Undécimo mandamiento: Si los Diez Mandamientos no han

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PRIMERA PARTE
Undécimo mandamiento:
Si los Diez Mandamientos no han
conseguido salvar tu alma, y si persistes en no respetar nada, convéncete de
que no vales gran cosa.
Capítulo 1
Es como si la Tierra hubiese dejado de dar vueltas.
Tengo la sensación de estar descomponiéndome con el
paso de los minutos, de que cada instante se lleva consigo un
jirón de mi ser.
Una calma desesperante aplasta la ciudad. Esto es una
balsa de aceite, la gente se dedica a lo suyo, las ancianitas están encantadas de la vida y no hay dramas en la calle.
Para un polizonte dinámico, esto es como estar en dique
seco.
Desde que se neutralizó a Dab1, Argel se siente aliviada. La
gente se acuesta tarde, y rara vez se levanta. El Estado Providencia se regodea en el far niente con el mismo desapego que sus gerifaltes. De sol a sol, el pueblo llano se mueve indolente de aquí
para allá, hurgándose la nariz y mirando al vacío. Todo el mundo nota que algo terrible se está gestando, pero a nadie le importa un pepino. Los argelinos sólo reaccionamos en función de lo
que nos ocurre, jamás en previsión de lo que pueda ocurrir.
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Le dingue au bistouri (El chalado del bisturí), Flammarion, 1999.
Las notas numeradas son del propio autor.
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Mientras llega o no el diluvio, hacemos carantoñas.
Nuestros santos patronos están ojo avizor, nuestras basuras
rebosan de vituallas y la crisis económica que se cierne sobre
el planeta es, aquí, para nosotros, un simple cometa.
O sea, que esto es jauja.
Ha estado lloviendo durante toda la noche. El viento anduvo desmelenado hasta la madrugada. Luego, el cielo se
despejó y un sol digno de Rembrandt se despelotó por encima de los edificios. El invierno no ha acabado de despachar
su grisura y ya está aquí el verano, pasando por alto la primavera y todo lo demás. Por las calles desembarradas, las chicas
se cruzan por las mentes como estrellas fugaces, con su jubiloso palmito y su trémula grupa. Una auténtica delicia. Si tuviera veinte años menos, me casaría con todas.
Intento dar con una anomalía en la pared para meditar
sobre ella. Hace meses que estoy de brazos cruzados. Ni una
casa asaltada, ni siquiera un cachorro raptado. Cualquiera diría que Argel se niega a cooperar.
He lamido el fondo de mi taza de café, descifrado, uno
a uno, los incontables arabescos que garabateo distraídamente sobre mi papel secante; no hay manera de que se meneen
las agujas del reloj de la pared. Son las tres y cuarto y estoy
aburrido.
El rais, muy serio dentro del marco dorado que tengo enfrente, me mira con insolencia. Me he levantado mil veces
para descolgarlo, y otras tantas he temido desatar la furia divina. Me tranquilizo y me lo tomo con paciencia, en espera
de que una próxima revolución nos imponga un dios eólico
menos deshidratador.
Y, de pronto, entra Lino atropelladamente en mi cuchitril sin ni siquiera molestarse en llamar:
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—Oye, comi, ¿qué te parece? —me pregunta a voces y
desfilando como un modelo, encantado con su look.
El teniente va vestido como un príncipe monegasco.
Radiante, deja de contonearse, se planta en pleno centro del despacho y se quita con desparpajo sus gafas imperialistas.
—Hoy estoy como una rosa —me declara.
—Pues para un capullo no está nada mal.
Se parte de risa.
Frunce el ceño, me mira de hito en hito.
—¿No te gusto?
Le enseño mi anillo de boda.
Suelta una risotada, va hacia la puerta vidriera y se contempla en ella. Satisfecho, se pone las gafas, se pasa un dedo
suave por la pelambre engominada, con una austera raya en
medio, y, para deslumbrarme, me enseña el forro de su chaqueta y recita:
—Pierre Cardin: 8.500. Sin descuento ni remisión. Pantalón Lacoste: 4.500. Camisa Kenzo, pura seda: 2.245. Zapatos Dodoni, ¡auténtico cocodrilo, viejo!: 9.990.
