mesa redonda sobre la poesía de antonio esteban agüero

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MESA REDONDA SOBRE LA
POESÍA DE ANTONIO ESTEBAN AGÜERO
PROVINCIA DE SAN LUIS
CASA DE SAN LUIS
(Año - 1972)
ANTONIO ESTEBAN AGÜERO
Fotografía del poeta tomada en abril de
1969 durante una conferencia sobre “La
poesía nacional” en el Club Social de
Villa Mercedes (San Luis).
Prefacio
Cuando un poeta ha logrado decir el alma de su pueblo, ese pueblo “elegido”,
puede, por la gracia de su poesía, trascender sus fronteras, darse a los otros en la más
pura esencia de su ser. Esta afirmación incontrovertible fue la que nos impulsó desde
esta Casa de San Luis en Buenos Aires a la empresa de ofrecer una Mesa Redonda
sobre “La Poesía de Antonio Esteban Agüero”. Celebración ésta que por su carácter y
por el reconocido prestigio de sus participantes, había de resultar, como lo fue, un
Homenaje Nacional al Poeta de las Cantatas. Y un homenaje a Antonio Esteban
Agüero significa desde aquí, desde la Capital de la Argentina, un homenaje a San Luis:
gentes, ámbito, poesía.
Por eso nos conmueve recordar que esa tarde del 26 de agosto de 1972, en la
amplia sala del Centro Cultural San Martín se consiguiera una comunicación honda y
definitiva. Comunicación que, por otra parte, fuera preparada desde el tiempo -breve,
lúcido, reciente- del vate sanluiseño.
Creemos que el latir de los cantos de Agüero ha de salvarse desde la redención
más pura que entregan sus creaturas con las circunstancias de nuestra soledosa San
Luis. Tierra de destino, desde esta oportunidad, para muchos, tierra de afirmación.
DELIA MARIA MONTIVEROS DE MOLLO
Buenos Aires, febrero de 1973.
PARTICIPARON COMO EXPOSITORES
EN LA MESA REDONDA:
Dardo Cúneo
María Alicia Domínguez
Antonio de la Torre
Hugo Arnaldo Fourcade
Enrique Menoyo
César Rosales
Coordinadora:
Delia María Montiveros de Mollo
DARDO CUNEO
“Agüero: entero, poeta salvador”
Es un periodista cuyo prestigio ha recorrido todo el continente. Perteneció a
los Diarios “La Razón”, “La Vanguardia” y “El Mundo”.
Ocupó cargos públicos de relevante importancia:
-Secretario de Prensa de la Presidencia de la Nación.
-Representante ante la Organización de Estados Americanos con el rango
de Ministro Consejero y Ministro Plenipotenciario.
-Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en la Conferencia de
Cancilleres de Punta de Este.
Actualmente es Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores.
Publicó una veintena de libros, entre los que citamos:

“Esquemas Americanos”

“Sarmiento y Unamuno”

“El Romanticismo Político”

“Breve Historia de América Latina”

“Ensayos de Concordia y Discordia”
Dijo:
Deseo en mi participación rendir homenaje a su más reciente poesía,
donde nos dice de su país profundo y regional. Releo las pruebas de este libro
que publicará Colombo, y advierto algo más que el inventario poético de su
región. Ahí están sus digos alusivos, efusivos, descriptivos y anecdóticos, en
que cada significación regional se relaciona en un panorama exigido por
memorias de la sangre y de su pueblo. El verso hace de correo entre los
tiempos, y la rememoración forma parte de una nueva orden de partida. Porque
la de Antonio Esteban Agüero no es región quieta; se la sabe, se la ve
reordenándose para la marcha profunda, para rehacer el camino reandándolo,
apreciación ésta suficiente para enterarse de que la estrategia del poeta
corresponde a un gran poeta, cuyas credenciales withmanianas están dadas
por él así:
Yo soy joven y sano, y me navegan
Tradiciones y música la sangre.
Navegaciones en la sangre, desde la sangre. La tradición no es cosa que
se queda: acompaña al poeta y a éste le sirve para los nuevos actos que son
recreaciones de energía en planos de impaciente vigencia. Sus digos no
retienen al tiempo; mucho más: lo transfieren para la convivencia activa de una
historia, que desde entonces hasta aquí, viene violentando clausura de
fronteras. Lo que seguirá ocurriendo en verso abierto, que lo requiere como
intérprete de continuidad dinámica, hacedor a la mitad de los caminos de patria
de siempre y de renuevo, pequeño Dios, comarcano Dios poeta, entre guitarras
del pueblo y tonadas provinciales de perduración.
Así Agüero y su orden vivo, su enumeración comprometida, su
conformidad con el lenguaje cotidiano que le permite construir poesía -lo hizo
Unamuno con asociación de nombres geográficos- enlistando los nombres de
las mujeres de su pueblo:
Doña Mercho Cornejo, Lola López
Francisca Cuello, Evangelina Páez
Reginalda Lucero, Pancha Orozco
Adelina Yanzón, Rosario Báez
Clara Chirino, Petrolina Gómez
Minerva Leyes -prima de mi padreDoña Delia Baigorria, Doña Isaura
Sara Bedoya, Encarnación Morales,
y una anónima joven de Punilla
y la por siempre recordada Cármen.
Y de los paisanos de oficio
Yo saludo la sombra campesina
de nativos y honrados Carpinteros
Mauricio Barrera, Juan Orozco,
Pablo Aguilera, Sebastián Moyano
Dolores Luna, Sinibaldo Funes,
Crisanto Núñez, Juan Daniel Romero.
El inventario sostiene la energía del planteo poético, reiterando tonadas
que son como memoria de mujer descalza; y desde ahí hace pie el ejercicio
de la profecía cuando su digo presenta el maíz alimento. Cosa antigua es
consumir mazamorra entre americanas gentes populares:
La mazamorra, sabes?, es el pan de los pobres,
la leche de las madres con sus senos vacíos.
Desde su Villa de Merlo, en la punta de San Luis, la alusión reverencial al
diario maíz lo solidariza con las gentes populares de América morena, y se
sitúa entre ellas, habitante de su cultura, de su fidelidad, de sus disidencias,
para que su poesía asuma puntualmente el temblor y el desafío de los
próximos días, para que el poeta se salve. Nadie indicó mejor el camino de la
salvación:
La noche en que fusilen canciones y poetas
por haber traicionado, por haber corrompido
la música y el polen, los pájaros y el fuego,
quizás a mí me salven estos versos que digo...
Agüero: entero, poeta salvador.
MARIA ALICIA DOMINGUEZ
“Tenía la visión Zahorí para ver en las otras almas...”.
Nació en Buenos Aires.
Ejerció la docencia secundaria; miembro honoraria y miembro de número
de varias academias; del Instituto Gran Mariscal Ramón Castilla; del Instituto
Argentino-Hispánico; Centro de Estudios de la Lengua (Córdoba); Instituto
Cultural Argentino-Dinamarqués y Argentino-Boliviano; miembro de la S.A.D.E.
y el Pen Club.
Su producción literaria cuenta con trece obras poéticas y catorce en prosa,
además de traducciones y cuentos infantiles.
Obtuvo, entre otros los siguientes premios:
-Municipal de Poesía
-Faja de Honor de la S.A.D.E.
-Premio Concepción Arenal
Dijo:
La imagen, el nombre del poeta que hoy tan justicieramente celebramos,
están unidos para mí a la emoción de su provincia. Porque yo conocía a
Agüero al mismo tiempo que a San Luis y los dos se me quedaron para
siempre en mis afectos. Ha pasado agua bajo los puentes desde entonces. Yo
era muy joven y empezaba a escribir con devoción. El universo me parecía una
creación concertada, una obra maestra de armonía y por eso, San Luis
apareció ante mi deslumbramiento como una página de ese concierto. Y me
daba alegría oírle al muchachito Agüero la apasionada letanía de su amor por
las cosas del terruño. Formaba parte de una hermosa juventud, la del Ateneo,
que apadrinaba ese campeón de la provincia cuyana, ese maestro de la
palabra encendida, Víctor Saá. Invitada por él y su Ateneo de la Juventud hice
el precioso viaje y tuve la dicha de verme en medio de chicos y chicas
entusiastas, fervorosos de la poesía, del arte, de la amistad de su tierra y
también de la polémica. Agüero florecía entre todos, con el alma a flor de piel
en los versos aislados que le gustaba decir, como sonándolos a la vez, dentro
de aquella especie de azoro, de expectativa ante la vida que yo recuerdo -no
sé si fielmente- como rasgo distintivo de su expresión. Antonio Esteban tenía -y
eso yo tampoco podría olvidarlo, porque es cualidad que mucho valoro- la
devoción más grande por los poetas, por los maestros; para él estaban
realmente hechos a imagen de Dios, como también lo está toda la naturaleza.
de ahí que fundiera en uno esos dos amores. Vinculó su imagen a la sierra y al
cielo, a la piedra y al agua. ¿Cómo no iban a afirmar a aquel corazón sensible
en su credo poético, los elementos naturales que tanto admiráramos en
aquellos paseos, muchachas y muchachos, llenos de risas, de bromas, de
felicidad? Todo estaba por hacerse y por padecerse: el combate contra las
fuerzas de lo ínfimo, la lucha por lo inmediato, el sueño a prueba de contraste.
Yo recuerdo cómo nos quedábamos suspensos ante el ímpetu titánico de la
roca en la Quebrada de los Cóndores. Para Antonio Esteban Agüero
compenetrado con su medio, allí había una perdurable lección: el arranque
derecho de la piedra que sube, las generosas piedras florecidas en la altura, el
exquisito frescor que baja las piedras y que asciende del agua.
Verdaderamente, yo pensaba que el azul fuerte del cielo ungiendo los paisajes
de San Luis, la tierra del mármol verde y luminoso, inspirarían siempre al
muchacho todavía lleno de proyectos y de ensueños que le gustaba tanto
enunciar, anunciar. En esos años sus estudios y balbuceos literarios Antonio
Esteban Agüero mantenía en alto, casi alegremente, esa esperanza indefinida
que es el tesoro de la juventud. Tenía la visión zahorí para ver en otras almas;
bien lo recuerdo, pues bajo mi alegría supo descubrir lo que entonces me
desvelaba y lo dijo bellamente en un romance que me dedicó y que no pude
encontrar ahora, para esta ocasión, en mi archivo muy numeroso y poco
ordenado. Eso sí recuerdo que yo le parecí nacida en tierras cuyanas; eso lo
decía en verso y me puso muy contenta porque ya estaba fascinada por San
Luis.
Pasó todo aquello; la afinidad entre los poetas quizás no fuera tan total
como creíamos. Quizás el sueño y la meta del sueño son diferentes en uno y
otro caso. Yo su siempre de Agüero -a quien no volví a ver- por amigos
comunes supe de su afirmación lírica, de sus afanes, supe que había leído
poemas suyos a Lugones, y que siempre soñaba y sufría. Después su muerte
cuando todavía era dado esperar mucho de la madurez y la experiencia. Y
ahora, cuando Antonio Esteban Agüero pertenece a la patria donde el hombre
pierde su sombra, volvemos a reunirnos los poetas al amparo de la Casa de
San Luis para aproximarle la flor pura y fresca del recuerdo y de la valoración.
El tiempo transcurrido parece una sucesión de instantes -¿no es cierto Antonio
de la Torre?-. Después de ellos, nuestro amigo pertenece a una realidad
invisible y nosotros nos reunimos para recordar que en este mundo turbio y
confuso de los hechos mutables, la poesía sigue perteneciendo al mundo de
los valores eternos.
ANTONIO DE LA TORRE
“Antonio Esteban Agüero es la tierra
Que canta, la bella tierra de San Luis...”
Transcripción de la cinta grabada durante
la Mesa Redonda de pieza oratoria -no leídadel poeta Antonio de la Torre
Nació en San Juan.
Profesor Universitario en la Facultad de Filosofía y Letras de Mendoza, y en
las Facultades de Ingeniería y Ciencias Exactas de San Juan.
Miembro correspondiente a la Academia de Letras; miembro fundador de la
S.A.D.E. (fue Presidente de la Institución en San Juan).
Colaborador en los Diarios “La Prensa” y “La Nación”.
Obtuvo premios como la Faja de Honor de la S.A.D.E.
Premio del Consejo del Escritor, por su libro “Humanismo y Técnica”.
Ha publicado quince libros, de los que mencionamos:

