La redención de Hagen de Tronje

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La redención de Hagen de Tronje
Los yelmos, los escudos y las lanzas cuelgan de los arzones y los carros
con la tranquilidad de los que salen del propio país para entrar como invitados
en tierra amiga a plena luz del día. En realidad, la niebla nos ha sepultado
desde que decidimos atajar a través de la selva de Totenwald, y ahora caminamos a tientas bajo un dosel tan espeso que nos ocultaría el sol, si lo hubiera. Los troncos grises, las ramas desnudas, son como un osario de gigantes
apareciéndose entre este aliento de muertos que nos ofusca y nos empapa.
Los hombres aparentan despreocupación porque Gunter así lo ha ordenado,
pero caminan atentos a cualquier sonido que no sea el graznido de los cuervos y el crujir del suelo helado bajo sus botas.
Sólo yo, Hagen de Tronje, me atreví a dudar en voz alta de este viaje. Y
aunque luego, apercibido por Gunter con una mirada, deposité mis armas con
el resto de la impedimenta, al cabo de las horas mi andar terco y taciturno se
contagió a la hueste. Tanto, que Gunter ha decidido adelantarse conmigo un
trecho y hablarme a solas.
—Aunque tuvieras razón, Hagen, y fuera verdad que Krimilda nos llama
a una fiesta de espadas, el rey Etzel no permitiría que se ofendiera a sus huéspedes.
—Son muchos indicios, Gunter. ¿Por qué unos embajadores enviados a
ti, rey de los burgundios, para invitarte a visitar a tu hermana, reina de los
hunos, habrían de mencionar tantas veces el nombre de un simple vasallo
como yo? ¿Qué me iguala a mí contigo ante los ojos de Krimilda, sino la muerte de Sigfrido, que tú ordenaste y yo ejecuté? ¿A qué tanta insistencia en limitar el número de nuestro séquito?
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—Hace ya trece años de aquello. ¿Puede alguien conservar tan vivo el
rescoldo de su rencor?
Matar a un hombre y hundir su tesoro en el Rin no es suficiente para
ahuyentar su fantasma. Trece años y tú, Krimilda, sigues codiciando el tesoro
de tu venganza. Y yo corro hacia ti, como si fuera necesario volver a matar a
Sigfrido una y mil veces.
—Krimilda quiere recuperar el tesoro de los Nibelungos. ¿No has observado los muchos viajeros desconocidos que han llegado a Worms durante
estos años y han buscado ocasión para interrogar a solas a nuestros criados,
tanto a los tuyos como a los míos? La persona que los enviaba ya ha comprendido que sólo tú y yo sabemos dónde está.
—Quizás sea así, Hagen, y ese maldito tesoro de muertos no dejará de
causar desgracias hasta que tú y yo hayamos desaparecido de este mundo.
—Dicen que el tesoro recluta a sus guardianes entre quienes lo poseen
o lo codician. Custodios por toda la eternidad. Temo que la madeja de Krimilda nos haga averiguar demasiado pronto qué hay de cierto en ello.
—No te obligo a acompañarme a un viaje tan funesto como te parece
éste. Yo no puedo eludir mi deber de acudir a la corte del rey Etzel y de mi
hermana por unas figuraciones que quizás no sean más que remordimientos
mal digeridos por lo que hicimos. Pero tú puedes volver a Worms con los tuyos. Ni siquiera es necesario que te disculpe ante ellos.
—Ni yo, Gunter, te avisé de mis sospechas para eludir mi destino. Dije
que te seguiría y lo mantengo ahora aún más si cabe.
—Noble Hagen, nunca podré premiar como se merece tu lealtad de entonces ni la de ahora.
Mi lealtad nos hubiera aprovechado más a los dos si me hubieras dado
la mano de tu hermana en lugar de entregársela a un advenedizo como Sigfri-
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do. Aunque bien caro pagaste el cobijo que le diste al mago de la capa invisible y el yelmo tornafaz. Vergüenza, cederle tu noche de bodas con Brunilda.
Tú también, Krimilda, te dejaste embaucar por el héroe de los trucos de
hechicería. Volvimos de la campaña contra los sajones y ya no tuviste ojos
más que para él. ¿Qué mérito hay en ser invulnerable por haberse bañado en
la sangre de un dragón? Son mayores las proezas que realiza el que, como yo,
se sabe tan carne de la espada como su enemigo. Krimilda, me despreciaste
porque yo era para ti alguien tan cercano como un hermano. Crecimos juntos,
y tuve la desgracia de que tu doncellez estuviera entre mis brazos cuando yo
aún no sabía qué hacer con ella. Y después, cuando llegó mi momento, me
relegaste por ese embaucador de pájaros cuya única hazaña genuina fue
haberle robado su tesoro a unos enanos.
