José Rubio-Carracedo - Servicio de publicaciones de la ULL

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¿DERECHOS LIBERALES O DERECHOS HUMANOS?
José Rubio Carracedo
El alcance y la significación de los derechos humanos siguen siendo más que nunca materia controvertida. Significan, sin duda, la aportación más valiosa de Occidente a
la humanidad. Pero, ¿hasta qué punto son aplicables al conjunto de los países fuera de
los que comparten el régimen democrático? Y, en el caso de que la respuesta sea positiva, ¿no será precisa una laboriosa, y siempre problemática, traducción e interpretación
de los mismos a las categorías socioculturales de cada país? Porque lo cierto es que el
origen de los derechos humanos en Occidente puede remontarse, al menos, hasta el
estoicismo, pero su formulación actual y su vigencia procede de las revoluciones liberales —esto es, burguesas— del siglo XVIII. Es más, durante el siglo XIX y principios
del XX, la doctrina de los derechos humanos quedó oscurecida tras los pliegues del
estatalismo, y posteriormente burlada en los regímenes totalitarios; sólo tras la Segunda Guerra Mundial, que significó el triunfo genérico de los regímenes democráticos
sobre los regímenes totalitarios, con la solemne Declaración Universal de 1948, se ha
iniciado la era efectiva de los derechos humanos en occidente y los primeros intentos
para su universalización. En definitiva, para que los derechos humanos se hagan efectivamente derechos civiles, políticos y sociales jurídicamente reconocidos.
Ahora bien, lo menos que se puede decir es que tales intentos de universalización, por lo general en el marco institucional de las Naciones Unidas, no han sido ni
hábiles ni efectivos. Porque se ha pretendido universalizar no sólo el espíritu sino
también la letra occidental de los derechos humanos. Ello ha significado, en la práctica, un intento de universalizar, conjuntamente con la vigencia de los derechos humanos, las categorías e instituciones del liberalismo en todo el planeta, esto es, la
«occidentalización» del mundo. Tal intento no sólo ha fracasado, sino que ha provocado los reproches de imperialismo cultural y de capitalismo etnocéntrico y, lo que es
peor, ha provocado la desconfianza y el prejuicio generalizado de que los derechos
humanos también son solamente categorías y conceptos del liberalismo occidental,
que sólo en su ámbito encuentran sentido, y que no resulta legítimo extender porque
resultan perjudiciales para el desarrollo económico y cultural fuera de sus fronteras
socioculturales.
El clima de confusión ha alcanzado también a Occidente, sobre todo con la eclosión de la postmodernidad en Europa y del comunitarismo en los Estados Unidos.
Hasta el punto de que también aquí ha llegado a ponerse de moda la consideración de
que los derechos humanos son meramente derechos liberales, ya que se corresponden
Laguna, número extraordinario (1999), pp. 57-67
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con una mentalidad individualista y una concepción atomista de la sociedad propias y
características del liberalismo conservador. No resultaría, pues, legítimo el intento de
universalizarlos ni siquiera vía traducción e interpretación sociocultural. Esta situación de asedio interno a los derechos humanos ha condicionado, a su vez, propuestas
minimalistas o rebajadas en los autores que todavía mantienen la significación y el
alcance universalista de los valores humanos en sí mismos, independientemente del
ropaje o la envoltura liberal. Probablemente estos intentos, por insatisfactorios que
resulten todavía, marcan el rumbo a seguir en el futuro: los derechos humanos tienen
un alcance y una significación universal; pero con la condición fundamental de que se
desprendan de la letra liberal para que su espíritu pueda ser traducido e interpretado
en las categorías y valores de cada cultura, ofreciendo así la posibilidad de que efectúen en esos países una revolución humanista semejante a la que provocaron en Occidente. Obviamente, tal proceso de transculturación resulta sumamente difícil de realizar desde las categorías liberales vigentes; se precisa más bien un laborioso esfuerzo
cooperativo, tanto intelectual como institucional, en el que resultará decisiva la participación de los mismos destinatarios. Se hace preciso, pues, un verdadero diálogo
intercultural.