“Gleba”

“La Tierra Encendida”

“Rama Nueva”

“La Llama en el Tiempo”

“San Juan, Voz de la Tierra y el Hombre”

“España Incógnita”
Dijo:
Dichosos los pueblos que tienen poetas. Y sobre todo, cuando, como en
este caso se trata de grandes poetas. Decía Rodó que los pueblos que no
tienen poetas son como los jardines que no dan flores. Pero a las flores hay
que cultivarlas y colocarlas en un lugar donde resplandezca su belleza. Así, los
pueblos tienen también la obligación de cuidar a sus poetas, de darles el lugar
que verdaderamente ocupan en la historia, especialmente en la historia de la
cultura.
Hoy rememoramos, aquí, en esta ciudad multánime, trepidante y
soledosa a pesar de sus multitudes; rememoramos aquí, digo, a aquel poeta
de la soledad, de la tierra nutricia que, arraigado en su gleba, se elevaba como
un árbol al cielo, buscando la comunión de los elementos divergentes que
hacen inteligible al mundo.
Antonio Esteban Agüero sabía bien que sobre las contingencias de la
vida “lo único verdadero es la poesía”, como decía Novalis. El poeta no tiene
un concepto ordenado del mundo, un saber racional como el filósofo sino que
crea su propio mundo a medida que vive. En su desvelo perenne, el poeta no
es sino un oído alerta al mundo cambiante y especialmente al tiempo, que es
“la imagen móvil de la eternidad”. Es un ser ungido por vaya a saber qué poder
-diríamos ungido por Dios- capaz de detener las cosas perecederas y
entregarlas a la eternidad, por virtud de su canto. Así, los grandes poetas de
todos los tiempos: Homero, con su Grecia germinal; Horacio y Virgilio, con la
imperial Roma; Cervantes, con su Castilla quijotesca...La poesía, tiene “curas
de almas”, como decía Víctor Hugo; tiene ese poder mágico de consolación y
plegaria. Un poeta español lo ha dicho definitivamente: “la poesía es la palabra
esencial en el tiempo”. Antonio Machado cuando dijo esto, estaría escuchando
su propio corazón, en el que repercutía el latido de su tiempo y su contorno.
Los poetas del interior -y es bueno recordarlo aquí en Buenos Airesvivimos rodeados de soledad. Tenemos la desventaja, a veces, de carecer de
medios de publicidad, y de no poder mirar el mundo desde el balcón de
América, que es esta gran capital. Pero, en cambio, tenemos otras ventajas:
nos podemos demorar en el tiempo, sentir profundamente esa misteriosa que
se llama la querencia y que nos adentra en el paisaje y nos hermana con el
pueblo.
Yo también soy hombre de Cuyo. Y los sanjuaninos dicen: “Mire, vea”
¿Qué quiere decir? Mire, pero vea. No vaya a suceder que se mire y no se
vea. En Buenos Aires se mira, se mira siempre a todas partes. Y hay que
andar con los ojos muy alertas, por las muchas cosas que se presentan a
nuestra atención y por los múltiples peligros que nos acechan. Y con los ojos
muy abiertos, a veces no vemos lo que tenemos por delante: nuestro país,
nuestro vasto país, doliente y esperanzado, que espera la acción de nuestro
cariño y nuestro ensueño, que, al final, el hombre -como lo dice Shakespeareno es sino la medida del ensueño.
Antonio Esteban Agüero está en la mejor corriente de la literatura
nacional. Todo país que ha creado una literatura que pueda llamarse tal, es
porque ha tenido verdaderos intérpretes de la compleja realidad y de su
tiempo. Ellos han partido de lo regional y vivencial para alcanzar categoría
universal. Nuestra literatura tiene magníficos ejemplos Esteban Echeverría fue
el espíritu avizor; nos dio la doctrina verdadera: ver lo nuestro, comprender lo
nuestro, demorarnos en lo argentino e interpretarlo con plenitud. Esa es la
línea que han seguido los grandes escritores: Sarmiento, Hernández, Joaquín
V. González, Lugones, Güiraldes... Ellos han comprendido vivencialmente su
paisaje y su país, arraigado en algunas de sus porciones y siendo
auténticamente argentinos, como se es español, o italiano, cuando se
pertenece a esas respectivas patrias; queriendo, sufriendo, recreando, que eso
es la poesía: recreación. La naturaleza, o sea el medio -ya lo decía Croce- solo
da la media palabra; es el poeta, el artista, el que integra el misterio total del
mundo a través de sus vivencias, como un acto de amor.
Y Antonio Esteban Agüero, en su sencillez de muchacho atribulado frente
al mundo de las dificultades materiales, sabía, sí, demorarse junto al árbol,
para oírlo respirar y crecer. Admiraba al “abuelo algarrobo”, de “barbas
vegetales”, que acaudillaba la autoctonía arbórea, cual si él fuera el señor de
su paisaje y el abrigo de su pueblo.
Bécquer dice en un poema inolvidable:
“Hoy la he visto...la he visto y me ha mirado...
¡Hoy creo en Dios!
Así como el poeta de las rimas se sentía feliz reflejándose en los ojos de
la amada, nuestro poeta se regodea, pánicamente, con su paisaje natal:
“Hoy he hallado a Dios
en la sencillez nativa de estos campos”.
Eso dice en “Poemas Lugareños”, de 1937, su primer libro. Y al año
siguiente, “Romancero Aldeano”, afirma con franciscana conformidad:
“Quiero vivir donde vivo,
deseando lo que deseo
y mirando lo que miro”.
Fue fiel a su paisaje hasta su muerte. Muchos poetas se vienen a Buenos
Aires para huir de las soledades provincianas, y luego los hallamos enfermos
de añoranzas, comprobando que aquí sí se sienten incomprendidos frente a la
compleja realidad de la urbe. Por querer captar el país todo desde Buenos
Aires, viven desarraigados y no son de ninguna parte. Antonio Esteban Agüero
es de los poetas que se quedaron en su terruño, como Juan Carlos Dávalos,
como José Pedroni, y sus versos tienen resonancias universales.
En el “Romancero de Niños”, de 1964, hay una poesía que para mí tiene
hondo significado. Ya sabemos que nuestro poeta se inspiraba en la
naturaleza, en el amor, en los niños, en las tradiciones y costumbres de su
pueblo. Y en el poema aludido, “Romance y Mana”, creo que el poeta no se
refiere a la hija de la carne, sino a la hija del espíritu, la poesía:
“La niña tendrá tu cara
y mi frente pensativa
tus ojos de suave sombra,
alegres como agua viva,
y mi frente que rodean
alondras y golondrinas
....................................
Arboledas y caminos
bestezuelas y avecillas,
hánme visto caminar
soñando una niña mía
no me despertéis, dejadme,
en el sueño está la niña...”
......................................
Esta niña es la poesía que hoy lo trae a Buenos Aires; la poesía que lo
resume y que integra, líricamente, nuestro país. No hay poetas de aquí o de
allá. Hay poetas argentinos solamente, cuando desde cualquier parte del país
se interpreta, esencialmente lo nacional. Esta condición de escritor argentino
se resolvió en 1965, después de haberlo discutido suficientemente en un
Encuentro de Escritores realizado en Buenos Aires. Antonio Esteban Agüero,
es, pues, un poeta nacional de altas calidades; a veces tímido y sencillo; a
veces caudaloso y arrebatada, como en las “Cantatas del Arbol” o en algunos
temas de “Un hombre dice su pequeño país”. Pero siempre es poeta como una
fatalidad de su destino.
Leyéndolo, he pensado muchas veces en el mito de Marsías, el luminoso
sátiro que irrumpió en el Olimpo y se atrevió a competir musicalmente con
Apolo, tocando una modesta flauta de caña. En “Las Cantatas del Arbol” 1953- sobre todo, se advierte esa fuerza telúrica que tendría el viejo sátiro y
que hacía cantar la tierra a través de su flauta primitiva. El llevaba, todavía
adherido a su cuerpo, el barro elemental de su creación terrígena. Y como en
el poema de Víctor Hugo, en él cantaba lo sublime y lo sombrío, la fuerza
genesíaca y el infinito anhelo. Con el sátiro cantaba, pues, toda la tierra, lo
humano y lo divino.
Con ese panteísmo sagrado que siente Agüero por su terruño, nos refiere
los milagros de la fauna y de la flora, de la montaña y el agua. Alguna vez nos
dijo, debajo del algarrobo centenario: “aquí me siento en plenitud, oyendo
cantar los pájaros, rezar el viento, ascender la savia que late con mi sangre...”
De tal modo se había consustanciado con los elementos de su paisaje, del cual
