La lectura íntima sobre Madame Bovary

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La
lectura
íntima
Madame Bovary
Por Melania
Literofilia
Stucchi
sobre
para
Ilustración y diseño Johann Arroyo
Emma trataba de saber lo que significaban justamente en la
vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan
hermosas le habían parecido en los libros.
Lecturas
En 1998 se fundó la empresa Google, se estrenó Titanic de
James Cameron y murió el cantante Frank Sinatra. Ese mismo año
yo asistí a un curso de Literatura del Siglo XIX entre cuyas
lecturas obligatorias estaba la consagrada Madame Bovary de
Gustave Flaubert. Tenía veintiún años y, si bien leía y
escribía ficción desde muy pequeña, fue la época en donde mi
relación con la literatura se consolidó: terminó de
transformarse en uno de los modos más poderosos de entender no
solo el mundo sino también, y en especial, mi propia vida.
La lectura académica sobre Madame Bovary no estaba desprovista
de pasión, solo que se trataba de justificarla con argumentos
sólidos, citas y vínculos con otros textos y, así, encorsetar
ese sentimiento desbocado. Lo cual no está mal, una
universidad es una institución regulada, en donde se toman
exámenes que llevan una calificación y que finalmente se
convierten en un título con validez oficial. Sería ridículo
pretender que los cursos no tuvieran un marco teórico y una
estructura racional. No obstante, a veces creo que las
lecturas privadas pertenecen a otro orden y, en ese sentido,
más fuerte dejan su huella.
Una buena lectura (académica, aceptable) es una lectura
persuasiva, es decir, aquella que logra hacer confluir
nuestras apreciaciones con un cierto orden establecido. Se
trata de una lectura “adecuada”: los otros se convencen cuando
escuchan nuestros argumentos, están de acuerdo. Pero en la
experiencia, un lector también es aquel que lee mal porque
confunde, distorsiona, malinterpreta; porque hace una lectura
íntima, porque la relaciona con las claves de su propia vida.
Esa lectura puede ser poética, puede llevar a la locura, puede
que solo la comprenda quien la realiza.
¿Qué entendía yo de Madame Bovary? Saqué un nueve en el examen
final, pero no estoy hablando de eso. Había más. Me impactaba,
ese libro decía algo sobre mí y, al mismo tiempo, todos, mis
compañeros y yo, nos descubrimos bovaristas. Madame Bovary no
era Flaubert, era yo y cada uno de nosotros.
Emma
Emma Bovary es una aventurera, una mujer que no se conformó
con desear, sino que también fue detrás de su deseo, intentó
transformarlo en realidad. Madame Bovary vivió en adulterio,
arruinó económicamente a su marido, dejó sola a su hija.
Tratar de describir a este personaje es empezar a nombrar
características que se contradicen entre sí. Una valiente que
actúa trasgrediendo los valores morales de su época. Una
frívola, un poco tonta, que cree que podrá vivir esas
historias rosas de mala calidad que leyó de adolescente. En mi
lectura personal, nunca puedo definirla.
¿Qué lector no se vio reflejado, aunque sea una vez en su
vida, en el espejo de Emma? ¿Quién no se sintió, por un
momento, transportado al siglo XIX y se vio a sí mismo en ese
pueblo, rodeado de costumbres que detestaba, inmerso en el
aburrimiento y la mediocridad; y soñó con otra ciudad, con
otra vida llena de pasión y placeres?
Incluso las veces en que creo que Emma es una estúpida, una
niña malcriada enferma de historias rosas, la sigo entendiendo
(¿Ella se entendería?). Sin embargo, no es con ella con la que
se produce mi empatía, sino con la novela. Es decir, el placer
de volver a leer Madame Bovary me permite descubrir que no es
Emma, sino la representación de un conjunto de personajes y
sus maneras de relacionarse lo que me fascina del libro.
Nabokov decía que uno no se identifica con un personaje sino
con su autor. En este sentido, cuando leo Madame Bovary ya no
soy Emma, porque puedo ver desde una perspectiva de la que
ella carecía. Entiendo, precisamente, aquello que ella no
podía ver, aunque no significa que por eso yo sea más feliz.
Lectura y realidad
En Madame Bovary se contrapone lectura y realidad. La
protagonista intuye que el secreto de la felicidad y la
plenitud vital están en las novelas. La ficción se vuelve la
representación de lo que la vida debería ser. Ella quiere
experimentar las historias que leyó. Emma siente que su vida
no tiene sentido cuando la compara con la de sus héroes
novelescos, y busca alcanzar esa pasión e intensidad que
encontró en los libros. La lectura la embriaga y se transforma
en enfermedad: quiere ser otra, encontrar una vida que la
saque de la insatisfacción crónica de su cotidianidad.
