Al país donde vive Marvin le llaman «el de la eterna primavera

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Al país donde vive Marvin le llaman «el de la
eterna primavera», porque hace frío muy po­
cas veces. Siempre hay un sol amarillo y des­
lumbrante colgado del cielo, y en la tierra
crece de todo durante todo el año. Allí no hay
invierno, ni verano, ni otoño. Allí, en Guate­
mala, siempre es primavera.
Marvin tiene siete años y, si viviera aquí,
seguramente haría una fiesta con sus amigos
el día de su cumpleaños, tendría la habitación
llena de pósteres, y una cama blanda, y come­
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ría algo a la hora de almorzar, y a la de comer,
y a la de merendar, y a la de cenar. También
iría al colegio, y cuando saliera por la tarde,
iría a natación, y a clase de inglés o de música,
o al entrenamiento de fútbol. Pasearía por la
calle y vería los escaparates de las tiendas lle­
nos de cosas bonitas, y los domingos iría con
su familia a comer a un buen restaurante. En
invierno iría a esquiar y, en verano, pasaría
las vacaciones a la orilla del mar. Si Marvin
viviera aquí, seguramente tendría un anorak
nuevo cada temporada. Y unos zapatos.
También puede ser que, aunque Marvin
vivera aquí, no hiciera ninguna fiesta de cum­
pleaños con sus amigos, ni fuera a esquiar en
invierno, ni a comer a un restaurante todos
los domingos. Puede que tampoco fuera a
natación ni a informática al salir del colegio,
y que aprovechara el anorak que se le hubiera
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quedado pequeño a algún vecino. Puede que
no tuviera una cama demasiado blanda y que
no pasara las vacaciones de verano a la orilla
del mar. Pero si Marvin viviera aquí, seguro
que tendría zapatos, aunque sólo fuera un
par. Eso, seguro.
Pero Marvin, que no vive aquí sino en el
país de la eterna primavera, va siempre des­
calzo. Siempre. Por su casa, por las calles del
pueblo y por los caminos de montaña. Siem­
pre va descalzo, Marvin. Porque resulta que
no tiene zapatos.
Pero, a pesar de ir siempre descalzo, se pasa
el día limpiando los zapatos de los demás.
Veréis.
Marvin tiene cuatro hermanos pequeños:
Lionel, Marilena, Gilberto y Danilo, que só
lo tiene tres meses. Su madre, Alma, está un
poco enferma, porque ha tenido los cinco
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hijos en muy poco tiempo, en sólo siete años,
y no se alimenta bastante ni duerme lo sufi­
ciente. El padre de Marvin trabaja lejos, en la
selva, cortando árboles para hacer sitio a una
carretera. Se pasa tres meses fuera de casa.
Después vuelve, está cinco o seis días con la
familia, le da un poco de dinero a Alma, besa
muchas veces a sus hijos y se vuelve a la selva,
a cortar árboles.
Marvin y su familia viven en un pueblo
que tiene un nombre muy bonito, Chichicas­
tenango. No me digáis que no es un nombre
bonito... ¡Si hasta parece que cantes, cuan­
do lo dices! ¡Chichicastenango! De todas
maneras, la gente suele llamarlo Chichi. En
las calles de Chichi ponen un mercado muy
grande y muy importante los jueves y los do­
mingos. Y entonces llegan muchos turistas
para pasear, hacer fotografías y comprar.
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Marvin vive a las afueras de Chichi, en
una casa hecha de latas de todos los colo­
res, cuadrada y pequeña, tan pequeña como
el comedor de cualquiera de nuestras casas.
Puede que nuestro comedor no sea pequeño,
pero tenemos que pensar que Marvin y su fa­
milia lo tienen todo en ese espacio: la cocina,
el comedor, los colchones, todo. En casa de
Marvin no hay luz ni agua, ni gas ni teléfono,
ni radio ni televisión. En vez de luz, encien­
den velas. Y van a buscar el agua a la fuente
de la plaza, cargados con cubos. Cocinan con
un pequeño fuego de leña que encienden en
el suelo. Y, en vez de hablar por teléfono, de
oír la radio o de ver la televisión, Marvin, su
madre y sus hermanos hablan, ríen, chillan,
juegan, se enfadan o se abrazan.