él se sentía una prolongación:
“Algarrobo natal, abuelo nuestro,
catedral de los pájaros...”
¡Catedral de los pájaros! ¡Qué maravilloso! Los pájaros estaban entre los
ramajes, loando el milagro de la naturaleza que en ascensión vegetal se unía
al cielo:
“Padre y Señor del bosque,
abuelo de barbas vegetales,
yo quisiera mi canto como torre
para poder alzarla en tu homenaje;
no el canto pequeño de la flauta
dulce, delgado, suave
la de cantar la rosa y la muchacha,
sino el cantar del mar, un canto grave,
con olores de vida y con el pulso
musical y viviente de la sangre”.
El era un poeta así, con todas las ganas. Por eso me recuerda el mito de
Marsías. En alguna parte, cuando ve los molles dice:
“De pronto la memoria se azula y tornasola
y el corazón se llena de fragancia y de cerros...”
Yo sé de estos momentos, oyéndome, todos vosotros que sois puntanos,
estaréis imaginando los recios algarrobos, los azulados molles y se os azula la
mirada y se os llena el corazón del perfume sagrado de vuestros campos.
Frente al bosque natal, este poeta pánico se siente dominado por la tierra,
integrado con todos sus elementos, como si estuviera constituido de carne
vegetal.
Poco a poco la tierra me domina,
y en su regazo la conciencia pierdo:
soy vegetal, un vegetal yacente,
sí, vegetal, un vegetal naciendo
raíces los pies, el torso tallo,
ramas los brazos y también los dedos,
flores los ojos y los labios frutos,
y follaje la piel donde presiento
la alquimia del sol que se transforma
en clorofila de verdor intenso;
por las venas la sangre me circula
clara y oleosa, con el ritmo lento
de la vida silvestre que no miden
clepsidra antigua ni reloj moderno”.
Por eso es fiel intérprete de su paisaje y canta como la urpila la melodía
de la soledad. Antonio Esteban Agüero da así su lección de amor a su terruño,
con autenticidad de árbol.
Pensando en lo doloroso de su vivir, en lo olvidado que a veces se
encontraba, hay que señalar las injusticias que cometen con los poetas estos
pueblos distraídos y directos beneficiarios de sus creaciones, que a veces no
saben valorar. Los poetas, son, en ocasiones, como esas florecillas humildes,
pisoteadas por los viandantes apresurados, o, según la imagen lugoniana, son
como esos pródigos rosales de cerco, que no se cansan de dar flores para
ofrecerlas, generosamente a quienes pasan a su lado.
Pensando en esto, digamos que debemos estar alertas cuando nazca un
poeta. Hay que protegerlo y alentarlo, porque sus creaciones representan
nuestro mejor patrimonio. Vosotros, los puntanos, queréis a vuestro poeta. Y
es aleccionador proclamarlo con este magnífico acto, desde Buenos Aires, a
veces tan olvidadizo...
La obra de Agüero ingresa al acervo de nuestra riqueza espiritual, la que
no perece nunca, porque está tocada por la gracia que derrota a la muerte. No
quiero terminar sin referirme a un poemita, publicado en “La Prensa” de
Buenos Aires, en 1959, que contiene las características pánicas de su mejor
poesía. Se llama “Canción para comer las uvas”:
“Con un hambre de bestia primitiva
lleno de flores en la sangre oscura
y una sed animal por la garganta,
yo como las uvas.
................................................
Me desnudo de torpes apariencias,
¡oh, disfraces de raza o de cultura,
y olvido el idioma y las fronteras
mientras como las uvas!
La espontaneidad de su vivir desprevenido, entregándose al canto y al
azar. Confraternizando con su pueblo, le han hecho acreedor al conocimiento
de sus coterráneos. Antonio Esteban Agüero es la tierra que canta, la bella
tierra de San Luis, a la que esta tarde rendimos homenaje.
HUGO ARNALDO FOURCADE
LA VERTIENTE NACIONAL DE LA POESIA DE
ANTONIO E. AGÜERO*
“Agüero, montañés auténtico, ha evocado
con delectación el contorno esperanzado
de su predio natal y desde la provincianía
fue capaz de dar al enfoque local su más
justo renombre en el concierto nacional.
Su parcialidad sanluiseña no desmerece
en nada su sabor argentino”.
*
Fragmento de la obra “Antonio E. Agüero, autor de la puntanidad”, inédita. San Luis 1970.
Escritor puntano, desempeñó la Docencia Primaria, Secundaria y
Universitaria por 25 años.
Fue Decano de la Facultad de Ciencias en la Universidad de Cuyo en el
período comprendido entre los años 1967-69.
Fue Presidente del Consejo de Educación; actualmente es director de la
Escuela Normal y Profesor en la Facultad de Psicología y Pedagogía.
Colabora en la revista “Virorco” -órgano de la S.A.D.E. de San Luisdesde su fundación.
Posee alrededor de veinte trabajos sobre temas pedagógicos, y ha
dictado más de cincuenta conferencias en distintas ciudades del interior del
país, varias de ellas dedicadas a Antonio Esteban Agüero, sobre el que realizó,
por otra parte, un trabajo de investigación, becado por el Fondo Nacional de
las Artes.
Dijo:
Se nos antoja indudable que Agüero es, como algunos grandes poetas,
un traductor del mundo, de la realidad óntica en la cual, como persona, hállase
inserta
De ahí que, desde el comienzo mismo de su quehacer estético su cantor
imponga o patentice la
“La modestia de/las/ cosas rurales”
(Poemas Lugareños. Pág.9)
lo equivale a decir el contorno y el paisaje donde encontró las
motivaciones de su inspiración, el norte auténtico de su hazaña creadora.
El descubrimiento de esas “cosas rurales”, el medio campesino, o según
sus palabras, las “delicias del campo”, serán el parámetro y la medida rectora
de su visión primigenia del mundo. De donde el primer material convertido en
documento poético no es sino la realidad más vulgar más humilde y más
rutinaria que lo rodea. Y, consecuentemente, como todo poeta de envergadura,
Agüero es capaz de crear con esos elementos, comunes y triviales, una
“circunstancia” de contornos originales, frescos y amables, la cual
“transitoria existencia -pobre, tristetendrá/en la luz de/su/cantar”
(Poemas Lugareños. Página 16)
De ninguna manera, es justo advertirle, la pequeñez de los motivos
poéticos le resta valor a la iluminación. Antes por el contrario el “lugareño”, que
canta lo exterior soltando sus miradas, -“dos jóvenes potrillos”-, inserta el lector
en esa realidad inmediata, embellecida y ennoblecida por el sentimiento y el
lenguaje del canto, y poseedora ella misma, de la parte de Belleza y Bondad
que es de la índole de la Creación entera.
La interpretación de la realidad, su genuina intención, es, en Agüero,
predominantemente cosmológica. Como la inicial faena de la filosofía. Lo cual
no entraña, por cierto, confusión de campos.
El poeta es, en alguna medida, un metafísico. “La metafísica y el Arte
tienen que ver con las esencias reales. Pero llegan a ellas por diversos
caminos, con diferentes fines y con distintos medios y recursos. Una, se
interesa por esas estructuras inteligibles desde el punto de vista del
conocimiento discursivo y racional. Atiende la dimensión universal, necesaria
de las cosas, sin detenerse en la cobertura contingente y cambiable que
envuelve las esencias existenciadas. El otro, el Arte muestra actitud diversa.
No trata de aprehender las esencias y las propiedades o accidentes propios
que reposan sobre las primeras, con fines de conocimiento y sabiduría. Capta
intuitivamente las esencias con el propósito de imitar, expresar o manifestar su
belleza, con recursos sensibles”.
Agüero no desmiente la filiación, antes por el contrario va mostrándose la
evidencia del ser desde el otero de la percepción artística (de ahí el carácter
óntico de su obra); la excelencia de las cosas, aunque humildes, ya se trate de
un muro derruido, de un meloncito de olor, un lugar, una montaña, quizás una
estrella o una flor o un aire con suspiros...
Es curioso advertir que en el primero de los volúmenes publicados por
Agüero, el ámbito de su apetencia poética está constituido prioritariamente por
pintura de cosas y paisajes y realidades vecinas, de tal suerte, que apenas
transitan sus versos quejas líricas muy breves, trasuntos de un amor o de un
dolor oculto o sosegado.
