MEMORIA HISTORICA Granada 1936: Los camiones de la muerte Francisco Vigueras Roldán Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica. Casi setenta años después del comienzo de la Guerra Civil, el monumento en homenaje a José Antonio Primo de Rivera sigue en su pedestal de la Plaza de Bibataubín. Sin embargo, no hay nada que recuerde a los 2.137 granadinos fusilados junto a la tapia del cementerio de Granada. La ciudad mantiene el monumento al fundador de un partido que apoyó el golpe militar y colaboró con la dictadura de Franco, pero olvida a quienes perdieron la vida por defender la legalidad constitucional de la República. Peor todavía. El Ayuntamiento de Granada, gobernado por la derecha, ha puesto a un sector del barrio del Zaidín el nombre del Comandante Valdés, gobernador civil y camisa vieja de la Falange, que ensangrentó las calles de Granada en el verano del 36. Los pistoleros de Valdés preferían la madrugada para ejecutar a sus víctimas. Las subían en los siniestros camiones de la muerte, por la cuesta de Gomérez, hasta el cementerio, y allí perpetraban la masacre. Desde los primeros días, la zona fue declarada de acceso prohibido. La tapia más oriental, junto a un campo de olivos, aún conserva los impactos de bala. La descarga de fusilería propagaba su estruendo por toda la ciudad. Era difícil no escucharla en el silencio de la noche. Sé de muchos granadinos que tapaban sus oídos y cerraban puertas y ventanas a cal y canto, presas de pánico. Es lo que pretendían los verdugos. Las familias que vivían cerca del cementerio optaban por mudarse a la casa de algún pariente para no escuchar el desplome de los cuerpos ni la agonía de los moribundos, que se habían convertido en la peor de las pesadillas. No obstante, hubo un observador excepcional que aquellos días visitaba la Alhambra, junto con otros turistas, y fue testigo de la feroz represión. Nada menos que Robert Neville, cronista del New York Herald Tribune, que llegó a descifrar el enigma de los camiones y la posterior ráfaga de disparos. Días después de su visita, Neville publicó en el diario neoyorquino un testimonio estremecedor de la terrible experiencia que le tocó vivir en Granada: “Hoy, cuatro de nosotros jugábamos al bridge en la habitación del hotel cuando pasaron dos camiones. Desde abajo habría parecido que todos los hombres en aquellos enormes camiones fuesen soldados, pero hoy los vimos desde arriba y observamos que en el centro de cada camión había un grupo de paisanos… Hoy los camiones subieron con aquellos paisanos. En cinco minutos, oímos los disparos. A los cinco minutos, bajaron los camiones y, esta vez, no había paisanos. Aquellos soldados eran el pelotón y aquellos paisanos iban a ser fusilados”. La represión fue tan brutal que algunos granadinos se escondían tras un tabique falso en el sótano de la casa, como los topos, confiados en que pronto pasaría la hora de las alimañas. Pero, la mayoría de las veces, eran denunciados por delatores. Otros, en cambio, se arriesgaban a pasar a zona republicana con ayuda de los valientes “niños de la noche” que, por entonces, se hicieron muy populares. Algunos fugitivos lograban pasar, pero sus familias sufrían las represalias. Y más de uno prefería entregarse para salvar a los suyos. Los pistoleros de Valdés eran dueños de la ciudad, con licencia para matar, y lo hacían sin escrúpulos. Matones a sueldo como “El chato de Plaza Nueva”, “Italobarba”, “El Afilaor”, “Paco el Motrileño” y el más temible de todos, Francisco Callejas “El Pajarero”, especialista en degollar a sus víctimas. Pero antes las torturaban en el Gobierno Civil para obtener información que permitiera detener a otros “rojos”. Se hizo tristemente célebre un instrumento conocido con el nombre del “aeroplano”. Los verdugos ataban las manos de los presos a la espalda y los izaban por las muñecas hacia el techo, hasta romperles los omóplatos si antes no hablaban. Los gritos de los detenidos se podían escuchar en la calle y algunos llegaron a tirarse por la ventana para escapar de la tortura. Mi familia, también fue golpeada por la represión franquista del 36. Mi