ETHOS AUTORITARIO Y CULTURA POLITICA Reflexiones sobre la jornada electoral Oscar Mejía Quintana* Paola Rodriguez** Más allá de los resultados electorales de las pasadas elecciones tanto legislativas como presidenciales, es preciso considerar las implicaciones que el triunfo electoral del uribismo ha tenido para la cultura política colombiana. De ahí la necesidad de acercarse brevemente a una caracterización de esta subdisciplina de la ciencia política y desde ella interpretar el fenómeno electoral, para no quedarse solamente ni en la ruidosa celebración de la victoria ni en la digna exaltación de la derrota y comprender que estamos asistiendo a una reconfiguración de la identidad política colombiana en términos tradicionales y carismáticos y que ello representa, más que una vuelta al pasado, un proyecto autoritario de modernidad y de nación. La cultura política. La cultura política como subdisciplina constituye una herramienta invaluable para la comprensión de los sistemas políticos y las prácticas, actitudes y representaciones individuales y colectivas ante los mismos. En ese orden de ideas, intenta determinar variables cognitivas, afectivas y evaluativas que den cuenta de los conocimientos, sentimientos y juicios del ciudadano frente al Estado, las instituciones políticas, las formas de participación y en general, frente a las relaciones de poder. Según Almond y Verba, precursores norteamericanos de este enfoque, pueden determinarse tres tipos de cultura política: cívica, súbdita y parroquial, ya sea que se trate de agentes participantes, pasivos o indiferentes frente a un ordenamiento político determinado. Según esta perspectiva funcional, el único tipo de cultura política rescatable es el primero al descansar en el trípode modernidad-ciudadanía-democracia, propio de los regímenes liberales, mientras que los dos últimos modelos serían característicos de sociedades tradicionales y por tanto defectuosos. Esta visión es rápidamente desbordada no sólo por el carácter etnocéntrico que denota, en la medida en que tipos diferentes de cultura política no son siquiera “registrados” por el modelo y, poco a poco, diferentes autores incorporan elementos provenientes de la tradición hermenéutica continental (Badie, Eckstein, Inglehart). A partir de entonces, se abandonan las clasificaciones tipológicas basadas en formas hegemónicas de democracia o estabilidad, así como la rigidez metodológica que suponía una total coherencia en las actitudes políticas de los ciudadanos, y se acepta una variación dinámica de las actitudes, comportamientos y estructuras sociales y políticas en el examen tanto de los individuos y de las instituciones como de las manifestaciones colectivas. A esto se sumará en el caso de América Latina, la reflexión sobre la identidad y la configuración de las significaciones sociales (imaginarios y representaciones) dando como resultado una sugestiva hermenéutica crítica de la cultura * Profesor Titular, Departamento de Ciencia Política, Director del Centro de Investigaciones, UNIJUS, de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Líder del Grupo de Investigación Cultura Política, Instituciones y Globalización. ** Politóloga (UNC), profesora ocasional del Departamento de Ciencia Política. Coordinadora del Grupo de Investigación Cultura Política, Instituciones y Globalización. política que se atiene a la realidad, diferencias y particularidades de cada país y subcultura específicos. El (des)encuentro con la modernidad. Expresión de esta tendencia son sin duda las múltiples caracterizaciones que exploran el perfil de nuestra identidad política desde una óptica situada, sirviéndose sin embargo del bagaje sociológico e interdisciplinario. Los tipos ideales weberianos permitían considerar otras posibilidades: además de la legitimación legal-racional propia de la sociedad moderna, análoga a la cultura cívica funcionalista, una legitimidad tradicionalcarismática fundada en el culto de elementos tradicionales (disciplina, orden, seguridad, religión, patria) y la santidad del líder (honesto, intachable, casto, parroquial), como el que representa Uribe, nos acercaban a un perfil más cercano a nuestra idiosincrasia y nuestros imaginarios político-culturales. Del desencuentro con el liberalismo hasta la modernidad postergada, pasando por una cultura de viñeta, sin identidad ni proyecto democrático, el implacable juicio de la academia siempre puso el énfasis en una sociedad excluyente y una democracia inacabada y restringida que contrastaba con el ideal de una sociedad liberal, moderna y democrática que pareció concretarse con la Constitución del 91. Pero la modernidad, como lo ha señalado Beriain retomando a Beck, trae consigo no solo un proyecto contramoderno sino llega a implicar, afinando el concepto, un proyecto autoritario de modernidad, bonapartista y excluyente políticamente, socialmente tradicional y conservador y que puede posar incluso de “postmoderno” y global cultural y económicamente. Uribe representa no solo la cara contramoderna de un proyecto moderno jamás consolidado en Colombia, sino además, un proyecto autoritario de modernidad, íntimamente comprometido con una globalización angloamericana y neoliberal. Proyecto y cultura política autoritarios. La inercia de un proyecto de nación autoritario como fue el de la Regeneración, el cual apenas fue retocado por el frustrado proyecto liberal de los treinta y finalmente encumbrado por el bipartidismo excluyente que se inaugura con el Frente Nacional, no pudo desmontarse completamente con la nueva constitución política. Las tensiones internas de la Carta política (estado social de derecho vs régimen económico), sus permanentes detractores externos y unas condiciones políticas inestables (guerrilla, paramilitarismo, intervención) terminaron ambientando su lectura autoritaria por parte de Uribe y el uribismo. El triunfo de Uribe retoma, pues, la inercia autoritaria que ha caracterizado al país desde el triunfo de la Constitución del 86 y que, desafortunadamente, la Constitución del 91, por sus propias contradicciones internas, no logra reencausar hacia horizontes modernos de carácter democrático, tolerante y pluralista. En ese orden, la aplastante victoria electoral permite a las elites colombianas catalizar los sentimientos más arcaicos y tradicionales de nuestro ethos político-cultural, insertándolos en un proyecto de nación que mantiene el carácter excluyente que caracterizó todo nuestro siglo XX, esta vez con un amplio apoyo popular que le permite imponerse de manera hegemónica Reelección y cultura política Frente al panorama descrito resulta imperativo indagar en los patrones de la cultura política colombiana que llevaron al triunfo del uribismo. Estos tienen que ver, en primer lugar, con el enraizamiento de un ethos autoritario en la población colombiana que se refleja en una predisposición defensiva de los votantes a conformarse acríticamente con las normas y mandatos del poder investidos por el sujeto de autoridad. El discurso de Uribe caló entre sus electores como una suerte de ideología capaz de definir el marco cognitivo de su acción, eliminando drásticamente la aleatoriedad de su conducta y reduciendo al mínimo las posibilidades alternativas. La sumisión a la autoridad, el deseo de un líder fuerte, la subordinación del individuo al estado, se deben así a la situación de un electorado que, agotado por las promesas del bipartisimo y minado en su posibilidad de autogestión, encontró en Uribe una respuesta a su incapacidad para dar forma a un tipo de poder político independiente. Un segundo aspecto a considerar tiene que ver con las particularidades del sistema político colombiano que favorecen el surgimiento y apoyo popular a tendencias autoritarias. Por esta vía, es posible explicar el fenómeno reeleccionista a partir de una extendida frustración social frente al sistema político y las instituciones democráticas, que vio en el candidato- presidente la posibilidad de generar una ruptura con respecto a las dinámicas que le precedieron y operar un cambio profundo en las estructuras políticas. En este orden de ideas, la primera administración de Uribe supuso para muchos el control por parte del Estado de situaciones que se creyeron insolubles gracias a un aumento en la reglamentación formal y en las estructuras de poder sujetas a la política de seguridad democrática. La elección para un segundo periodo es entonces producto del sentimiento de aceptación de los electores frente a un supuesto “nuevo” estado de cosas, patente en cuestiones superficiales como la seguridad en las carreteras o la “microgestión” presidencial en los consejos comunitarios. Finalmente, el encumbramiento del proyecto uribista puede explicarse en la rigidez y centralización d el poder político en los últimos cuatro años. El hecho de que Uribe tuviera a su alcance todos los instrumentos mediáticos, económicos y burocráticos fue sin duda un factor importante en el momento de garantizar su acceso a un segundo periodo presidencial. A este respecto, la evidente parcialidad de algunos medios de comunicación puso de manifiesto la inequidad de la contienda no solo al contribuir en la fabricación y reforzamiento de la imagen carismática y emprendedora del presidente entre el electorado, no obstante los múltiples episodios de corrupción y desgreño institucional acaecidos en las últimas semanas de campaña; sino fundamentalmente, al reducir al mínimo la visibilidad de los otros candidatos. De forma paralela a lo descrito hasta aquí, dos fenómenos merecen especial atención en el diagnóstico de la cultura política colombiana que nos proponemos. Estos se hallan relacionados con el ascenso de la izquierda democrática como segunda fuerza política del país, por un lado, y con el mantenimiento de un alto índice de abstencionismo, por el otro. En el primero de los casos, el apoyo al PDI, muestra por primera vez en la historia política colombiana, el esbozo de un régimen gobierno – oposición aunque las garantías de su ejercicio aún no sean muy claras. Más allá de la tan mentada derrota del bipartidismo, el lugar ocupado por el Polo en las elecciones legislativas y presidenciales denota los primeros visos de una posición alternativa y crítica de las “mayorías” uribistas, que sin duda contribuirá en la conformación de un sistema político más plural e incluyente. El abstencionismo por su parte, constituye un rasgo endémico de nuestra cultura política que deja serias dudas acerca del apoyo mayoritario a la actual administración, pero que además genera un fuerte interrogante alrededor de las posibilidades de consolidación de una cultura democrática. Esta se ve amenazada no solo por los proyectos autoritarios provenientes de dentro y fuera de la institucionalidad, sino fundamentalmente, por la apatía y la marginalidad de la participación de los colombianos. No puede pedirse transparencia a la gestión estatal ni imparcialidad a los medios de comunicación cuando la conformación de un foro público atañe no a la ciudadanía sino a quienes detentan el poder. Podemos concluir, parafraseando a Adorno, que un régimen autoritario solo puede fructificar si un terreno fertilizado por el miedo y la inseguridad de los individuos lo sustenta. Falta comprobar si en Colombia, como en la Alemania nazi analizada por Adorno, nos encontramos en una situación histórica en la que, frente a la urgencia de la población por salir de la angustia y la contingencia, insistimos en aceptar el autoritarismo como única vía posible.