EL ENEMIGO DE MI ENEMIGO… ¿ES MI AMIGO?

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EL ENEMIGO DE MI ENEMIGO… ¿ES MI AMIGO?
Albert Mohler
No estamos viviendo una época de paz. Los
cristianos que reflexionan deben sin duda estar
conscientes de que hay un gran conflicto moral y
espiritual gestándose a nuestro alrededor, con
múltiples frentes de batalla y cuestiones de gran
importancia en juego. El profeta Jeremías advirtió
repetidas veces sobre aquellos que falsamente
declaraban paz cuando no la había. La Biblia define
la vida cristiana como una batalla espiritual, y los
creyentes de esta generación enfrentan el hecho de
que, en nuestra lucha actual, está en juego la
existencia misma de la verdad.
Estar en guerra pone sobre la mesa un conjunto
singular de desafíos morales, y las grandes batallas morales y culturales de nuestros tiempos no
son la excepción. Aun los antiguos pensadores lo sabían, y comúnmente todavía se citan muchas
de sus máximas de guerra. Entre las más populares, hay una que muchos de los antiguos conocían:
«El enemigo de mi enemigo es mi amigo».
Dicha máxima ha sobrevivido como un principio moderno de política exterior. Explica por qué los
estados que han estado en guerra unos contra otros pueden, dentro de un muy corto plazo,
aliarse contra un enemigo común. En la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética comenzó
siendo aliada de la Alemania Nazi, y sin embargo, llegó al final de la guerra como un aliado clave de
Estados Unidos y Gran Bretaña. ¿Cómo pudo suceder esto? Sucedió porque se unió al esfuerzo
contra Hitler y se convirtió instantáneamente en «amiga» de norteamericanos y británicos. Sin
embargo, cuando la gran guerra concluyó, los soviéticos entraron en una nueva fase de abierta
hostilidad contra sus últimos aliados —conocida como la Guerra Fría—.
¿Podemos los cristianos sacar provecho de esta útil máxima de la política exterior mientras
pensamos en nuestras luchas actuales? No es una pregunta simple. Por un lado, es inevitable —y
aun indispensable— tener algún sentido de unidad contra un opositor común, pero por otro lado,
la idea de que un enemigo común produce una unidad verdadera es —como aun la historia lo
revela— una premisa falsa.
No debemos subestimar aquello de lo cual estamos en contra. Las luchas que enfrentamos del
lado de la vida y la dignidad humana contra la cultura de la muerte y los grandes males del aborto,
el infanticidio y la eutanasia, son luchas titánicas. Estamos en una gran batalla por defender la
integridad del matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Enfrentamos una alianza
cultural decidida a promover una revolución sexual que desatará un verdadero caos y perjudicará
notablemente a individuos, familias y a la sociedad en general. Estamos luchando por defender al
género como parte de la buena creación de Dios y para defender la existencia misma de un orden
moral objetivo.
Más allá de todos estos desafíos, estamos involucrados en una gran batalla por defender la
existencia de la verdad en sí, por defender la realidad y autoridad de la revelación de Dios en la
Escritura, y por defender todo lo que la Biblia enseña. Hay un anti-sobrenaturalismo generalizado
que busca negar cualquier afirmación de la existencia de Dios o de nuestra capacidad de
conocerlo. La academia está dominada por las cosmovisiones naturalistas, y el nuevo ateísmo
vende libros por millones. El liberalismo teológico hace su mejor esfuerzo por establecer la paz
con los enemigos de la iglesia, pero los cristianos fieles no tienen forma de escapar de las batallas a
las cuales está llamada esta generación de creyentes.
Por lo tanto, ¿son amigos nuestros los demás enemigos de nuestros enemigos? En cuanto a lo
recién mencionado, mormones, católicos romanos, judíos ortodoxos y muchos otros comparten
muchos de nuestros enemigos. Sin embargo, ¿hasta qué punto hay unidad entre nosotros?
Debemos pensar en esto con mucho cuidado y honestidad. En un sentido, podríamos juntarnos
con quien sea —no importando su cosmovisión— para salvar gente de una vivienda en llamas.
Ayudaríamos gustosamente a un ateo a salvar del peligro a un vecino o incluso a embellecer el
vecindario. Estas acciones no exigen compartir una cosmovisión teológica.
En otro sentido, ciertamente vemos como aliados claves en la actual batalla cultural a todos
aquellos que defienden la vida y la dignidad humana, el matrimonio, el género y la integridad de la
familia. Nos escuchamos mutuamente, adquirimos argumentos los unos de los otros y nos
sentimos agradecidos del apoyo que cada cual presta a nuestros intereses comunes. Incluso
reconocemos que en nuestras cosmovisiones hay elementos comunes que explican nuestras
convicciones comunes acerca de estas cuestiones. Sin embargo, nuestras cosmovisiones son en
verdad completamente diferentes.
Con la Iglesia Católica Romana tenemos muchas convicciones en común, incluyendo convicciones
morales sobre el matrimonio, la vida humana y la familia. Además de eso, sostenemos juntos las
verdades de la Trinidad divina, la cristología ortodoxa, e igualmente otras doctrinas. Sin embargo,
estamos en desacuerdo sobre aquello que reviste la máxima importancia: el evangelio de
Jesucristo. Y esa diferencia suprema conduce también a otros desacuerdos vitales: la naturaleza y
autoridad de la Biblia, la naturaleza del ministerio, el significado del bautismo y la Santa Cena, y
toda una gama de cuestiones centrales para la fe cristiana.
Los cristianos definidos por la fe de los reformadores jamás deben olvidar que lo que obligó a los
reformadores a romper con la Iglesia Católica Romana fue nada menos que la fidelidad al evangelio
de Cristo. De nosotros se requiere la misma claridad y valentía.
En una época de conflicto cultural, el enemigo de nuestro enemigo puede muy bien ser nuestro
amigo. Sin embargo, con la eternidad ante nuestros ojos, y estando en juego el evangelio, no
debemos confundir al enemigo de nuestro enemigo con un amigo del evangelio de Jesucristo.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.
Traducción: Cristian Morán
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