tío-abuelo, Juan Bautista Roldán Manzano, fue fusilado por ser militante de la CNT, el sindicato al que pertenecían Francisco Galadí y Joaquín Arcollas Cabezas, los dos anarquistas ejecutados junto a Federico García Lorca y Dióscoro Galindo. Aún conservo una foto suya, entre mis recuerdos más preciados. Y mi propio abuelo, José Roldán (jardinero de los Rodríguez Acosta) también estuvo a punto de ser fusilado, pero agonizaba por enfermedad en la cama cuando los pistoleros de Valdés fueron a su casa con intención de darle el “paseo”. Como la de mi familia, hay centenares de historias en Granada. Historias silenciadas, todavía, por el miedo. Pero historias que deben ser contadas, antes de que desaparezcan los testigos de la tragedia. Los pocos que quedan, que son octogenarios. A la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica corresponde rescatar esos testimonios de personas que existieron, aunque no figuren en los libros de Historia escritos por los vencedores. Personas que empezaron a tener Historia con investigadores como Gerald Brenan o Ian Gibson, con quienes los granadinos estaremos siempre en deuda. Gibson llegó a ver en 1966 los registros oficiales del cementerio de Granada en los que figuraban los nombres de 2.137 hombres y mujeres, fusilados entre el 26 de julio de 1936 y el 1 de marzo de 1939. Pero probablemente fueron muchos más, ya que los fusilados por la Escuadra Negra ni siquiera quedaban registrados. Los funcionarios escribieron como causa de la muerte: “por disparo de arma de fuego”, pero pronto la sustituyeron por otra expresión aún más eufemística: “por orden del tribunal militar”. Gibson iba acompañado de otro testigo, el doctor José Rodríguez Contreras, pero no pudo hacer una fotocopia del documento; tan sólo le permitieron escribir algunas anotaciones a mano. Al poco tiempo, los registros desaparecieron. Las autoridades franquistas debieron considerar que el investigador irlandés había llegado demasiado lejos en sus pesquisas. Al parecer, unos policías se los llevaron del cementerio y los destruyeron por orden del alcalde José Luis Pérez Serrabona, en un intento de borrar el menor vestigio de aquella atrocidad. Entre los fusilados en las tapias del cementerio estaban los llamados “intelectuales rojos”, los más odiados por los franquistas. Acusados de haber “corrompido” a las masas, predicando las torcidas doctrinas del marxismo y la democracia. Catedráticos, abogados, maestros, médicos y más de 20 concejales de la corporación municipal. La flor y nata de la cultura y la política granadinas. Hombres notables como el alcalde Manuel Fernández Montesinos, el especialista en pediatría Rafael García Duarte, el ingeniero Juan José de Santa Cruz o el periodista Constantino Ruiz Carnero, director de El Defensor de Granada. Cinco años después de la masacre, los restos de las víctimas fueron exhumados de la fosa común y arrojados al osario del cementerio. Un pozo profundo, a cielo abierto y cercado por altas murallas, para que no pudieran mirar los curiosos. No obstante, Gerald Brenan pudo verlo en 1949. Observó calaveras, jirones de mortajas y hasta esqueletos enteros que aún conservaban las botas. Y entre la imponente masa ósea, distinguió los cráneos de los fusilados, perforados por el tiro de gracia. El hispanista británico debió sentirse conmocionado ante aquella imagen dantesca. Dieciséis años después, Ian Gibson siguió los pasos de Brenan y escaló el muro del osario. Para entonces, los restos de las víctimas ya estaban mezclados con huesos y trapos podridos más recientes. Y además, la lluvia y el Sol de tantos años los habían descompuesto. Cuando escribo estas líneas, el osario ha desaparecido y, salvo algunos impactos de bala en una tapia, no queda rastro de la tragedia. Sin embargo, los familiares no han olvidado a sus seres queridos, que se llevaron de casa aquel terrible verano del 36 y no volvieron a ver nunca más. El Ayuntamiento de Granada tiene el deber moral de honrar a las víctimas del cementerio con una placa o monolito que rehabilite su memoria para las nuevas generaciones. (Publicado en Ideal, 26 de agosto de 2005)