—Ahora comprendo por qué algunas rebeliones acaban
por falta de municiones: ¿Lotería o chantaje?
—Tengo la paga y la hucha bajo candado. El dinero haram* no es lo mío, viejo... ¿Cómo me ves?
—Raro.
—Qué aguafiestas eres, jefe. Por cierto, adivina dónde
voy a cenar esta noche.
—Ni idea.
* Ilícito, desde el punto de vista religioso. Se opone a halal, lícito.
[N. del E.]
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—Al Sultanato Azul, lo más selecto de la bahía. Allí te
miman tanto el condumio que lo que sobra se añade sin reciclar al menú de las comidas rápidas.
—¿Seguro que no te ha tocado la lotería?
—¡Que no! Bueno, es cierto que me ha tocado el gordo,
pero se trata de una grata compañía. Estamos citados para
dentro de media hora.
—Pues llévate una silla.
Lino me ve venir. Encoge la nariz, ladea los labios y gruñe:
—No la voy a necesitar, comi, no me van a dejar plantado. Esta vez va en serio.
—Entonces debe tratarse de un travesti.
Lo he ofendido.
Se le corta de sopetón el buen rollo y se le ensombrece la
reluciente jeta. Desanimado por mi mueca, mete el índice
por el cuello de la camisa, la da un tironazo, da media vuelta
y se abre.
Pero no se lleva su sombra consigo, pues se acaba de velar
la claridad que mecía mi despacho.
Las tres y diecinueve minutos, machaca el mortífero reloj.
Agarro el teléfono y llamo al jefe, en el tercer piso.
Lo coge el inspector Bliss, lo cual me agudiza la crisis de
almorranas.
—¿Qué pasa?
—Comisario Llob al aparato.
El muy cerdo suspira.
Para quienes aún no conocen a Bliss, vaya por delante el
aviso: un granuja de mucho cuidado, capaz de robarle un
dedo a quien le eche una mano.
—¿Qué quieres? —masculla.
—¿Qué puñetas estás haciendo en el despacho del jefe?
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—Pues... de jefe.
—Déjate de idioteces y pásame al dire.
—¿Cómo has llamado al señor director?
Me dan ganas de meter el brazo por el auricular y arrancarle la piel del pescuezo.
—Mira, Llob, yo tengo mucho que hacer. El señor director está de inspección durante dos días. Si tienes un mensaje,
suéltalo ya.
—O sea, que también estás sustituyendo al contestador.
Me cuelga en las narices, saltándose mi edad y mis galones. Me lo pienso un par de segundos y me sereno, poniendo
al mal tiempo buena cara. Pero paso de quedarme un minuto
más en el despacho, y menos con una BMG2 cubriendo la
interinidad.
Ya que el jefe está fuera, recojo mi chaqueta, doy un brinco y me pierdo por ahí, como todo argelino que se precie.
Mi deriva me lleva hasta la librería de Mohand. Deduzco que quizá el azar me esté preparando una sorpresa y decido prestarme a su juego. Monique está colocando una pila
de libros en las estanterías. Se tambalea en lo alto de un taburete, con la falda muy subida. De entrada, compruebo
que no está dispuesta a cambiar un ápice sus costumbres: sigue empeñada en usar calzoncillos. Carraspeo en mi puño
para no desasosegarme. Tanto la entusiasma mi visita que
casi se me cae en los brazos. Regresa a tierra firme, me salta
al cuello y me suelta un beso capaz de excitar hasta un pedúnculo.
—¡Hace la tira de tiempo, tú! ¿Qué te trae por aquí?
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Basura Modificada Genéticamente.
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—El olfato. De toda la vida, las librerías dan cobijo a
conciliábulos subversivos. Como últimamente estoy en paro
forzoso, he venido a curiosear tras las cortinas.
—¿Traes una orden de registro?
—¿Por qué me tendrán siempre que hacer preguntas que
no entiendo?
