Pausa / Mario Valdovinos

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Pausa / Mario Valdovinos
Recordó de improviso la frase que habÃ-a comprobado no pocas veces, si bien su carrera de actriz recién se iniciaba:
«El teatro no es más que un pacto con el absurdo». Se le habÃ-a revelado cada vez que, agazapada, aguardaba su
ingreso a escena, atenta al parlamento del personaje que estaba en ese instante en el escenario.
Todo es ficticio: voz, memoria, palabras, salvo las horas inacabables de ensayos, de preparación, de training, de
memorizar diálogos. El drama real viene del exterior, el zumbido del mundo y sus urgencias. Miró el entorno, el
backstage, las bambalinas y candilejas, los sucesivos telones que colgaban en el fondo, donde habitan los brujos que
manejan los hilos en escena, los muros negros. Ella estaba en la sombra, preparada y ansiosa, a punto de saltar, como
ante el disparo de un cazador furtivo. Tensas las fibras de su cuerpo, húmedas las manos y la espalda, el maquillaje del
rostro y de los ojos sin deslizarse de la piel. Un estremecimiento en el estómago y en las piernas.
DebÃ-a olvidar su identidad, si bien en este territorio la palabra real tenÃ-a poco significado, y llenar su mente con la
biografÃ-a del personaje, olvidarse, borrarse de sÃ-, del apresurado veraneo en la casa costera de sus padres, al que no
habÃ-a invitado a sus habituales amigos, todos artistas pobres, ilusos y apasionados, compañeros de la escuela de
teatro. Pasó una semana sola, sosteniéndose y acompañándose, durmiendo hasta el mediodÃ-a, bañándose en la
playa al atardecer, cuando los turistas se retiraban; salÃ-a del mar con el cuerpo tenso debido al frÃ-o y se lanzaba en
vertiginosos trotes por la arena, agitando sus brazos y esquivando los montones de algas muertas arrojadas por la
marea.
Era una chica enamorada que anhelaba el regreso con su antiguo amor. Llevaba seis meses de receso afectivo, el
semestre que habÃ-a ocupado el montaje de la obra, escrita por un dramaturgo emergente, con una estética que la
entusiasmaba: el gótico en una ciudad de espectros, bohemia, pero a la vez taciturna y provinciana. Ése era su estado
ahora, mientras respiraba repetÃ-a mentalmente el parlamento inicial, el protagonista estaba de pie, con traje oscuro,
enfrascado en un monólogo avasallador, como la luz cenital que lo alumbraba. MaldecÃ-a toda experiencia amorosa por
destructora. La palabra de su ingreso a escena era fatÃ-dica.
Para cualquier actriz es inevitable aprenderse el rol de sus antagonistas, al punto que suelen estar en condiciones,
cuando la obra lleva bastante rodaje, de intercambiar los papeles, lo que no es frecuente que hagan porque mudar tan
rápidamente de piel y de biografÃ-a afecta en exceso las emociones y ya hay bastante nudismo sentimental sobre un
escenario. A pesar del grado de concentración que lograba, reafirmado con rigor homicida en las clases de la escuela y
de los ejercicios de yoga y de tai chi que hacÃ-a, más el reiki que le practicaban y todo su andamiaje orientalista, que
incluÃ-a dietas vegetarianas, ingesta de abundante agua y el acto de eximir su cuerpo de toxinas, sin olvidar los mantras
crepusculares recitados hasta la risa en sus escapadas a la costa, era frecuente que su pensamiento divagara. SabÃ-a
que no podÃ-a permitÃ-rselo en ese momento. Era otra a punto de invadir con su presencia, su figura y su silueta el
escenario donde Miguel vociferaba. SabÃ-a muy bien que se aproximaba la palabra fatÃ-dica. No podÃ-a evitarlo, su
cerebro era una antena y sabÃ-a que no debÃ-a perder la concentración, no sólo porque atrae el peligro de olvidar
lÃ-neas de texto, sino por algo peor: el público capta una entrada a escena débil, carente de electricidad,
decepcionándose, y cuesta mucho remontar esa sensación. Recordó el examen de Romeo y Julieta en la escuela, era
insoslayable montar a Shakespeare. Ella y todas sus compañeras interpretaron a sucesivas Julietas y los varones
encarnaron a Romeo. Los parlamentos no sólo quedaron indelebles en su memoria, los incorporó al torrente
sanguÃ-neo y linfático y a los fluidos de sus vÃ-sceras. Los versos la navegaban y eran su tatuaje interior.
AllÃ- estaba Laura con su corazón agitándose al fondo. Recordó, no pudo no hacerlo, la noche de la despedida, los
signos indesmentibles del ocaso amoroso, los silencios, las inacabables pausas de la convivencia que mantenÃ-an
hacÃ-a dos años; dos años, ella que a sus novios los dejaba viudos a los tres meses, porque no eran capaces de
mantener la seducción y ella necesitaba un ángel de alas perennes sobre su ser, requerÃ-a ese plumaje, esa impresión
de caricia y de brisa sobre los hombros.
SabÃ-a que las pausas entre dos seres pueden servir como puente para reconciliarse y emprender una reconquista,
pero también generan fisuras que se transforman en grietas y quebradas imposibles de cruzar. Medio año es un tiempo
suficiente, o más que, para una llamada, un e-mail, para escribir una audaz y torrencial carta; sÃ-, una carta, lo que
nadie hace, enviada por correo, llevada al domicilio del extinto por un cartero con el bolso repleto de cobranzas, de
amenazas judiciales y de pago de tributos. Una epÃ-stola de avenimiento que no degrada al emisor y libera al
destinatario, redactada para diluir la ansiedad de la espera, para neutralizar el temor a llamar, para disolver la
incertidumbre ante el rechazo, para pulverizar el pavor frente a una puerta cerrada sin remedio.