—Solo quiero una recompensa, Gunter: que cuando lleguemos a Etzelburg no permitas que el protocolo sea pretexto para que nos disgreguen, ni la
cortesía excusa para que dejemos las armas.
—Hagen, atiende a razones: dime quién es el enemigo, dónde o cuándo
nos espera. Pero no hagamos que se diga que los burgundios se asustan de la
noche, de la niebla, del graznido de los cuervos o del crujir de sus propias pisadas.
—No soy asustadizo, Gunter, y quiero demostrarte lo fundado de mis
sospechas. Dile a la hueste que nos espere en el embarcadero junto al Danubio, y ven conmigo a visitar a las Hermanas del Destino. Ellas nos dirán dónde
y cuándo nos espera el enemigo.
—Las Hermanas del Destino... dicen que ningún alma sale indemne después de tratar con ellas. Que profetizan el futuro, pero que deslizan en quien
las escucha la ponzoña que lo destruye.
—Dos veces las he visitado y ésta será la tercera, si tú quieres. Como
ves, estoy entero, vivo y cuerdo.
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—Quizás tú seas inmune a sus vaticinios insidiosos. Pero yo no debo intentarlo. No es conveniente que se alarmen los que vienen con nosotros.
Sabrán o supondrán a dónde nos dirigimos, y temerán por igual tanto el motivo de nuestro desvío como que no regresemos.
—Déjame entonces que me adelante yo y las interrogue.
—Hazlo, si crees que puede ser útil y no se te encoge el pecho.
Ya sé que se murmura de mí que tengo amigos en el infierno. Dos veces
las he visitado y ésta será la tercera, todas por causa de Sigfrido.
Cuando tú, Gunter, anunciaste la boda de Krimilda con el extranjero, vine aquí buscando alivio para mi despecho en sus conjuros. Me profetizaron
que Sigfrido te deshonraría y que tú me pedirías que fuera el brazo de tu venganza. Y así ocurrió, cuando el intruso se jactó de haber doblegado a Brunilda
por ti en la noche de bodas.
La segunda vez vine para saber cómo podía ejecutar tu encargo de matar a Sigfrido. Ellas me inspiraron la treta para que Krimilda marcara con su
aguja y su dedal el lugar exacto para el beso de la lanza. No me tembló el pulso para acertar, ni me faltaron fuerzas para hundirla hasta asomar la punta
por el otro lado del pecho, ni huí después espantado de mi propio crimen,
sino que cargué con el cuerpo y lo dejé en las entrada de sus aposentos, donde Krimilda lo encontraría por la mañana al levantarse. Regalo tardío, que le
hubiera hecho más a gusto el día de su boda.
Y aquí estoy de nuevo, para averiguar lo que tú no quieres saber, Gunter. Aquí estoy, donde otros como tú o el mismo Sigfrido se achicarían antes
que adentrarse en este húmedo laberinto de rocas cuyas grietas rezuman los
pútridos humores de los muertos. Vosotros retrocederíais antes que penetrar
entre sus pasadizos embozados de niebla para llegar hasta el turbio cobijo
donde ellas reciben. Más que con el ulular del enemigo en el campo de batalla, se os erizaría el pelo sólo de oír a lo lejos las abominaciones de su salmodia blasfema. O vomitaríais al entrever los ingredientes que pudren su calde-
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ro, o el grotesco espectáculo de sus pechos arrugados como odres resecos, de
sus bocas desdentadas invitándote a la lascivia sobre unos cuerpos descarnados más próximos al lecho eterno de los huesos que al de la lujuria.
—Salud, Hagen de Tronje.
—Salud, matador de Sigfrido.
—Salud, guardián del tesoro.
—Salud, Hermanas.
—¿Qué te trae por aquí, bravo guerrero?
—¿Ha resucitado Sigfrido de su tumba y tienes que volver a matarlo?
—¿Te ha silbado Krimilda como a un perro para que vayas a su encuentro, como cuando erais niños?
—¡Callad, brujas! Decidme sólo qué nos espera en Etzelburg. No quiero
profecías engañosas. Por mucho que mi corazón tema la verdad, no me escondáis ni un pellizco de ella. Mortal soy, lo sé, presa de cualquier iluso deseo
que deslicéis en mis oídos. Pero estoy en guardia: no espero volver con vida a
Worms. Sólo decidme la verdad, decidme cómo es el manto de insidias y aceros que Krimilda ha tejido para nosotros. Sabed que estoy dispuesto a vestirlo,
si ése es mi destino.
—Hunde tu espada en el caldero, áspero Hagen de Tronje.
—Matador de Sigfrido, Guardián del tesoro, perspicaz cuervo burgundio.
—Y verás tu destino..., si te atreves.
—¡No me he de atrever! ¡Aquí está la punta de mi espada, junto a esa
mano sin brazo y esos ojos sin rostro que bullen en vuestra olla!
