En Acto por el 190 aniversario de la Declaratoria de la Independencia

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INTERVENCIÓN Sr. MINISTRO DE RELACIONES EXTERIORES,
RODOLFO NIN NOVOA
ACTO POR EL 190 ANIVERSARIO DE LA DECLARATORIA DE LA
INDEPENDENCIA
Florida, 25 de agosto de 2015
El 25 de agosto de 1825 no es una fecha cualquiera en nuestra historia. Objeto de
múltiples controversias historiográficas y políticas, que todavía persisten, contiene sin
embargo un legado imprescindible para comprender nuestra identidad nacional y
algunos de sus valores primordiales, más allá incluso de la interpretación que le
demos a su significado último. Refiere nada menos que a dos de los valores fundantes
de nuestra república como son los de la Independencia y los de la Nación. Sin
embargo, esos dos valores que suelen conjugarse con la conmemoración del 25 de
agosto han tenido entre nosotros una historia singular, cargada de pasiones y de
polémicas, pero también de significaciones hondas que es bueno recordar sin
omisiones.
En ese sentido, por lo general aún hoy los manuales escolares uruguayos no ingresan
en la polémica –que apasionó a tantas generaciones de uruguayos, en particular
durante el Centenario celebrado hace un siglo- sobre la definición controvertida del 25
de agosto como la fecha de la independencia uruguaya, polémica cargada de una
historia de controversias que en más de una oportunidad ha estado impregnada de
connotaciones político partidarias.
Al explicar las tres leyes votadas por la Sala de Representantes de la Florida del 25 de
agosto de 1825, muy pocos autores reparan en la complementación compleja de la
primer Ley de Independencia y la segunda Ley de Unión. La mayoría opta por reseñar
el contenido contradictorio de ambas normas sin intentar una explicación persuasiva y
realista de estas dos leyes y sus múltiples implicaciones en la comarca rioplatense de
1825. Si bien se discrimina con detalle la contraposición entre centralismo y
federalismo, muy pocos autores ingresan en el distanciamiento de los líderes de la
segunda etapa de la revolución oriental en relación al inicial ciclo artiguista.
La aspiración a presentar un signo homogéneamente patriótico e independentista
acerca de estos relatos de las revoluciones orientales termina prevaleciendo sobre las
diferencias y las continuidades que vuelven mucho más inteligibles –y también más
humanas- la secuencia de ambas etapas de la revolución oriental.
Esa tensión entre autonomía e integración con la región, que configura el signo
dominante de la revolución oriental, aparece en buena medida opacado por la
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búsqueda de homogeneizar el sentido nacionalista supuestamente común a los
hombres del artiguismo con los de la Cruzada Revolucionaria de 1825. Por lo general,
el apartamiento de Artigas de los líderes del movimiento de 1825, los avatares de su
posicionamiento frente a Buenos Aires, los pleitos entre caudillos que en más de un
sentido son presentados como circunstancias menores ante el común sentimiento
“patriótico”, configuran temáticas que por lo general evitamos.
Sin embargo, incluso para realzar las raíces más profundas de nuestra identidad como
nación independiente, hoy compartida por todos los uruguayos entendida como clave
de convivencia de nuestra república, es necesario no rehuir el registro de nuestros
debates fundacionales. Los orígenes del Estado uruguayo y el sentido de su proceso
de independencia se constituyeron durante mucho tiempo en uno de los focos
temáticos más controversiales de la historiografía local. Para algunos el Uruguay nació
antes que los uruguayos, el Estado precedió a la nación. Para otros, la ruta de
nuestros orígenes es exactamente la inversa.
Las discusiones confrontaron dos grandes visiones interpretativas sobre el proceso
independentista uruguayo y sus raíces. Por un lado, la postura independentista clásica
cuyo rasgo más distintivo seria la reivindicación del surgimiento del Uruguay en tanto
Estado soberano. Por otro lado, la postura unionista, que destacaría en cambio la
inconsistencia efectiva del deseo independentista en 1825 dándole más un sentido de
integración platense.
Más allá entonces de las polémicas historiográficas sobre el significado del 25 de
agosto, que hace cien años enfrentó a los partidos y a sus visiones sobre la historia
nacional, hoy en plena celebración del Bicentenario podremos seguir discutiendo los
hitos de nuestra historia pero ya no hay debates entre nosotros sobre que la
Independencia y la idea de Nación conforman uno de los sustentos indispensables de
nuestra República.