No, no habÃ-a existido nada, sólo el callado despliegue de la lejanÃ-a en la que cada uno de los dos se volvÃ-a humo
ante la mirada del otro, que lo avisoraba desde el extremo opuesto. Si bien el recuerdo seguÃ-a vivo, puesto que su
mente desbordaba, en los momentos más inopinados del dÃ-a y de la noche, de reverberaciones: el rostro, las palabras,
los gestos (esa arquitectura de la nada), los pasos, las miradas, el tiempo que orbitaba entre ellos y se retiraba sin ellos.
Horas lerdas y desoladas que se iban al despeñadero carentes de huellas, de ecos. HabÃ-an dejado un páramo, un
lugar inhabitable, unos cuartos clausurados: los moradores debieron salir de madrugada, expulsados por una fuerza
ignota; una llamada anónima y de última hora alcanzó a prevenirles de la búsqueda, serÃ-an arrestados, maniatados y
amordazados, debÃ-an huir, salir con lo puesto, ni siquiera hay tiempo para preparar una valija; era preciso que arrojaran
la llave de la puerta a la alcantarilla, la urbe antropófaga los aguardaba para engullirlos; arrancarÃ-an juntos, pero al
poco trecho sus pasos se bifurcarÃ-an.
—Cárcel de amor, pensó, vivo en una celda, el fallo no fue explÃ-cito en el tiempo de la condena, que siempre, por
extenso que sea, debe tener lÃ-mites. No hay fronteras y no se trata sólo del dolor, color y olor de la pérdida, de la
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Generado: 19 November, 2016, 11:19
distancia, sino de una nostalgia tan tenaz como inconducente. Le sobrevenÃ-an, como en este instante, arrebatos de
sublime amor y, acto seguido, rachas de deseo, de entregarse al fantasma que la acosaba, de exprimirlo y lamerlo, de
sentirse atravesada e invadida por él, de fusionarse con él para que emergiera una sustancia informe, pero al fin y al
cabo un nuevo ser, cuyo motor serÃ-a eso que la atenazaba y herÃ-a, que le dilataba la llaga y no detenÃ-a el fluir de la
sangre. Al mismo tiempo surgÃ-a el impulso de dispararle, de arrojarle gasolina e incendiarlo. Después la sospecha de
que saldrÃ-a a flote del naufragio, que olvidarÃ-a y borrarÃ-a esos brochazos de vida en común, para volverse con los
años una biografÃ-a apócrifa, la existencia de un par de desconocidos; no volverÃ-an a verse, no sabrÃ-an del otro
nunca más, si se habrÃ-an reproducido, si tendrÃ-an nuevos amores; no se cuidarÃ-an en las enfermedades ni volverÃ-an
a mirar con ansiedad en los mails recibidos, por encima de todos, un nombre; ni guiños en los brindis; tampoco
pelearÃ-an por la cuota de sábanas y frazadas que debÃ-an compartir en el próximo invierno, ni...
También la acosaban retazos de dolor, como un diente o un oÃ-do infectados, o un intestino que se retuerce, o una
piedrecilla en los conductos urinarios. La doblaban los impactos, pero resistÃ-a y esperaba que se fueran, tal como
habÃ-an llegado: subrepticios, infiltrados y desvastadores, pero todos en tránsito, aunque con frecuencia deseaba que
no se marcharan.
Mientras tanto, la memoria hace su trabajo, lento y decidido, reemplaza y proyecta, planea y prepara para el próximo
descenso. Las horas torpes, las más blancas, se vuelven aliadas; un film aburrido, una siesta, una tarde inútil, ayudan a
alejar la fecha fatal y la vuelven, paso a paso, remota. Nada ocurrió especialmente importante, alegre o amargo. Dos
sombras que creyeron vincularse, que creyeron que creÃ-an. Ilusiones de niños, espuma, pompas, copos de nieve
derretidos. Nadie los recuerda.
El monólogo del protagonista estaba a punto de terminar. Miguel manejaba con maestrÃ-a el tiempo y las pausas, la
virtud de un intérprete que ella más admiraba. Eso es un actor y una actriz, los que son capaces de aguardar el
transcurso de los segundos, que se vuelven sublimes, entre uno y otro parlamento. Balbucean las palabras, abren los
labios y se les escapan gotas de saliva, bajan la mirada, callan, sobre todo callan, como en la música, los instrumentos
se detienen algunos segundos para recuperar el aliento y después poder continuar. Lo escuchaba y podÃ-a adivinarlo
con toda la energÃ-a enrojeciéndole la cara, que sabÃ-a sudorosa y con el maquillaje en retirada, el cabello revuelto y las
manos crispadas. Tras ello, el descenso y el descanso. Pausa.
—Toda esta materia viscosa, sÃ-, obvio, ¿a cuál me voy a estar refiriendo?, ese basural llamado amor que termina
siempre en decepciones... ¿no lo he gritado desde hace rato con la suficiente claridad? Por si alguien aún no logra
entenderlo, lo vuelvo a repertir, toda esta materia viscosa y fatÃ-dica...
Laura se pone de pie y sale a escena.
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