Diles que no me maten - secretaría de educación del estado del

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Diles que no me maten
Lecturas escogidas
por estudiantes de secundaria
Volumen II
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Diles que no me maten: Lecturas escogidas por estudiantes
de secundaria Volumen II
Primera edición 2004
Segunda edición 2015
Diles que no me maten
Lecturas escogidas
por estudiantes de secundaria
Volumen II
D. R. © Secretaría de Educación del Estado de Tabasco
Calle Héroes del 47 s/n Col. El Águila,
Villahermosa, Tabasco.
D. R. © Instituto Tecnológico Superior de Comalcalco
Carretera Vecinal Comalcalco - Paraíso Km. 2,
Ra. Occidente 3ra. Sección, Comalcalco, Tabasco.
Ilustraciones
© Humberto Estrada
Diseño de portada e interiores
Alejandro Breck
Queda prohibida la reproducción total o parcial por
cualquier medio de esta obra sin la autorización de los
editores.
Impreso en México/Printed in México 2014
Distribución gratuita, prohibida su venta.
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Índice
Presentación
La defensa
Aprender a estudiar
La huesuda
¿Qué es el SIDA?
Aladino y la lámpara maravillosa
Los dos hermanos
Diles que no me maten
Palazuelos
Diamante negro
El antiimperialismo de Tomás Garrido Canabal
Ivana
La zarpa
El vendedor de juguetes
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Presentación
En el año 2004 la Secretaría de Educación del Estado de
Tabasco editó un conjunto de antologías bajo la denominación Lecturas escogidas por estudiantes de secundaria, que presentaron una selección de textos narrativos
con mayor aceptación entre los alumnos del nivel. De
modo que las antologías, al tiempo de ser material de
lectura, divulgaban resultados de las consultas anuales
que de 1995 a 2000 desarrolló un equipo de profesores
mediante el proyecto “Lectura para Todos”, a cargo del
entonces inspector, profesor Rodolfo Lara Lagunas.
Aun cuando los profesores, lectores o no, tienen el
imperativo de sembrar en las nuevas generaciones el
deseo de leer, dentro del entorno escolar mexicano el
de promover la lectura no es nada sencillo ni mucho
menos tarea de un solo individuo. El reto no se antoja
fácil si se consideran variables del orden social y económico y su correlación con la escolaridad.
De las seis necesidades básicas de las personas, la
educación ha tenido siempre una importancia indiscutible. Nadie duda que sea la base del progreso humano,
sobre todo ahora que la desigualdad social se ha profundizado, con alarmantes repercusiones a nivel individual. Las estadísticas y los estudios comparativos no
anuncian un problema nuevo: confirman la persisten-
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cia del mismo. No es novedoso. En 1996 Octavio Paz
enfatizó las contradicciones de México: figurar en una
lista de los diez países con mayor producción nacional,
pero en el lugar 50 del índice de desarrollo humano.
¿No debería el desarrollo económico de un país ir de la
mano con el desarrollo humano de sus habitantes? Octavio Paz asume que no todo el problema educativo tiene que ver con factores monetarios, los hay también de
índole instrumental, y pone el énfasis en la insuficiencia del modelo escolar tradicional, el que debería ceder
paso a uno enfocado al reforzamiento de las habilidades de “aprender a aprender”, y para ello, despertar la
capacidad de lectura es elemental. Lo que significaría
una revolución educativa y, a la vez, un regreso al proyecto vasconcelista: que los mexicanos lean.
Es así que algo tan sencillo como leer puede lograr
la transformación de un país entero. Aun cuando se
acepta que la escuela pública debe ser un espacio para
la lectura, diversos estudios la desnudan. Hoy en día
diversos proyectos institucionales y de la sociedad civil
se encaminan a superar esquemas tradicionales y hábitos enraizados en una cultura de la no lectura. Actualmente, se busca que los maestros de las diferentes asignaturas (español tiene un peso específico) hagan de la
lectura el motor de su actividad en el aula (si no lee no
se puede apasionar ni impresionar a nadie). Sensible,
desde hace poco más de tres décadas, como lector y su
oficio de docente, el compilador de las Lecturas escogidas de estudiantes de secundaria, inició compartiendo
entre sus alumnos libros de Rius y artículos divulgados
en suplementos periodísticos. Más tarde, para aprovechar las horas de ausentismo magisterial (problema al
que la escuela secundaria ha estado sometida por décadas) propuso la edición de folletos como recurso para
que prefectos y maestros trabajaran con los grupos; con
ello, se convirtió la práctica de lectura en una actividad
recreativa y de aprendizaje.
Esta experiencia le planteó interrogantes de trascendental importancia por sus implicaciones democráticas, pues no solo atiende a un deseo de incluir otras
perspectivas sino que rompe con la prevalencia de un
criterio unipersonal: ¿qué lecturas son las de mayor
impacto entre los adolescentes?, ¿cómo saber la aceptación o rechazo de ciertas lecturas?, ¿puede hablarse
de que existen lecturas que realmente atrapen el interés
de los estudiantes?, si es así, ¿cómo medir el grado de
aceptación de estos textos entre los estudiantes de secundaria?
En el ciclo escolar 1995-1996 mediante el proyecto
“Lectura para Todos” investigó en las escuelas secundarias generales de la zona número uno de Tabasco las
preferencias lectoras de los estudiantes. En equipo con
directores, subdirectores y personal administrativo, se
seleccionaron textos narrativos que conformaron un
Banco de Lecturas, del que cada escuela eligió las que
serían presentadas a los alumnos, quienes las calificaban en: aburrida, poco interesante, buena, muy buena y
excelente. El procesamiento de la información proporcionó una jerarquía y, evidentemente, los textos que
más agradaron a los jóvenes estudiantes de secundaria.
Se encuestaron a un total de 574,500 alumnos, y se
sometieron a consulta 192 títulos de lectura. Trabajo
que fue reconocido con el primer lugar del III Premio
Nacional de Promoción de la Lectura 2000, promovido
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por la Asociación Mexicana de Promotores de Lectura,
A. C. y la Secretaría de Educación Pública.
El Programa Estatal de Lectura y Escritura de Tabasco reedita estos materiales en la convicción de que la difusión de material de lectura redunda en beneficio de la
comunidad escolar, de sus actores internos y externos.
La valoración de lecturas seleccionadas por cuatro generaciones de estudiantes contribuye a la “revolución
educativa”.
La defensa
José Arenivar P.
Número de lectores: 6,537
Opinaron excelente: 3,322 (50.8%)
El papel flotó en el pesado y cálido ambiente del salón
de clases. Por azar, la maestra Sofía levantó su mirada
del texto que en esos momentos leía con voz monótona
y sedante.
—¿Quién arrojó esa hoja de papel? —preguntó con
timbre helado. Nadie contestó, un silencio de negros
presagios invadió el aula.
—¿Quién fue? —preguntó de nuevo.
Sólo silencio, nadie se movía.
El metálico sonido de sus zapatos altos se escuchó
mientras se dirigía hasta donde el papelucho se había
posado, cerca de la ventana. Tomándolo en su mano,
regresó al escritorio y con gestos teatrales ante la impaciencia de los alumnos lo miró; era un bello dibujo, en
la parte superior un enorme corazón clásicamente atravesado por una flecha. En ambos lados aparecían dos
nombres: Rosa María y Alberto. Bajo el corazón estaban
dos siluetas de forma humana completamente desnudas. Un hombre y una mujer.
—¡Vaya, vaya! —exclamó la maestra Sofía—, ¡Con
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que esas tenemos! ¿Quién fue el autor de semejante
tontería? ¿Fuiste tú, Alberto?
Alberto se revolvió en la butaca, quiso decir algo
pero las palabras le faltaron.
La maestra atacó de nuevo:
—¿Acaso fuiste tú, Rosa María?
La chica con ojos vidriosos no contestó, sólo bajó su
mirada hasta el piso.
—¡Cómo es posible que mientras yo explico un tema
tan importante como es la revolución francesa, la caída
de la monarquía de los Luises, los anhelos de libertad
del pueblo francés, la lucha fratricida!... ¿Ustedes estén
pensando en otras cosas? Perdiendo el tiempo de una
manera tan miserable con esas tonterías. ¿Qué pensarían tus padres si vieran esto, Rosa María? Tu madre
se llenaría de vergüenza. Y tú, Alberto, a tus dieciséis
años no eres más que un muchacho inmaduro que sueña con ser hombre. ¿Acaso te sientes capacitado para
sostener una familia? ¿Ya tienes trabajo? ¿Serías a tu
edad un padre responsable? Y ahora díganme, ¿Quién
hizo esta porquería de dibujo?
Alberto no contestó, Rosa María tampoco. El salón
se llenó de murmullos sordos adornados con una que
otra sonrisa de burla.
—En vista de que no quieren confesar quién fue, me
hacen el favor de presentarse a la hora del recreo en la
dirección.
La maestra Sofía continuó su clase y el papelito,
prueba de las urgencias juveniles, fue a parar en la
enorme bolsa de mano de la maestra.
A la hora del descanso, los dos jóvenes se dirigieron
a la dirección. La autoridad máxima del plantel ya es-
taba enterada del problema y pronto los hizo pasar a
su despacho. Rosa María estaba a punto de llorar, con
ojos angustiados buscaba la excusa, el perdón, y borrar
de una vez por todas tamaña vergüenza. Alberto iba
callado, aparentemente sereno.
—Lo que pasó hoy en la clase de ciencias sociales
merece una severa amonestación. Su delito es grave,
jovencitos. Esto lo tendrá que considerar el Consejo
Técnico Escolar y deberá tomar una resolución. Por lo
pronto, quedan suspendidos hasta el día de mañana en
que dicho consejo se reunirá a las cinco de la tarde y,
por lo tanto, ustedes deberán presentarse a esa hora.
Cuando los jóvenes salieron de la oficina, Rosa María con lágrimas en las mejillas le dijo:
—¿Por qué lo hiciste?
