Por qué corremos tras el tiempo?

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La Nación - Lunes 02 de abril de 2012 | Publicado en edición impresa
La vida convertida en una carrera inacabable
¿Por qué corremos tras el tiempo?
Por Ana María Llamazares
"No tengo tiempo." Hace poco escuché esta frase, y no de una persona que abría una agenda llena
de citas, sino durante un diálogo entre dos filósofos que se celebró en Buenos Aires. Eran Fabio
Merlini, italiano, presidente la Fondazione Eranos de Suiza, y Bernardo Nante, argentino,
presidente de la Fundación Vocación Humana, quienes están trayendo a estas latitudes el espíritu
de aquel maravilloso Círculo Eranos, que durante tantos años produjo, a orillas del lago Maggiore,
en Ascona, fecundos encuentros de diálogo y pensamiento renovador.
Nante nos introducía en el simbolismo del "umbral", algo francamente perdido en la actualidad,
instancia que delimita el adentro y el afuera, lugar de pasaje por excelencia, donde se producen
las mutaciones ontológicas, los cambios de vida y las transformaciones psíquicas. Merlini explicaba
cómo se han alterado nuestras formas de experimentar el espacio y el tiempo en el mundo
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globalizado, cómo estamos sucumbiendo a la proliferación de instrumentos "teletécnicos"
(computadoras, celulares, iPod, tablets ) que mientras eliminan la distancia y nos conectan al
instante, llevan al desvanecimiento de los "umbrales" entre lo privado y lo público, entre lo
sagrado y lo profano.
Pareciera que junto con su acortamiento -toda una "conquista" de la Modernidad-, el tiempo y el
espacio se han confundido, pues cuando decimos "No tengo tiempo?", en realidad, lo que estamos
diciendo es "No tengo espacio?". Cuando queremos que alguien nos preste atención, solemos
decir "¿Tenés un minuto?", aunque es difícil imaginar la posesión de un minuto y, en realidad, lo
que necesitamos es saber si el otro tiene espacio mental, emocional y obviamente también físico
para escucharnos.
Vale la pena preguntarse qué puede acarrear esta identificación que, lejos de acercarnos a vivir la
conjunción espacio-tiempo desde la plenitud del estar presentes en el "aquí y ahora", sólo genera
una confusión que nos desvitaliza.
Con el lenguaje podemos engañar y encubrir, pero las metáforas que se filtran en el habla
cotidiana no mienten y nos dejan ver con claridad algo más profundo a través de las palabras. Son
imágenes retóricas, maneras indirectas, pero que "hablan por sí mismas".
Podemos seguir el hilo de las múltiples expresiones que usamos diariamente en las que interviene
el tiempo y sus metáforas. Concentradas alrededor de la figura del reloj -emblema de los logros
tecnológicos de la Modernidad, principal instrumento para medir y "controlar" no sólo al tiempo,
sino fundamentalmente a las personas-, estas expresiones nos sirven para apreciar la profunda
magnitud que esta concepción métrica, mecánica y abstracta del tiempo ha cobrado en nuestras
vidas.
Nos recuerdan por ejemplo que "el tiempo es oro" y delatan una consustancial asociación entre
tiempo, riqueza y prestigio social. En nuestra sociedad contemporánea, el rango social de los
individuos se expresa en relación directa al monto de su cuenta bancaria y en proporción inversa a
la disponibilidad de su tiempo. Al comienzo de nuestras "carreras" por "ser alguien", nuestras
cajas de ahorro suelen ser magras y nuestras agendas holgadas. La identidad se va construyendo
sobre la base de una reducción progresiva de la disponibilidad de nuestro tiempo y un aumento
sostenido de los activos -en el mejor de los casos-, hasta tener una billetera más holgada y una
agenda donde no cabe ni un alfiler. Entonces, frente a los ojos atónitos del que nos ha interpelado,
podemos decir con satisfacción: "¡No tengo ni un minuto!", mirar nuestro reloj pulsera, la pantalla
de nuestro celular o cualquier otro dispositivo que tengamos a mano y salir "corriendo".
La vida se ha convertido en una insensata "carrera contra el tiempo", sobre todo en las grandes
ciudades. Lo llamamos "el gran tirano" porque nos pone falta cuando llegamos tarde al colegio o al
trabajo, nos estresa cuando tememos perder un tren o un avión que se supone debe salir a
horario, es implacable cuando nos baja la cortina automática de un negocio en la cara o cuando no
llegamos a un deadline electrónico y nos quedamos "fuera" de algo. Pero es muy útil para rechazar
una propuesta indeseable o para autojustificarnos por algo que estamos eludiendo. Cuando no
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quiero decir o decirme la verdad, puedo esgrimir el indeclinable "No tengo tiempo?", y así nadie
siente derecho a reclamar, porque el tiempo es el mandamás y por eso se torna inapelable.
Pese a tanta corrida, el tiempo nunca alcanza. Por su condición abstracta y elusiva, se nos suele
"escapar" como agua entre los dedos. Nos desvelamos por retenerlo, desarrollando toda clase de
estrategias para "aumentar su rendimiento" o comprando artefactos que nos prometen "ahorrar"
nuestro valioso tiempo.