Aunque sea alsaciana por los cuatro costados, Monique
tiene un toque familiar normando. Me saca un par de cabezas. Por eso siempre intento no salir en fotos a su lado.
Me aúpa con sus brazos para contemplarme como si fuera un calzón de boxeador, menea de izquierda a derecha la
cabeza, me escruta y, ya satisfecha, me felicita:
—Parece que estás en forma.
—Es que me falta fondo.
—Haz el favor, no te pases de gracioso. Por una vez que
traes una pinta más aceptable, disfrutemos de ello.
Opto por no aguarle su felicidad e improviso un amago
de sonrisa.
Me increpa.
—¿Te has equivocado de camino?
—Mis lectores opinan que no hay bastantes mujeres en
mis novelas.
Me agarra por los hombros, se supone que para entonarme.
—Me estás tomando el pelo, Brahim.
—Me he dejado las tijeras en el despacho.
Monique suelta una carcajada que suena como si un establo al completo estuviese cantando al caer la noche sobre
las verdes praderas.
—¿De verdad de la buena vas a hablar de mí en tu próximo libro?
—Te prometo que se lo comentaré a mi negro.
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—Podías haber avisado, me habría peinado un poco.
Conocí a Monique en 1959, en Ighider, donde daba clases de geografía e historia. También su padre era maestro.
Tras la guerra y las horrendas oleadas de represalias posteriores, su familia se exilió a Francia. Monique se quedó. Se casó
con Mohand, un d’arguez* de las altas montañas amante de
los libros. Al parecer, la noche de bodas, mientras los amigos
esperaban en el patio que se les enseñara las enaguas manchadas de sangre, ambos tortolitos estuvieron traduciendo poemas de Cabilia hasta el amanecer. Luego, como el aduar se
les quedó pequeño para su pasión, se compraron una pequeña librería venida a menos, en Bab El Ued, y desde entonces
pasan más tiempo leyendo que haciendo cualquier otra cosa.
—Mohand, mira quién está aquí —suelta Monique hacia la trastienda.
—Sólo conozco a un tipo que apeste tanto —contesta
una gangosa voz en off.
Me acerco a Monique y le murmuro:
—Debería desinfectarse el bigote.
Suelta otra de sus carcajadas ancestrales.
No hay nada como la risa de una mujer para quedarse
uno como nuevo. Se aparta una cortina y Mohand emerge
de su ratonera. Es un hombrecito de cincuenta kilos, impuestos incluidos, con la nariz arrogante y gafas de montura
metálica. De no ser porque la naturaleza lo ha agraviado con
tan alarmante calvicie, casi darían ganas de adoptarlo.
—Brahim Llob en carne y hueso —dice barriéndome
con la mano de arriba abajo—. O sea que ya nos hemos olvidado de los amigotes.
* Un hombre duro. [N. del E.]
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—Ando un tanto olvidadizo.
—Me va a mencionar en su próximo libro —le señala
Monique, contoneándose de alegría.
—Eso no va a hacer que mejore el negocio.
Mohand finge estar mosqueado. Sé que me quiere mucho y que se toma muy a mal que no le haga caso. Erudito
bilingüe, es en sí mismo una formidable enciclopedia. Ningún autor lo deja indiferente ni se le escapa una novedad. Se
sabe de memoria a El Munfaluti, a Confucio, los ensueños
de Rousseau y los controvertidos vaticinios de Nostradamus.
Antes visitaba con regularidad su librería, y él ponía a mi disposición su tesoro libresco. A él debo el grueso de mis lecturas y buena parte de mis hazañas literarias. De hecho, a él le
debo mi amor a una tradición de cada cultura y a una deidad
de cada mitología.
—¿Vienes a renovar tu suscripción?
—Así es. Últimamente ando escaso de inspiración, y me
dije que quizá rebuscando entre tus viejos libros me topara
con algo plagiable.