Asimismo, reivindicar de manera genuina y moderna la nación y su soberanía tiene
que asociarse con la convicción que las trayectorias contemporáneas de las
identidades nacionales no pueden ajenizarse a las múltiples implicaciones de los
procesos de globalización y transnacionalización actualmente en curso.
No hay autarquía posible cuando día a día aumentan los temas que no admiten
fronteras, cuando se vuelve muy notoria la reducción en la capacidad decisoria de los
Estados y de los gobiernos nacionales, cuando la revolución científico-técnica, la de
los medios de comunicación y de la informática afectan tan radicalmente nuestra
cotidianeidad. Lo que sí está en discusión –y es muy bueno el cotejo exigente de
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opiniones diferentes a este respecto- es el cómo “el mundo” condiciona estos
problemas y cuáles son en cada caso – porque no hay modelos exportables- las
mejores maneras de establecer comunicaciones de ida y vuelta con la esfera
transnacional.
En un mundo que camina aceleradamente a un ordenamiento en bloques,
los
procesos de integración regional adquieren una importancia creciente y exigen cada
vez más abordajes capaces de hacerse cargo de la cantidad de consecuencias e
implicaciones.
Esto lleva a que incluso los propios procesos económicos integradores no sean
comprendidos debidamente en su complejidad. De allí que se imponga una revisión
profunda de los estudios acerca de los procesos de integración regional, en donde se
asuma como prioridad el abordaje de las identidades culturales y nacionales, así como
de los factores que las cimentan. Esto implica nuevos temas y enfoques, que de una
buena vez no confronten de ninguna manera nuestra identidad como nación
independiente de nuestra vocación regional e internacional.
Y son estas mismas ideas de nación e independencia que venimos a reivindicar
nuevamente hoy las que necesariamente convergen en ciertos principios ordenadores
de la política exterior del Uruguay, gobierne quien gobierne.
Por eso se vuelve necesario reiterar bien alto que por infinitas razones que le vienen
de su historia, de su geografía, de los perfiles de su sociedad, hoy como ayer y como
seguramente ocurrirá mañana, el Uruguay es internacional o no es.
Ya no existe espacio para un Uruguay ensimismado y de “fronteras adentro”, cerrado
al mundo y con pretensiones de autarquía. A partir de esta definición de base, el gran
tema radica en advertir (con los ojos bien abiertos, con mucha y muy calificada
información y con una certera valoración política con perfiles anticipatorios) los retos y
también los costos de lo que significa hoy “estar” y “no estar en el mundo”. Tener un
perfil dinámico y exitoso de inserción internacional, desde el que sepamos construir un
sentido fuerte de soberanía nacional, tan arraigado como moderno. Ello supone
también contar con una “cosmovisión” a la altura de las exigencias de estos tiempos,
un diseño adecuado e inteligente en relación a cómo elaborar mejor la mirada al
mundo como escenario de política exterior de un país con las características del
Uruguay (cómo ver, desde dónde ver y con quiénes compartir de modo privilegiado los
datos que emanan de esa mirada)
De allí también que lejos de cualquier visión o acción dogmática, explícita o
encubierta, la definición e implementación de la política exterior uruguaya deberá
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poder combinar con sensatez perfiles de pragmatismo y de principismo, escapando a
la infértil presentación de dicotomías falsas entre ambos enfoques generales. En sus
mejores momentos, el Uruguay supo construir una sana reputación internacional en la
defensa de valores internacionales, en la reivindicación indeclinable de principios
como la promoción de la paz internacional o como los de la autodeterminación de los
pueblos o el de la no intervención, en el cumplimiento de sus obligaciones
internacionales, en el rechazo digno a hegemonismos agresivos o a doctrinas
perversas como las de la “guerra preventiva” o el “negacionismo” persistente ante
atroces genocidios.
La “larga duración” de la historia, aun la de una país con historia breve como es la del
Uruguay, prueba de manera fehaciente que la aplicación de un sano pragmatismo no
colisiona con la defensa irrenunciable de principios que hacen y han hecho a la buena
imagen internacional del país, un capital construido con mucho esfuerzo que todavía
hoy configura un activo fundamental para nuestra política exterior. Todo esto significa
ser hoy una nación genuinamente independiente y soberana.
