La Huerfanita (Boceto) –A la angelical María Aparicio Marín en memoria de su primera comunión.– El día era de júbilo y gran regocijo en el colegio y más para aquellas angelicales criaturas que por vez primera tenían que recibir la Comunión. El momento ansiado, la hora mil veces deseada y para la que habían precedido tantos días de piadosa preparación, había llegado con todas las pompas y lujos excelsos con que aquella comunidad destinada á la educación de aristocráticas niñas, rodeaba sus fiestas más señaladas. Las niñas la noche anterior, no habían podido conciliar el sueño; imposible: un cosquilleo indecible invadía sus tiernos cuerpecillos al pensar en la fiesta, en la gran fiesta del día siguiente; en vano pugnaban por recordar la profusión de oraciones y rezos tan recomendados por las monjas, pidiendo con doble objeto hacer una comunión dignísima y acariciar el espantado sueño. Una incoherencia en sus pensamientos, una tal inseguridad en sus propósitos hacíalas revolverse inquietas en los blanquísimos lechos pensando con nerviosidad febril en el acto tan grande y tan soberano que iba á consumarse en ellas dentro de algunas horas. Aquellas almitas sencillas, con la ciega y hermosa creencia de sus once años, empapadas en las plegarias y la religiosidad que las envolvía á todas horas, esperaban el momento solemne como algo casi inexplicable pero divinamente hermoso, de una magnificencia y una sublimidad inefables. Alguna que otra, y dando muestras de una increíble vanidad precoz, recordaba con viva precocidad que el traje el famoso traje en el que había cifrado todas sus ilusiones de vanidosilla impertinente, al probárselo el día anterior, le encontró cien defectos que lo transformaban en otro muy distinto de cómo se lo forjó su cabecita. Pocas veces como aquel día del año, las monjas se afanaban tanto por arreglarlo todo de manera impecable. El trajín, el mareo y las ocupaciones de las discretas religiosas con ser tan grande, no robaba la alegría y el contento que les rebosaba á raudales por todos sus poros al considerar la solemnidad tan grata con que iba á realizarse la Comunión Santa presenciada por concurrencia distinguidísima, por las familias de las pequeñas colegialas. El espacioso oratorio tapizado de celeste y blanco, ofrecía un aspecto divinamente encantador. Aquellas monjitas con sus manos diminutas de habilidad sorprendente, eran inimitables para engalanar el recinto más querido de la casa. Ellas solas, ninguna mano profana osaba nunca ayudarlas en faena tan simpática y en la que todas aguzaban los resortes de su irreprochable gusto. Con razón decía la concurrencia unánime que aquello no era oratorio: era un pedazo de cielo trasportado al mundo por secreto poder; aquella delicadeza, aquella fragancia exquisita de cien flores esparcidas con caprichosa verdad; aquel ambiente de gloria saturado de dulzura angelical, no parecía preparado por seres de esta vida. El acto había comenzado con el rítmico gorjeo de invisibles vocecitas sutiles, finísimas, penetrantes, de una suavidad encantadora, que contribuía á coronar aquel cuadro con una nota más angelical, más divinamente atrayente que ninguna. Las comulgantes todas con sus trajecitos de inmaculada blancura, cubriendo sus castas cabezas con nítido velo prendido con olorosa corona de azahar, esperaban ansiosas el augusto momento de acercarse á la mesa del Señor. Y en aquel grupo de níveas palomas, se destacaba por su radiante hermosura, una criatura divina cuyos bucles de oro lamiendo sus sonrosadas megillas y sus ojos azules, grandes, tristísimos y su boca diminuta plegada de una expresión de tristeza indecible, hacían pensar si con ser tan bellísima, sería la más desgraciada de todas las niñas. Sí, si lo era y sin embargo ella no se daba cuenta; no lo sabía; no podía saberlo: recordaba que toda su existencia se había deslizado en el colegio entre sus monjas tan cariñosas y sus amiguitas predilectas. Las caricias de su madre fueron para ella algo vago é indefinible de lo que á penas guardaba remota idea. Su madre, ¡pobre madre! Murió joven, muy joven todavía víctima resignada de las locuras é infidelidades de aquel padre lascivo é inhumano; el cual viéndose libre, para descargo y desembarazo á su vida de desenfrenado correr, había ingresado á la huérfana en aquella casa piadosa sin cuidarse ya más que de enviar anualmente las cuantiosas sumas que importaba la elevada educación de su hija. * Al acto grande, majestuoso, impregnado de seriedad y magnificencia inexplicable, sucedió una explosión tiernísima de júbilo, de la inefable alegría que henchía en aquellos momentos los cuerpos cobijados en el santo recinto. Al salir del oratorio terminada la fiesta, fue un desbordamiento de alegría, de palabras cariñosísimas, de besos paternales, de efusivos abrazos: las encantadoras comulgandas eran zarandeadas por sus familias como adorables muñequitas disputándose todos las caricias mayores. La Huerfanita en medio de este cuadro por ella nunca visto ni siquiera soñado, permaneció sola, aislada; nadie tenía que le abrazara en aquellos momentos que todos se abrazaban. Nunca se dio cuenta de su triste situación hasta entonces. La visión de escena tan poderosamente conmovedora rasgó el velo de su ignorancia destrozando á pedazos su alma inocente. Una congoja lacerante ahogaba su corazón al sentir la necesidad de algo; algo irreparable que le hacía mirar con amarga envidia á sus felices amiguitas. Sentía la necesidad de pronunciar una palabra cuyo nombre no recordaba haberlo pronunciado nunca… No pudo contenerse; sus ojos se inundaron de lágrimas, su boca dejó escapar una queja angustiosa. Lloraba, lloraba con pena desgarradora, cuando al pasar una monja arrojándose á su cuello, rompió gritando la deseada palabra: - ¡¡Madre!! - ¡¡Hija mía!! Y la madre sin hija y la hija sin madre, se confundieron en un abrazo largo, inmenso, interminable… Cito De El Enguerino. Año III nº 83