LOS DERECHOS HUMANOS COMO DERECHOS ARISTOCRÁTICOS
PARA TODOS LOS CIUDADANOS
En un texto reciente, M. Walzer1 ha apuntado la idea de que el principio fundamental que rige la esfera política, esto es, que «el poder únicamente puede ser obtenido y
mantenido con el consentimiento de los gobernados», es anterior a la democracia moderna, pues ya estaba vigente en la monarquía medieval, aunque el consenso de los gobernados se limitaba a unos pocos, a la nobleza. La esencia de las revoluciones democráticas consistió, a su juicio, en reemplazar a esos «pocos» por «todos» los gobernados.
Por lo mismo, el ideal del ciudadano moderno se moldeó sobre el modelo aristocrático,
al tomar del mismo los derechos que prestan significación a su consentimiento, así como
el elenco de actividades y el espacio social. Consiguientemente —añado yo— los derechos humanos se moldearon igualmente sobre los derechos aristocráticos, los que los
nobles siempre tuvieron, al menos de iure: derecho de petición, de seguridad jurídica, de
reunirse en asamblea, libertad de expresión, de conciencia (religiosa) y hasta derecho de
privacidad (siguiendo el lema «mi casa es mi castillo»).
En efecto, cuando se estudian desde esta óptica las Declaraciones de Derechos
revolucionarias se percibe claramente el celo burgués-ciudadano por enumerar
exhaustivamente todos los derechos de la nobleza para no renunciar ni a uno sólo de
los mismos. El ejemplo más claro lo ofrece, sin duda, el Bill of Rights de 1689 con el
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M. Walzer, Moralidad en el ámbito local e internacional, Madrid, Alianza, 1996, pp. 85 y ss.
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que culmina la «Revolución Gloriosa» británica y el establecimiento de la primera
monarquía parlamentaria moderna. Pero lo más llamativo es que, al menos en lo que
respecta a garantizar las libertades, el Bill of Rights de 1689 enlaza histórica y
doctrinalmente con la Magna Charta de 12l5, con la Petition of Right de 1628 y el
Habeas Corpus Act de 1679. Como ha hecho notar M. Fioravanti2, la Magna Charta
no puede confundirse con los contratos simples de dominación que se pactaban por
doquier en la Europa Medieval entre el monarca y la nobleza, en los que se establecían
las condiciones y límites de la obediencia debida. Porque, aparte de la «libertad personal» típica de los tratados de dominación, la Magna Charta pone un énfasis especial
en la «libertad como seguridad personal y de la propiedad». Así el art. 39 establece:
«Ningún hombre podrá ser detenido o encarcelado, o privado de sus derechos o de sus
bienes, o puesto fuera de la ley o exiliado, o privado de su rango de cualquier otro
modo, ni usaremos de la fuerza contra él, o enviaremos a otros para que lo hagan,
excepto por sentencia judicial de sus pares y según la ley del país». Ciertamente, la
exigencia de juicio entre pares se refiere primordialmente al estamento aristocrático;
pero las garantías que se exigen sobre la libertad como seguridad jurídica y de los
propios bienes, y especialmente la exigencia de una «sentencia judicial (...) según la
ley del país» significa un paso fundamental para quebrar el arbitrismo del monarca y
someterlo a la jurisprudencia de tal modo que se pasa casi insensiblemente de la «ley
del país» al «derecho común» (common law). No sólo ha nacido el tercer poder del
estado, el judicial, sino también el estatuto de las libertades ciudadanas. El enfoque
historicista dominante en la tradición británica impidió, por una parte, que el despotismo real llegase a ser nunca tan desmesurado como en el resto del continente europeo
y, por otra, facilitó que los derechos nobiliarios se fueran extendiendo progresivamente a la gentry y a la burguesía comercial casi sin solución de continuidad. El Bill of
Rights de 1689 completará el proceso no sólo al poner el énfasis en la soberanía parlamentaria (King in Parliament), sino también al reforzar definitivamente la mayoría
de edad de los ciudadanos materializada en la capacidad que les reconoce (derechos y
libertades) no sólo para elegir libremente a los miembros del parlamento (art. 8) sino
también para ejercer derechos típicos de la aristocracia como el de presentar peticiones al rey sin temor a ser castigados por ello (art. 5), así como la obligatoriedad de que
toda multa o confiscación sea precedida de sentencia judicial (art. 12). Hasta tal punto
que el proceso revolucionario que culminó con la independencia de los Estados Unidos se inició por la protesta contra los abusos fiscales de la metrópoli y su incumplimiento del principio no taxation without representation. En definitiva, no sólo surge
el primer esbozo de los derechos humanos, sino que tales derechos nacen ya positivados
y protegidos jurídicamente, esto es, en cuanto derechos civiles y derechos políticos,
por muy restringido que fuese el sujeto de tales derechos.