—Perdóname, Rosa María —contestó Alberto—. Te
juro que no sé qué me pasó, la clase estaba aburrida y
yo empecé a imaginar cosas…
—Ahora me has metido en un gran problema. ¿Es
así como me demuestras el amor que sientes por mí?
¿Qué va a pasar si nos expulsan? Y cuando mis padres
se enteren, ¿Qué les voy a decir? ¡Dios mío! ¿Qué voy a
hacer ahora? Tú sabes, Alberto, que te he correspondido, que te quiero, que lo nuestro ha sido un amor limpio. ¿Por qué tenías que llegar a esa vulgaridad? Ahora
tendrás que confesar la verdad: que tú hiciste ese sucio
dibujo y que en este caso tú eres el único culpable. Pues
tú sabes que yo soy completamente inocente.
—Así es —replicó Alberto muy apenado—. Yo diré
la verdad, yo fui quien hizo el dibujo y lo confesaré ante
el Consejo Técnico.
No hubo respuesta, ni despedida. Cada uno salió en
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dirección opuesta.
Al día siguiente, el Consejo se reunió, los maestros
de las diferentes materias estaban presentes. Alberto y Rosa María permanecieron en el exterior del salón mientras se trataban los diferentes problemas que
afrontaban la institución. Por fin, el maestro de Orientación Vocacional los llamó. Se sentaron y escucharon
al director que daba a los maestros los pormenores de
la acusación.
—¿Quién hizo el dibujo? —preguntó el de Ciencias
Naturales.
—Fui yo —contestó Alberto—. No sé qué me pasó,
mi mente empezó a volar, a imaginarme cosas…
—Eres un inmoral, jovencito —dijo el maestro de
Español—. ¿Ese es el ejemplo que te dan tus padres?
—Debemos poner un remedio a esto. Hoy en día los
jóvenes están enfermos de sexo y violencia —exclamó
la maestra de Inglés.
—Todo este problema se debe a la influencia del
cine y la televisión —dijo el maestro de Matemáticas.
—Yo pido a este Honorable Consejo Técnico que Alberto sea dado de baja de la Institución, para que sirva
de ejemplo y freno a los demás alumnos —dijo la maestra Sofía.
—¿Y cuál es su opinión, maestro Orientador? —interrumpió el director.
—Yo —contestó el Orientador Vocacional—, estoy
por lo que la mayoría decida…
Se guardó un profundo silencio, el momento pareció una eternidad. Y fue entonces que de manera sorpresiva, cuando nadie lo esperaba, Alberto habló:
—Señores maestros —empezó con voz titubean-
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Y tú, Alberto, a tus
dieciséis años no eres
más que un muchacho
inmaduro que sueña
con ser hombre.
¿Acaso te sientes
capacitado para
sostener una familia?
¿Ya tienes trabajo?
¿Serías a tu edad un
padre responsable?
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te—, sé que cometí un error, una falta grave, y estoy
consciente de ello. Pero permítaseme hablar…
”Rosa María y yo somos novios, creo que nos amamos, estamos muy jóvenes, lo sé, pero de alguna manera tenemos que aprender a conocer el amor. Les
aseguro que este amor es limpio, que nos respetamos,
que ella no tiene nada de qué avergonzarse. Por la tarde estudiamos juntos, vamos al parque y nos comentamos nuestros problemas, y entre los dos tratamos de
solucionarlos. Ella me comprende y yo la comprendo.
Nuestras calificaciones, si no son excelentes, sí son buenas; yo prefiero su compañía a la de mis amigos. Cuando estoy con ellos sólo platicamos tonterías, simplezas
y bromas sin sentido, en cambio, con Rosa María hablamos de nuestros temores, de nuestras inquietudes y
de nuestros proyectos. ¿Que hice siluetas obscenas? De
acuerdo. ¿Por qué las dibujé? No lo sé. Creo que estoy
sufriendo cambios. Para Rosa María yo deseo lo mejor, jamás intentaría algo que pudiera hacerle daño. Sin
embargo, y haciendo una comparación, amo también a
mi madre, pero es un sentimiento diferente que no puedo o no me he sabido explicar. Si por las dos siento un
profundo amor, si a las dos respeto, si no quiero verlas
sufrir, ¿por qué ese amor es diferente en una y la otra?
¿Me han explicado acaso los maestros en qué consiste
esa profunda diferencia entre un amor y otro? No, ¿verdad? Entonces déjenme encontrar el camino correcto a
pesar de mis errores de adolescente. Ahora bien, en las
escuelas no hablan de amor que en realidad es sexo,
será quizá porque el sexo es concreto y aparentemente
sencillo de explicar y comprender, y el amor, ese sentimiento que no podemos dominar y que casi nadie com-
prende, es abstracto. Lo sentimos, yo lo siento dentro
de mí, amo a Rosa María con un amor puro, limpio,
pero les aseguro que es un amor diferente al que siento
por mi madre. Quizá ese amor por mi novia es abstracto-concreto. Yo no sé, pero déjenme experimentar.
”Ahora bien —continuó Alberto—, usted, maestro
de Español, dígame, ¿La declaración de Isthar a Gilgamesh en la literatura mesopotámica, es amor o es sexo?,
¿Y cuando la diosa Surpunaka trata de seducir a rama
en el Ramayana, es amor o es sexo? ¿Cuando García
Lorca dice “se la llevó al río creyendo que era mozuela y
le regaló un costurero grande de razo pajizo porque era
muy gitano y hombre”, es amor o sexo? O cuando Sor
Juana Inés acusa a los hombres como si fueran demonios en sus famosas “Redondillas”, ¿Es amor o sexo? Y
usted, maestro de Ciencias Naturales, nos habla en clase del aparato reproductor tanto masculino como femenino, de enfermedades venéreas, de su prevención, del
control natal, ¿eso cómo se llama: sexo concreto o amor
abstracto? Y en la clase de sociales sólo nos hablan de
países en guerra, de locos y fanáticos ambiciosos que
anhelaban el poder; inclusive de anormales sexuales
como Hitler o sifilíticos como Cortés. ¿Es así como
vamos a aprender lo que es el verdadero amor? ¿Nos
pueden criticar, juzgar y hasta expulsar los maestros de
una institución que están enajenados con las telenovelas y donde se muestran infidelidades, la corrupción, la
prepotencia y la estupidez humana? Si es así —terminó
Alberto con voz quebrada por la emoción—, yo mismo
solicito mi baja en esta escuela.
Todos guardaron silencio y por fin el director, revolviéndose en el asiento con incomodidad, exclamó:
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—¡Está bien! ¡Está bien, jovencitos!, pueden retirarse a su casa, mañana se presentarán normalmente a su
clase, sólo te suplico, Alberto, que eso no vuelva a suceder y también quiero que te pongas en contacto con
el maestro comisionado del club de oratoria para que
te prepare y participes en los próximos eventos regionales.
Los dos abandonaron el recinto. Alberto iba sonrojado y trémulo mientras Rosita María lo veía con admiración.
Antes de que se retiraran los maestros del local, el
maestro de Educación Física recibió bajo la mesa de juicios un papel que decía:
Te espero hoy por la noche en mi departamento.
¡Te deseo C O N C R E T A M E N T E!
Sofía.
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Aprender a estudiar
Maricarmen García Martínez
Número de lectores: 5,2047
Opinaron excelente: 2,419 (46.5%)
Una persona no es inteligente porque se aprenda todo
de memoria como una computadora, esta cualidad va
ligada con la facilidad para cualquier problema que se
le presente.
Las clases ya comenzaron y tú ya estás sufriendo por
el solo hecho de pensar en las tareas. Antes de que comiencen los exámenes, comienza por leer este artículo
que te servirá de mucho.
Todos conocemos a una persona que parece enciclopedia. Si le preguntas la capital de un país te la dice
sin ver un mapamundi, si le preguntas cuál es la raíz
cuadrada de 15 te da la respuesta en segundos; en fin, le
tienes envidia de la buena porque es de las pocas personas que no necesitan pasarse toda la tarde estudiando
para un examen, como tú. ¿Sabías que tú también puedes convertirte en un genio si te lo propones? Lo único
que necesitas son unas técnicas infalibles de estudio,
memoria de elefante y por supuesto, mucha seguridad
de ti mismo.
Por más que repases, hagas resúmenes y te aprendas
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tus apuntes de memoria, la mente se te pone en blanco
cuando estás frente a tu examen. Si esto te sucede muy
seguido, tal vez tu forma de estudiar no sea la más adecuada. Practica estos tres sencillos pasos para mejorar
tus técnicas de estudio.
Por más que repases,
hagas resúmenes y te
aprendas tus apuntes
de memoria, la mente
se te pone en blanco
cuando estás frente a
tu examen. Si esto te
sucede muy seguido,
tal vez tu forma de
estudiar no sea la más
adecuada.
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1. No leas, trata de entender.
Alguien debería decirle a los que escriben los libros de
texto que la historia, la física, las matemáticas, la química, etc., son de por sí difíciles para que encima de todo
tengamos que descifrar lo que dicen los libros. Es obvio
que si no son tus libros favoritos, es porque son aburridos y difíciles de entender. Aquí tienes varios tips para
perderles el miedo.
Da un rápido vistazo. Fíjate bien en lo que vas a leer,
trata de recordar los títulos y lee el primer párrafo para
que te des una idea de lo que vas a estudiar. Utiliza un
marcador si quieres resaltar algún título o una idea que
consideres importante.
Busca tu propio espacio. Si piensas estudiar en la
sala con la televisión y el radio a todo volumen, estás
en un grave error. Toma un marcador y busca un lugar
tranquilo donde puedas estar a tus anchas y hablar en
voz alta sin molestar a alguien. Comienza a leer y si no
entiendes algo, repítelo en voz alta. Muchas veces en
voz alta un párrafo o una idea difícil de comprender, lo
entiendes mejor.
El diccionario es tu mejor amigo. Aunque te dé flojera agarrar un diccionario, debes hacerlo, porque no
tendrás ni idea de lo que dice el enunciado a menos que
sepas perfectamente lo que significan las palabras que
no conoces. Y aunque no lo creas, muchos maestros sa-
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ben que los alumnos son medio flojos y es casi seguro
que te preguntarán palabras que por flojera de buscar
en el diccionario, no sabrás.