Como el padre de Marvin tardaba más en
volver a casa que las otras veces, a Alma se
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le acabó el dinero que le había dejado. Y no
podía ir a trabajar porque todos los días se des­
mayaba una o dos veces, y también porque te­
nía que ir al lavadero de la plaza a lavar la ropa,
y tenía que ir a buscar leña por la cuneta de la
carretera para poder encender el fuego, y por
las noches no podía dormir porque Danilo,
que ya hemos dicho que sólo tiene tres meses,
lloraba sin parar. Y cuando no se duerme y
no se descansa bien, por la mañana se ve todo
mucho más complicado. Y Alma, cuando se
despertaba cada día con la primera luz del
alba, ya sentía dentro una pena muy grande,
una pena tan inmensa que la hacía desespe­
rar, porque ya no tenía dinero pero tampoco
podía ir a trabajar. Porque, si iba, ¿qué haría
entonces con los hijos más pequeños?
Y así fue como un día, cuando el sol empe­
zaba a abrir los ojos, la mujer despertó a Mar­
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vin, que dormía bien abrazado a Marilena y
a Lionel, en el colchón que había al lado de
la puerta.
–Marvin, ven –le dijo bajito, para no des­
pertar a los otros.
Y Marvin, que, aunque no se lo había di­
cho nadie, sabía que estaba en el mundo para
escuchar a su madre y para hacerle siempre
caso, sobre todo ahora que su padre estaba
tan lejos, se levantó de un salto.
–¿Qué pasa, mamá? ¿No te encuentras
bien?
No le gustaba ver a su madre enferma, o
cayendo al suelo sin sentido, aunque fuera
sólo por unos instantes.
–¿Aviso a Mariana, mamá?
Mariana era una vecina, bastante mayor
que la madre de Marvin, que vivía sola unas
casas más allá y que siempre había cuidado a
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Marvin, a sus hermanos y a su madre como
si fueran su propia familia.
–No, no, estoy bien...
La puerta de la casa estaba abierta y, a
contraluz, Marvin se dio cuenta de que había
alguien en el umbral.
–Ven, Marvin, ven –decía la madre, algo
nerviosa.
Marilena se removió en el colchón estre­
cho y húmedo. Danilo estornudó.
–¡Que vengas! –repitió la madre, impa­
ciente.
Alma no tenía que repetirle muchas veces
las cosas a Marvin, pero aquel día el niño sintió
una sensación extraña, como si un aire diferente
y perturbador acabara de entrar en la casa senci­
lla, pequeña y oscura de las afueras de Chichi.
En la calle había un gran alboroto porque
era jueves, día de mercado en Chichi. De he­
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cho, donde vive Marvin no es una calle, sino
una de las carreteras que llegan al pueblo. Y
la casa de Marvin y unas cuantas más están
apoyadas en la ladera de la montaña. Entre la
casa y la carretera sólo hay unos tres metros,
no más, y, para que los coches no invadan ese
trozo y no atropellen a los niños cuando jue­
gan, un día, ya hace tiempo, el padre de Mar­
vin puso una valla hecha con unos cuantos
troncos. Alguien del ayuntamiento se la hizo
quitar, pero él, cuando se marchó el del ayun­
tamiento, la volvió a poner. Y todavía está.
En este trozo de patio Alma tiende la ro
pa, y los niños juegan todo el día mientras las
gallinas picotean la tierra buscando gusanos
y semillas para comer.
En medio del patio, la madre de Marvin
hablaba con una mujer bajita y regordeta,
con los pelos asomándose por debajo de un
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turbante de colores, como el que llevan mu­
chas mujeres en Guatemala. También su ropa
era de colores. Pero Marvin se fijó en que era
una ropa bastante sucia, y en que llevaba muy
negras las uñas de las manos.
–Ven, Marvin.
Marvin pensó que, aquella mañana, su
ma­dre no sabía decir otra cosa que no fue­
ra «ven, Marvin». ¿Cuántas veces se lo había
dicho ya?
–Esta señora es Leonor, Marvin. Ve con
ella.
–¿Adónde?
–Ahora te lo dirá.
Alma le dio un saquito con unas cuantas
alubias y un trozo de torta de harina.
–Te lo comes al mediodía, cuando tengas
hambre.
–¿Es que no comeré en casa?
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