Aunque se podría decir, ya mismo, que el descubrimiento del mundo de
Agüero explicita en sus “Poemas Lugareños” le conduce en “Religiosa”
(Pág.101) al hallazgo de Dios -por el simple hallazgo de las cosas, como el
camino racional que una vez señalara Aquinatense.
Claro es, que el poeta realista, consubstanciado con su paisaje
montañés, enamorado de su mundo circundante el que proclama proyecta su
visión,
En la entraña vieja
de mi tierra canto
Solo, solo, solo
doy mi verso claro
(Romancero aldeano, Pág.7)
la afina y precisa desde los “Poemas Lugareños” hasta “Las Cantatas del
Arbol”, incluyendo el “Romancero de Niños” que podría parecer desconectado
de la trilogía que completa “Pastorales”.
Agüero se revela poseído de la temática lugareña en las tres primeras
obras de su producción aunque, desde el “Romancero Aldeano” haya volcado
parte de su inspirado estro al tratamiento recatado y dolido del tema amoroso.
pero desde “Pastorales” la fuerza del mensaje poético no es sólo descriptiva o
enumerativa de los elementos materiales o de los seres vivos que integran la
realidad. El poeta siente y goza la totalidad amable de lo que lo circunda como
un abrazo apretado. Pero no todo se resuelve con ver.Agüero quiere poseer y
ser esa misma realidad que canta y sueña y líricamente expresa en sus versos.
Lo que en mínima forma expresa en “Romancero Aldeano”, despunta en
“Pastorales” con expresiones tan elocuentes como ésta:
“Siendo que el mundo es obra de mis sanos sentidos
mundo de luz, de sombra de olores y sonidos”
(“Pastorales”. Pág. 86))
Obsérvese entonces que el Poeta no sólo descubre y canta al mundo:
“Sierras azules, de azul morado
donde la roca es un cristal celeste
nos invaden el ver enamorado...”
(”Las Cantatas del Arbol”. Pág. 47)
sino que comienza a reclamar para sí la gestación de lo real, en tanto, que, por
el conocimiento sensorial se hace o deviene esa misma realidad. Y todavía
más. Agüero desea una identificación plena con lo circundante. No sólo ser
realidad por el conocimiento, sino compenetrarse de esa realidad, hacerse
parte, transfundiéndose u objetivándose en su seno, con la delectación de un
pagano, con la inquietud de un espíritu panteísta:
“Oh tenderme en la hierba largo a largo
de cara a los árboles y al cielo
aspirando la esencia de la tierra
que me penetra lentamente el cuerpo...
para concluir con estas frases definitorias:
“Poco a poco la tierra me domina
y en rezago la conciencia pierdo:
soy vegetal, un vegetal yacente
Sí vegetal, un vegetal naciendo...
...................................................
Ya no soy yo, porque ya soy un árbol
para todos los días en el tiempo.
(“Las Cantatas del Arbol”. Pág. 43 y ss)
Desde esta perspectiva el Poeta expresará en la “Oda a la Cigarra” de la
III Cantanta del Bosque Natal, en la obra precedentemente citada, la más
profunda, la más esplendente invocación a la vida natural, a la vida libre del
campo, esa sola y única existencia donde aparentemente es posible verse
realizado.
Pero, indudablemente, es en “Las Canciones para la voz humana” donde
el terrigenismo esencial, o, más bien el cosmologismo totalizador de Agüero,
alcanza su más remontado vuelo, su más ardorosa clarificación:
“Rubio sol otoñal y delicioso
sabor a tierra germinada y húmeda
me navegan la sangre sensitiva...”
dice en su “Canción para comer las uvas”, afirmando también en la “Canción
para decir en la calle”:
“Sin nada más
vivamos,
en reposo total como la hierba
que nos da su regazo...”
El hombre dominador y dominante que el Poeta ejemplifica ansía la
libertad -como su atmósfera existensiva- la ama con desesperación y la
proclama con intensidad inquietante:
“Yo no quiero ser nada que no sea
un hombre libre, el hombre libre, el hombre
de pié sobre el tiempo de los astros...”
(Canción del no)
un hombre tal, plenitud de naturaleza, luz del cosmos, aunque igualmente
buscador de su más primitivo origen, como un equivocado caminante de la
nada:
“Ya navego la sangre hacia raíces
quiero buscar el animal perdido”
(Canción del animal perdido)
No cabe duda que Agüero fue un ser aferrado fuertemente a la tierra a la
tierra fundamental, materia y polvo y a la tierra natal que se constituye también
con los más puros sentimientos. Un pintor de los seres y las cosas tal vez,
antes que un descifrador del Ser por Quien todos, seres y cosas, son. Lo cual
facilita aseverar en qué medida el Poeta, con el acento del hombre-que-estáen-el-mundo, canta con belleza y precisión singular todo el ámbito campesino y
este adjetivado serrano o montañés.
Es notorio, se ha dicho, un vínculo sustancial entre espíritu y naturaleza
en el hombre, entendiéndose naturaleza en el sentido de exterioridad, de ser
físico, es decir extraño en sí mismo a la espiritualidad y que sólo participa como
materia, en toda existencia informada por aquélla.
Y ese vínculo aparece claro, meridiamente luminoso en la relación del
montañés con el contorno eje de su existir. En la montaña -mejor sería hablar
del valle rodeado por un cordón pétreo- no se da la indeterminación de la
pampa, sino la determinación y el límite. No es el lugar que impulsa hacia
afuera sino que es el lar que recoge al hombre y lo hace creador de una cultura
interior. De ahí la circunstancia fáctica que preside todo quehacer, la
inteligencia y la previsión que reclama el agro y la fijación del hombre en un
mundo clauso, ajustado a derecho. Sin ser abusiva, la dependencia del hombre
con la naturaleza es real como es real la dependencia de cada uno con los
demás, alcanzándose así una suerte solidaria de comunidad, apta no sólo para
subsistir, sino más que eso, para convivir, tanto en la fatiga como en la
ansiedad, en el sufrimiento como en la alegría.
Este apego con la madre-montaña
“Piedra infinita, remontada roca
sólido azul, pradera encabritada,
roto horizonte y geografía loca,
mar vertical y tempestad anclada”.
(“Las Cantatas del Arbol”. Pág. 47)
maduró Agüero en los largos años de la vigilia de Merlo.
Con razón el poeta, desde “Poemas Lugareños” insistirá en ser “el
hombre que vive entre montañas”, y dirá, con emoción entrañable su canto a la
“Sierra de Comechingones”, para concluir en “palabra final”:
“con el fiel amor que desde niño
he sentido por piedras y montañas”
(”Poemas Lugareños”. Pág. 108)
Así es como en “Pastorales” afirmará su adhesión al medio comarcano
expresando en “Epílogo de la golondrina” (Pág. 97)
“Qué cosa bella en el mundo
grande, grande,
habrá mejor que estos montes
en la tarde?...”
haciendo además en “Las Cantatas del Arbol” que las montañas azules o las
verdes colinas sean siempre el sustentáculo o basamento invisible e
insustituible de su inspiración, hasta rematar en “Un hombre dice su pequeño
país” con las sierras a cuya vera se hizo naciente San Luis de La Punta y
encontrarse con los roquedos a partir de los cuales, como desde una altura
formidable, el legendario Francisco de César.
“sintió que a los ojos le venía
sobre luz amaneciente y bella,
horizontes del valle del Conlara
en verde, azul y vegetal marea”.
Agüero, montañés auténtico, ha evocado con delectación el contorno
esperanzado de su predio natal y desde la provincianía fue capaz de dar, al
enfoque local su más justo renombre en el concierto nacional. Su parcialidad
sanluiseña no desmerece en nada el sabor argentino.
Al buscar, como dice de los ríos nativos, “las arterias musicales de la
roca”, hurgó apasionadamente la entraña de la tierra que amó y sirvió con
lealtad inalterable y fue capaz de darle a su pueblo, como en “Un hombre dice
su pequeño país”, la explicación más bella de su origen y convocarlo a la
realización perfectiva de su destino.
Cuando asume este oficio tremendo deviene Nombrador, Cantor, Aeda
Intérprete de la comunidad y como tal intérprete genuino de la más genuina
tradición nacional.
Si bien el paisajista, el buceador del contorno nativo, el pintor de las
realidades inmediatas -seres y cosas de la dilatada geografía regional- ya
estaba maduro en “Las Cantatas del Arbol”, es verdad que en el poemario