Casi sin darnos cuenta, le hemos entregado al "señor Tiempo" las llaves de la casa, de nuestra
propia casa. Y ahora que todo se acelera y se hace más complejo, las vivencias de angustia por la
"falta" de tiempo, la ansiedad por "llegar", por estar "al día", y la exigencia por alcanzar las metas
sólo acarrean sufrimiento, frustración y enfermedad.
En la matemática e irreversible linealidad de este "tirano", el presente se desvanece rápidamente,
pierde cuerpo y sustancia, pues nuestra mente suele vivir acosada por dos grandes obsesiones: la
añoranza del pasado y la expectativa del futuro. El tiempo abstracto inhibe la experiencia vivencial
del presente, le quita estatuto legítimo a nuestra subjetividad y se convierte así en un factor de
profunda infelicidad.
Si la vida natural es el flujo constante de un eterno presente, la invención del reloj -o más aún, de
la idea lineal del tiempo- es el mayor acto de sometimiento y control que haya perpetrado el ser
humano contra su estado de naturaleza. Somos como Prometeos contemporáneos, enarbolando
orgullosos los relojes último modelo, mientras tintinean, implacables, los eslabones de nuestras
cadenas.
¿Qué ha pasado en Occidente con la experiencia básica del espacio -una vivencia más receptiva,
corporal, sensible y cualitativa-, aparentemente fagocitada por la energía dinámica del tiempo
(veloz, lineal, impersonal y cuantitativa)? ¿En qué grieta de la historia cayó? ¿No será la misma que
capturó a la condición femenina durante este largo período de patriarcado que viene
sobrellevando la humanidad? Pues, ¿no es acaso el espacio una dimensión más lenta, ligada
naturalmente al suelo, al humus germinativo de Gea, la gran madre, diosa de la Tierra, mientras el
tiempo -intangible y aéreo- nos conduce mitológicamente hacia los olímpicos altares de Cronos, el
señor del tiempo y de la ley? ¿Qué ha pasado con su hijo más benigno Kairós, el del momento
justo y la oportunidad, el que nos invita al disfrute espontáneo del instante, en lo que éste tiene
de eternidad?
En mi último libro ( Del reloj a la flor de loto. Crisis contemporánea y cambio de paradigmas ,
2011), intenté trazar el derrotero paralelo que siguieron durante la Modernidad algunos procesos
aparentemente disímiles: el surgimiento del capitalismo y la profundización del patriarcado, el
perfeccionamiento de la abstracción matemática y el descubrimiento de la virtualidad, la
desanimación de la materia y la tecnificación mecanicista de la visión del mundo, la explotación de
los recursos naturales y la represión de lo femenino, el enaltecimiento de la razón intelectual y la
demonización del irracionalismo y la intuición, entre los principales.
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No estoy sugiriendo renegar de las evidentes ventajas de la modernización. Sólo creo que
debemos estas más alertas a su carácter dual, pues también encubren verdaderos dramas para la
condición humana contemporánea, como la excesiva porosidad de nuestra intimidad, cada vez
más vulnerada por el autosometimiento al nuevo "valor" social que nos impone estar siempre
disponibles, la libertad condicionada por los insidiosos mecanismos virtuales de control, la
sobresaturación de estímulos externos que nos agota física y mentalmente, y como resultado final
de todo esto la desconexión con nuestro espacio interior más profundo, única fuente genuina
donde podemos nutrir el sentido de la vida.
Fabio Merlini invitaba a ejercer el "contrapoder" del que habló Michael Foucault. Ningún poder se
reproduce desde un centro externo e identificable, sino a través de la interiorización que nosotros
mismos hacemos de él. Por eso, también está en nosotros la posibilidad de cortar la cadena en
cualquier punto. Bernardo Nante proponía recuperar el valor de los "umbrales", símbolo eterno
del pasaje hacia una condición sagrada del ser y del estar. Antiguamente, eran las tradiciones las
encargadas de custodiar que los umbrales no fueran transgredidos irrespetuosamente. Ahora que
en el mundo contemporáneo se han derrumbado tanto las tradiciones como los umbrales, somos
los sujetos los encargados de restaurarlos.
Poner el límite con consciencia, ése es nuestro mayor poder. Porque la cultura de la virtualidad no
reconoce fronteras, el desafío de los límites se ha convertido en un galardón de la heroica gesta
por la conquista de la libertad individual. Pero ¿qué hemos ganado realmente? Pareciera que bajo
la apariencia de estar cada vez mejor, en realidad estamos cada vez peor. Tras la promesa
moderna de ser cada vez más libres, terminamos cada vez más esclavizados.
Necesitamos frenar la carrera contra el tiempo virtual y abrir espacios tranquilos y amables, donde
podamos reencontrarnos con el tiempo vital que habita tanto dentro nuestro como en nuestro
entorno. América es un continente privilegiado para hacerlo, pues aquí aún perduran las
ceremonias y el saber de los antiguos originarios, que nos pueden ayudar a levantar los nuevos
"umbrales" contemporáneos. Cuando los hayamos atravesado, seremos los únicos responsables
de poner nuestro celular en "vibrador" -para no quedar desconectados del mundo exterior-, o de
apagarlo completamente por un rato, para garantizar la conexión sagrada con el adentro, que
también es el afuera más profundo. Seamos los más lúcidos y firmes cancerberos de nuestros
umbrales. Aún es posible.
Ana María Llamazares. Antropóloga (UBA) y epistemóloga (UB). Investigadora del CONICET y
profesora de la UNTREF.
© La Nacion.
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