador todavía pero que ya era como el Rey de España o algo así, porque poco menos que le besaban las manos. A Rosa le fascinaban los caballos, esos cuerpos musculosos, la velocidad, el barro y la arena de la pista, la gritería de la multitud, la excitaba ver salir la guita de a manojos enormes desde los bolsillos de Ruggierito cuando iban a apostar y se excitaba mucho más cuando mucha más guita volvía en esos bolsillos cuando ganaban. Y ganaban casi siempre. Adonde no iba nunca Rosa era a la timba. Por supuesto que sabía que atrás de las habitaciones de los quilombos estaba la timba, pero eso era mucho más pesado que cualquier otra cosa. Ahí sólo se atrevía a entrar Juan Ruggiero. Es decir, el y todos los timberos, para atreverse a entrar ahí para que las cosas funcionen a pedir del trompa, eso era un laburo de Juan. Ella nunca supo bien qué hacía él, o mejor dicho, como hacía él para que los timberos siempre terminaran perdiendo y él y Barceló y toda la banda terminaban ganando. Sólo sabía ella, Rosa, que había tipos que jugaban para Juan, en el nombre de Juan y otros giles que timbeaban pensando que se jugaba limpio. Sabía también que se vendía cocaína, que ella una vez la había probado y que casi se desmaya de la velocidad con la que empezó a hablar y a decir boludeces cuando la aspiró, y sabía que se vendía mucho champagne y que todos iban calzados y que Juan de ahí se traía cada noche unos fajos impresionantes de guita. -¿Cómo hacés Juancito para traerte esos paquetes cada noche? Le preguntaba ella. Y él, parco, apenas decía: -Es mi laburo. Y yo laburo bien. CAPITULO XX LA TRAICIÓN Esteban Habiague, el comisario que investigó la muerte de Ruggierito, el hombre fuerte de Barceló, después de Juan Ruggiero claro, eran más fiel al caudillo que el muerto. Indagó a Dios y María Santísima durante años, hizo aspaviento, y apretó a más de uno en los calabozos roñosos pero nunca averiguó nada. Sabía que a Ruggierito lo mató Barceló. Lo sabía en su fuero íntimo. Sabía que el patrón verdadero era el Intendente, y en todo caso era quien lo bancaba a él. Sabía que el que tiró, que mato Ruggiero, como siempre ocurre había sido disparado por un perejil. Sabía que Ruggierito era demasiado querido y que ya era un peligro para Barceló que no quería competencia y que todo le importaba una mierda. Barceló lo quería a Ruggierito, es verdad. Le daba consejos, es verdad. Lo trataba por momentos como un hijo. Es verdad. Pero eso fue lo que lo decidió a Barceló. Darse cuenta de lo quería. Barceló se dio cuenta de que era mejor no querer a nadie si de verdad quería el poder. Y entonces fue que decidió. Ruggierito caminaba hacia las balas haciéndose querer. Caminaba hacia las balas de Habiague, de Barceló y de tantos otros que no lo querían porque los demás lo querían. Caminaba hacia las balas enamorando a tantos, enamorando a la muerte. Años más tarde, Habiague fue llamado por Perón. Por Perón, sí. Supo hacerse el comisario fama de hombre fiel y de lealtad a toda prueba. Pero esa fue otra historia de nuevos aprietes y picanas. Habiague tenía para Barceló muchas ventajas respecto de Ruggierito: no lo conocía nadie, nadie la amaba, mas bien los pocos que tenían trato con él lo odiaban como a una rata, y no quería morirse envuelto con a bandera argentina y la gloria puesta en el jonca, no había nacido en la Isla Maciel, como Ruggierito ni había sido hijo de tano y por lo tanto canchero para la engañifa y la seducción, no le gustaban los burros, no había sido amigo de Gardel, a las mujeres le repugnaba, y se deleitaba no dándole nada a nadie, a excepción de picana, gracias al hijo de Lugones que la inventó. Y por eso, Barceló lo eligió. Porque Ruggierito, el elegido, ya era una amenaza.