***
Hace más de sesenta años, un sabio uruguayo como el jurista Eduardo J. Couture
editaba un libro emblemático. Su título ya perfilaba todo un horizonte de reflexión que
mucho tiene que ver con algunas reflexiones que hemos señalado y que se vinculan
con la conmemoración cívica de hoy. Su libro se llama “La comarca y el mundo”.
Luego de registrar diversos rasgos que a su juicio caracterizaban a los uruguayos de
su época (entre los que destacaba su “espíritu polémico” y, al mismo tiempo, su
acuerdo básico respecto a coincidir en “la democracia como forma superior de
convivencia humana”), Couture se preguntaba acerca de cómo verificar si su
interpretación resultaba “exacta o errónea”. Ante esa interrogante, proponía un
camino: “… la mejor manera de comprender el propio país consiste en comparar. Los
uruguayos todavía comparan muy poco. Además, cuando comparan lo hacen
confrontando realidades con ideales. (…) Para curarse de exageraciones conviene, de
tanto en tanto, alejarse un poco. Toda lejanía en el tiempo y en la distancia es
provechosa para conocer el propio país (…): la comarca vista desde lejos y el mundo
visto pensando en la comarca”.
Al final de un largo itinerario que recorría lugares y personajes, el célebre jurista
uruguayo volvía al comienzo de su libro, “evocando –como el mismo advertía- la
geografía de la comarca”. “En último término –concluía Couture-, nuestra vida se
apoya en un metro cuadrado de tierra. (…) debemos formarnos conciencia del mundo
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y trabajar en la dirección de ella; pero nunca trabajaremos más para el mundo que
cuando pugnemos por asegurar la autenticidad de nuestra pequeña comarca. (…) …
cuanto más de su país y de su época sea un hombre, es más de los países y de las
épocas todas. Al principio era la comarca. El mundo vino por añadidura”.
Corría entonces el año 1953. Aunque ya resultaban visibles varias “grietas en el muro”
(como diría Real de Azúa), los uruguayos todavía tenían suficientes motivos como
para soñar con la “eternidad” de la “Suiza de América” y su “sociedad hiperintegrada”.
La porfiada “frontera transatlántica” todavía nublaba la visión de lo que Luis Alberto de
Herrera llamara tan correctamente el “Uruguay Internacional” y un creciente
provincianismo comenzaba a hacerse sentir con todos sus peligros.
El mundo cambiaba profundamente y los uruguayos –salvo honrosas excepciones- no
parecían advertirlo. De todas formas, todavía había herencias y energías suficientes
para postergar la tragedia. Más de seis décadas después y a partir de todo lo vivido
desde entonces, en la comarca y en el mundo, el provincianismo es un vicio que sin
duda no se puede permitir el Uruguay.
Como nos recomendaba Couture, para conocer hay que saber comparar. Y eso nos
lleva a afirmar una vez más la vigencia del vínculo entre los valores de la democracia
republicana y los de la independencia nacional. Entre nosotros, la cuestión nacional
siempre termina siendo la cuestión democrática. Y cuando nuestra sociedad lo ha
olvidado perdió su rumbo y cayó en sus períodos más oscuros. A diferencia de lo que
acontece en muchos países de la región y del mundo, en el Uruguay esta dimensión
política de la identidad nacional se ha asociado fuertemente al funcionamiento del
sistema de partidos en su conjunto y ha expresado una fuerte índole democráticointegrativa de la sociedad. Casi podríamos hablar de la nación como fruto de un pacto
republicano inacabado y renovable en forma permanente.
Por ello es que sin rubor hoy podemos convocar a todos los uruguayos, vengan de
donde vengan y sean cuales sean sus definiciones, a ser genuinos herederos del “país
modelo” que soñó Batlle y Ordóñez, de la “comunidad espiritual” que supo defender
Wilson Ferreira Aldunate, de la “patria artiguista del futuro” que reclamó siempre Liber
Seregni. Y desde ese pluralismo compartido es que podemos comprometernos todos,
sin dejar de ser lo que somos, con los valores imperecederos de la Independencia y la
Nación. Hermanados desde esa visión genuinamente nacional es que me permito a
convocar a todos a defender esos valores que ya comenzaban a prefigurarse como
señas de identidad entre aquellos valientes de 1825.
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