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LA TRANSMISIÓN DE LA FE:
LA PROPUESTA CRISTIANA EN LA ERA SECULAR
VI Jornadas de Teología
Instituto Teológico Compostelano
Santiago, 5 de septiembre de 2005
Saludo
En la apertura de las VI Jornadas de Teología en nuestro Instituto
Teológico Compostelano es para mí un honor darles mi más cordial
bienvenida y desearles una feliz y provechosa estancia en la ciudad del
Apóstol.
En este momento histórico caracterizado por cambios amplios e
imprevisibles que están afectando a la Iglesia en su travesía, “el esfuerzo
orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo,
exaltados por la esperanza pero a la vez perturbados con frecuencia por el
temor y la angustia, es sin duda alguna un servicio que se presenta a la
comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad”1. No ignoramos que
“uno de los hechos más graves acontecidos en Europa durante el último
medio siglo ha sido la interrupción de la transmisión de la fe cristiana en
amplios sectores de la sociedad. Perdidos, olvidados o desgastados los
cauces tradicionales (familia, escuela, sociedad, cultura pública), las nuevas
generaciones ya no tienen noticia ni reconocen signos del Dios viviente y
verdadero o de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo por
nosotros. Comprobamos que en proporciones altas no estamos logrando
transmitir la fe a las jóvenes generaciones. Hay que recomenzar la misión
por el principio y por lo más elemental y afrontar una evangelización, con
especial atención a la iniciación cristiana, tal como venimos insistiendo
hace unos años, que retome el kerigma primitivo: ´Os habéis convertido a
Dios, alejándoos de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, para
esperar a su Hijo, al que resucitó de entre los muertos, Jesús, al que al que
nos librará en el juicio futuro´ (1 Tes 1,9-10)”2.
En este horizonte abordamos en estas VI Jornadas de Teología,
organizadas por nuestro Instituto Teológico Compostelano, la problemática
1
PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, nº 1.
Conferencia Episcopal Española, Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española 20022005. Una Iglesia esperanzada, Madrid 2002, nº 28.
2
1
de La transmisión de la fe: la propuesta cristiana en la era secular, que
viene preocupando a la Iglesia especialmente a partir del Vaticano II que
siguió la antigua historia del samaritano como pauta de la espiritualidad. Es
opinión común que los efectos del Vaticano II han sido menos directos, a
través de la formulación expresa de textos y sugerencias, que indirectos. En
consecuencia, emergieron a la superficie muchas fuerzas escondidas, de las
que el Concilio no directamente responsable. La libertad de conciencia no
implica abandonar toda objetividad en la búsqueda de la verdad, ni refutar
todo tipo de autoridad doctrinal, moral, pastoral o jerárquica.
Ni decir tiene que sobrepasaría los objetivos de estas VI Jornadas el
abordar exhaustivamente todas las repercusiones del Concilio. Como se
puede constatar, el programa presenta un amplio espectro de aspectos
relativos a la relación con Dios y a la relación entre fe y mundo, es decir, a
la transmisión de la fe en un mundo en el que se intenta secularizarla,
negándose a ver en el hombre aspiración alguna trascendente y relegando
“a Dios entre las cosas que se usan o se dejan de usar”. Y es preciso
recordar que “cuanto más se seculariza la sociedad civil y política, más
deben comprender los católicos, por encima de toda posible confusión, que
su pertenencia a la Iglesia que les trasmite ya en este mundo el germen de
la vida divina, libera el fondo de su ser haciéndole respirar en lo eterno.
Claro está que en cada uno de nosotros, la fe debe aspirar a purificarse cada
vez más”3.
Un examen atento nos lleva a la conclusión de que en el Concilio el
problema del aggiornamento, es decir, de la apertura de la Iglesia al mundo
actual y a su problemática, se presentó más sencillo de lo que es en
realidad. Por principio, se tuvo la impresión de que bastaba poner en
contacto la clara y sencilla sustancia de la fe con la situación de los nuevos
tiempos. Este simple contacto mostraría la fuerza de la levadura en la masa,
la fuerza del mensaje del Evangelio en el mundo de hoy. Una visión
optimista del ecumenismo y del diálogo con las grandes religiones y con el
marxismo secundaba esta postura espontánea y sencilla.
Sin embargo, en el transcurso del relativamente largo período de
tiempo desde la clausura del Concilio –este año se cumplen 40 años- ha
quedado claro que todos estos intentos de apertura y de diálogo no han
3
HENRI DE LUBAC, Diálogo sobre el Vaticano II, Madrid 1985, 81.
2
logrado el dinamismo deseado. Sería una salida fácil y precipitada hacer
responsable de este fracaso únicamente a los posicionamientos de quienes
en la Iglesia mostraron recelo y desconfianza al Concilio. No se puede
negar que existe esa realidad, pero la paralización del fuerte movimiento de
diálogo ecuménico entre las distintas confesiones cristianas se debe a
razones más profundas4.
Algo parecido sucede en relación con el diálogo del cristianismo con
las demás grandes religiones. El enfrentamiento secular entre musulmanes
y cristianos en el Oriente Próximo ha alcanzado dimensiones mundiales,
pudiéndose constatar esta realidad en algunas manifestaciones de estos
últimos tiempos.
A la vista de esta situación sólo cabe decir que se había tomado un
poco a la ligera la “apertura al mundo”, puesto que es evidente que ha
habido una serie de motivos que han hecho que la evolución postconciliar
discurriese de esta manera. Sin embargo, es necesario conocer cuál fue la
razón por la que dentro de la Iglesia católica y del cristianismo en general
se llegó a ese cálculo “erróneo” y demasiado optimista. Sin este
discernimiento resultará imposible mostrar un camino para el presente y
para el futuro inmediato.