nombrado “Un hombre dice su pequeño país” el artista logra dar forma al más
conmovido y remontado canto destinado a exaltar a la Naturaleza y al Hombre
de a propia Tierra, constituyéndose por tal motivo esa obra, en una fidedigna
expresión del alma provinciana.
La insobornable fidelidad que Agüero patentiza en este libro, aún no
publicado, hacia la total extensión del medio humano y físico del terruño, cobra
así su acento nuevo. Un acento del poeta que, a medida que nombra, a medida
que rescata del olvido la historia, la leyenda, las costumbres, los oficios, los
seres y las cosas del dolido territorio de su nacimiento, las constituye en el ser,
las instala en una realidad cuya subsistencia, por la Palabra, les ha sido
asegurada para siempre.
Cuántos ejemplos sería preciso acompañar para certificar, con soberana
elocuencia, la modesta apreciación apuntada.
Allí están los cantos incomparables con que Antonio Esteban Agüero abre
rumbos de ficción y de certeza a la búsqueda de los orígenes.
Allí mismo, inmediatamente, será el rumor colosal de los aceros
fundacionales; la humanidad morena que se entrega al ideal de la libertad de
América; la evocación del acento conque los puntos vienen comunicándose
desde siglos.
Páginas más adelante la fraternidad del mate; el esplendor de la fauna y
la flora; la felicidad del agua siempre esquiva. Finalmente la valoración de los
quehaceres humildes y de los oficios, donde sólo el trabajo ennoblece; la
unitiva solidaridad de “la minga”, y, ese himno acompasado con que el Poeta,
convocando a sus paisanos para la unidad y para la paz, formula, en el acento
de las guitarras innumerables, la más íntima, la más auténtica invitación para
construir la comunidad verdadera, en el amor y en la esperanza de un destino
colectivo.
Cómo no sintetizar entonces que el mensaje estético de Agüero es
sencillamente, el testimonio de la devoción y el apego a la patria pequeña
donde se ha nacido, el “país” que “dice” en sus versos, ya inmortales. O, tal
vez, más precisamente, la revelación raigal de lo que nos individualiza en el
concierto nacional, incluso valorando, franca y fuertemente, el predio único y
hasta el substratum social que parecería sernos distintivo.
Sobre este anhelo de clarificación de las fuentes se moviliza Agüero en su
valoración del aporte indígena a la cultura local. Pero este hecho singular nos
abre otra perspectiva de análisis.
Alguna vez dijimos que el genio poético de Agüero fue creciendo desde
una lírica de raigambre lugareña (cultura y expresión rural) hasta una profunda
poesía metafísica y religiosa, con lo que completó su cosmogénesis inicial
centrada en la Naturaleza y en el Hombre. No sabríamos hoy certificar la
bondad del acerto, tras haber meditado en la totalidad de la obra conocida de
Agüero. A la manera de Lugones como lo quería Tello fue Agüero primero un
poeta cosmológico para devenir vate antropológico, es decir paisajista inicial y
luego pintor de caracteres.
Nervi, que advirtió la coyuntura dijo una vez: “Su encuentro con el verso
viene del hallazgo de la naturaleza. De su instintiva botánica de sangre, allí
donde hay más savia que linfa y acaso el hombre crezca en la recreada
estatura del árbol. Hijo dilecto de Inti, pagano medular, cree como sarmiento
más en el hombre que en Dios. Y el hombre, de pie sobre sí mismo, con la
verticalidad del álamo, nutre su poesía de emoción sin tregua”.
El tema del hombre se nos antoja tardío en Agüero. Aunque antes que
“Un hombre dice su pequeño país” y “Canciones para la voz humana” haya
plasmado con emoción de lágrimas las legítimas figuras infantiles de su
“Romancero de Niños”, -las que supuesta la influencia lorquiana- ejemplifican
con autenticidad, aunque envueltos en una niebla trágica, casi obsesiva, a
muchos de los pequeños serranos que habitan la dura comarca sanluiseña.
Y esa comarca, esos lindes de su asombro y aventura, Agüero los vio en
“Las Cantatas del Arbol”
“con oscuros guerreros que danzaban
junto a los fuegos al caer la tarde...
(Pág. 17)
y vislumbró igualmente una tierra sin mapas ni ciudades, ignorante de las
amarras y el ancha de las naves. Estas vendrían después como sus
antepasados, para domeñar al aborigen, con la misma fuerza del idioma
imperial que venció las voces ancestrales:
“zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue
con persistencia de remota llama...”
(Digo la Tonada)
mordiendo o destruyendo la pureza original de la autoctonía -ebrios de odios
los hierros coloniales-, como si esta pudiera ser la imagen de la empresa
conquistadora hispánica, en el nuevo mundo.
Por otra parte origen michilingue le atribuye Agüero, sin fundamento
histórico alguno, a Juana Koslay, supuesta madre de la progenie puntana
iniciadora legendaria del mestizaje, éste sí cierto, que se produjo en la
comarca.
...tú fuiste semilla nuestra
y nos diste color americano
centurias antes que la patria fuera
(Digo a Juana Koslay)
Esta alabanza de los naturales, los vencidos de los primeros días, los
desplazados de siempre, conlleva una especie de hispanofobia, inexplicable en
Agüero, tan buen conocedor de lo que España dio a América.
De todos modos ese “son y zumo de tierra americana, explícito en
diversos paisajes de sus poemarios, le da a éstos, una dimensión mayor que la
frontera nacional, comprometiendo su voz, su parlante postura, con una
extensión geográfica y humana que tanto y tanto, sentía como propia.
No en vano, Agüero jamás se hizo esquivo a una concepción política (esa
que lo llevó al quehacer público) asimiladora de los valores significativos que
entendió insertos en las corrientes de cuño más radicalmente argentino y de
más honda vibración popular.
De ahí también su exultante anhelo de libertad, la única estatura que era
capaz de imaginar para el hombre. De ahí su rechazo sistemático de todas las
presiones, de todas las fuerzas opresoras, de todas las injusticias. Agüero
había aprendido en la montaña, “la poderosa libertad del águila”, la libertad del
vendaval, de la fronda verde, la libre libertad del agua.
Desde esa perspectiva libertaria (o quizá liberadora) su indigenismo
mismo mirador abraza con calor al hombre que en la “minga” se siente le
endurece las palabras referenciales sobre el blanco español; desde ese “el
hermano del hombre, de las cosas de la tierra y el cielo” ; desde esta tesitura
suyo es el dolor de los braceros puntanos/esos que van a “soportar los filos de
la chala/el mordisco sutil de la mazorca/las ofensas del cardo/la urticaria de la
arpillera burda sobre el hombro/y la lepra del amo que les muerde la espalda/ ;
la humildad de las cebadoras, la honesta y sin igual presencia de los que
honran el oficio, ciencia sin libros o menester campesino y hasta su propia
industria de poeta que le ha dado la dicha de sentirse.
“boca de hombre y corazón del Pueblo”
(Digo los Oficios)
Tal vez no estén en Agüero perfiladas con elegancia preciosista, los
caracteres, el toque psicológico que desnuda a un personaje. Pero es cierto
que en la adultez de su vida volvió con placer al pasado, buscó huellas y
derroteros perdidos, fue nombrando hombres y mujeres concretos,
rescatándolos del olvido. Reunidos como en una gran familia, fundadores,
pobladores, pastores, montañeses, granaderos, son la síntesis de la tradición
de un pueblo, el sanluiseño, argentino como el más y americano.
Las semillas que cayeron de sus manos sembradoras, hechas verso,
romance, oda, soneto o canción, aún fecundan el humus fraterno de la más
genuina puntanidad.
ENRIQUE MENOYO
*
“Eras el lírico testigo
de tu pequeño pueblo, pero tu voz
-acaso como esos árboles centenarios
[que cantastese levantaba sin olvidar sus raíces,
era voz para el mundo, para los hombres...”]
*
Poesía incluida en el número especial de VIRORCO (revista SADE, San Luis) en homenaje a
Antonio Esteban Agüero -Julio-Diciembre 1970. Año VI. Nº 21.-
Poeta cordobés que vive en Justo Daract (San Luis).
Entre sus obras poéticas, pueden mencionarse:

“Retorno”, que obtuvo el premio de Literatura de Córdoba.

“Los Días”, Premio del Consejo de Escritores de Buenos Aires.

“Realidad Cautiva”

“Afán de la Vida”
Colabora en el Diario “La Prensa”, es además, cofundador de “Laurel”,
revista Literaria de Córdoba.
Ha sido incluido en la “Antología de Poetas del Interior”, editado por la
S.A.D.E.
Dijo:
Y de repente comprendí que se nos había ido en poesía un amigo mayor.
Comprendí, también, que se nos había ido un gran amigo. Porque Antonio
Esteban Agüero además de haber sido un poeta nacional, era un gran amigo.
Tenía ese don de la amistad. Conservaba intactas esas cosas tal vez
aprendidas en la infancia, con el continuo mirar y tocar de rocas, árboles y la
montaña que él cantó maravillosamente.
Los que tuvimos la suerte de ser sus amigos, sabemos de su corazón
bondadoso, de su asombro de niño que -como dije- jamás perdió. Antonio
Esteban Agüero soñaba con un mundo mejor y creía -no ingenuamente, como
muchas veces se entiende- que por medio de la poesía la humanidad ha de
alcanzar su pleno entendimiento.
Yo comparto esa idea magnífica de nuestro gran poeta.
Para rendirle homenaje voy a leerles un poema que escribí todavía lleno
de lágrimas, al poco tiempo de fallecer nuestro poeta. Este poema algo dice de
lo mucho que fue Antonio Esteban Agüero, en su dimensión humana...Porque,
como ha dicho Antonio de la Torre, su poesía, cuya temática esencial es el
paisaje, la naturaleza toda, se agrandó en los últimos años de su vida con un
tema social, ese tema que era para Antonio Esteban Agüero, mediante la
poesía, una solución para la comprensión de la humanidad.
A Antonio Esteban Agüero
En este bar pienso tu muerte.
Medito tu nombre como una gran ausencia
desde hace un mes, Antonio.
Aquí vinimos muchas noches.
Aquí lucubrabas poéticamente
y tu soledad era menos premiosa.
Porque estabas solo
-como todo gran poetatal vez desde la infancia -o acaso antesy quién iba a consolarte
a ti que conocías
la desesperación de la sangre,
lo apocalíptico del mundo;
pero también los ríos,
los árboles, esos otros seres;
y los felices pájaros.
Y todo en ti se mezclaba
paganamente, cristianamente,
se hacía un caos poético
como el de la creación.
Y así cantaste las sencillas cosas;
las cosas cotidianas y las otras
se insinuaban en tus poemas como
verdades que sólo un poeta descubre
y arroja a veces, sin saber.
Eras el lírico testigo
de tu pequeño pueblo, pero tu voz
-acaso como esos árboles centenarios que cantastese levantaba, y sin olvidar sus raíces,
era la voz para el mundo, para los hombres...
Renunciaste a las ciudades
tal vez para cumplir mejor
tu gran destino, y lo sabías.
Sabías que la poesía
es el idioma para conocer,
para hacer amor nuestro sueño.
Nada, poeta te fue extraño,
y desde la mariposa a la montaña
creaste un mundo, un tiempo tuyo,
donde vivías y morías
alegremente, tristemente;
y tu pecado era ese fuego
de crear de nuevo las cosas,
de celebrarlas diariamente,
de hacerlas familiares, y de todos.
Vivías en poesía
-como te gustaba decircon el sol y la luna, con la tierra.
Ah, tu Dios hecho de todos los elementos.
Quién como tú ha mirado esos campos,
ese valle del Conlara, esas serranías
trepadas por molles azules,
vigiladas por cabras...
Quién como tú ha mirado esos cielos
y sus relámpagos, sus nubes...
Quién como tú peregrinó por ciudades y pueblos
llevando la poesía. Y tu masculina voz
en una plaza congregaba a la gente,
y eras el poeta -totalmente el poetael nombrador de lo diminuto y lo grande.
Una ausencia muy dolorosa
me sigue con tu muerte.
Antes sentía que desde tu pequeño Merlo,
-desde tu casa soledosa y franciscanavigilabas las noches y los días.
Vigilabas una parte del mundo.
oh poeta,
me cuesta creer en tu muerte. Pero ví tu muerte.
Vi que tu sonrisa de niño adulto no brotaba.
Definitivamente triste. Definitivamente triste te vi.
Pero tu poesía vuela
como bandadas de pájaros,
como ramas desprendidas de centenarios árboles,
y aunque no me consuela,
ello seguirá registrando, celebrando la vida.
CESAR ROSALES
MI ENCUENTRO CON ANTONIO
ESTEBAN AGÜERO Y SU POESIA
“Antonio Esteban Agüero partió sin preocuparse
mayormente por la resonancia y la trascendencia
que su canto podía alcanzar en el ámbito de las
letras hispanoamericanas contemporáneas”.
Nació en San Martín, Provincia de San Luis.
Integró el movimiento poético conocido como “Generación del 40”, que editó
la revista “El 40”.
Colaborador y Redactor del Diario “La Nación”.
Jefe de Prensa de la Universidad de Buenos Aires.
Es miembro de la S.A.D.E., del Pen Club y de numerosos institutos.
Publicó nueve obras poéticas. De entre ellas:

“Después del olvido”, Premio Municipal de Poesía de la Ciudad de
Buenos Aires, y Faja de Honor de la S.A.D.E.

“Vengo a dar Testimonio” Primer Premio Municipal de Poesía de la
Ciudad de Buenos Aires.