El mejor acordeón. No estamos hablando del que se
hace para los exámenes. Un acordeón debe ser lo más
breve posible, haciendo un resumen de lo más importante de tus textos. El hecho de reescribir las cosas hace
que te queden más grabadas en la mente.
2. La mejor hora para estudiar.
¿Eres de los que se esperan hasta la noche para comenzar a carburar o te sientes mejor cuando estudias
durante el día? Por si no lo sabías, tu cerebro tiene un
momento en el que es mejor estudiar y sólo tú puedes
saber en qué momento te puedes concentrar mejor para
estudiar.
Piénsalo por un minuto, ¿Cuándo sientes que trabajas mejor? Si sabes que en las mañanas no das una, ni
siquiera intentes estudiar o realizar algún trabajo. Todas estas actividades debes reservarlas para cuando tu
cerebro esté trabajando a todo lo que da, y así puedes
sacarle más provecho a lo que estudias. Y no olvides
dejar la diversión, como ver la televisión, para cuando
hayas terminado con tus deberes de estudiante.
no sirva sólo para detener la puerta o como pisapapeles.
4. Escribe todo.
Cada vez que un maestro te dé una fecha para entregar
un trabajo, la fecha de examen final o hasta la fecha en
que hay que recoger boletas, siempre debes anotarlas
en tu agenda.
5. Lleva las cosas con calma.
Si eres de los que escriben la fecha para entregar un trabajo y te acuerdas un día antes, lo mejor es que trates de
calendarizar tus trabajos.
3. No descontroles.
Si tienes problema para cumplir con tus trabajos o se te
olvidan las fechas de los exámenes finales, debes poner
orden a tu vida. Para eso nada mejor que una agenda.
Quizá ya probaste una que sólo te dura una semana. La
verdad es que son muy útiles y te darán una gran ayuda, aquí te decimos cómo hacerle para que tu agenda
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Había una vez un hombre tan pobre, que el dinero no
le alcanzaba para mantener a su familia y había días
que se quedaba con hambre y no tenía para darle de
comer a sus hijos. Un día pensó: “¡Mañana comeré hasta llenarme!”.
Al día siguiente, se fue al bosque con la única gallina
que tenía, la preparó y cuando se disponía a comérsela,
se le apareció un anciano que le dijo:
—Invítame a comer, tengo hambre.
El hombre le contestó:
—Vine al monte para comer a gusto y vienes a molestarme.
—Yo soy Dios —respondió el anciano.
—Pues así menos te doy —refunfuñó el hombre—
en lugar de venir a ayudarme, me pides, no consideras
que soy pobre. Además, tú siempre ayudas a los ricos.
¡Lárgate, no te doy nada!
El anciano se dio cuenta de que tenía razón, pero por
su atrevimiento pensó en castigar al hombre enviándole a la muerte.
No había acabado de comer el hombre pobre, cuando apareció otro y le pidió de comer, diciéndole que era
la muerte. El hombre le convidó lo que quedaba de la
gallina y le dijo:
—A ti sí te doy porque eres parejo, te llevas a ricos
y pobres.
—A cambio de este favor te ayudaré —le dijo la
muerte—. Te haré un gran médico y curarás a ricos y
pobres. Pero si detectas mi presencia en el lecho de algún enfermo, retírate, pues quiere decir que ése ya está
en mis garras y no tiene salvación. Esa es mi condición.
Así, el hombre se convirtió en médico, y pronto empezó a ganar fama y dinero. Un buen día lo llamaron
para que fuera a atender a un hombre rico, pero cuando llegó a su casa encontró a la muerte. La familia le
ofreció una fuerte suma de dinero y el médico pensó:
“La atención es muy grande, ¡lo curaré!”.
La casa del enfermo quedaba muy apartada del pueblo, al pie de un cerro, y estaba rodeada de mezquitas
y álamos. Todas las noches los tecolotes cantaban cu cu
cú, y llamaban al enfermo por su nombre. Los coyotes
y las zorras aullaban y todos los mayos se espantaban
ante tanta señal de mal agüero. La última señal y la más
temida, la dio una gallina que cantó tres veces como un
gallo y una serpiente que cruzó el patio a toda prisa.
Se sentía el escalofrío de la muerte por todo ese paraje
apartado.
Cuando llegó el médico a la segunda consulta, se
encontró de nuevo con la muerte, y comenzó a luchar
con ella cuerpo a cuerpo, tratando de sacarla del cuarto. Finalmente la sacó a patadas, el enfermo sanó y se
levantó de la cama. Así, la fama del médico creció y se
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La huesuda
Cuento mayo
Número de lectores: 6,337
Opinaron excelente: 3,236 (51.1%)
extendió por los alrededores.
Un día estaba en el bosque cortando leña, dale que
dale con su machete, muy contento porque todo le había salido bien. Así estaba cuando apareció la muerte y
se le heló la sonrisa.
—No te vayas, amigo —le dijo—, tengo algo que decirte. No respetaste nuestro trato: al hombre que sanaste le faltaban tres días para morir; ahora estos tres días
te faltan a ti.
Dicho esto, la muerte se desapareció.
Llegó a su casa triste y cabizbajo, y contó a su esposa
lo sucedido.
—¿Quién es el que viene por ti? —preguntó extrañada.
—No te preocupes, tengo una idea.
La mujer sacó unas tijeras y lo dejó bien pelón, como
una cabeza de repollo. Después le cubrió la cabeza de
ceniza y se la dejó blanca como un panal macho.
Al atardecer apareció la muerte disfrazada de vaquero, montada en una mula prieta y, sonando sus espuelas, preguntó a la señora por su esposo.
—Hace tres días que se fue al monte y no ha regresado.
La muerte emprendió el camino de regreso, y en el
camino se encuentra al hombre disfrazado de anciano.
Y entonces pensó: “Como el señor que busco no se encuentra, aunque sea me llevo a este pelón”.
Diciendo y haciendo, lo montó en su mula, y más
adelante lo dejó tirado ya sin vida.
Cuando su mujer lo encontró, llamó a los vecinos,
llevaron al muerto al panteón y echaron un puño de
tierra en forma de cruz sobre la fosa del difunto, como
es costumbre entre los mayos.
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La mujer sacó unas tijeras
y lo dejó bien pelón, como
una cabeza de repollo.
Después le cubrió la
cabeza de ceniza y se la
dejó blanca como un panal
macho.
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En los últimos diez años, han fallecido en México por
causa del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida
(SIDA) 5 mil 500 personas. Cada quince segundos se
infecta una persona. La enfermedad hasta el presente
no tiene cura. A efecto de tomar conciencia de la gravedad de esta enfermedad, la Organización Mundial de
la Salud estableció el Día Mundial del SIDA el primero de diciembre de cada año. Pero, ¿Qué es el SIDA?
¿Cómo se adquiere? ¿Cuáles son los síntomas? ¿Qué
efectos produce? A continuación reproducimos las
partes principales del Folleto Creer en los tiempos del
SIDA editado por CONASIDA/MÉXICO.
El SIDA se definió como una enfermedad apenas
en 1981, cuando médicos observaron que se trataba
de algo diferente a lo que conocían. Se calcula que esta
nueva infección se inició en la humanidad hace por lo
menos cuarenta años, aunque los científicos no se habían dado cuenta de que existía. El SIDA es una enfermedad provocada por un virus que destruye las defensas del cuerpo humano. La palabra SIDA está formada
por las iniciales de los términos Síndrome de Inmuno
Deficiencia Adquirida.
Un virus es un microbio que necesita estar dentro
de una célula viva para poder multiplicarse. Algunos
virus provocan enfermedades y otros no; son tan pequeños que sólo pueden verse con un microscopio electrónico. Algunos ejemplos de enfermedades causadas
por virus son: varicela, hepatitis, poliomielitis, rubéola,
rabia, catarro, gripe, algunas diarreas y pulmonías. En
general, los virus resisten poco fuera del organismo.
El calor, el frío, la humedad o la sequedad del medio
ambiente los destruyen con facilidad, así como algunos
desinfectantes.
El Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) es
el virus que produce el SIDA. Este virus se encuentra
principalmente en la sangre y en los líquidos genitales
(líquido preeyaculatorio, semen, secreción vaginal y secreción menstrual) de las personas infectadas o enfermas y produce una enfermedad lenta, progresiva y por
ahora mortal. El VIH afecta únicamente al ser humano;
no ataca a ningún animal ni vegetal. Es un virus que
puede tardar mucho tiempo en causar la enfermedad,
porque está como dormido o latente dentro de las células. El VIH debilita las defensas del cuerpo, lo que permite que otros microbios puedan producir infecciones.
Para tener buena salud, nuestro cuerpo cuenta con
un sistema inmune o de defensa, mismo que se encarga
de protegerlo de cualquier ataque de dentro o de fuera. Este sistema hace que los microbios sean atrapados,
comidos y destruidos por células que están en diferentes lugares de nuestro cuerpo. Los defensores son algunos glóbulos blancos llamados linfocitos y otro tipo
de células que están en diferentes lugares de nuestro
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¿Qué es el SIDA?
Número de lectores: 5,547
Opinaron Excelente: 2,764 (49.8%)
cuerpo. Además, el sistema inmune fabrica anticuerpos
para combatir a los microbios ya conocidos. Por eso el
sistema de defensa de nuestro cuerpo es tan importante
que nadie puede vivir sin él.
Cuando el VIH logra entrar al cuerpo humano a través de la sangre o los fluidos genitales, se mete a los
glóbulos blancos. Allí cambia las funciones defensoras
de estas células y el virus las usa para multiplicarse a sí
mismo. De esta manera, el sistema inmune va siendo
eliminado hasta dejar al cuerpo humano sin defensas;
por eso puede entrar cualquier otro microbio y provocar distintas infecciones.