2
M. Fiovaranti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, Madrid,
Trotta, 1996, pp. 31 y ss.
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Las declaraciones de derechos subsiguientes a las Revoluciones Americana y
Francesa persiguen el mismo objetivo, pero por una vía diametralmente opuesta: rechazan el modelo historicista-continuista británico justamente para marcar las diferencias del «Nuevo» frente al «Antiguo Régimen», que pretenden abolir desde sus
cimientos, desde un enfoque racionalista. No pudieron evitar, sin embargo, que su
modelo «individualista», pese a su negación radical del «orden jurídico estamental»,
reconstruyera reactivamente de modo racional y abstracto (iusnaturalista y contractualista) los derechos «del hombre y del ciudadano» sobre el molde histórico del aristócrata, ahora generalizado a todos los hombres libres, con el objetivo primordial de
garantizar los derechos y libertades frente a toda veleidad arbitraria de los poderes
estatales. De aquí que el énfasis se pusiera en el punto de vista moral y político. Resulta muy significativo en esta línea el proceder de los «padres fundadores» de la Revolución Americana quienes, tras haber elaborado el texto constitucional de 1787 según
el modelo individualista racional y abstracto, sólo dos años después, a iniciativa de
Madison, creyeron indispensable, para facilitar su positivación, añadirle un Bill of
Rights siguiendo el modelo historicista británico, que entró en vigor bajo la forma de
las diez primeras enmiendas de la Constitución Americana en 1791, y que confirman
fehacientemente cómo en un país sin aristocracia de sangre todos los ciudadanos pasaban a disfrutar en cuanto derecho común de los antiguos privilegios de la nobleza. Y,
en la misma línea, asistimos hoy a un intento paralelo —todavía ciertamente muy
ambiguo— para universalizar a los ciudadanos del mundo los derechos fundamentales que les son reconocidos a los ciudadanos de las democracias liberales, al menos en
versiones minimalistas de los mismos.
LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE 1948 Y LA POLÉMICA SOBRE
LA TERCERA GENERACIÓN DE DERECHOS HUMANOS
Tras la brillante acogida que obtuvieron con las solemnes proclamaciones que
culminaron las Revoluciones Americana y Francesa, los Derechos Humanos sufrieron
poco después una larguísima etapa de letargo, interrumpida ocasionalmente con alguna declaración constitucional (como la constitución mexicana en 1917, la alemana de
Weimer, en 1919, o la española de 1931) o la «Declaración internacional de los derechos del hombre», preparada por una asociación de juristas, en 1929. Hubieron de
acontecer los horrorosos genocidios de la Segunda Guerra Mundial para que la conciencia internacional recuperase el pulso ético-jurídico que contenían aquellas declaraciones casi en estado de hibernación, tanto en el marco político-legal de la Sociedad
de Naciones como en el de los pactos a nivel regional.
La «Declaración Universal de Derechos Humanos», aprobada por la ONU a finales de 1948, es el primer documento con validez política y moral internacionalmente
vinculante no sólo para los estados entre sí y con sus respectivos nacionales sino también para los individuos respecto a su estado. La Declaración fue elaborada por una
comisión de ocho expertos correspondientes a ocho países entre los que casi no hace
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falta decir que había mayoría de occidentales. El consenso obtenido fue muy amplio,
pues el texto no tuvo votos negativos, absteniéndose casi únicamente los estados socialistas. A grandes rasgos hay que decir que el texto recoge los derechos civiles y
políticos (con el enorme peso de la tradición liberal), pero recoge también los «derechos de segunda generación» o derechos sociales, ecómicos y culturales, y que habían
sido incluidos por primera vez en la constitución mexicana. Pero sería injusto el reproche de no haber incluido los «derechos de tercera generación» o derechos de solidaridad, que sólo se incluyeron en la «Carta africana de derechos humanos» en 1981. Más
adelante volveré sobre esta cuestión.