Emma Bovary es un tipo de lectora que entiende su propia vida
a partir de sus lecturas, es decir, una lectora que considera
la ficción como un reflejo privilegiado de la experiencia
real. Lo que sucede en las novelas también debería suceder en
la vida, esta es la lógica de Emma lectora. Sin embargo, este
modo de leer la vuelve aún más infeliz. En definitiva, este
traspaso directo de la ficción a la realidad es lo que la
lleva a la frustración y a la muerte.
¿Por qué leemos ficciones? Una respuesta posible, la primera
que me viene a la mente, es: para darle un sentido a una vida
que parece no tenerlo. Allí donde hay tedio, azar, injusticia,
donde acontecen cosas que no logramos comprender, aparece la
ficción como un modo de establecer significado. Entonces, la
casualidad se transforma en causalidad, entendemos que las
vivencias que padecemos tienen un sentido, suceden por algo,
están insertas en una trama mayor. Donde la vida está mal
hecha, la literatura la corrige.
Sin embargo, la misma literatura que da sentido es la que
puede llevar a la locura. Recuerdo la famosa anécdota de Joyce
con Jung. El escritor le preguntó al psicólogo por qué su hija
Lucía era psicótica, si escribía igual que él, con el mismo
lenguaje onírico, fragmentado. Y Jung le respondió: “Porque
allí donde usted nada, ella se ahoga”.
Como lectores apasionados también están los que nadan. Y los
que se ahogan.
La lectora adúltera
El drama de Emma radica en el pasaje que va de la ficción a la
realidad. La búsqueda desesperada por alcanzar su deseo
sobreviene en insatisfacción. En dos momentos de su vida, cree
que el adulterio la salvará. La primera tentación que no
resiste, que no puede no concretar, llega con Rodolfo, quien
se transforma en su amante pero también funciona como su
mentor, su maestro. Rodolfo la insta a concretar los placeres
prohibidos del cuerpo y también a desafiar una moral que
califica de pueblerina.
“¿¡Y dale!? dijo Rodolfo, siempre los deberes. Estoy harto de
esas palabras. Son un montón de zopencos con chaleco de
franela y de beatas de estufa y rosario que continuamente nos
cantan a los oídos: «¡El deber!, ¡el deber!» ¡Qué diablos!,
el deber es sentir lo que es grande, amar lo que es bello, y
no aceptar todos los convencionalismos de la sociedad, con
las ignominias que ella nos impone.”
En el momento previo a ceder, un recuerdo invade el
pensamiento de Emma:
“Entonces recordó a las heroínas de los libros que había
leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a
cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban.
Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas
imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud,
contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había
deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de
venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el
amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos
borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación,
sin turbación alguna.”
Los libros la enamoran, la embriagan de historias, de sueños,
de amor. Pero aquel idilio termina en tragedia (¿como todos
los idilios?) Rodolfo la abandona tras la promesa de escaparse
con ella. Es tan cobarde que ni siquiera puede decírselo en la
cara: en su lugar, manda un cesto de frutos con una carta de
despedida. Emma enferma y es Carlos quien está ahí para
cuidarla.
Luego, reaparece León (aquel joven con el que estuvo “a punto
de”, pero no lo hizo). Ahora, Emma ya es grande y ya ha sido
adúltera. Como quien se transforma en asesino solo después de
cometer el primer crimen, Emma se entrega, esta vez sí, a la
pasión del cuerpo pero, ahora, con menos inocencia.
“Emma saboreaba aquel amor de una manera discreta y absorta,
lo cuidaba por medio de todos los artificios de su ternura y
temblaba un poco ante el miedo de perderlo más adelante. A
menudo ella le decía, con dulce voz melancólica: ¡Ah!, tú me
dejarás…, te cansarás…, serás como los otros.”
Esas palabras, sin embargo, no dejan de guardar una vana
esperanza de que las cosas, en esta ocasión sean diferentes,
de que finalmente, el amor sea como en los libros. Pero, una
vez más, fracasa. León también la abandona, la deja sola
frente a los problemas, sentada en el hotel, esperándolo.
Ambos romances –Rodolfo, León– tienen en común la posibilidad
imaginaria (para Emma) de transformar el deseo en realidad.