“Cantos de la Edad de Oro” Gran Premio Nacional de las Letras de la
Ciudad de Necochea (1968), instituido por la Subsecretaría de Cultura
de la provincia de Buenos Aires.
Ha producido, además, ensayos, obras en prosa y traducciones.
Integra la “Antología de Poetas del Interior”, editada por la S.A.D.E.
Conocí a Antonio Esteban Agüero en el verano de 1946. Había
publicado yo el año anterior mi primer libro de poemas: “Después del
Olvido”. Pero no era un principiante en las letras, puesto que desde varios
años antes venía publicando versos y prosas, primero en el lejano y solitario
Sur, donde me inicié en el obstinado, misterioso y cotidiano oficio de
escribir; después en Buenos Aires, a donde vine a residir finalmente.
Agüero llevaba publicado entonces tres poemarios: “Poemas Lugareños”
(1937), “Romancero Aldeano” (1938) y “Pastorales” (1940). Siendo un poco
más joven que yo, se había adelantado en la empresa del libro, no en la
aventura de la poesía, cuyos comienzos son posteriores a los míos.
Aquel verano de 1946 -creo que era en el mes del nacimiento de
Agüero, que vio la luz el 7 de febrero de 1917- pasábamos mi esposa y yo
unos días de vacaciones en Rincón del Este, paraje serrano muy próximo a
la pintoresca, tranquila y eglógica Villa de Merlo, pueblo natal del poeta
puntano, donde vivió y escribió la mayor parte de su vida, hasta pocas
horas antes de su muerte, ocurrida el 18 de junio de 1970 en la capital de
San Luis. Un día de esos apacibles y luminosos que son tan frecuentes en
aquella región de bucólica paz, ensueño y maravilla -y no es mucho decir-,
un amigo ocasional nos invitó a conocer la vieja estancia del Molino- la
estancia del viejo molino, como a mí me gustaba llamarle, por tener esa
forma verbal una resonancia más poética. Y en realidad eso era lo cierto,
porque lo más vetusto de todo aquello era precisamente el semiderruído
molino abandonado cuya construcción es un sobreviviente vestigio de la
época colonial, como es hoy todavía la encalada iglesia emplazada sobre el
costado oriental de la única plaza de Villa de Merlo, auténtica reliquia del
pasado. Aceptada la invitación, al promediar una serena tarde de aire
embalsamado por el intenso aroma de la flora silvestre, fuimos con Mercau tal era el apellido de nuestro circunstancial cicerone a visitar la estancia del
viejo molino. Después de ver los agrietados muros y la desvencijada presa
de piedra, desiertos y silenciosos como todas las ruinas, nos encaminamos
hacia el casco de la estancia, rodeado por frondosa arboleda.
A poca distancia de allí, cerca de Piedra Blanca y su arroyo serrano,
entre la soleada y verde vegetación, levantaba su gigantesca talla un añoso
algarrobo de intrincada y tupida ramazón cenicienta. No había otro igual en
todo el contorno comarcano. Corpulento y majestuoso, era padre y señor de
la floresta. Observamos detenidamente su tronco robusto y rugoso, como la
piel de un viejo paquidermo, y vimos que había en él una especie de gruta
vertical o cavidad excavada por los garfios del tiempo, que es un ave presa
que socava y carcome la materia perecedera: podría refugiarse allí un
hombre parado, de elevada estatura. A unos tres metros de altura, el tronco
secular se bifurcaba en una enorme orqueta, donde muy bien podían
encabalgarse varias personas juntas. Cada una de los gajos que partían de
la primera bifurcación se iban ramificando a su vez en sucesivas arterias
leñosas y así hasta formar allá arriba una cimbreante copa, una hirsuta
corona. Lo describo como era cuando lo vi aquella vez no sólo por que se
trata de un ejemplar excepcional y descollante de la flora autóctona del
norte sanluiseño, sino, principalmente, porque ese era “el abuelo algarrobo”
que Antonio Agüero habría de exaltar años más tarde en una de sus
mejores “Cantatas del Árbol”, la más alta y depurada expresión de su
poesía recogida en libros hasta el presente. Lejos estaba yo de suponer, y
no sé si el propio autor que era su amigo y admirador ferviente, que ese
árbol magnífico, ese cacique indígena de la tribu forestal, iba a ser la futura
figura protagónica y el símbolo telúrico de una epopeya del paisaje que el
poeta aldeano, el rapsoda lugareño, personificaría en una constelación viva
y palpitante de seres y cosas elementales de la naturaleza, particularmente
de su agreste comarca nativa.
Instantes después buscábamos en el patio de la casa campestre, el
amparo de los árboles sombra fresca y propicia contra el rigor de la
canícula, que a esa hora aguijoneaba la piel. Nos encontramos de pronto en
una rueda de rostros y manos que se nos tendían en cordial saludo. Y de
pronto también, en un intervalo de improvisado diálogo, alguien, uno de los
circunstantes, que me arroja una inquisidora pregunta “Conoce usted, en
Buenos Aires, a César Rosales?”. Si... lo conozco: César Rosales soy yo”,
contesté, no sin cierta extrañeza, como si la pregunta se le hubiese
formulado a otra persona y no a mí. Mayor fue la extrañeza de Agüero
―porque se trataba del propio Agüero y yo tampoco sabía que era él quien
preguntaba― al oír mi respuesta. Demás está decir la sorpresa de tal
fortuito encuentro y la gracia que nos hizo a todos esta suerte de prólogo de
comedia de equivocaciones.
Mientras conversábamos animadamente a la sombra de los frondosos
árboles, en el patio sombreado de la antigua estancia, miraba yo,
contemplativo, la escarpada muralla de la vecina sierra de Comechingones,
largo telón de fondo de aquel escenario de bucólica paz e idílica dulzura
que es el dilatado valle sobre cuya pendiente oriental se recuesta el blanco
caserío de Villa de Merlo y otras poblaciones aledañas diseminadas, entre
matas y riscos, sembradíos y arroyos cristalinos, en las estribaciones
faldeñas de la gran sierra fronteriza, cuyas cumbres enfiladas de norte a sur
marcan línea divisoria de San Luis y Córdoba. Al evocar ahora aquella
visión hermosa y deslumbrante, viene a mi memoria otra visión de mi niñez
y con ella un venero escondido de secretas vivencias, de puras emociones
que sólo se sienten una vez, y no más acaso, por que brotan del hontanar
del corazón en un tiempo sagrado, el de la edad de oro de la infancia y en
un reino inviolable y mágico, el de la tierra que nos vio nacer y nos dio,
como un don celestial, como un tesoro divino, el aire y la luz, el agua y la sal
de la vida, nuestros primeros alimentos terrestres, que por ser los primeros
serán también los últimos. Y esto porque en la circunferencia del eterno
retorno los extremos se tocan, y el Alfa y el Omega, el principio y el fin
forman el nudo y el sello de la Alianza absoluta, en cuya cifra misteriosa se
resuelve la ecuación cósmica y metafísica del Uno y del Todo, puesto que
Uno es Todo y Todo es uno, que es la unidad de todo lo creado y aún lo
increado que puede crearse alguna vez, aquí o más allá, ahora o en el más
insondable y remoto porvenir. ¿De qué visión hablaba, a cuál me refería?
No se trataba de una visión interior, ontológica o mística, sino de una simple
y clara visión sensible, visual y objetiva en apariencia, pero emotiva y lírica
en el fondo. Cuando era todavía un niño solía yo, camino del valle de la
Media Luna ―cerca de La Huertita― hacia la pequeña villa natal de San
Martín, antes de Santa Bárbara y originariamente el Rincón de los Rosales,
descender a caballo una fragosa y extendida pendiente, desde un paraje
denominado. La Mesilla hasta la estancia Los Nogales, donde más que los
nogales que allí había me gustaba mirar los rumorosos olmos que
sombreaban el patio frontal donde se ataban las cabalgaduras. Mientras
recorría ese trayecto, desde cuya pendiente se dominaba con la vista
grandes distancias, me daba a contemplar la borrosa y fascinante lejanía,
hasta el último confín. Y allá lejos, mirando hacia el este, veía el gran
cordón azul de la sierra de Comechingones, donde por las noches brotaban
de sus pliegues misteriosas hogueras. ¡Qué rara sugestión, que sortilegio
mágico tenía para mí aquel azul de sólido zafiro contra el azul clarísimo del
cielo! Y no sabía yo que allá lejos, al pie de la montaña, ya vivía y soñaba
un niño predestinado a ser poeta, aquel que conocí, hombre ya, una tarde
estival, por un feliz designio del azar, a la sombra de sus amados árboles
nativos, rumorosos de pájaros, como el recio algarrobo secular, “padre y
señor del bosque”...
Unido por los vínculos de la sangre y el espíritu a la realidad telúrica y
vital de su medio circundante y a la realidad del mundo hacia cuyos vastos
horizontes se proyectaba la voz nacida en su corazón y modulada en su
garganta, Antonio Esteban Agüero partió, como quería Unamuno, de la
intrahistoria de su patria chica, de su pequeño terruño serrano y labriego,
sin preocuparse mayormente por la resonancia y la trascendencia que su
canto podía alcanzar en el ámbito de las letras hispanoamericanas
contemporáneas. Poeta de la naturaleza y del paisaje, de aliento terrígeno,
cantó donde vivió lo que era su medio y su contorno geográfico y humano, y
lo hizo con la naturalidad, la transparencia y la hondura de quien no
necesita de trampas ni artificios para expresar lo que sentía. Vivía en paz
consigo mismo ―lo que no quiere decir conformismo― y con los demás,
con los hombres de su tierra y con los animales y las plantas, las piedras y
las aguas de esa eglógica Arcadia provinciana que es su comarca pastoral
salpicada de valles y empinados promontorios rocosos que se extiende
hacia el nordeste de San Luis entre el Río Conlara y la alta sierra fronteriza.
El mismo lo dijo ya: “Quiero vivir donde vivo./ Deseando lo que deseo,/y
mirando lo que miro”. Luego era feliz y cantaba esa felicidad. Pienso que
Teócrito y Virgilio, Garcilaso y Pascoli, Francis James y Antonio Machado
hubieran vivido a gusto en esta tierra de ensueño y maravilla, como
hubieran vivido en mi terruño del noroeste, San Martín, distante poco menos
de unas veinte leguas de Merlo, en el nunca olvidado y casi desconocido
rincón de mis mayores.
La poesía de Agüero es tersa y fluyente como el agua, a veces
remansada, a veces tumultuosa sino torrencial, de los raudales serranos
que enumera en su poema “Los arroyos”, publicado por primera vez en el
diario “La Prensa”, de Buenos Aires, el 4 de marzo de 1956, y cuyos versos
finales dicen así: “Oh arroyos de mi tierra. Sangre/ leve y azul de mi
terruño amado;/ musicales arterias de la roca donde se escucha el
corazón puntano./ ¡Arpa de agua, San Luis, guitarra verde/ cuyo
cordaje son arroyos claros!”. Y arroyos claros son sus poemas y
canciones. Dicho con una metáfora sencilla: espejos del paisaje nativo,
