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LOS DIOSES A TODO COLOR
Elisenda Julibert
Bunte Götter. Die Farbigkeit antiker skulptur, Liebeghaus, Frankfurt, del 8 de
octubre al 15 de febrero.
Hace dieciocho años estudiaba en el instituto mi primer año de griego cuando oí
a la profesora explicar que las esculturas griegas estaban a tono con su literatura, con
sus vasijas, sus platos, sus mosaicos, sus comedias y sus tragedias, con su mitología y,
en general, con lo que aún hoy nos queda de su cultura: estaban pintadas y no
precisamente de un modo discreto. Creo recordar que en aquel momento no había visto
una escultura griega más que en catálogos de arte o en libros de historia, pero la
posibilidad de que esas esculturas estuvieran pintadas me maravilló, no sólo por la
inmensa riqueza cromática que a partir de entonces podía imaginar en los templos, y en
las casas o en los palacios, sino porque por algún motivo esa imagen menos solemne,
menos austera, menos apolínea (aunque no forzosamente más dionisiaca), del mundo
griego me parecía más coherente con otros vestigios de ese periodo que empezaba a
conocer, como la literatura, la filosofía o la mitología. Años más tarde, en alguno de los
museos europeos donde se alojan las múltiples esculturas griegas, como el Pérgamo de
Berlín o el Británico de Londres, pude comprobar con satisfacción que mi profesora de
griego estaba en lo cierto: en algunas esculturas arcaicas pueden observarse restos de
pintura.
Pero con independencia de mi personal ignorancia y
de mi descubrimiento privado, desde hace un siglo y
medio los restos de pintura atestiguaban para los
historiadores y los arqueólogos el error de
Winckelmann y, con él, el de todos los aficionados al
arte clásico como máxima cumbre del arte depurado,
espiritual, absoluto, sublime. Porque la “pureza” que
habíamos atribuido a esas esculturas es sólo el
producto del paso del tiempo: los siglos fueron
desgastando el color hasta el extremo de hacerlo
desaparecer por completo en muchos casos y aquella
blancura, aquella pureza de la escultura clásica, es un
lamentable error que no obstante ha dado lugar a una
abundante literatura: tarde o temprano habrá que
olvidarla.
Para muchos este descubrimiento tal vez resulte un poco triste o decepcionante. Pero
para mí la posibilidad de ver un día las esculturas pintadas con los colores que
utilizaban los griegos ha sido un sueño desde los dieciséis años. Y he aquí que un grupo
de historiadores del arte ingleses y alemanes ha querido hacerlo realidad en una
asombrosa exposición que ha estado en Inglaterra y en diversas ciudades alemanas, la
última de ellas Frankfurt, donde podrá visitarse hasta el 15 de febrero del año que viene.
La exposición se titula Dioses coloreados o Dioses en color, y es una modesta muestra
de lo que debieron ser las esculturas clásicas. Es modesta porque es muy prudente en la
aplicación de colores; pero también porque se han tomado unas pocas esculturas, puesto
que el trabajo de reconstrucción del color parece ser laborioso. La intención de la
exposición no es darnos muchas muestras sino tan sólo unas pocas que, sin embargo,
parecen poco dudosas. Estas precauciones son comprensibles porque el resultado es tan
sorprendente, tan luminoso, tan colorido al fin, que desconcierta incluso al espectador
más favorable a la empresa, como yo misma: incluso si sabíamos que las esculturas
estaban pintadas, no era fácil imaginar que fueran tan polícromas. Pero no podía ser de
otro modo, puesto que los pigmentos utilizados eran parecidos a los que usaban los
persas, los romanos luego e incluso los pintores renacentistas mucho tiempo después:
pigmentos procedentes de materiales como el lapislázuli, la azurita, la malaquita, el
polvo de oro,…
De manera que los colores que cubrían esas esculturas son tan vivos (o más,
dependiendo del material sobre el que se apliquen) como los colores de los frescos
renacentistas restaurados que cubren las paredes de las iglesias italianas en Florencia,
por ejemplo. Y también la restauración de los colores en obras del siglo XVI ha
supuesto en algunos casos célebres muchísimos problemas, pues la luminosidad de los
colores parecía condecir poco con la idea del arte religioso, sobrio, austero y penitente.
Efectivamente, sólo al contemplar los colores restaurados podemos empezar a dudar de
la idea de que los pintores renacentistas y quienes encargaban esas obras estuvieran
consagrados a predicar austeridad. Se diría más bien que se trataba de convertir las
iglesias en lugares parecidos al paraíso, de tal manera que cuando los fieles, procedentes
de un mundo de veras austero y penitente, atravesaran sus puertas sintieran que habían
cruzado un verdadero umbral, que se adentraban en un lugar del todo distinto, amplio,
esplendoroso, plácido, luminoso, rico: un lugar donde acudir a menudo a descansar de
la oscuridad y la miseria de afuera, la de las casas, la de las calles, la de los talleres, la
del campo cuando cae el sol. Y es que hasta hace muy poco tiempo, el mundo debía ser
un lugar muy oscuro… Tal vez por ello el color y la luz fueron mucho más valiosos y
significativos que ahora.