Son un espejismo, una promesa. Como la liebre que persigue a
la zanahoria que percibe cercana, pero que cada vez que siente
que atrapará, se aleja un poco más. Es la lógica del deseo: lo
suficientemente lejos para no dejarse tocar, lo necesariamente
cerca como para sentir que podemos alcanzarlo. En el otro
extremo está Carlos Bovary, fiel y enamorado marido de Emma,
demasiado tangible/asequible como para ser deseado.
Las tentadoras dualidades
“Una felicidad es toda la felicidad: dos felicidades no son
ninguna felicidad“, dice el protagonista de Historia del
soldado, la trama de Ramuz que musicalizó Stravinski. La frase
se refiere a la imposibilidad de ser leal a dos reinos, pero
puede ser aplicada a cualquier propósito indeciso, a cualquier
intención de satisfacer todos los deseos. Son las tentadoras
dualidades: quiero un amor apasionado, pero también la
seguridad de un amor leal. Ese es el dilema de Emma. La mujer
infiel, la dama caprichosa, la madre descuidada quiere tenerlo
todo y así, precisamente, es como pierde todo.
“Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo
era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de
aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su
hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que
un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta.”
Es el destino de quien no se decide, de que quien teme elegir
y, por lo tanto, perder. Una maldición recae sobre ella: la
eterna insatisfacción.
La lectura en el cuerpo
La lectura personal (la de Emma) va dejando huellas en su
cuerpo. No es solo un saber intelectual, de hecho, es casi
como si tratara de su contracara, su reverso apasionado y
maldito. Es una lectura que se hace desde y con el cuerpo, ya
sea para el placer, o para el dolor. Está en la lujuria de los
romances, donde Emma entrega su ilusión, pero también su
cuerpo. El mismo cuerpo que luego enfermará cuando sobrevenga
la decepción. Y el que pagará la culpa, con la muerte dolorosa
provocada por el arsénico. Emma vive en una fantasía. No
obstante, esa ensoñación se representa materialmente: se
escribe en el cuerpo.
En la novela, no es solo el cuerpo de Emma el que representa y
significa. También los cuerpos de los otros personajes hablan.
Así, por ejemplo:
“Con la edad, Carlos iba adoptando unos hábitos groseros; en
el postre cortaba el corcho de las botellas vacías; al
terminar de comer pasaba la lengua sobre los dientes; al
tragar la sopa hacía una especie de cloqueo y, como empezaba
a engordar, sus ojos, ya pequeños, parecían subírsele hacia
las sienes por la hinchazón de sus pómulos.”
Las marcas que va dejando la anodina cotidianeidad, los
rituales de la vida casera son los signos que denotan un amor
doméstico, deserotizado. El cuerpo de Carlos es el del hombre
tosco, mediocre, el que realiza cada acción que molesta a la
mujer (hacer ruido cuando come), descuidado con los años
(empieza a engordar). Funciona como reflejo de su interior (un
hombre común, falto de romanticismo, sin encanto). Un cuerpo
que genera rechazo, que provoca hastío en Emma. En contraste,
los cuerpos de Rodolfo y León se describen atractivos. Ambos
prestan atención a su manera de vestir, lucen elegantes,
cuidan los detalles. O, por lo menos, lo hacen de un modo
imaginario, es decir, lo hacen para Emma, en la fugacidad de
los encuentros con ella, lejos de la vida cotidiana y de la
rutina que devoran la belleza.
La lectura íntima
Hoy, en el 2012, buscamos todas nuestras dudas en San Google,
sabemos que ese culebrón lacrimógeno deTitanic es el segundo
film más taquillero de todos los tiempos (¿cuántas Emmas
habrán delirado con esta película?) y que Frank Sinatra bien
podría ser parte de la banda sonora de un sueño bobarista del
siglo XX. También, en lo personal, a catorce años de aquella
primera lectura (académica) de Madame Bovary, Emma vive y
muere para mostrarnos (mostrarme) las consecuencias de sus
delirios literarios. Por su cuerpo vuelven a pasar la pasión,
el pecado, la enfermedad, el arsénico que la llevan a su fin.
Ahí donde mi existencia se siente incompleta, Madame Bovary
con su torpeza lectora me explica la tensión entre el deber y
el deseo, las tentadoras dualidades, los sueños inalcanzables
que profieren los enfermos de literatura. Y de este modo, una
vez más un libro, paradójicamente, corrige mi vida.
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