El virus del SIDA se contagia pasando del cuerpo de
una persona infectada o enferma al cuerpo de una persona sana. Esto sucede por tres formas: 1) vía perinatal,
cuando una madre infectada contagia a su bebé antes o
durante el parto; 2) vía sexual, a través de las relaciones
sexuales; 3) vía sanguínea, cuando pasa sangre infectada a un cuerpo sano: esto puede suceder a través de
una aguja de jeringa usada o de una transfusión.
El SIDA no se transmite por la saliva, lágrimas, orina, sudor, excremento o estornudos sino exclusivamente a través de la sangre, semen, líquido preeyaculatorio,
secreciones vaginales y menstruales.
¿Cómo evitar el contagio? Las mujeres que deseen embarazarse y que pudieran estar infectadas deben hacerse
el análisis de laboratorio; las que están infectadas deben
evitar el embarazo. Usar solamente agujas desechables
nuevas o jeringas de cristal perfectamente esterilizadas
y exigir que la sangre utilizada en las transfusiones lleve la etiqueta “sangre segura”. Son las precauciones que
deben tomarse para evitar el contagio a través de la vía
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El SIDA es una
enfermedad provocada
por un virus que destruye
las defensas del cuerpo
humano. La palabra SIDA
está formada por las
iniciales de los términos
Síndrome de Inmuno
Deficiencia Adquirida.
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sanguínea. Para evitar el contagio a través de las relaciones sexuales se recomienda usar condón, tener relaciones sexuales con una persona que se sabe que no está
infectada o abstenerse de tener éstas.
Por lo general, las personas cero positivas o infectadas no tienen padecimientos ni molestias. Sin embargo, ya pueden contagiar a los demás, aunque no
tengan síntomas. Por eso es una infección que aumenta rápidamente, porque muchas de las personas cero
positivas no se dan cuenta que la tienen y la transmiten a otras personas.
Cuando una persona empieza a sentirse mal y a tener síntomas, ya se le considera enferma o con SIDA.
Las manifestaciones del mal son: fiebre, sudores nocturnos, diarreas, pérdida rápida de peso, cansancio,
ganglios inflamados, erupciones de la piel, pulmonía y
tos. La única forma segura de saber que se padece SIDA
es a través del análisis de sangre correspondiente.
El tiempo que transcurre entre la infección y el desarrollo del SIDA puede ser muy largo y depende, en
cada persona de varios factores que tienen que ver con
su salud física y mental; es decir, con: la buena alimentación, el descanso suficiente, el mantenimiento de su
trabajo, el no consumo de tabaco, alcohol y otras drogas, la tranquilidad y el afecto, apoyo y comprensión
de quienes lo rodean.
En México y en todo el mundo los científicos están
trabajando intensamente en el desarrollo de tratamiento para esta enfermedad. En la actualidad ya hay medicamentos antivirales para retardar su avance, pero,
hasta el momento, el SIDA no tiene curación.
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Aladino y la lámpara
maravillosa
Anónimo
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Aladino era el único hijo de un pobre sastre que un día
se murió de tanto trabajar para ganarse la vida.
La madre y el muchacho quedaron muy desamparados, viéndose obligados a ir vendiendo poco a poco
todo lo que tenían para sobrevivir.
Y un día que el muchacho jugaba en la calle, se le
acercó un hombre que le dijo:
—Oye, he hecho un largo viaje desde África para venir en busca de una cosa que se encuentra en un estrecho subterráneo. Y yo no puedo entrar allí por mi corpulencia. Pero si tú me ayudas, te daré unas monedas.
Aladino estaba tan necesitado de dinero que aceptó.
Llegó junto al subterráneo del que el hombre africano le
había hablado y descendió por una estrecha pendiente
que lo condujo hasta una espaciosa estancia.
—¿Y qué tengo qué hacer ahora? —preguntaba el
muchacho elevando la cabeza para que su voz llegase
hasta el africano que se había quedado en el exterior.
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—¡Busca una lámpara vieja que por ahí encontrarás
y tráemela! —y Aladino encontró lo que le pedía.
Ya se disponía a salir y entregar la lámpara a aquel
desconocido, cuando Aladino pensó: “¿Para qué querrá ese desconocido esta lámpara vieja y roñosa?”. Y ni
tardo ni perezoso se lo preguntó.
—¿A ti qué te importa? —le respondió el africano—.
¡Dame la lámpara y te ayudaré después a salir de ese
agujero!
Pero el africano se puso tan furioso por esta negativa, que Aladino tuvo ahora miedo de salir de allí, pues
no estaba seguro que aquel desconocido no le propinase algunos pescozones.
—¡Sal y entrégame la lámpara! —gritaba.
Mas, ante la negativa del niño, el hombre, furioso,
cogió una enorme piedra y cerró la entrada del subterráneo. Desde allí, Aladino oyó la terrible carcajada que
el africano lanzaba.
—¡Ja, ja, ja! ¡Te quedarás encerrado para siempre!
¡Nadie te sacará de ahí! ¡Ese es el castigo a tu desobediencia!
Y después, todo fue silencio.
Estaba Aladino muy preocupado preguntándose
cómo podría abandonar aquel encierro, cuando se distrajo contemplando la lámpara.
—Y pensar que todo esto me ha sucedido por este
viejo objeto. ¿Será de oro y yo no me he dado cuenta al
hallarse tan cubierta de polvo?
Y con un gesto reflejo, frotó suavemente la lámpara
para ver de qué metal estaba construida.
Y entonces ocurrió una cosa sorprendente que dejó
a Aladino desconcertado: del pitorro del objeto comen-
zó a salir un humo color naranja que, poco a poco, fue
tomando la figura de un imponente genio.
—¡Soy el genio de la lámpara! —dijo con voz de
trueno—. ¿Qué quieres de mí? Ahora tú eres mi dueño.
¡Manda y te obedeceré!
Aladino no daba crédito a lo que oía. ¿Sería aquello
verdad? Y con voz trémula ordenó al genio que le sacase de allí y que le llevase a su casa.
Se oyó un ruido atronador e instantes después Aladino se encontraba en su casa con la lámpara en la mano.
—¡Es verdad! —dijo. ¡La lámpara tiene poderes mágicos! ¡Por eso aquel hombre quería apoderarse de ella!
Y a partir de entonces, se acabaron las necesidades
de Aladino y su madre. El genio de la lámpara les proporcionaba todo cuanto querían.
Y así, el muchacho creció. Y un día se enamoró de la
princesa del país.
—¡Madre, quiero casarme con ella! Ve al palacio y
pide su mano para mí.
El rey creyó que se trataba de una broma, pero cuando vio que la madre de Aladino le traía todas las riquezas que le pedía a cambio de esta boda, se convenció de
que aquella petición iba en serio y acabó consintiendo
en entregar a su hija a un ser tan rico como Aladino.
Y se celebró la boda y el matrimonio fue muy feliz,
viviendo en un hermoso palacio que Aladino había solicitado al genio de la lámpara.
Pero la felicidad de Aladino muy pronto se terminaría.
Un día, el hombre africano se decidió a volver al país
donde él creía que había dejado a Aladino encerrado
para siempre.
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—¡Maldita sea mi suerte! —dijo, reconociendo en
aquel joven y poderoso señor al niño que él había encerrado en el subterráneo—. Seguro que ha descubierto el
secreto de la lámpara y está disfrutando de sus beneficios. ¿Cómo podré apoderarme de ella?
Y pensando, pensando, el hombre africano dio con
la solución. Se fue a un mercado de cosas nuevas y compró cinco relucientes lámparas. Después, disfrazándose
de vendedor, se colgó las cinco lámparas al hombro y
comenzó a pasearse por delante del palacio de Aladino.
—¡Cambio lámparas nuevas por viejas! —voceaba.
Y este grito llegó hasta la esposa de Aladino que se
entretenía en ordenar el palacio con ayuda de sus criadas, mientras su esposo había salido de cacería.
—¡Mira qué bien! —dijo. Aladino se pondrá muy
contento cuando vea que he hecho tan buen negocio
cambiando la lámpara vieja de su habitación por una
nueva. ¡Buen hombre! ¡Buen hombre! —llamó.
Tan pronto tuvo en su poder la lámpara mágica, el
falso vendedor la frotó y ordenó al genio que se le apareció:
—¡Quiero que traslades este palacio y todo lo que
hay dentro a África, y a mí también!
—¡Seréis obedecido! —respondió el genio a su nuevo señor.
Y en un abrir y cerrar de ojos, el palacio, las criadas,
la princesa y el propio hombre africano, desaparecieron
del lugar que hasta pocos instantes antes ocupaban.
—¡Ay! —se lamentaba la esposa de Aladino viendo
que había sido objeto de un engaño—. ¿Qué será ahora
de mí?
Cuando Aladino regresó de su cacería, se dio cuenta
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Y entonces
ocurrió una cosa
sorprendente que
dejó a Aladino
desconcertado: del
pitorro del objeto
comenzó a salir un
humo color naranja
que, poco a poco, fue
tomando la figura de
un imponente genio.
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de que todo lo había perdido. Desesperado por la desaparición de su querida esposa, se dispuso a recorrer el
mundo para encontrarla.
Y así pasó mucho tiempo. Pero un día, Aladino llegó a
tierras africanas y reconoció en un palacio su antigua casa.
Esperó que cayera la noche y con sigilo se introdujo en
él por una ventana y se dirigió a la alcoba de su esposa.
—¡Oh esposo mío! —exclamó la princesa al verlo—.
¡Qué contenta estoy de que por fin me hayas encontrado! Sabrás que soy la prisionera de un hombre africano
que a toda costa quiere casarse conmigo. Y sin duda
debe ser un mago, pues trasladó nuestra casa hasta
aquí en un abrir y cerrar los ojos.
—Pero ¿y la lámpara? —preguntó Aladino.
Entonces su esposa le contó lo que había ocurrido.
—Tenemos que apoderarnos de nuevo de ella y,
puesto que tú dices que ese hombre la lleva siempre
colgada del cinturón, un día disimularás que accedes a
sus deseos y lo invitarás a beber una copa de vino.
—¿Y qué conseguiremos con ello? —preguntó su
esposa.
—Que caiga en un profundo sueño, ya que, anteriormente, habremos echado en ese vino unos polvos
que producen tal efecto.