Quién sabe si, en caso de que los maravillosos frescos de Pompeya no estuvieran
en tan mal estado, no comprobaríamos hasta qué punto las villas de los romanos se
parecían a las mansiones de uno de esos artistas multimillonarios del pop o del cine que,
en un arrebato de audacia, decide decorar las paredes de su casa con frescos. Lo cual no
quiere decir que aquellos romanos se parecieran a una estrella del pop, ni que el gusto
de un romano sofisticado fuera el mismo que el de un hortera contemporáneo. Si algo
muestra la subsistencia marginal de esa técnica es la distancia que media entre nosotros
y los antiguos: lo que hoy ha perdido sentido, lo que hoy no es más que una
excentricidad o una horterada era entonces un signo de buen gusto. Los frescos siempre
han tenido el mismo aspecto, pero su valor, su significado ha cambiado. Del mismo
modo, es muy posible que para nosotros una escultura clásica pintada no pueda menos
que cobrar un aspecto de monigote comparada con la pureza del material desnudo, pero
esto sólo indica la diferencia entre aquellos individuos y nosotros, y en ningún caso
demuestra que la pintura desmerezca por principio a la escultura.
Sea como fuere, la exposición Bunte Götter ofrece al espectador dos primeras salas
donde se le presentan y explican en unos grandes paneles las técnicas utilizadas para
establecer el color originario; la procedencia y los distintos tipos de pigmentos
utilizados en la época; las imágenes de esculturas donde los restos de color son aún hoy
visibles, a pesar de estar apagados; unas pequeñas vitrinas con aparejos que se utilizan
para analizar los restos de color, etc. Pero sólo al llegar a las salas donde se encuentran
las esculturas coloreadas comprendemos la razón de esas dos salas: son tan sólo un
dispositivo dilatorio, una especie de preparación del espectador, con el propósito de
evitar que al ver el resultado sospechemos que los expertos son poco serios, demasiado
audaces: tan chocante es lo que nos muestran.
Sin embargo, si pensamos un poco en el arte que conocemos, en las distintas esculturas
y pinturas de épocas pasadas, y sobre todo, de aquellas épocas en las que no existía nada
llamado arte, en las que esas piezas estaban vinculadas a la religión, o a la mitología, o a
ritos civiles, o tan sólo a la decoración, deberíamos reparar en que lo más extraño, lo
más asombroso, es la posibilidad de un arte apolíneo como el que habíamos supuesto en
algún momento, en verdad un breve periodo, porque también la exposición muestra los
primeros trabajos de historiadores del arte, en su mayoría franceses, que ya a principios
del siglo XIX esbozaron en algunos dibujos sus hipótesis de color en las esculturas de la
Grecia antigua.
Lo que observamos, pues, tiene perfecto sentido, mucho más que las pálidas e
idealizadas esculturas mudas de los museos de arte. Lo que vemos ahora son figuras
pintadas de un modo que recuerda bastante al arte oriental o persa, o incluso a las
vírgenes y a los santos de nuestras iglesias. Tal vez lo que más sorprende es que no
están pintados de un modo naturalista o realista: no se pintan los ojos de uno u otro
héroe, tal como debieron ser, o de tal emperador, sino tan sólo unos ojos que miran y
que por tanto dan al espectador la posibilidad de contemplar ese busto como a alguien
presente de algún modo; las armaduras son de un dorado que sin duda no era el de las
armaduras de los guerreros, sino el que cabe atribuir a la armadura de un dios (del
mismo modo que el manto de Cristo, en el renacimiento italiano, se pintaba por lo
general con un azul muy particular, cuya principal característica era que se trataba de
uno de los colores más costosos por más escasos: sin duda la elección de este color no
tenía que ver con la voluntad de dar una idea fiel de cómo vestía el austero Jesús, sino
tan sólo alegorizar su majestuosidad); en los relieves donde se representan batallas entre
griegos y persas, los griegos se retratan a sí mismos luchando valerosamente desnudos,
a cuerpo descubierto, mientras los persas van perfectamente vestidos y con ropas
inmensamente coloridas y vistosas…
El color, pues, no brinda mayor realismo a las esculturas. Pero sin duda sí hace que esas
esculturas parezcan menos sublimes y singulares, aunque también más comprensibles e
igualmente espirituales. El tópico de la identidad entre la pureza del material desnudo y
la pureza espiritual, es decir, de las esculturas clásicas como imagen de una mayor
capacidad de abstracción y elevación espiritual, es moderno: su origen, la obra de
Winckelmann, sin duda tiene que ver con la fatiga que al alemán le inspiraba el
recargado arte barroco del finales del siglo XVII. Pero lo cierto es que los antiguos
vivían en un mundo muy distinto del nuestro —y del de Winckelmann— y por otra
parte los colores pueden servir para alegorizar atributos perfectamente espirituales,
como el coraje, la bondad, la virtud, la templanza, y tantos otros. De manera que no es
el color el que condena a una representación a la literalidad o a la mera imitación. Por
más desconcertantes que sean esos dioses coloreados, lo único que evidencia su
restablecido aspecto es lo lejos que estamos de comprender un mundo desparecido del
que sólo nos quedan vestigios, fragmentos, ruinas. Podemos intentar reconstruirlo, pero
la aparición de cada nuevo fragmento puede obligarnos a revisar la composición que
habíamos urdido a partir de los anteriores. Y quién sabe si la fascinación que ejerce el
mundo antiguo no descansa precisamente en la ausencia de la totalidad de la que esos
vestigios formaron parte un día, una totalidad que, así, siempre estamos obligados a
bosquejar.
Sería una pena que esta cuidadosa exposición acabara infundiendo la idea de que esa
profusión de color en las esculturas evidencia la mentalidad infantil de quienes las
crearon. ¿Acaso no es más infantil, o por lo menos más literal, identificar el color con
nuestros estridentes muñecos de infancia?
Barcelona, 11 de noviembre de 2008
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