Pero la ONU había previsto, sin embargo, desde el primer momento conferirle
validez jurídica a la Declaración e incluso, ulteriormente, establecer medidas de
implementación o cumplimiento de los derechos humanos. Estos trabajos llevaron a
la aprobación en 1966 de un tratado con validez internacional, desdoblado en dos
Convenciones: la primera relativa a los derechos de primera generación y la segunda,
a los económico-sociales. Actualmente dichas convenciones han sido suscritas por
casi dos tercios de los miembros de la ONU, aunque sorprendentemente Estados Unidos no los había suscrito todavía en 1990. No hace falta insistir en que el texto de este
tratado tiene una redacción mucho más jurídica, con indicaciones sobre garantías judiciales, etc., sobre todo en el caso de los derechos civiles y políticos. Las medidas de
implementación de los derechos no han podido tomarse según el esquema previo: en
efecto, el proyecto inicial consideraba una comisión de arbitraje específico, la ampliación de competencias al Tribunal Internacional de Justicia y, como culminación del
proceso, la institución de un Tribunal internacional de derechos humanos. La realidad
es que hasta ahora sólo se ha creado una comisión de dieciocho expertos para cada
una de las dos Convenciones, cuyo funcionamiento es decepcionante: atienden las
reclamaciones contra los estados, exigen a cada estado informes periódicos a los que
los miembros de la comisión hacen observaciones, pero no la comisión como tal; por
último, sólo en el caso de la convención de derechos civiles y políticos, y si el estado
respectivo ha suscrito un protocolo facultativo, los particulares pueden reclamar a la
comisión, una vez que han agotado las posibilidades intraestatales. Los dictámenes
tienen, de hecho, más validez moral y política que verdaderamente jurídica. De hecho,
buscando mejorar la eficacia en la observancia real de los derechos, la ONU ha creado
en 1993 la figura del «Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos
humanos», sin duda a partir de los resultados relativamente aceptables de la misma
figura para los refugiados3.
Otra vía prometedora tanto para proteger la realización de los derechos humanos
como para sancionar legalmente las violaciones de los mismos ha sido la creación de
3
K.-P., Sommermann, «El desarrollo de los derechos humanos desde la declaración universal
de 1948», en A.-E. Pérez Luño (coord.), Derechos humanos y constitucionalismo ante el tercer
milenio, Madrid, Marcial Pons, 1996, pp. 98 y ss.
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las Convenciones regionales-continentales, auspiciadas por la ONU, pero elaboradas
con total autonomía. La primera que se puso en marcha, en el marco del Consejo de
Europa, fue la Convención Europea para la protección de los Derechos humanos y las
Libertades Fundamentales, aprobada en 1950. El influjo liberal es tal que, incluso
después de la Declaración de 1948, todavía se ciñe exclusivamente a los derechos
civiles y políticos. De hecho, sólo en 1961 se reconocieron los derechos sociales en la
Carta Social Europea, cuyo rango es mucho menor que el de la Convención. Bien es
verdad que en esta postergación juegan no sólo la ideología sino también las exhaustivas exigencias legalistas occidentales, que los derechos sociales no pueden satisfacer. Para la implementación de los derechos, la Convención Europea creó en Estrasburgo
una Comisión y un Tribunal; pero las reclamaciones individuales sólo son posibles si
el respectivo estado ha suscrito la correspondiente «declaración de sujeción» (que, de
hecho, en el momento actual, han suscrito ya todos).
La Convención Americana de Derechos Humanos fue creada en 1969 y entró en
vigor en 1978. Es de notar que una Declaración Americana de Derechos Humanos se
adelantó en unos meses a la Declaración Universal de 1948, aunque beneficiándose
de los trabajos preparatorios de ésta. La Convención de 1969, a su vez, sigue la senda
trazada por la Europea, organizándose también en una Comisión y en un Tribunal. La
novedad es que no existe «declaración de sujeción», por estar ya implícita en la firma
de la Convención por cada estado.