Y la joven, al día siguiente, siguió todas las instrucciones que le había dado Aladino.
El hombre africano se puso muy contento, pensando
que había vencido la resistencia de tan gentil dama y bebió la copa de vino que ésta le tendía, sin sospechar nada.
Pero cuando estuvo sumido en un profundo sueño,
Aladino, saliendo de su escondite, se apoderó de nuevo
de la lámpara y frotándola ordenó al genio que los tras-
ladase a él y a su esposa a su país de origen.
—¿Y la casa? —le preguntó su esposa.
—Se la regalamos al hombre africano —le contestó
Aladino divertido—. Nosotros haremos construir otra
por tan gentil servidor como ahora tenemos.
Y a partir de entonces, la felicidad acompañó siempre a Aladino que nunca más volvió a perder su lámpara maravillosa.
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Dos hermanos viajaban juntos; hacia el mediodía se
metieron en el bosque para descansar. Cuando despertaron vieron cerca de ellos una piedra, con una inscripción; la descifraron y esto fue lo que leyeron:
“Quien encuentre esta piedra camine por el bosque
hacia el Oriente; en su camino hallará un río: que lo
atraviese; a la otra rivera verá a una osa con sus ositos;
que coja los ositos y escape a la montaña sin volverse.
Allí verá una casa, y en aquella casa encontrará la dicha”.
Entonces dijo el menor al mayor:
—Vamos juntos; quizá podamos atravesar el río, coger los ositos, llevarlos a aquella casa y encontrar ambos la dicha.
Pero el mayor replicó:
—No iré en busca de los osos, ni te aconsejo que lo
hagas. En primer lugar, porque nada prueba la veracidad de esta inscripción, que acaso sea una broma; en
segundo, porque es muy posible que la hayamos leído
mal; y el tercero, aún admitiendo que eso sea verdad,
pasaremos la noche en el bosque, no hallaremos el río
y nos extraviaremos. Y aún cuando halláramos el río,
¿Podríamos pasarlo? La osa nos degollaría y en vez de
dicha, encontraríamos la muerte. Por otra parte, aunque consiguiéramos apoderarnos de los ositos, no nos
sería posible escapar sin que descansásemos sino hasta
haber llegado a la montaña. Por último, allí, no se ve
qué dicha es la que se encuentra en aquella casa; quizá
sea una dicha de la que nada podamos hacer.
Y el hermano menor repuso:
—No soy de tu opinión; sin objeto no se escribió eso
en esta piedra. El sentido de la inscripción es claro y
preciso, desde luego, no hay que correr tan gran peligro. En segundo lugar, si no vamos nosotros podrá otro
descubrir esta piedra, hallar la dicha en un lugar nuestro y nosotros no obtendremos nada. Por otra parte,
nada se consigue en el mundo sin esfuerzo. Y, además,
yo no quiero pasar por cobarde.
A lo que dijo el hermano mayor:
—Sabes el proverbio: “La codicia rompe el saco”, o
aquel otro: “¡Más vale pájaro en mano que cientos en
el aire!”.
Replicó el menor:
—Y yo he oído decir, “Quien no se arriesga no pasa
la mar”, y también: “Bajo una piedra inmóvil no corre
el agua”. Pero me parece que es hora de partir.
Marchó el menor y el otro se quedó. Un poco más lejos, en el bosque el menor encontró un río, lo atravesó, y
junto a la orilla vio una osa que dormía; cogió los ositos
y sin volver la cabeza, echó a correr hacia la montaña.
En cuanto llegó a la cima, una multitud de gente salió
a su encuentro y lo transportaron a la ciudad, donde se
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Los dos hermanos
León Tolstoi
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le nombró rey.
Reinó cinco años; al sexto, otro soberano más fuerte
que él le declaró la guerra, se apoderó de la ciudad y lo
expulsó.
Entonces, el hermano menor erró de nuevo y volvió
a la casa del mayor, que vivía pacíficamente en el campo, ni rico ni pobre.
Ambos hermanos sintieron mucho gusto contándose su vida.
—Bien ves —dijo el mayor— que yo estaba en lo
cierto. He vivido sin sobresaltos, y tú que fuiste rey,
piensa cuán atormentada fue tu vida.
Respondió el menor:
—No deploro mi aventura en el bosque; cierto que
ahora ya no soy nada; pero tengo, para embellecer mi
vejez, el corazón lleno de recuerdos, mientras que tú no
los tienes.
En cuanto llegó a la
cima, una multitud
de gente salió a
su encuentro y lo
transportaron a la
ciudad, donde se le
nombró rey.
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—¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan
por caridad.
—No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír
hablar nada de ti.
—Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para
sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad
de Dios.
—No se trata de sustos. Parece que te van a matar de
a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
—Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
—No, no tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo.
Y, si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy
y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar
las cosas de este tamaño.
—Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de
mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
—No.
Y siguió sacudiéndose la cabeza durante mucho
rato.
—Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al
cabo él debe de tener un alma. Dile que lo haga por la
bendita salvación de su alma.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba
sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se
dio vuelta para decir:
—Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí
también, ¿Quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
—La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos.
Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es
lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a
un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había
hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse,
pero el sueño se le había ido. También se le había ido
el hambre. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien
que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién
resucitado.
Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan
viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba.
Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe.
No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver
los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra,
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Diles que no me maten
Juan Rulfo
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por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava,
tuvo que matar por eso; por ser dueño de la Puerta de
Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el
pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían
uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y
que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba
de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper
la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las
pareneras para que se hartaran de comer. Y eso no le
había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez
la cerca, para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir
otra vez el agujero. Así de día se tapaba el agujero y de
noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí,
siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel
ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto
sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo.
Hasta que una vez don Lupe le dijo:
—Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él le contestó:
—Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los
animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes.
Ahí se lo haiga si me los mata.
Y me mató un novillo.
”Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del
exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al
juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida
de la cárcel. Todavía después se pagaron con lo que
quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos
modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto
con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se
nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con
la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya
va para viejo, y según eso debería estar olvidado. Pero,
según eso, no lo está.
Yo desde entonces calculé que con unos cien pesos
quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo,
solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía
de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de
pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde
unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había
que tener miedo.
Pero los demás se atuvieron a que andaba exhortado
y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada
que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
—Por ahí andan unos fuereños, Juvencio.
Y yo echaba pal monte, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente, creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilo.” Al menos esto —pensó— “conseguiré con estar
viejo. Me dejarán en paz”.
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso
era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear
para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor
tiempo corriendo de un lado para otro arrastrado por
los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por
ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días
en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
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Por si acaso, ¿No había dejado hasta que se le fuera
la mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de
que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la
cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde,
con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se fuera como se
le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo
único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la
conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo
mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera.
El anduvo solo, únicamente maniado por el miedo.
Ellos se dieron cuenta que no podía correr con aquel
cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas con sicuas secas, acalambradas por el miedo a morir. Porque a eso
iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esta comezón en el estómago, que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia
por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y
esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus
fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la
idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar
podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se
hubieran equivocado. Quizás buscaban a otro Juvencio
Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los
brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas.
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Lo habían traído de
madrugada. Y ahora era
ya entrada la mañana
y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón,
esperando.
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El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y
traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el
polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años,
viendo la tierra aquí, abajo de sus pies, a pesar de la
oscuridad. Allí en la tierra estaba toda la vida. Sesenta años de vivir sobre ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la
carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos,
saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los
hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño
a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedó callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los
veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero
no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran.
Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en
cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al parpadear la tarde,
en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado.
Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y
él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte
de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se
iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa
no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que
hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la
milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar
seca del todo.
Así que ni valía la pena haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya
no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo
veía los bultos que se repegaban y se separaban de él.
De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo
habían oído. Dijo:
—Yo nunca le he hecho daño a nadie —eso dijo.
Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron
igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir,
que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado.
Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras
casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres
oscurecidos por el color negro de la noche.
—Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta.
Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando
ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
—¿Cuál hombre? —preguntó.
—El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos
mandó a traer.
—Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima
—volvió a decir a la voz de allá adentro.
—¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? —repitió
la pregunta el sargento que estaba frente de él.
—Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que
allí he vivido hasta hace poco.
—Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
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—Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
—¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá dentro cambió de tono:
—Ya sé que murió —dijo. Y siguió hablando como
si platicara con alguien allá al otro lado de la pared de
carrizos.
—Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y
lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil
crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
”Luego supe que lo habían matado a machetazos,
clavándole después una pica de buey en el estómago.
Me contaron que duró más de dos días perdido y que,
cuando lo encontraron, tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
Esto con el tiempo parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que
hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podía perdonar
a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se
haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da
ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que
siga viviendo. No debía haber nacido nunca.”
Desde acá, desde afuera, se oyó bien claro cuanto
dijo. Después ordenó:
—¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
—¡Mírame, coronel! —pidió él—: Ya no valgo nada.
No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No
me mates!
—¡Llévenselo! —volvió a decir la voz de adentro.
—…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos
modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido
como un apestado, siempre con el pálpito de que en
cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No
me mates! ¡Diles que no me maten!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
Enseguida la voz de allá adentro, dijo:
—Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y
su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra
vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado
al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le
metió su cabeza dentro de un costal para que no diera
mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado
todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
—Tu nuera y los nietos te extrañarán —iba diciéndole—. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú.
Se les afigurará que te ha comido el coyote, cuando te
vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de
gracia como te dieron.
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Palazuelos
Carlos Alberto Madrazo B.
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Finaliza el periodo presidencial del general Obregón
en medio de la hoguera de la guerra civil. Destruida la
revolución delahuertista en todas partes, a las tropas
del general Aguilar no les cupo mejor suerte y el propio general, ocultándose aquí y allá, trataba de evadir
la captura que significaba irremisiblemente la muerte.
Por aquel entonces era alcalde de Veracruz un señor de apellido Palazuelos, que además de recalcitrante
obregonista era enemigo personal de Cándido Aguilar.
