El Oro y la Oscuridad

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I: Grande como los dinosaurios
(Primer capítulo del libro El Oro y la Oscuridad: la vida gloriosa y trágica de Kid
Pambelé).
Por ALBERTO SALCEDO RAMOS
Pambelé volvió a bramar frente a las cámaras y descargó un nuevo
puñetazo contra la pared. Tenía la bata típica de los enfermos de hospital, pero
a través de los barrotes de la ventana parecía un condenado a muerte que
reclamaba compasión.
La escena resumía de manera dramática lo que había sido su vida: el
llanto y los golpes, el trastorno y el encierro, la fama y la oscuridad.
-- ¡Ayúdenme! – exclamó, con su vozarrón despedazado.
En ese momento los reporteros se metieron a la fuerza en la habitación.
El hombre dejó de aporrear las paredes y la emprendió a bofetadas contra su
propio rostro. Los camarógrafos ajustaron sus planos para registrar la nueva
reacción. Relampaguearon los flashes, se desbordaron los murmullos. Y
Pambelé lució más desvalido entre aquella horda de perdición.
-- ¡Ay, mi madre – fue todo lo que alcanzó a decir, antes de sentarse en
el borde de la cama y ponerse a llorar con el rostro hundido entre las manos.
El siquiatra Christian Ayola, que manejaba el caso de Pambelé en el
Hospital San Pablo, de Cartagena, se disponía a almorzar en su casa aquel
mediodía de enero de 1994. Estaba pasmado ante las imágenes del noticiero,
que le resultaban crueles y de pésimo gusto. Su mayor preocupación no era,
sin embargo, darles una cátedra de derechos humanos a los periodistas sino
averiguar por qué su paciente entró en crisis. Supuso que tal vez no había
tomado las medicinas.
“Él tenía que estar a punta de eurolépticos para el estado sicótico y
estabilizadores para el humor”, recuerda Ayola.
A esa inquietud se sumaba otra: Andrés Pastrana, aspirante
conservador a la Presidencia de la República, lo había llamado por la mañana
para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le respondió que no se oponía,
siempre y cuando la visita fuera secreta y no un acto público con intenciones
políticas. El candidato presidencial volvió a la carga, con el argumento de que a
los amigos no se les esconde.
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Esa relación se había forjado 22 años atrás, cuando Misael Pastrana
Borrero era el presidente de Colombia y Antonio Cervantes, más conocido
como Kid Pambelé, era el campeón mundial del peso walter junior. La empatía
entre los dos fue inmediata. El presidente lo recibía en el Palacio de San
Carlos, lo ponía de ejemplo en sus discursos y se hacía fotografiar frente al
televisor cuando Pambelé peleaba. Como si fuera poco, iba a Palenque, el
pueblo pobre donde nació el campeón, a inaugurar los servicios de energía
eléctrica y acueducto. Pambelé, por su parte, le dedicaba cada triunfo. Viajaba
desde donde estuviera para acompañar a Andrés, el hijo del presidente –
entonces un muchacho de 18 años -- en las caminatas que organizaba por las
calles de Bogotá.
Desde el 28 de octubre de 1972, cuando Pambelé ganó el título, el país
permanecía en trance de adoración. Los periódicos no le perdían ni pie ni
pisada. El Heraldo lo mostraba en el aeropuerto de Barranquilla, besando a una
rubia de camisita breve abierta en el pecho. El Universal lo retrataba en una
notaría de Cartagena, mientras firmaba las escrituras de tres apartamentos que
había comprado de un solo tirón. El Espectador nos informaba por quién iba a
votar en las próximas elecciones. El Siglo mandaba reporteros a las casas del
ex presidente Carlos Lleras Restrepo y del poeta León de Greiff, para
preguntarles sus impresiones sobre el ídolo. Cromos enviaba a su mejor
cronista, Juan Gossain, a los países donde Cervantes defendía el título. Fernán
Martínez Mahecha revelaba que El Tiempo tenía cuatro carpetas de material de
archivo sobre Pambelé y sólo una sobre Gabriel García Márquez. Y El Espacio,
claro, lo sacaba en primera página apretando por la cintura a una azafata, bajo
la palabra “¡Pillado!” escrita en grandes letras rojas.
Pambelé, además, salía con la cantante de moda en Colombia, recibía
homenajes de alcaldes y concejales, cultivaba amistad con famosos como José
Luis Rodríguez – El Puma – y Óscar de León; regalaba toros en cuanta corrida
podía, coronaba reinas en ferias populares, les tenía sendas mansiones a sus
dos mujeres oficiales, pontificaba sobre la temperatura ideal del vino de Oporto,
se hacía brillar las uñas en salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en
cada una de sus viviendas y liquidaba sin misericordia a todos los boxeadores
que enfrentaba.
