Desamparados

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CUENTOS DE DESAMPARADOS
Daniel Rabinovich
DESAMPARADOS 1
Como siempre, solo enajenado. Sentado o recostado en el umbral añoso de
una casa abandonada. Yo lo vi frágil y desamparado, irrecuperablemente
loco hablando sin temor a sus demonios. Ausente total de nuestro asfalto.
Prisionero en sus mugres de cristal. Suicida inconsciente, esperando
ansioso aquel virus que no lo visitó nunca o esa helada de la década que
congele sus venas quebradizas.
O quizás, en una madrugada del domingo, morir abrasado por el fuego,
saltando cómicamente por las calles, oyendo como en un sueño, las risas
desbocadas de bromistas juveniles.
¡Pero que cosa! En algunos instantes de sano raciocinio, me confesó, que al
verme pasar jugueteando con mis hijos, abrazando tiernamente a mi señora,
el también me vio frágil y desamparado. Prisionero sin condena, y
carcelero forzado de una dicha, demasiado valiosa como para descuidarla,
demasiado expuesta como para protegerla, y demasiado pesada como para
poder correr alegremente por la vida.
DESAMPARADOS 2
Nuestro primer encuentro no pudo ser peor. Me asaltó esperando un
semáforo en la Cañada y Colón. En un instante, el parabrisas del auto se
cubrió de blanco, y antes de que pudiera salir de mi sorpresa, unos
secadorasos firmes y largos, descubrían primero el cielo, luego el frondoso
follaje de las tipas, y por último unos ojos negros y bribones, semiocultos
por mechones desordenados de pelo, que seguían con la concentración de
un neurocirujano, los precisos movimientos de su mano.
La indignación y la impotencia se adueñaron de mí. Ni las negativas señas
con la mano, ni mis ahogados gritos por la ventanilla, ni la proximidad de
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la luz verde parecían turbarlo en su consiente búsqueda de la tarea hecha,
de la cosa terminada, necesaria mercadería de cambio que, cual misteriosa
bruja hechicera, transforma un pedido de limosna en una legítima demanda
de pago por servicios prestados.
Pasaron los días y mi indignación se extinguió lentamente dando paso a un
vivo deseo de hacer algo por chicos como él, en los cuales la conocida frase
"igualdad de oportunidades" adquiere inusitado vigor: igualdad de
oportunidades para la miseria, para la delincuencia, para el alcoholismo, y
para la violencia. Era el momento de hacer algo por ellos, y de paso, ¿por
qué no darle un nuevo colorido a mi existencia?
En esos días un grupo de amigos y conocidos míos, tomaron con
desbordante entusiasmo, la iniciativa para proponerme como candidato
para una banca de concejal. A mí, la idea no terminaba de convencerme sin
disgustarme del todo.
Mis débiles protestas oponiéndome a la candidatura fueron interpretadas
por los mismos como una expresión de modestia o humildad, rasgos que
embellecen la personalidad de un ser humano y mucho más si se trata de un
político.
Por lo tanto, vencida mi endeble resistencia, las pocas horas que mi trabajo
dejaba libres, fueron consumidas sin remedio en una infinidad, la mayoría
estériles, de reuniones y discusiones de trabajo para planificar la campaña
para mi candidatura.
De tal modo que el importante proyecto al poco tiempo se diluyó
mansamente en las extensas aguas del olvido.
Lo que no pasó al olvido fueron esos ojos negros, profundos, esquivos,
reclamantes silenciosos de una sociedad ciega. A tal punto que pude
reconocer sus rasgos cinco años después. Fue en verdad una rara
coincidencia. Siempre evito leer las noticias policiales de los diarios, pero
la detención del asesino del taxista López era una gran noticia.
DESAMPARADOS 3
Las clases de ética, moral, hebreo, teología comparada, filosofía, e historia
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del cristianismo, transportaban nuestro punto de observación cual si
estuviera viajando en una alucinante montaña rusa. De Dios al hombre, del
cura al científico y del juez al condenado. En un voluptuoso vértigo que
más que revolvernos el estómago nos producía auténticas náuseas de
personalidad.