Cierta madrugada, alguien llamó a la puerta de la
casa del alcalde. “Soy el general Aguilar, —explicó el
fugitivo—. Vengo a esta casa, porque si bien es cierto
que usted es mi enemigo, también lo es que usted es
todo un hombre y no habrá de negarme asilo ni permitirá que me asesinen”.
Así fue. La hospitalidad en estas tierras bravías de la
costa del Golfo tiene leyes invioladas. A la manera de
los suplicantes de la tragedia griega que no podían ser
rechazados, también las puertas de las casas se abren
ahí para amparar al perseguido.
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Tres días después, el general Aguilar llegaba a la
Habana sano y salvo.
El escándalo en México fue terrible. El general Obregón ardía en cólera y personalmente se trasladó al
puerto de Veracruz, y con órdenes terminantes reunió
a un grupo prominente al que suponía inmiscuido en
aquella fuga que burlaba su venganza.
El aspecto de Obregón era imponente. Rojo de ira,
lanzó la acusación y la pregunta:
—¿Quién fue?
—Yo, señor presidente —contestó Palazuelos.
Obregón se detuvo estupefacto.
—¿Usted? ¿Usted Palazuelos, que además de presidente municipal es mi amigo y partidario?
—¡Sí, señor: yo fui! Soy, como usted sabe, enemigo
del general Aguilar; pero cerrarle la puerta de mi casa
era una crueldad y una cobardía, porque estaba indefenso y se acogía a mi hombría de bien.
Obregón clavó en él su mirada terrible y de pronto,
con uno de esos rasgos muy suyos, terminó la situación
con estas palabras:
—Mire, Palazuelos: si yo hubiera estado en su lugar
hubiera hecho lo mismo… pero estoy tan encolerizado,
que mejor escóndase ocho días mientras se me pasa el
coraje; ¡no vaya a ser que lo mande a fusilar!
Del Toro
En la batalla de Torreón, el dominio del Cerro de la Pila
es importante. La acción, indecisa. Los nidos de ametralladoras de José Refugio Velasco barren la ladera con
huracán de muerte. Villa, furioso, da una orden tajante:
—General Del Toro, coja usted cinco mil hombres y
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tome el Cerro de la Pila.
Y Pancho del Toro, ranchero de siempre, se cuadra y
le dice con sencillez conmovedora.
—Con perdón de usted, mi general, deme nomás
quinientos, porque con más me hago bolas.
Y con quinientos hombres Pancho del Toro toma el
Cerro de la Pila.
Juárez
Eran los días terribles del avance incesante del ejército
invasor. Juárez, sin núcleos regulares de tropas que ya
no existían, se aprestaba a seguir luchando y organizar
guerrillas para hostigar al enemigo.
Se encontraba ese día en un último punto de la frontera mexicana, que hoy por cierto lleva su nombre.
La tensión era terrible, de un momento a otro podrían oírse los cascos de los caballos de las tropas de
Miramón chocando con las piedras de las calles del poblado.
Los ministros están ansiosos de noticias y se precipitan al patio de la casa donde en esos momentos desmonta un correo. Trae un mensaje, que contiene una
noticia que el correo sabe no es militar, pero es igualmente grave para el presidente, a quien el destino,
como sucede siempre, manda en serie golpe tras golpe.
La carta dice que ha muerto el hijo consentido del presidente.
Detrás del correo entran los ministros para compartir también aquella pena. Juárez lee el mensaje y se resiente. Su faz se demuda. Aquel hombre de hierro vacila, pero reponiéndose pronto y contemplando las caras
afligidas de sus ministros, se dirige a ellos con estas pa-
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—¡Sí, señor: yo fui! Soy,
como usted sabe, enemigo
del general Aguilar; pero
cerrarle la puerta de mi
casa era una crueldad y una
cobardía, porque estaba
indefenso y se acogía a mi
hombría de bien.
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labras, que una vez más señalan su grandeza:
—Señores, en los presentes momentos son tantas las
aflicciones de la Patria, que el presidente de la república
no tiene derecho a llorar.
El antiimperialismo de
Tomás Garrido Canabal
Armando Alfonso Caparroso
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En 1921 se presenta en Tabasco el inglés James de Rotschids, representante de las compañías petroleras El
Águila y la Royal Dutch, rubicundo, alto y corpulento, hacía gala de prepotencia; además de ingenieros y
geólogos y ayudantes, contaba con todo el respaldo del
jefe de la guarnición militar Luis T. Mireles, quien por
padecer del vitiligo le apodaban El Pinto. A Rotschids
le decían el Duquesito, por sus modales aristocráticos.
Mientras realizaban las compañías las excavaciones
petroleras en Macuspana y Jalapa, tanto sus guardias
blancas como la tropa que a su disposición envió el
Pinto Mireles, cometían toda clase de atropellos con los
campesinos en cuyas propiedades o ejidos se hacían las
exploraciones.
El gobernador Tomás Garrido Canabal mandó llamar tres veces al Duquesito y tres veces recibió la misma respuesta: “No tengo tiempo para hablar con ese
señor”. Garrido enviaba sus quejas al Pinto Mireles y
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éste nomás tomaba notas.
Pero a los pocos días, las guardias de Rotschids mataron a un indígena en Tepetitán y la indignación de
Garrido fue grande. ¿Cómo iniciar un juicio contra el
Duquesito y contra las poderosas compañías petroleras
respaldadas por la escuadra inglesa anclada en Honduras Británicas y en la Martinica?
Garrido, hombre de acción, ordena a Francisco Gamas Colorado, José Piñera y al mayor Ocampo Ferrer
que plagiaran a James de Rotschids… Y una noche,
cuando el Duquesito se dirigía a su habitación en el hotel Palacio, el comando garridista desarma y ata a su
guardaespaldas y de inmediato embarcan a Rotschids
en el motor de Santiago Chanti. Lo desembarcan en
Acachapan y Colmena y ahí los esperaban unos monteros y guías con caballos y mulas. Su destino fue Guatemala.
En el trayecto, el Duquesito trató de escapar y siguiendo previas órdenes de Garrido, le dieron cincuenta azotes, “la próxima serán cien”. Y Rotschids aceptó
con humildad franciscana su condición de reo: harapiento, sin zapatos y con una soga al cuello, durante
las caminatas nocturnas. De Rotschids y su arrogancia
imperial, no quedaba más que un guiñapo humano.
El escándalo fue mayúsculo allá en México. La prensa atacando a Garrido; la embajada inglesa protestó
ante el gobierno de Obregón y aquí en Tabasco. El Pinto
Mireles busca afanoso e infructuosamente a su protegido y a la vez benefactor. El secretario de Gobernación,
Plutarco Elías Calles, envía un telegrama a Garrido y
éste se presenta ante Álvaro Obregón.
Era la primera entrevista que sostenía el Sagitario
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El escándalo fue mayúsculo
allá en México. La prensa
atacando a Garrido; la
embajada inglesa protestó
ante el gobierno de Obregón
y aquí en Tabasco.
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Rojo con un presidente. Ante la imponente personalidad del Manco de Celaya, Garrido no perdió su ecuanimidad. Obregón le habló de las protestas inglesas, de
la belicosidad imperial, de la difícil situación financiera
de México y le reclamó su muy personal forma de hacer justicia. Garrido escuchó y luego le explicó detalladamente el proceder del Duquesito, los atropellos de
su guardia y la irreverencia ante el gobierno del Estado.
Obregón se indignó, su rostro rubicundo fue más
astuto y le dijo a Garrido estas palabras de fuego: “El
presidente de México condena su proceder, pero el ciudadano Álvaro Obregón lo felicita y le aconseja: para
la próxima, dele más azotes y mándelo a chingar a su
madre”. Así se ganó Garrido la simpatía del presidente
Obregón.
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Ivana
Rosaura Barahona Aguayo
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Ivana fue la belleza que arrasó con todo: sus amigas,
sus primas, las vecinas y casi casi su generación. Medía 1.80 y su esbeltez era tan natural que nadie podía
imaginarla de otra manera. Porque han de saber que la
joven tenía, además, unos inmensos ojos verdes rodeados de oscuras pestañas tan espesas que al parpadear
le despeinaban el arco de las cejas.
Su piel era blanca pero no pálida. Las mejillas sonrosadas, la nariz recta y los labios naturalmente encarnados completaban un rostro perfecto. Y su mata de pelo
color avellana no sólo era sedosa y pesada sino dócil
como oveja recién nacida. Para donde Ivana se hiciera
el pelo, ahí se quedaba, de manera que anduviese su
dueña como anduviese se veía hermosa.
Y sin embargo nada de eso agotaba la belleza de Ivana. Porque encima era dulce, buena, generosa y simpática, aunque la verdad sea dicha, también era bastante
ingenua. Su sonrisa radiante a menudo iluminaba la vida
de los demás que no se cansaban de contemplarla (porque Ivana merecía más que miradas de admiración).
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Ninguna de las modelos famosas la igualaba. ¡Si tan
sólo en su país hubiera modelaje! (Ivana era rusa y en
Rusia eso no existía).
Varios hombres de negocios que olieron el mercado potencial de los países del Este antes de la caída del
Muro, conocieron en sus viajes a Ivana y le hicieron
todo tipo de ofertas: desde matrimonio (un millonario
texano, un emir saudita, una caricatura de play boy latino y dos directores de cine) hasta contratos para trabajar como quisiera y en lo que quisiera. Así de bella
era Ivana. Pero aquella belleza no quería salir de su
pueblo porque ahí estaba Drago. Y ella lo amaba. Con
locura. Con desesperación. Con anhelo insólito. Nada
tenía sentido sin Drago y por él renunció a todo sin que
su renuncia le pesara.
Drago era el galán del pueblo. Guapísimo, mentirosísimo, flojísimo, simpatiquísimo, encantadorsísimo y
donjuanísimo. Pero Ivana juraba como toda mujer enamorada de un gañán, que con su amor y comprensión
su Drago cambiaría (éstas son, sin duda alguna, las palabras más famosas pronunciadas universalmente por
las mujeres que se meten a redentoras e infaliblemente
salen crucificadas). Y a Ivana le sobraba todo el amor
y toda la comprensión que su Drago necesitaba para
volver el camino del bien.