Por último, en 1981 se creó en el seno de la OUA la «Carta Africana de los
Derechos del Hombre y de los Pueblos», que entró en vigor en 1986, y que es conocida corrientemente como «Carta de Banjul». La mayor novedad de este pacto
interafricano es la incorporación por primera vez, junto a los derechos cívico-políticos y los derechos sociales, de los derechos de «Tercera Generación», o Derechos de
los Pueblos, o Derechos de Solidaridad. Su estructura organizativa es también más
simple: una sola Comisión recibe y resuelve las demandas de los estados y de los
individuos.
Pero, obviamente, la cuestión más espinosa es la incorporación de los «Derechos
de los Pueblos». La «Carta de Banjul» dió un paso decidido en esta dirección al positivar
como tales el derecho al desarrollo, el derecho a un medio ambiente sano y el derecho
a la paz. Frente al escepticismo generalizado con que fueron acogidos estos nuevos
derechos en Occidente, contrasta la defensa entusiasta de algunas individualidades,
en especial la de K. Vasak, director entonces del departamento jurídico de la UNESCO,
quien acuñó el nombre de «Derechos de tercera generación» y hasta redactó un «Pacto sobre derechos de solidaridad» para que fuera añadido a los otros dos aprobados
por la ONU en 1966, en el que incluye el derecho al respeto del patrimonio común de
la humanidad. Vasak argumentó también a partir de la tríada Liberté, égalité, fraternite,
haciendo coincidir cada generación de derechos humanos con cada uno de los grandes valores revolucionarios.
¿Qué se contiene en ese rechazo claramente mayoritario de los expertos occidentales a los nuevos derechos? Sería ciertamente demagógico atribuirlo enteramente a la
ideología neoliberal dominante y a su incapacidad para concebir la realidad de un
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derecho colectivo. Porque existen algunas objeciones de indudable peso que es preciso resolver. La primera es la siguiente: «¿A quién vinculan los deberes correlativos a
tales derechos?». Si no puede responderse a la cuestión es que no se trata de verdaderos derechos, sino tal vez de simples, aunque muy legítimas, aspiraciones morales y
políticas. Pero es que, además, quedan otras preguntas: ¿quién es el responsable de
exigir su cumplimiento? ¿Qué instituciones de implementación podrían crearse en su
caso? ¿Cómo puede neutralizarse la no-exigibilidad judicial de los nuevos derechos?
Una primera respuesta podría ser que estas objeciones o muy similares fueron las
presentadas a la inclusión de los derechos económicos, sociales y culturales y, sin
embargo, finalmente fueron positivados y admitidos (aunque no por la Convención
Europea). Hay que reconocer, sin embargo, que los llamados derechos de los pueblos
son un caso muy distinto y mucho más complicado. Es claro que recogen aspiraciones
muy importantes de la humanidad, pero las instituciones jurídicas y políticas que poseemos (ONU, convenciones regionales-continentales, etc.) no puede garantizarlas ni
siquiera con una eficacia mínima. Como ha sugerido Sommermann4, tal vez fuera
preferible desarrollarlos como convenios concretos, al estilo como se ha tratado la
Discriminación Racial (1966), la Discriminación de la Mujer (1979), el Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra de La Haya o el convenio de 1984 contra la Tortura. Tales pactos o convenios concretos podrían desarrollarse también a nivel regionalcontinental. Estas regulaciones internacionales habrían de atender, por lo demás, no
sólo a sancionar a los infractores, sino también a implementar políticas preventivas
como forma más eficaz de protección de los derechos humanos.
Una de las objeciones más intimidatoriamente presentadas contra la admisión de
los nuevos derechos es que provocan una «contaminación de las libertades», esto es,
que por su misma naturaleza colectiva e imprecisa provocarían el desprestigio de todo
el conjunto de los derechos humanos. La objeción ha de ser tenida en cuenta, pero no
es menos cierto que los derechos y libertades de la tercera generación están poniendo
a prueba la superioridad pretendidamente incontestable del derecho occidental sobre
los instrumentos jurídicos de otras culturas, mucho más simples, por lo general, y no
necesariamente menos justos y eficaces. También desde este punto de vista el tratamiento de los nuevos derechos mediante convenciones internacionales puede ser una
vía media entre las diversas formas de tratamiento jurídico, aunque, eso sí, su cumplimiento habrá de ser exigido por nuevas figuras de poder ejecutivo internacionalmente
reconocidas.