Mi guía espiritual, por indicación de Monseñor Arispe, quedó en manos del
padre Juan Parracino. Viejito de pelo cano, erudito y pío como el que más.
Su voz era pausada y casi inaudible, obligándome a escucharlo muy de
cerca. Inexorable, el paso del tiempo, venció mi natural repulsa hacia sus
desdentadas encías. Terminé aceptando como agua bendita una que otra
gotita de saliva despedida inadvertidamente por su boca. Su hábito estaba
gastado y descolorido, además tenía los rebordes descocidos. Jamás
ostentaba cadenas ni crucifijos de oro.
El simple contacto con su extrema humildad nos hacía sentir fatuos y
heréticos aún después de diez horas de ayuno, penitencia y oración. Sus
arrugados párpados, a gatas permitían amanecer sus vivarachos ojos, cuya
extrema movilidad suplían con eficiencia a su artrítico pescuezo. Un
perenne rictus bondadoso habitaba en sus labios proclamando la derrota a
su inapelable senectud.
Yo estaba dispuesto a creerle todo lo que fuera razonable, y lo que no lo
fuera, a adoptarlo como un dogma irrefutable. Una tibia satisfacción me
invadía, de solo pensar que él fuera mi maestro y de que yo fuera su
discípulo. Hasta ese entonces el corporizó, sin ninguna duda, mi paradigma
viviente del hombre santo.
El aprendizaje en el seminario era para nosotros misterioso y fascinante,
pero no ignorábamos que solo era un puerto de tránsito en nuestro
derrotero. Puerto, donde quizás demasiado pronto, todos dejaríamos un
trocito de nuestras almas.
El año deshojaba ya sus últimos pétalos, y a la caída del último ya estaría
ordenado.
Como pastor de almas no había podido recabar aún, ninguna experiencia
práctica de valor. No dudaba ni de mi fe ni de mi vocación, pero mi
carácter tímido y reservado me hacía dudar, de mi capacidad para rasgar
con facilidad, la dura membrana que recubre el corazón de la gente.
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Cerca del semanario, a pocas cuadras, en un campito baldío, habitaba un
linyera. Su precario techo, consistía en un improvisado toldo de nylon,
sostenido precariamente por unas ramas cortadas de paraíso. Tenía la barba
hirsuta y enmarañada. El pelo largo y sucio. La piel curtida como la suela
de un zapato. Su edad era incierta, bien podría tener treinta como sesenta
años.
Lo había pensado bien. Estaba decidido, él sería mi primer objetivo
pastoral. Los riesgos parecían casi nulos. Un fracaso se transformaría
instantáneamente en un secreto de a dos, y con el paso de los lustros en una
anécdota más de un viejo cura párroco.
¿Cómo acercarme sin ahuyentarlo o sin que me agreda, acostumbrados a la
hostilidad y maldad de la gente? Sin duda sería muy difícil, aunque no
menos arduo que ganarme su aprecio y por qué no su amistad. Por suerte
como lograr esto último lo tenía muy claro. Debía penetrar en su
individualidad, serpenteando con suma prudencia y extrema delicadeza, la
profunda y brutal huella, que Dios trazó en cada uno de nosotros.
La estrategia sería la siguiente. Un comienzo banal hablando sobre el
tiempo. Luego, más incisivo, preguntaré si tiene familia y algo acerca de
ella. Y ya en confianza, le formularía la pregunta que derrumbaría con
estrépito sus defensas, rindiendo una tras otra sus almenadas plazas a mi
entera y absoluta discreción. Pregunta clave, matriz de mil otras, que
desataría con prontitud el ajustado nudo Gordiano de su existencia,
permitiéndome hollar en su interior, con total comodidad: - ¿Y Ud. Don,
como llegó a linyera?
La entrevista resultó mejor aún, de lo que esperaba. Charlamos primero
sobre el tiempo, y después, cuando le respondía de donde era oriundo mi
padre, me preguntó de sopetón: - Decime pipe, ¿Por qué te metiste a cura?
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