Y Drago e Ivana se casaron e Ivana fue durante un
tiempo tan feliz, tan feliz, que engordó como la princesa Beatriz.
Las mejillas se volvieron cachetes mofletudos, las
esbelteces se rellenaron de cojines por todos lados, las
piernas parecieron acortársele e incluso los ojos empequeñecieron al hundirse en el rostro inflado. No se
puso fea, sólo se volvió una gorda bonita, de esas que
abundan en este siglo por todos lados.
Y como Drago siguió esbelto, guapísimo, mentirosísimo, flojísimo y donjuanísimo, al poco tiempo renovó
su fama de galán insaciable e irresistible. Los ruegos,
llantos, amenazas y sufrimientos de Ivana fueron siempre inútiles.
Un día, por fin decidió hablar con él y arreglar el
conflicto de manera definitiva.
Lo enfrentó con su dulzura inagotable y le rogó que
cambiara. Todo se lo perdonaba, menos su infidelidad
consuetudinaria. Y Drago con su seductora sonrisa de
cínico le respondió que no podía dejar de serle infiel
porque nunca lo había sido. Y se iba, dijo, porque tenía una ineludible cita de trabajo. “Pero si no trabajas”,
aclaró su mujer con ganas de pescarlo en evidencia.
“Pero yo voy a”, respondió Drago al momento de ponerse el suéter verde que su esposa le había tejido para
su último cumpleaños. Abrió la puerta y le lanzó un
beso al momento que Ivana gritaba: “Juro que si te vas,
me mato”. “Nos vemos más tarde”, respondió Drago y
salió como personaje de una obra de teatro.
Ivana oyó cómo corría escaleras abajo y decidió
cumplir su juramento. Se subió a la ventana que daba
a la calle, se sobrepuso al vértigo, volteó a ver los ocho
pisos que recorrería su cuerpo antes de caer, cerró los
ojos y se lanzó bocabajo.
El vacío le abrió los párpados como si con ello pudiera detener su caída. En milésimas de segundo se
arrepintió. Pensó que su arrepentimiento era tan inútil
como su muerte, cuando vio salir del edificio el suéter verde de Drago, quien alarmado ante los gritos de
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los transeúntes volteó el rostro en el preciso instante en
que los 115 kilos de Ivana le caían encima.
Ivana despertó en el hospital con un par de fracturas
de las que se repondría.
“Siento mucho lo que sucedió. Me lancé en un mal
momento. No quise matarlo; a pesar del sufrimiento
que me causaban sus infidelidades, lo amaba mucho.
La sensación de triturar los huesos del amado es la más
horrible de las sensaciones que un ser humano puede
tener. Jamás la olvidaré”.
El juez le creyó.
Su piel era blanca pero
no pálida. Las mejillas
sonrosadas, la nariz recta
y los labios naturalmente
encarnados completaban
un rostro perfecto.
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Padre, las cosas que habrá oído en el confesionario y
aquí en la sacristía… Usted es joven, es hombre. Le será
difícil entenderme. No sabe cuánto me apena quitarle
tiempo con mis problemas, pero ¿a quién si no a usted
puedo confiarme? De verdad no sé cómo empezar. Es
pecado alegrarse del mal ajeno. Todos los cometemos
¿No es cierto? Fíjese usted cuando hay un accidente,
un crimen, un incendio. Qué alegría sienten los demás
porque no fue para ellos al menos una entre tantas desgracias de este mundo.
Usted no es de aquí, padre, no conoció México cuando era una ciudad pequeña, preciosa, muy cómoda,
no la monstruosidad que padecemos ahora en 1971.
Entonces nacíamos y moríamos en el mismo sitio sin
cambiarnos nunca de barrio. Éramos de San Rafael, de
Santa María, de la colonia Roma. Nada volverá a ser
igual… Perdone, estoy divagando. No tengo a nadie
con quién hablar y cuando me suelto… Ay, padre, qué
vergüenza, si supiera, que jamás me había atrevido a
contarle esto a nadie, ni a usted. Pero ya estoy aquí.
Después me sentiré más tranquila.
Mire, Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma calle, con apenas tres meses de diferencia. Nuestras madres eran muy amigas. Nos llevaban juntas a
la Alameda y a Chapultepec. Juntas nos enseñaron a
hablar y a caminar. Desde que entramos en la escuela
de párvulos, Rosalba fue linda, la más graciosa, la más
inteligente. Le caía bien a todos, era amable con todos.
En primaria y secundaria lo mismo: la mejor alumna, la
que portaba la bandera en las ceremonias, bailaba, actuaba o recitaba en los festivales. “No me cuesta trabajo
estudiar”, decía. “Me basta oír algo para aprendérmelo
de memoria”.
Ay padre, ¿Por qué las cosas están mal repartidas?
¿Por qué a Rosalba le tocó lo bueno y a mí lo malo? Fea,
gorda, bruta, antipática, grosera, díscola, malgeniosa,
en fin… Ya se imaginará lo que nos pasó al llegar a la
preparatoria cuando pocas mujeres alcanzaban esos niveles. Todos querían ser novios de Rosalba. A mí que
me comieran los perros: nadie se iba a fijar en la amiga
fea de la muchacha guapa.
En un periodiquito estudiantil publicaron: “Dicen
las malas lenguas que Rosalba anda por todas partes
con Zenobia para que el contraste haga resplandecer
aún más su belleza única, extraordinaria, incomparable”. Desde luego la nota no estaba firmada. Pero sé
quién la escribió. No lo perdono aunque haya pasado
más de medio siglo y hoy sea muy importante.
Qué injusticia ¿No cree? Nadie escoge su cara. Si
alguien nace fea por fuera la gente se las arregla para
que también se vaya haciendo horrible por dentro. A
los quince años, padre, ya estaba amargada.
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La zarpa
José Emilio Pacheco
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Odiaba a mi mejor amiga y no podía demostrarlo
porque ella era siempre buena, amable, cariñosa conmigo. Cuando me quejaba de mi aspecto me decía: “Qué
tonta eres. Cómo puedes creerte fea con esos ojos y esa
sonrisa tan bonita que tienes”. Era sólo la juventud, sin
duda. A esa edad no hay quien no tenga su gracia.
Mi madre se había dado cuenta del problema. Para
consolarme hablaba de cuánto sufren las mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden. Yo quería estudiar
Derecho, ser abogada, aunque entonces daba risa que
una mujer anduviera en trabajos de hombre. Habíamos
pasado juntas toda la vida y no me animé a entrar en la
universidad sin Rosalba.
Aún no terminábamos la preparatoria cuando ella
se casó con un muchacho que la había conocido en una
kermés. Se la llevó a vivir al Paseo de la Reforma en una
casa elegantísima que demolieron hace mucho tiempo.
Desde luego me invitó a la boda pero no fui. “Rosalba,
¿Qué me pongo? Los invitados de tu esposo van a pensar que llevaste a tu criada”.
Tanta ilusión que tuve y desde los dieciocho años me
vi obligada a trabajar, primero en el Palacio de Hierro
y luego de secretaria en Hacienda y Crédito Público.
Me quedé arrumbada en el departamento donde nací,
en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor
de comienzos de siglo y se vino abajo. Para entonces mi
madre ya había muerto en medio de sufrimientos terribles, mi padre estaba ciego por sus vicios de juventud,
mi hermano era un borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y ambicionaba la gloria y la fortuna de
Agustín Lara. Pobre de mi hermano: toda la vida quiso
hacerse digno de Rosalba y murió asesinado en un tu-
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Ay padre, ¿Por qué
las cosas están mal
repartidas? ¿Por qué a
Rosalba le tocó lo bueno
y a mí lo malo? Fea,
gorda, bruta, antipática,
grosera, díscola,
malgeniosa, en fin
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gurio de Nonoalco.
Pasamos mucho tiempo sin vernos. Un día Rosalba
llegó a la sección de ropa íntima, me saludó como si
nada y me presentó a su nuevo esposo, un extranjero
que apenas entendía el español. Ay, padre, aunque no
lo crea, Rosalba estaba más linda y elegante que nunca,
en plenitud, como suele decirse. Me sentí tan mal que
me hubiera gustado verla caer muerta a mis pies. Y lo
peor, lo más doloroso, era que ella, con toda su fortuna
y su hermosura, seguía tan amable, tan sencilla de trato
como siempre.
Prometí visitarla en su nueva casa de las Lomas. No
lo hice jamás. Por las noches rogaba a Dios no volver a
encontrármela. Me decía a mí misma: “Rosalba nunca
viene a El Palacio de Hierro, compra su ropa en Estados
Unidos, no tengo teléfono, no hay ninguna posibilidad
de que nos veamos de nuevo”.
A esas alturas casi todas nuestras amigas se habían
alejado de Santa María. Las que seguían allí estaban
gordas, llenas de hijos, con maridos que les gritaban y
les pegaban y se iban de juerga con mujeres de ésas.
Para vivir en esa forma, mejor no casarse. No me casé
aunque oportunidades no me faltaron. Por más amolados que estemos siempre viene alguien a nuestra espalda recogiendo lo que tiramos a la basura.
Se fueron los años. Sería época de Ávila Camacho o
Alemán cuando una tarde en que esperaba el tranvía
bajo la lluvia la descubrí en un gran Cadillac, con chofer de uniforme y toda la cosa. El automóvil se detuvo
ante un semáforo. Rosalba me identificó entre la gente
y se ofreció a llevarme. Se había casado por cuarta o
quinta vez, aunque parezca increíble. A pesar de tanto
tiempo, gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma:
su cara fresca de muchacha, su cuerpo esbelto, sus ojos
verdes, su pelo castaño, sus dientes perfectos…
Me reclamó que no la buscara, aunque ella me
mandaba cada año tarjetas de navidad. Me dijo que el
próximo domingo el chofer iría a recogerme para que
cenáramos en su casa. Cuando llegamos, por cortesía la
invité a pasar. Y aceptó, padre, imagínese: aceptó. Ya se
figurará la pena que me dio mostrarle el departamento a ella que vivía entre lujos y comodidades. Aunque
limpio y arreglado, aquello era el mismo cuchitril que
conoció Rosalba cuando andaba también de pobretona.