El culto a su figura se debía, explica Juan Gossain, a que Pambelé fue
el hombre que nos enseñó a ganar. “Antes de él”, añade, “éramos un país de
perdedores. Nos consolábamos conjugando el verbo casitriunfar. Vivíamos
todavía celebrando el empate con la Unión Soviética en el mundial de fútbol del
62. Pambelé nos convenció de que sí se podía y nos enseñó para siempre lo
que es pasar de las victorias morales a las victorias reales”.
A mediados de los años 70’s, Gossain fue testigo, en Cartagena, de un
hecho que le hizo entender la idolatría que desataba el boxeador. El periodista
pasaba por una calle del centro, en medio de la modorra de la dos de la tarde,
cuando de pronto se asomó una prostituta envuelta en una toalla. La mujer se
dirigió a gritos a los vendedores de lotería de la otra acera.
-- Oigan, ¿a qué hora es la pelea de Pambelé?
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En aquellos años de esplendor, el campeón era un tema obligado en la
entrada o en el postre. Cuenta el ex presidente Belisario Betancur que en cierta
ocasión el escritor Gabriel García Márquez fue recibido, en una reunión de
colombianos en Madrid, con la siguiente exclamación:
-- ¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia!
Entonces García Márquez, moviendo la cabeza en forma teatral, como
buscando a alguien en el recinto, respondió:
-- ¿Dónde está Pambelé?
***
Y Pambelé estaba sentado en el borde de su cama en el Hospital San
Pablo. Lloraba sin lágrimas, con un resuello profundo. A los 49 años había
perdido la estampa magnífica del pasado. De la musculatura que en su época
de boxeador causaba admiración en las ruedas de prensa, no quedaba ni la
sombra. Apenas los huesos continuaban allí: largos, nudosos, escasamente
forrados por el pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de bigote recortado en
forma milimétrica. Se veía desgreñado, sucio. La bata ancha aumentaba su
aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas, gordas y
tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba al hierro oxidado.
Donde antes brillaba un diente recubierto de oro con sus iniciales engastadas,
había ahora un portillo oscuro que inspiraba pesar. Sus ojos no parecían
hinchados por el llanto sino por una paliza.
Viéndolo así, el médico Christian Ayola no fue capaz de probar bocado.
Le parecía el colmo que se expusiera el dolor de un ser humano a semejante
contemplación tan morbosa. En ese momento hubiera hecho cualquier cosa
con tal de impedir que un sitio sagrado como un hospital fuera convertido en
circo bárbaro. Llamó por teléfono a la enfermera jefe y le dio las instrucciones
del caso. Cuando colgó se puso a pensar que en Cartagena todo conspiraba
contra el propósito de curar a Pambelé. Había demasiados fisgones que
convertían su salud en un asunto de dominio público, demasiadas lenguas
diligentes que podían dañarlo más con sus comentarios y demasiados
compinches esperando que terminara el tratamiento para festejarlo en grande
con una nueva orgía de bazuco. Ayola recordó que el Hospital Siquiátrico de La
Habana tenía renombre por su manera de tratar la adicción a las drogas y
consideró que sería una buena opción para Pambelé, no sólo por la calidad de
sus médicos sino también porque allá estaría aislado de los peligros que
afrontaba en nuestro país. En Cuba, por ejemplo, sería un ciudadano más, un
hombre anónimo entreverado en una legión de enfermos iguales a él.
Compartiría un pequeño cubículo con tres pacientes, lo cual podría servirle
para que dejara de creerse el cuento de que era un ser único, el eterno
campeón mundial, el negro más grande, el patrono del nocaut, la jáquima de
los boxeadores, el que pega como con un martillo, el que enseñó a ganar a los
colombianos, el de siempre, no hay con quién, el que a la hora de rematar no
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parece usar dos puños sino las aspas de un ventilador asesino, el único otra
vez, el invencibleeeeeee Kid Pambeleeeeeeeeeeee.
Ayola suponía que la egolatría de Cervantes empezaría a
resquebrajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba. Allá, además, no
pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría adónde ir. Esto último era
especialmente importante si se tenía en cuenta que en 1987 se había
escapado de Hogares Crea, la finca de rehabilitación adonde lo internaron
gracias a una campaña del periodista Fabio Poveda Márquez.
Frente al aspecto cadavérico que ofrecía Pambelé en su catre del
Hospital San Pablo, resultaba inevitable preguntarse cómo se produjo su caída
desde la cúspide hasta el fondo del barranco. Nacido y criado en el naufragio,
no supo qué hacer en tierra firme, cuando los vientos empezaron a ser
favorables. Se enloqueció con el oro, se intoxicó con el vino. Tocado de pronto
por la varita de los dioses, olvidó que estaba marcado a hierro vivo por la
desgracia. Siguió lanzando golpes a diestra y siniestra, sin darse cuenta de que
no ganaba en el ring para salvarse sino para tallar su propia derrota.