No hay que olvidar, por lo demás, que los nuevos derechos poseen, aparte de su
componente jurídico, otro contenido fuertemente utópico, esto es, una exigencia ética
que reclama incesantemente su cumplimiento. Lo que presumiblemente hará que su
proceso histórico haya de recorrer un itinerario de dificultades parecido al de los derechos de primera y de segunda generación.
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Ibid., pp. 107-108.
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Si los derechos humanos significan, ante todo, un proyecto de emancipación individual y colectiva de la humanidad es lógico que vayan surgiendo conforme se producen las nuevas exigencias de libertades. En efecto, pese a la actitud de muchos
tratadistas, la historia de los derechos humanos está lejos de haberse cerrado. Es más,
el mismo proceso histórico que incorpora nuevos derechos, provoca el abandono de
algunos otros anteriormente reconocidos, como el derecho «sagrado e inviolable» de
propiedad, etc.5.
Pese a todo, es indudable que los llamados derechos de tercera generación están
todavía en su infancia y habrán de recorrer un largo camino de maduración hasta que
consigan llevar a términos mínimamente aceptables la indeterminación actual que
afecta tanto a su titular, como a su mismo objeto e igualmente a su protección jurídica.
La tarea a realizar es, ciertamente, inmensa y requiere no sólo inteligencia sino también inventiva e imaginación. El que sea una tarea difícil no autoriza a juzgarla imposible. Una precondición para emprender aquel objetivo es la asunción de la nueva
sensibilidad respecto de los problemas sociales, ambientales y de solidaridad entre los
individuos y los pueblos, de participación democrática, de globalización, etc., porque
la exigencia de los nuevos derechos nace de la misma fuente.
UNIVERSALIDAD Y DIFERENCIACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS
Como ha quedado expuesto en el apartado anterior, la protección jurídica internacional de los derechos humanos ofrece un panorama aceptable en los últimos cincuenta años, aunque no así su cumplimiento real. Simultáneamente se ha producido
un notable debilitamiento de uno de los conceptos más rotundos en los que se apoyaba
el estado moderno: su soberanía absoluta. El proceso galopante de globalización ha
roto algunas de sus barreras más sensibles: autosuficiencia política, militar, económica, el orden público como mero asunto interno y, por supuesto, la vigilancia de los
derechos humanos. Tanto que algunos observadores se preguntan —cuando no lo acusan abiertamente— si no se trata de hacer un uso instrumental de los derechos humanos, al igual que de la democracia, para mejor extender la hegemonía occidental en
todo el mundo.
Ciertamente, el derecho internacional de los derechos humanos, tanto en el marco de la ONU como en el de las convenciones continental-regionales, ha jugado un
papel esencial para derribar la barrera del «dominio reservado» de cada estado. Y este
era un paso previo de todo punto indispensable. Pero el segundo paso implicaba obtener un colaboración sincera de cada estado no sólo en la observancia de los derechos
5
A.-E. Pérez Luño, «Derechos humanos y constitucionalismo en la actualidad: ¿continuidad o
cambio de paradigma?», en ibid., p. 15; e I. Ara Pinilla, Las transformaciones de los derechos
humanos, Madrid, Tecnos, 1994, pp. 113 y ss.
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humanos sino también en la reelaboración de sus textos legales, y hasta —si era el
caso— de la propia constitución, para que reflejasen la lógica interna de aquéllos, a la
vez que indirectamente inducía la implantación de la democracia. Porque el estado
nacional, lejos de jugar un papel meramente subsidiario, ha de ser colaborador principal en la aplicación y vigilancia de los derechos humanos positivados en los textos de
la ONU y de las convenciones regionales.