»Piedras renegridas, techumbres hundidas y humeantes, escudos rotos,
regueros de negra sangre por doquier... ¿Es eso el palacio de Etzelburg? ¡Contestad! Si es como decís, ¡cómo me complacerá verlo en todo su esplendor
cuando llegue a Etzelburg! Brava lucha, si los guerreros han de apagar su sed
con la sangre de los caídos escanciada en los yelmos. Dankwart, Volker, Ger-
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not, Gisheler, tú también, Gunter... ¡por Dios, que lleváis buena y nutrida
compañía! Muchas esposas y madres de entre los hunos llorarán por vuestra
causa. ¡Y yo? ¿Dónde estoy? ¿Pensáis acaso que temblaré por ver mis ojos
vidriosos cara al cielo como los demás? Ese soy yo. Me reconozco, aunque
lleve la cara tiznada y ensangrentada. ¿Y qué! ¿Veis cómo tiemblo? No os pediré una capa para esconderme, ni ningún ungüento que me haga invulnerable. Hace trece años que sufro por no poder enfrentarme al fantasma de Sigfrido, y si para hacerlo he de cruzar la linde de los muertos, como nos invita
Krimilda, lo haré. Y se verá quién de los dos lucha mejor, y quién sabe morir
mejor.
»¿Es eso todo? Hermanas, lo que me habéis mostrado, ya lo sabía, y
quien debía haberlo visto con sus propios ojos, no se ha atrevido a venir.
—Sigue mirando el caldero, airado Hagen de Tronje.
—Matador de Sigfrido, Guardián del tesoro, Morador de la Niebla.
—¿Conoces ese rostro?.
—¡Hermosa Krimilda! Valdrá la pena viajar a Etzelburg para contemplar
tu belleza. Cuentan que todos los días de estos años, al despertarte, has llorado la muerte de Sigfrido, desde aquella mañana en que yo lo dejé a las
puertas de tu lecho. No se han ajado tus mejillas por ello. Pero ahora..., ahora
veo tus facciones quebrarse con la mueca del espanto mientras besas y lavas
con tus lágrimas ese otro rostro de rizos rubios y ensangrentados que tan bien
conozco. ¿Hay alguna razón para que vosotras, funestas parteras del destino,
me mostréis de nuevo lo que ocurrió en aquel amanecer atroz? ¿Acaso recordarme una vez más que aquel crimen no sació mi sed de venganza? No, estoy
equivocado, no es Sigfrido, es un niño. ¿Quién es ese muchacho cuyo parecido
me atraganta con la hiel del despecho y el rencor, y ahuyenta de mi corazón
cualquier indicio de ternura? Nada me ocultéis, Hermanas. ¡Hablad! ¡Decidme quién es, o desbarataré vuestros huesos con mi espada!
—Nada se te ocultará, ardiente Hagen de Tronje.
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—Matador de Sigfrido, Guardián del tesoro, Segador de la estirpe de
Krimilda.
—Nibelungo entre los nibelungos.
—Krimilda, tú otra vez, de pie, y de nuevo con ese niño remedo de Sigfrido, ahora con las vestiduras de un príncipe, con la mirada confiada de aquel
que se siente invulnerable porque su madre, la reina, está detrás de él y le
ciñe los hombros con sus brazos protectores. No más de trece años tendrá, es
el príncipe de los Hunos, el hijo del rey Etzel. ¿Por qué me engañáis, Hermanas? No es Sigfrido, el intruso. Es sólo un niño. Y sin embargo, como aquél, me
llena de ira incontenible y me arrebata la piedad que habría de aflojar mi espada... ¡muere! Muere una y mil veces, tú, Sigfrido, brujo ladrón hechicero, o
tú, quienquiera que seas, hijo de Krimilda y por ello continuador del linaje que
he de exterminar.
»Krimilda, fría Krimilda, la más hermosa, la más taimada de las mujeres,
alégrate, porque mañana tendrás el tesoro que anhelas. Mañana honraremos
tu fiesta con la danza más hermosa de los guerreros. Mañana en tu mesa se
saciarán los filos de las espadas y con las sobras se hartarán los cisnes de las
batallas. Alégrate, Krimilda, porque mañana será el día más largo para ti y tu
estirpe, porque no veréis el final ni un nuevo amanecer.
»Está bien, Hermanas, está bien. Mostrádmelo otra vez. Por el Señor
Inicuo, juradme que acontecerá de este modo Mostradme todo, todo de nuevo. Quiero estar seguro de que será mi brazo el que vuelva a arrebatar otra
vez la vida de lo más precioso para Krimilda.
—Has regresado a tiempo, Hagen. ¿Qué te han dicho las Hermanas?
—Gunter, Dankwart, Volker, Gernot, Gishele... Acicalad las armas. Su
brillo deleitará a la reina. Embarquémonos sin demora. Y alegraos, guerreros
burgundios, porque de nuestros muchos días, ninguno brillará como el de
mañana.
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