Las drogas y el licor le arrebataron la fuerza, la disciplina y la corona de
campeón. Lo llevaron a humillar y a destrozar a su familia. Después le
aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al escarnio público como sinónimo del
bruto que destruye con la cabeza el imperio que edificó con los puños. Los
colombianos, que antes lo veneraban, lo volvieron blanco de burlas. “¿En qué
se parecen Pambelé y los dinosaurios?”, preguntaban. “En que fueron grandes
en el pasado pero hoy no existen”. Convertido ya en hazmerreír, pusieron en
boca suya la frase “es mejor ser rico que pobre”, incluida con frecuencia en las
antologías nacionales de la estupidez. Como si esa declaración tan sensata, en
medio de tantas tonterías que se repiten con énfasis en este país, no fuera casi
una sentencia filosófica.
El promotor boxístico Nelson Aquiles Arrieta, quien descubrió a Pambelé
cuando era un vendedor de cigarrillos de contrabando en Cartagena, asegura
haberlo visto en su esquina, durante una de sus últimas peleas, haciendo
trampa para reanimarse y poder aguantar el siguiente round. “Sergio Álvarez lo
había golpeado muy duro y Pambelé estaba atravesando un sofoco. Entonces
aplicó la jugadita de un cantante vallenato que no te voy a nombrar: sacó un
pañuelito con coca y se pegó un pase delante de todo el mundo. Eso se vio
hasta en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho una fiera y le dio
un concierto de boxeo a Álvarez”.
Al final del combate, según Arrieta, Pambelé le reclamó al empresario el
botín convenido: una camioneta y un kilo de cocaína. Poco tiempo después,
cuando se apartó del boxeo, su situación empeoró. Las cuentas bancarias se
fueron consumiendo en una vorágine de candela y desenfreno. Lo que se le iba
por el bolsillo izquierdo no regresaba jamás por el derecho. Muy pronto quedó
arruinado. Pasó de brindar whisky sello negro a mendigar sobras de cerveza en
bares de mala muerte, del avión al bus cebollero, de los zapatos Corona a las
chancletas de plástico, de los manteles presidenciales a los andenes, de la
cocaína al bazuco, de las cantantes de moda a las puticas de cuchitril, de las
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primeras planas a las páginas judiciales. El capital que derrochó, según
cálculos del periodista Eugenio Baena, fue superior al millón y medio de
dólares.
Los amigos del éxito – comparables con esos insectos que se
emborrachan dando vueltas alrededor de las lámparas – partieron cuando
sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo campeón para la foto.
Llegaron entonces los perdedores, envueltos en una humareda terrible. Libre
de los compromisos del gimnasio, de la dictadura de la dieta, Pambelé se tiró al
desastre. De repente, parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo
expulsaban de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando
todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto con el
rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un taxista. En un restaurante de
Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente en el pecho y en el aeropuerto
de Bogotá le rompieron la frente con una tranca. En Barranquilla le pegaron
con un tacón puntilla por limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En
Cali un ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido
de la Plaza de Toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos y hospitales. Lo
vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo
vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. En
Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había
tropezado a Pambelé armando escándalos. Llegó un momento, incluso, en que
lo veían aunque no lo vieran. Fantasma de sí mismo, un día fue dado por
muerto en Radio Sucesos RCN. Cuando reapareció indignado por la noticia,
hubo gente que no le creyó que, en efecto, seguía vivo.
***
Que siguiera vivo, después de todo, era un milagro. Eso pensaba el
siquiatra Christian Ayola mientras buscaba en su agenda el número telefónico
de Hernando Múnera Cavadía, el director de Coldeportes en Bolívar, para
plantearle la idea de trasladar a Pambelé a Cuba. En este país violento –
cavilaba -- habían matado a mucha gente por desmanes menos graves que los
suyos. Los ofendidos lo perdonaban quizá por su pasado glorioso. O porque
entendían que era una pobre criatura aplastada por una enfermedad superior a
sus fuerzas. O porque sabían que cuando estaba sobrio era un caballero
intachable. A Ayola le gustaba la forma en que Juan Gossain definía a
Pambelé: “el coloso que decidió ponerle dinamita a su propia estatua”.
En esas andaba cuando lo llamaron por teléfono para contarle que
Andrés Pastrana se encontraba en el Hospital San Pablo tomándose fotos con
Pambelé y conversando con él en medio de la turba de reporteros. Suspiró con
resignación y se reafirmó en su idea de que a Pambelé había que sacarlo de
Colombia.
Al día siguiente, cuando abrió el periódico, lo primero que vio fue la
enorme foto de la visita, bajo el título “Pambelé adhiere a Pastrana”.
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