Me pone cara larga durante un par de segundos y luego
me invita a pasar a la trastienda. Allí hay obras como para
mantener vivo el fuego de un ejército de vándalos acampados
durante todo un invierno. No tenemos más remedio que andar en fila india para que no se produzca la avalancha. Mohand empuja un minúsculo taburete hacia una fila de libracos
de tapas mohosas, aparta una telaraña, busca y rebusca y se
baja con un dedo pegado a la sien.
—Yo tenía un Akkad en alguna parte.
—Ve con cuidado, que no soy trapecista —le recuerdo.
—¿Y qué?
—Que no pongas el listón demasiado alto.
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Arquea la ceja y se dirige hacia un stock de novelas empaquetadas en un rincón.
—Esto iba para papel reciclado —me dice indignado—.
El hermano de Monique los ha recuperado. ¿Te das cuenta?
Hacen papilla miles de obras por falta de compradores cuando basta con regalarlas a una biblioteca del Sur para hacer feliz a una nación.
—Ya te mandan bastantes sacos de arroz.
—En la vida, no todo es comer... Mira, aquí tenemos
algo interesante, añade proponiéndome un tocho. A este Rachid Uladj no se le conoce mucho por aquí, pero pronto oiremos hablar de él.
—¿No es ése el fulano que habla tan mal del FLN?
—Digamos que no es cariñoso con el sistema.
Rechazo el libraco con gesto de asco.
—Te lo puedes quedar. Conozco de sobra a esos pequeños reaccionarios por encargo que de pronto descubren desde la isla San Luis de París que tienen talento, y te aseguro
que no es como para empalmarse...
—¿Qué me estás contando si ni siquiera le has echado
una ojeada?
—No hace falta. Conozco el molde del que ha salido.
A Mohand le indigna mi patanería.
No me apeo del burro. En realidad, me limito a amoldarme a los usos de todo escritor local ante el éxito editorial
de un congénere, sobre todo si arrasa en Francia. Si algún día
yo, Brahim Llob, funcionario incorruptible y genio aséptico, llegara a brillar entre las estrellas del firmamento, seguro
que se me trataría de plumífero a sueldo del régimen —sólo
por ser madero—, o de chico para todo si los medios de comunicación de ultramar me diesen coba. Así son las cosas en
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Argelia, y no de otro modo. Experimentamos un placer insano asociando el éxito de los demás con la herejía y la felonía.
Ese prejuicio nos produce una comezón a la vez dolorosa y sabrosa, y no renunciaríamos a ella aunque nos tuviésemos que
rascar hasta sangrar. ¿Qué le vamos a hacer? Hay gente así:
marrullera por su incapacidad para mantenerse erguida, malvada por haber perdido la fe, desgraciada porque es algo que
les encanta congénitamente. No hay argelino que pueda recordar haber intentado reconciliarse realmente con nuestra
verdad. ¿Y qué salvación se puede prescribir a una nación
cuando la élite de sus retoños, la que se supone debería sacudir las conciencias, empieza enmascarando la suya?
Pero bueno...
Tras haber rebuscado un rato, me quedo con un Driss
Chraïbi y me apresuro a salir de allí, pues el olor a humedad
está empezando a dañar seriamente mi principal instrumento de trabajo.
Mina se ha pintado un poco los labios y se ha puesto un
poco de kohol en los ojos. Es su manera de redimirse. Ayer no
nos fueron bien las cosas. Por una tontería. Yo estaba de mal
humor y me dejé llevar un poco.
Me gratifica con su sonrisa de madona y se adelanta para
quitarme la chaqueta. Yo pongo cara de mosqueo. Soy consciente de mi falta de delicadeza, pero es algo que me supera.
Cuando era crío, admiraba mucho a mi padre. No recuerdo
haberlo visto sonreír. Era un auténtico d’arguez, severo y sempiternamente estreñido. Por menos de nada, volcaba la sopa
sobre el regazo de la vieja y luego cogía su garrote. Y mi madre, que se echaba a temblar con sólo oír sus pasos en la calle,
lo veneraba doblemente por ello. Así que cuando se le ocurría
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dar las gracias, para ella es como si estuviese oyendo piar a un
ángel del cielo.
Creo que de ahí me viene mi machismo.