como espejos son esas corrientes cristalinas que alegran las pupilas,
refrescan la piel, aplacan la sed y embellecen la vida del hombre. Desde el
punto de vista estructural y constructivo, la poesía de Agüero, de raíz
telúrica y unitaria su esencia y en su expresiva, muestra un registro
temático, métrico y léxico circunscripto y ceñido a pautas tradicionales. Se
sirve así de moldes clásicos para comunicar su caudal emotivo, su fluencia
lírica, con acento cada vez más personal y despojado de influencias que en
sus primeros libros eran ostensibles. Algunos clásicos españoles, desde
Gonzalo de Berceo hasta Carcilaso, ejercieron sin duda, a través de
frecuentes lecturas, una saludable influencia formativa en su etapa inicial.
Luego Antonio Machado y Federico García Lorca en su “Romancero de
Niños”, publicado en 1946, deja su impronta inconfundible en el estilo y el
lenguaje metafórico de nuestro coterráneo. De nuestros poetas mayores, es
Leopoldo Lugones quién tiene preeminencia de paradigma, tanto en su
forma de concebir como de elaborar la poesía. En las “Cantatas del Árbol”,
su expresión culminante, y en otras composiciones de tono mayor, está
presente la huella conceptual y formal de Lugones, sobre todo el autor de
“El libro de los paisajes”, “Poemas Solariegos” y “Romances de Río Seco”.
Para cerrar esta parábola humana y poética de Antonio Esteban
Agüero volveré con ustedes al momento inicial de mi encuentro con el poeta
merlino. Era, como he dicho, una tarde del verano de 1946. Nos
conocíamos ya sin habernos visto nunca hasta entonces. Nos prometimos
volvernos a ver, y así fue. Otro día fuimos hasta su casa, una casona blanca
y soledosa, de líneas casi coloniales, con alero de tejas, una puerta frontal
labrada y maciza y angostas ventanas con visillos, emplazadas sobre una
esquina desde la cual se dominaba gran parte del poblado. Llamamos una,
dos, tres veces. Salió a recibirnos una mujer que no era su madre,
compañera inseparable del hijo poeta. Por esa mujer supimos que Agüero
había partido el día anterior en una gira por distintos pueblos de la
provincia, tal vez como candidato o simplemente como representante de la
agrupación política a la cual pertenecía. Sabía entonces que Agüero era
poeta, pero no hombre político. La verdad es que fue ésta, la del político,
otra faceta de su personalidad, que afortunadamente no sufrió mengua ni se
escindió o disoció por ello, como hubiese ocurrido, tal vez, con quién no
hubiese sido, como él, esencialmente poeta, un ser de sentimiento, y un ser
estético. Sin duda la actividad política, que lo llevó a desempeñar más tarde
importantes cargos públicos en su provincia, le retaceó tiempo y volumen a
su obra literaria, pero no calidad, esa calidad que mantuvo incólume,
inalterable como un noble metal.
Si triunfos y derrotas, furias y penas, júbilo y desaliento es parte de la
trama vital de la existencia humana y él tuvo su parte, la que le
correspondió por elección y por destino, lo cierto es que azares y
contingencias, favorables y adversos, no alteraron la condición esencial de
lo que fue por sobre todo; fundamentalmente poeta, es decir, hombre
sensible, contemplativo, reflexivo, humano. Y por muchos que hubiesen
sido los infortunios y sinsabores, y los hubo en su vida, no le faltaba temple
ni fuerzas morales para sobrellevarlos, pues, qué son después de todo,
comparados con los males engendrados por el egoísmo, la injusticia, la
violencia y la crueldad de los hombres. Reconfortémonos, entretanto, y a la
espera de tiempos mejores para la humanidad, pensando que Antonio
Esteban Agüero vivió al fin como quiso: cantando la naturaleza y la vida;
combatiendo con denuedo lo que no creía justo y bueno. Por eso pudo decir
con humilde y sencilla alegría, dichoso de saberse lo que era en su viejo
terruño montañés: “Aquí qué fácil es/ ser lo que soy: Poeta”. Y eso fue
esencialmente en la vida que pasó y en la obra que queda: ¡Poeta!.
Poesías de
Antonio Esteban Agüero
grabadas por el Autor varios años antes de su fallecimiento, que fueron
escuchadas en la parte final del acto.
DIGO LA MAZAMORRA
La Mazamorra, ¿sabes?, es el pan de los pobres,
la leche de las madres con los senos vacíos,
―yo le beso las manos al Inca Viracocha
porque inventó el Maíz y enseñó su cultivo―
Sobre una artesa viene para unir la familia,
saludada por viejos, festejada por niños,
allá donde las cabras remontan el silencio
y el hambre es una nube con las alas de trigo.
Todo es hermoso en ella: la mazamorra madura,
que desgranan en noches de viento campesino,
el mortero y la moza con trenzas sobre el hombro
que entre los granos mezcla rubores y suspiros.
Si la quieres perfecta busca un cuenco de barro,
y espésala con leves ademanes prolijos
del mecedor cortado de ramas de la higuera
que en el patio da sombra, benteveos, e higos.
Y agrégale una pizca de ceniza de jume,
la planta que resume los desiertos salinos,
y deja que la llama le trasmita su fuerza
hasta que asuma un tinte levemente ambarino.
Cuando la comes sientes que el Pueblo te acompaña
a lo largo de valles, por recodos de ríos,
entre las grandes rocas, debajo de cardones
que arañan con espinas el cristal del estío.
El Pueblo te acompaña cada vez que la comes,
llega a tu lado, ¿sabes?, se te pone al oído
y te murmura voces que suben a tu sangre
para romper la niebla del mortal egoísmo.
Porque eres uno y todos, comiendo el alimento
de todos, en la fiesta del almuerzo tranquilo:
la Mazamorra dulce que es el pan de los pobres,
y la leche de las madres con los senos vacíos.
Cuando la comes sientes que la tierra es tu madre,
más que la anciana triste que espera en el camino
tu regreso del campo, la madre de tu madre,
―su cara es una piedra trabajada por siglos―.
Las ciudades ignoran su gesto americano,
y muchos ya no saben su sabor argentino,
pero ella será siempre lo que fue por el Inca:
nodriza de los pueblos en el páramo andino.
La noche en que fusilen canciones y poetas
por haber traicionado, por haber corrompido
la música y el polen, los pájaros y el fuego
quizás a mí me salven estos versos que digo...
De: “Un hombre dice su pequeño país”
ROMANCE DEL NIÑO DEL AGUA
El niño llegó del agua,
asombrado y conmovido,
diciéndole a la madre:
―Madre, en el agua hay otro niño,
un niño que me hace señas
con la mano, madre, un niño
que habla si yo le hablo
y mira si yo le miro.
Qué país tan bello, madre,
el país del otro niño.
Las ranas juegan con él
y los grises pececillos
le velan el sueño cuando
él reposa sobre el limbo.
Qué país hermoso, madre
el país del otro niño.
Tiene nubes, tiene estrellas,
nogales y juncos finos,
pero todo transparente,
todo puro y cristalino.
La madre lo escucha atenta
y le dice con cariño:
―No quiero que vayas más
al remanso, niño mío.
El agua también engaña,
así como engaña el vidrio
que copia a distantes nubes
y milanos fugitivos.
Y el niño responde:
―Madre, en el agua hay otro niño
con estos azules ojos
que tú besas, madre he visto
la frente de lisa luna,
los ojos color jacinto.
La madre se calla y luego
le besa con un suspiro
las sienes por donde sube
la marea del delirio.
Al pie de la leña verde
que se inclina sobre el río
hallaron después la blusa
aún mojada de rocío.
De: “Romancero de Niños”
DIGO LA TONADA
El Idioma nos vino con las naves,
sobre arcabuces y metal de espada,
cabalgado la muerte y destruyendo
la memoria y el equipo del Amauta;
fue contienda también la del Idioma,
dura guerra también, sorda batalla,
entre un bando de oscuros ruiseñores
con su pico de sierpe acorazada
y zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue
con persistencia de remota llama;
rotas fueron las voces ancestrales,
perseguidas, mordidas, martilladas
por un loco rencor sobre la boca
del hombre inerme y la mujer violada.
Y el Idioma triunfó, los ruiseñores
de Castilla vencieron, la calandria
cuya voz era tierra, barro nuestro,
son y zumo de tierra americana
de repente calló cuando los hierros
agrios del odio en su color de fragua
le marcaron el pecho que gemía
y segaron la luz de su garganta...
Pero la lucha prosiguió en la sombra,
una guerra de acentos y palabras,
de fugitivas voces y vocablos
con las venas sangrantes que buscaban
refugiarse en la frente o esconderse
en la nocturna claridad del alma
perdiendo expresión y contenido,
la sonora raíz, la leve gracia,
el poder bautismal y la semilla
para ser sólo la sutil fragancia
que nos sella la voz con el anillo
popular y común de la Tonada:
Yo entrecierro los ojos y la escucho
venir y llegar hasta mi almohada
como un largo rumor de caracola,
como memoria de una mujer descalza,
como llega la música en la brisa
si la brisa es arroyo de guitarra;
y la siento volar en la tertulia
de labio en labio, mariposa mansa,
suave cuerda que vibra, quena sorda,
o fugaz sugerencia de campana;
y la escucho en la voz que me despierta
con el mate y su luz en la mañana
cuando el sol es un padre que nos dona
el reciente verdor de la esperanza;
y la escucho en un niño que transita
por el sendero que trazó la cabra
y me grita: ¡Buen día! y me conforta
con la sonrisa de su alegre cara;
de repente la siento que rodea
mi corazón con una mano blanda
si la voz de la madre o la esposa
se florece con íntimas palabras;
alguna noche la escuché en Rosario
en la voz de una joven que pasaba
y eso sólo bastó para que viera
amanecer los cerros del Conlara;
y otra noche la oía en Buenos Aires,
en muchedumbre de no se qué plaza,
sobre un grito vibrante que decía
titulares de prensa cotidiana;
cómo es dulce sentirla cuando llega
desde una boca de mujer besada
con el “sí” suspirado que promete
una cálida rosa para el ansia;
y la escucho sonar entre los niños
de un pueblecito que se dice Larca
mientras mueven las manos en el juego
escolar y rural de la payana;
y la siento rezar en el velorio,
y saltar en el arco de la taba,
y volverse puñal en el insulto,
y suspirar en la recién casada.
Donde quiera que esté yo la descubro
y tras ella regreso a la comarca
donde soy una piedra, una semilla,
una nube y un pájaro que canta...
No tenemos bandera que nos cubra
tremolando en el aire de la plaza,
ni canción que nos diga entre los pueblos
cuando suene el clarín, y la proclama
desanude las últimas cadenas
y destruya el alambre y la muralla,
pero tenemos esta luz secreta,
esta música muestra soterrada,
este leve clamor,
esta cadencia,
este cuño solar, esta venganza
este oscuro puñal inadvertido,
este perfil oral, esta campana
este mágico son que nos describe,
esta flor en la voz: nuestra Tonada.
De: “Un hombre dice su pequeño país”
***FIN***
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