Todo tan viejo y miserable que por poco me suelto a
llorar de rabia y vergüenza.
Rosalba se entristeció. Nunca antes había regresado
a sus orígenes. Hicimos recuerdos de aquellas épocas.
De repente se puso a contarme qué infeliz se sentía. Por
eso, padre, y fíjese quién se lo dice, no debemos sentir
envidia: nadie se escapa, la vida es igual de terrible con
todos. La tragedia de Rosalba era no tener hijos. Los
hombres la ilusionaban un momento. Enseguida, decepcionada, aceptaba a algún otro de los muchos que la
pretendían. Pobre Rosalba, nunca la dejaron en paz, lo
mismo en Santa María que en la preparatoria o en esos
lugares tan ricos y elegantes que conoció más tarde.
Se quedó poco tiempo. Iba a una fiesta y tenía que
arreglarse. El domingo se presentó el chofer. Estuvo
toca y toca el timbre. Lo espié por la ventana y no le
abrí.
Qué iba a hacer yo, la fea, la gorda, la quedada, la
solterona, la empleadilla, en ese ambiente de riqueza.
Para qué exponerme a ser comparada de nuevo con
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Rosalba. No seré nadie pero tengo mi orgullo.
Ese encuentro se me grabó en el alma. Si iba al cine
o me sentaba a ver la televisión o a hojear revistas siempre encontraba mujeres hermosas parecidas a Rosalba.
Cuando en el trabajo me tocaba atender a una muchacha que tuviera algún rasgo de ella, la trataba mal, le
inventaba dificultades, buscaba formas de humillarla
delante de los otros empleados para sentir: “Me estoy
vengando de Rosalba”.
Usted me preguntará, padre, qué me hizo Rosalba.
Nada, lo que se llama nada. Eso era peor y lo que más
furia me daba. Insisto, padre: siempre fue buena y cariñosa conmigo. Pero me hundió, me arruinó la vida,
sólo por existir, por ser tan bella, tan inteligente, tan
rica, tan todo.
Yo sé lo que es estar en el infierno, padre. Sin embargo, no hay plazo que no se cumpla ni deuda que
no se pague. Aquella reunión en Santa María debe de
haber sido en 1946. De modo que esperé un cuarto de
siglo. Y al fin hoy, padre, esta mañana la vi en la esquina de Madero y Palma. Primero de lejos, después muy
cerca. No pude imaginarme, padre: ese cuerpo maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese cabello, se
perdieron para siempre en un tonel de manteca, bolsas,
manchas, arrugas, papada, várices, canas, maquillaje,
colorete, rímel, dientes falsos, pestañas postizas, lentes
de fondo de botella.
Me apresuré a besarla y abrazarla. Había acabado
lo que nos separó. No importaba lo de antes. Ya nunca
más seríamos una fea y la otra bonita. Ahora Rosalba y
yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho iguales.
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El vendedor de juguetes
Anónimo
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A mediados del mes de diciembre, en la plaza mayor
de México y por el lado norte del zócalo, se levantaban los puestos que surtían de dulces y chucherías a las
fiestas navideñas.
Numerosos grupos de gente se veían al frente de
aquellos puestos que ostentaban en sus mesas muchas
curiosidades de distintas materias; desde las de quebradizo barro hasta las de duro fierro estaban allí, labradas
por la paciencia del hombre y revestidas de colores.
Aquellas mesas parecían una infatigable ruleta que
giraba en derredor de los curiosos con vertiginosa precipitación, formando variadísimas figuras, mosaicos
caprichosos que divertían las miradas de los niños: un
pastor, una pastora, una virgen, un San José, una mula
o un portal de tejamanil pintado y adornado con el sol,
la luna y un cometa, nubes y estrellas de distintas magnitudes.
Se veía por ahí un puesto de apariencia humilde con
su consabida mesa al frente vestida con un lienzo blanco, encima de la cual se había colocado una pequeña
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escalera hecha con cajones.
Resaltaba entre los demás juguetes de navidad, un
Niño Dios de pasta, barnizado, güero, con sus cairelitos echados sobre los hombros, con unas hermosísimas
facciones, entre las que resaltaban sus negros ojos de
esmalte, cercados por unas espesas y remangadas cejas, su finísima boquita y sus labios de encendido color;
vestido con una curiosa tuniquita azul, y asomando sus
manecitas y sus piececitos muy bien pintados y gordos.
Dentro de aquel puesto, y al cuidado de todas aquellas chucherías habían tres personas: un hombre, una
mujer y una pequeña niña, de pobre aspecto, pero muy
aseados de sus ropas.
La pequeña niña, a quien sus papás daban el nombre de Angelita, no quitaba ni un momento la vista de
aquel niño, del que estaba enamorada desde el primer
día que formó parte del botín de navidad, en el puesto
de su padre.
Cada vez que algún chico o chica se acercaba al
puesto y preguntaba el precio del Niño Dios, ella se ponía pálida. Se le figuraba que ya se lo iban a separar de
allí, que se lo arrebataban de las manos, o al menos de
su vista, siendo que en dicho Niño había reconcentrado
todo su inocente cariño.
Su padre lo había comprendido todo, y temeroso de
que su niña se enfermara el día en que tuviera que vender aquel Niño Dios, dispuso quedarse solo en el puesto para poder obrar libremente en su negocio, y hacer
olvidar a su pequeña hija lo que era causa de aquella
inocente pasión. Así fue como al otro día ya no se vio
por el puesto de juguetes ni a la señora ni a la niña.
Todas las noches Angelita esperaba ansiosa el regre-
so de su padre. Cuando descargaba la pesada carga de
juguetes, se acercaba a ella buscando al Niño Dios. Su
tristeza, que durante el día la había agobiado, se convertía en regocijo y como si fuera de verdad, lo acariciaba y arrullaba, con verdadera ternura, jugando con él y
con sus graciosos cairelitos, ataviándolo a su satisfacción como a su rey.
Llegó la víspera de Nochebuena. El padre de Angelita se encontraba descontento, pues lo que había ganado no le alcanzaba para la cena de vigilia. Ya le quedaban pocos juguetes, no se decidía a comprar más por el
temor de quedarse con ellos y perder su dinero, ya que
eran cosas que sólo sirven de año en año.
El pobre hombre preguntó a su esposa:
—¿Qué haremos para poder comprar todo lo necesario para festejar la navidad?
La mujer contestó:
—Ten paciencia, quién quite y mañana puedas vender al Niño, y así podrías comprar lo de la cena y hasta
una piñata para hacerle su posada a la niña.
Al escuchar esto, Angelita se puso trémula y agitada,
revelando desde luego la pasión que le tenía al susodicho Niño, y sin poderse contener prorrumpió en doloroso llanto, rogándole a su padre que no lo vendiera.
El padre le besó la frente y la acarició bastante diciéndole que a cambio de aquel Niño le traería unas
libras de colación fina y su piñata, para que jugara con
ella a la siguiente noche.
A las muchas súplicas y convencimiento del señor
su papá, procuró Angelita manifestar aparentemente
su conformidad; pero ya no había remedio, el corazón
de la niña estaba enfermo…
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La pequeña niña, a quien
sus papás daban el nombre
de Angelita, no quitaba
ni un momento la vista de
aquel niño, del que estaba
enamorada desde el primer
día que formó parte del botín
de navidad.
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Durante el día, su padre vendió cuanto pudo de juguetitos inferiores que no llegaban a completar la utilidad que deseaba. Así es que no había más recursos que
procurar la venta del Niño, aunque para el pobre padre
era un tormento deshacerse de él, por el tiernísimo cariño que le tenía a Angelita. Mas no había otro recurso,
las horas avanzaban sin provecho alguno, hasta que
por último volvió a sacarlo al puesto, pues ya lo había
separado, y sin embargo el afligido padre vacilaba en
si lo vendería o no. En esos momento se le presentó
un nuevo postor, ofreciéndole mucho más de lo que el
Niño valía, a lo que accedió el padre en vista de los diez
pesos que recibió por él.
Llegó la noche, recogió los juguetes que le quedaban
y llenó el cajón con todo lo que pudo comprar pensando en hacer feliz a su familia.
Al llegar a su casa empezó a sacar del cajón todo lo
que traía para celebrar la última posadita: la piñata y
los farolitos para Angelita. También lo necesario para
que su mujer preparara la cena: romeritos y camarones
secos para el revoltijo, betabel para la ensalada, guayabas, pasas de capulín y canela para el ponche, una bolsa
llena de colación y vinos de jerez y tinto.
Todo vio salir Angelita del cajón, todo menos a su
adorado Niño Dios.
Comprendiendo que su padre lo había vendido y no
queriendo que la viera llorar, disimulando su pesar, le
pidió permiso para hacer una siesta mientras su mamá
preparaba la cena.
Sus padres consintieron en que la niña se fuera a
dormir; la mamá se fue a la cocina y el papá se puso a
colgar la piñata y los farolitos.
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Cuando todo estuvo listo la llamaron, pero como no
contestó pensaron dejarla dormir otro rato para que se
levantara más contenta y después de cenar se entretuviera en romper la piñata.
Por fin llegó el anhelado momento de la cena y los
padres decidieron ir a despertarle. Por varias veces la
tocan, y con inexplicable sorpresa ven que no responde, porque ya duerme el sueño eterno.
¡Pobre niña! Murió de amor por la tristeza de verse
sin aquel Niño Jesús en quien había puesto todo su cariño durante las posadas. Para sus infortunados padres
fue una amarga Nochebuena la de este 24 de diciembre, al comprender que…
La Nochebuena se viene
la Nochebuena se va,
y Angelita se había ido,
para no volver jamás.
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Diles que no me maten. Lecturas escogidas por
estudiantes de secundaria,
se terminó de imprimir en enero de 2015
en los talleres de
Se imprimieron 6,000 ejemplares más
sobrantes para reposición.
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