Mis dos retoños mayores están en el salón. Murad se ha
adormilado, fulminado por el programa de la tele nacional.
Ronca con la boca muy abierta y el cuello doblado sobre el
brazo del sillón. A su lado, su hermano mayor Mohamed está
tumbado sobre la banqueta acolchada, con las manos tras la
nuca y la mirada clavada en el techo. Por su pinta me doy
cuenta de que está a punto de estallar por dentro. Si por él
fuera, recogería sus cuatro trastos y ahuecaría el ala hacia un
improbable Jauja.
—¿Has visto al empresario? —le pregunto.
—Sí —contesta con gesto de asco por tener que volver a
manifestar su amargura.
—¿Te ha atendido mal?
—Ha sido cortés, pero no tenía gran cosa que proponerme.
—¿Por ejemplo?
—Subalterno.
—Debiste aceptar, mientras encuentras algo mejor.
Se alisa la nariz para no tener que afrontar mi mirada.
—Mira, papá, no me he estado matando para nada durante cuatro años en la universidad. Por favor, que soy diplomado por Benaknún y primero de mi promoción.
Me siento frente a él para captar el fondo de sus pensamientos.
—¿Te parece que no hago bastante para colocarte, hijo?
—No he dicho eso.
—Pero lo piensas.
—Sé que no es culpa tuya, papá —gruñe alterado—. Lo
que me pone enfermo es este país.
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—No tienes otro.
Da un respingo para incorporarse y se mira el hueco de
las manos. Suelta un suspiro, me deja ahí plantado y se mete
en su dormitorio refunfuñando:
—No puedes entenderlo, papá.
Y Mina:
—¿Qué es lo que no puede entender tu padre? Te prohíbo que le hables en ese tono, ¿me oyes?
Veo la sombra de mi hijo esbozar un gesto de hastío, por
el pasillo, antes de desaparecer.
Salim, el pequeño, aparece por el hueco de la puerta con
un cuaderno pegado al pecho.
—¡Ah!, ya has vuelto, viejo. Llevo horas esperándote —añade soltándome el cuaderno sobre las rodillas—. Esta vez, el
maestro se ha pasado. Fíjate, nos ha pedido que describamos
un oasis. ¿Cuándo he puesto yo los pies en el Sahara? (Se asegura de que su madre no lo está oyendo y me susurra): Vamos a hacer un trato, ¿vale? Me echas una manita y yo te lavo
el coche este fin de semana.
—De eso nada. Es tu tema, así que te las apañas solo.
—En ese caso, llévame ahora mismo al desierto. Las redacciones son para mañana.
—Vuelve a tu habitación para acabar tus deberes y deja
de darle la lata a tu padre —vuelve a intervenir Mina, superprotectora.
Salim no le da más vueltas. Recoge su cuaderno y se bate
en retirada, maldiciendo al cielo por haberle encasquetado
unos padres tan egoístas como poco atentos a su desamparo.
Me levanto a mi vez y voy a la cocina para meterme un
poco con Nadia. Nadia es mi niña, sólo mía. Con diecinueve
años, trae de cabeza a todos los jovenzuelos del barrio. Cierto
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es que sus zapatos siempre llevan una moda de retraso, que
compra sus trapitos en el ropavejero de la esquina, pero le
basta con una leve caída de pestañas para robarle el puesto a
Cenicienta en una noche de fábula.
Se seca las manos en el delantal para abrazarme.
—¿Qué nos estás preparando para cenar?
—Judías.
—¿Y mi sopa de cebollas?
Me señala mi cazuela personal, que cascabelea sobre el
fuego.
—¿Sabes lo que me gustaría? —le susurro.
—No.
—Un pequeño viaje por Taghit, o si no por el Hoggar,
solos tú y yo.
—¿Y mamá?
—Mamá se quedaría en casa. Alguien tendrá que recibir
nuestras postales.
Nadia se muere de risa.
Cuando mi hija se ríe me dan ganas de perdonarlo todo.
Pero su alegría es tan breve que ni siquiera me da tiempo a
inspirarme.
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