Otra cuestión, que ha traído un notable descrédito al impulso occidental dado a
los derechos humanos y a la extensión de la democracia, ha sido el doble rasero o la
doble moral, aplicada incluso por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Baste
mencionar los casos de Irak, China, Haití, Somalia, Cuba o Israel: China parece demasiado fuerte y demasiado importante comercialmente como para imponerle sanciones o embargos; el caso de Israel es distinto, pero todavía más privilegiado. De todos
modos, parece claro que Asia es la mancha global respecto de los derechos humanos
y la democracia: ni siquiera se ha producido un intento de elaborar una convención
regional asiática.
Otros autores han cuestionado la estrategia minimalista que se ha seguido en la
universalización de los derechos humanos, como es el caso de John Rawls6, quien
selecciona los siguientes derechos básicos universalizables: derecho a la vida y a la
seguridad, a la propiedad personal y a los elementos del Rule of Law, así como a cierta
libertad de conciencia y de asociación, y, finalmente, «el derecho a emigrar». Tal
estrategia que ha restringido su vocación universalista a los derechos humanos esenciales, a la vez que éstos mismos derechos básicos marcan los límites de la tolerancia
y del pluralismo, es acertada, a mi parecer, con independencia de que la selección
efectuada sea discutible. Y, por el contrario, todo enfoque maximalista de los mismos
acarrearía el fracaso del conjunto, no tanto por el número de cambios a que obligaría
de un solo golpe, sino porque muchos de tales cambios no son tan esenciales y pueden
esperar a que arraiguen los primeros. Hay que tener en cuenta, además, que la ONU
considera como «crimen internacional del estado» solamente los seis siguientes: esclavitud, genocidio, apartheid, tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones sumarias arbitrarias. También en este punto se manifiesta que, pese a las torpezas y errores
cometidos en su implementación, los derechos humanos mantienen una fuerza
emancipatoria y un poder subversivo que hacen ociosa, y perjudicial, la intervencional
unilateral, incluso democrática, a no ser en ocasiones excepcionales en las que se han
agotado verdaderamente todas las vías alternativas.
Por otra parte, suele hacerse una rotunda contraposición entre universalismo y
diferenciación de los derechos humanos, que creo carente de una base sólida. Toda
idea o proyecto con potencial verdaderamente emancipador tiene siempre vocación
universal, pero simultáneamente, tal idea o proyecto, sin dejar de ser la misma, habrá
6
J. Rawls, «The Law of Peoples», en S. Shute & S. Hurley (eds.), On Human Rights The
Oxford Amnesty Lectures 1993, New York, Basic Books, 1993, p. 57.
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de acomodarse a las condiciones socioculturales de cada uno de los destinatarios de la
misma. Por tanto, universalidad y diferenciación no se oponen, sino que, por el contrario, se complementan necesariamente. Y por eso no suena extraño decir: somos
libres y diferentes, iguales y diferentes, solidarios y diferentes, cosmopolitas y diferentes, etc. Es lo que Giner denomina «la paradoja de la diversidad»: la convivencia de
diferencias en un mismo paradigma es precondición para poder resolver sus incompatibilidades en normas generales consensuadas tras larga deliberación; o, lo que es lo
mismo, la diversidad bien entendida conduce a la universalidad7. Pero ha de tratarse,
pues, de un universalismo ponderado, esto es, traducido o, mejor, reconstruido en el
diálogo intercultural.
Otra cuestión distinta, aunque inevitablemente implicada, es la que plantea la
traducibilidad o no de las ideas y los valores interculturales, al modo como se traduce
un texto. Se dan dos actitudes básicas en la traducción: 1º) ceñirse lo más posible al
original, aunque con ello se arriesgue la inteligibilidad del texto; y 2º) verter el texto
original adaptándolo a las categorías conceptuales y axiológicas de la segunda lengua,
aunque con ello arriesgue la fidelidad del mismo. La tarea de traducción es mucho
más compleja en el caso de los derechos humanos o de la democracia. Pero los problemas a resolver son los mismos: inteligibilidad y fidelidad de los contenidos traducidos. Eso sí, la opración es mucho más compleja, porque no se trata propiamente de
traducir los derechos humanos, sino de reinterpretarlos o reconstruirlos según los casos. Es más, incluso dentro de la propia cultura occidental, sus tres universalismos
más notorios —cristianismo, liberalismo y marxismo— se vieron sometidos a operaciones de diferenciación, lo que exigió hacer traducciones categoriales entre sus corrientes ideológicas: baste citar la traducción socialista de los derechos humanos liberales o la traducción liberal de algunos conceptos marxistas8. Por lo demás, es obvio
que la traducción intercultural, para ser fiable y, por tanto, válida, ha de ser a la vez un
proceso más o menos dilatado en el tiempo y el fruto de la colaboración de intérpretes
autorizados de ambas culturas, a ser posible con excelentes conocimientos de la otra
cultura, que le capaciten para meterse realmente en la piel del otro. (No entraré aquí en
la espinosa cuestión de la conmensurabilidad o inconmensurabilidad categorial o cultural).
Por lo demás, el universalismo occidental actual, de raigambre liberal, es ante
todo una ideología individualista, que persigue la autonomía y la libertad de ataduras
del individuo, tanto respecto de creencias como de colectividades. Ahora bien, es obvio que individuo implica diferencias, puntos de vista particulares, valoraciones relativas. Resulta, pues, del todo inconsistente la actitud imperialista y neocolonizadora
de quienes propugnan la aplicación universal y homogeneizante del paradigma occi-
7
S. Giner, «La urdimbre moral de la modernidad», en S. Giner y R. Scartezzini (eds.),
Universalidad y diferencia, Madrid, Alianza, 1996, p. 72.
8
R. Scartezzini, «Las razones de la universalidad y las de la diferencia», en ibid., p. 21.
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dental de los derechos humanos y de la democracia, pues de este modo muestran la
verdadera faz particularista del universalismo occidental. El nuevo universalismo, en
cambio, es una apuesta rotunda por la diversidad en la unidad, de modo que los valores «libertad», «igualdad», etc., llegarán a ser únicos en la diversidad, según las diferentes relaciones. Tendremos, pues, una libertad compleja, una igualdad compleja,
una ciudadanía compleja, etc.9.
Es más, habrá que abordar algún día de frente el planteamiento típicamente liberal de vincular la promoción y el respeto de los derechos humanos a su formulación y
promulgación legal, de tal modo que una aspiración ética, por profunda y generalizada que esté, nunca será derecho humano hasta que consiga su reconocimiento legal,
única forma de obtener la tutela judicial, como si lo verdaderamente decisivo fuera el
reconocimiento jurídico y no la exigencia moral que lo impulsa. Ciertamente, se dan
muchas razones para mantener tal estatuto jurídico en Occidente, aunque sin pensar
que nuestro sistema legal es perfecto, ni mucho menos. Pero pretender universalizar
los derechos humanos con su ropaje legal a los países africanos y asiáticos significa,
al menos, pasar por alto la exigencia de diferenciación que contrapesa a la universalidad y le confiere autenticidad. Es probable que en el futuro la ética tenga mucho más
que decir sobre los derechos humanos.
Por lo demás, estoy persuadido de que la mejor estrategia para la promoción y
universalización de los derechos humanos no es directa, sino indirecta, ya que su
aceptación progresiva está estrechamente vinculada —y hasta es dependiente— a la
promoción y universalización de la democracia en el mundo, que igualmente habrá de
hacerse desprendiéndola de su envoltura liberal y traduciéndola tanto categorial como
institucionalmente a las características socioculturales de cada país, sin que sea preciso «occidentalizar» a sus destinatarios. Y ello por exigencia de autenticidad, no de
oportunismo. Sólo en esta línea tendrá sentido el diagnóstico de Rawls10: el cumplimiento de los derechos humanos es el criterio más claro de democratización, ya que
los derechos humanos marcan los límites de la tolerancia y del pluralismo. Pero tal
objetivo sólo es posible mediante una democracia verdadera.
9
J. Rubio-Carracedo, «Ciudadanía compleja y democracia», en J. Rubio Carracedo y J.M.
Rosales (eds.) La democracia de los ciudadanos, Málaga, Contrastes, 1996, pp. 141-163.
10
J. Rawls, «The Law of Peoples», op. cit., pp. 80-82.
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25/02/2013, 11:26
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