Es posible que una de las razones más importantes para este cálculo
“erróneo” radique en el hecho de que el aggiornamento, la apertura de la
Iglesia a la situación histórica del mundo, fue contemplado sobre todo en la
dimensión metódica y formal. Un ejemplo esclarecedor es la reforma
litúrgica y en especial la reforma de la celebración eucarística.
Indudablemente esta reforma fue necesaria y adecuada. Al sentido genuino
de la celebración eucarística corresponde que toda la comunidad de fieles
que participa, entienda las palabras y los signos de la celebración, y que el
sacerdote celebre de cara a la comunidad y en comunicación con ella.
Sorprendentemente la puesta en práctica de estos cambios, necesarios
desde hacía tiempo, no conllevó un satisfactorio impulso de la vida de fe
eucarística, ni una nueva vitalidad, sino el alejamiento de un sector de
participantes en la vida litúrgica, que no han sido capaces de comprender
las cuestiones prácticas y teóricas con respecto a la celebración eucarística.
4
Cf. A. GERKEN, Euch ist es gegeben. Vom Mut, den Glauben zu leben und zu verkündige,
Freiburg-Basel-Wien 1977, 10ss.
3
Claramente aquí el problema va más allá de los cambios litúrgicos,
de los nuevos principios metódicos y de las cuestiones sobre la
configuración de la celebración eucarística. No se trata primariamente de
un problema de comprensión, ni de acceso, ni de articulación de la fe sino
de la misma realidad de la fe. Si la mayoría de los asistentes a la liturgia
hubiesen tenido presente la realidad eucarística, la apertura para “una
participación activa del pueblo” (“actuosa participatio”), hubiera motivado
un impulso de la vida eucarística. El hecho es que muchos cristianos ante el
comienzo de la reforma litúrgica sólo han tenido en cuenta el aspecto
externo y superficial de la celebración eucarística.
Respecto a la cuestión sobre Dios se puede asimismo constatar algo
semejante. Las palabras del Concilio sobre este punto, incluido el problema
del ateismo, tienen un tinte relativamente teórico y optimista. En ningún
lugar se habla, por ejemplo, de que el ateismo puede introducirse en el
cristianismo en la forma de la teología “de la muerte de Dios”. Aquí se
vuelve a constatar que el intento de transmitir al mundo moderno el
mensaje de Dios en una nueva apertura pone en evidencia en qué medida
los cristianos bajo la fachada de su confesión de fe pudieron haber perdido
la realidad de Dios. También en esta perspectiva se puede poner en duda el
que sea suficiente una solución metódico-hermenéutica de esta cuestión.
El problema de la hermenéutica y de los accesos metódicos y
lingüísticos a la fe no puede ser minusvalorado. Existe y hay que tomarlo
en serio. Sin embargo, en la actualidad parece más importante el que los
creyentes vuelvan su mirada al centro de su fe, sin olvidar tampoco la
reflexión metódica. De lo contrario surge el peligro de que se pierda la fe al
quererla hacer lo más plausible posible a los no creyentes. Naturalmente
aquí no se puede olvidar que una consideración de los propios fundamentos
de la fe plantea problemas de método, como nos lo manifiesta la exégesis
del Nuevo Testamento. Las preguntas de quién es Jesús, por qué y en qué
sentido es nuestro salvador, por qué el Nuevo Testamento lo llama el Hijo
de Dios saturan la literatura jesuánica de los últimos tiempos. Sería un
grave error si se quisiera esperar una solución sólo a partir del método. La
fe es más que ciencia, aunque tampoco está en contradicción con ella. La fe
es primariamente don del Espíritu, al que el hombre se abre con toda su
existencia, y su dimensión puede y tiene que ser asumida en la palabra y en
la reflexión, aunque no se consiga jamás un análisis completo de ella, dada
nuestra condición de “peregrinos y extranjeros”.
4
Esta complejidad de la transmisión de la fe la resume con palabras
magistrales el papa Benedicto XVI. A la pregunta del periodista bávaro
Peter Seewald de si “no necesitará la transmisión de la fe otro tono distinto,
que suene de distinta forma” respondió el entonces cardenal Joseph
Ratzinger: “Viendo el cansancio que predomina entre los cristianos, al
menos aquí en Europa, sí, me parece que efectivamente debería sonar de
otro modo. Yo leí la historia de un sacerdote ortodoxo que comentaba: ‘me
esfuerzo mucho, pero la gente no me escucha, o no vienen o se duermen.
Seguramente es porque lo que tenía que decir lo he dicho mal’. Es una
experiencia típica que otros también han tenido. Lo que verdaderamente
importa es que el predicador tenga relación interior con la Sagrada
Escritura, con Cristo vivo a través de la Palabra, y que al mismo tiempo sea
un hombre que esté y viva en nuestro tiempo, que no huya de él, que
reelabore interiormente la fe. Entonces, si logra expresarla verdaderamente
desde el fondo de su alma, el nuevo tono saldrá espontáneamente”5.
La misión de la Iglesia se realiza mediante aquella actividad con la
que obedeciendo al mandato de Cristo y movida por la gracia y la caridad
del Espíritu santo, se hace presente en acto pleno a los hombres o a las
gentes para conducirlos a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo por el
ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios
de gracia, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para la
participación plena del misterio de Cristo6. La Iglesia tiene una herencia
que trasmitir y no solamente un porvenir que inventar. No puede renunciar
a inculcarnos verdades eternas convirtiéndose simplemente en un lugar de
creatividad, de invención, de novedad adaptándose al nuevo arte de vivir.
No puede caer en el vértigo de una mutación acelerada participando sin
norma alguna en el gran cambio del mundo por temor a quedar
descalificada para siempre7. Firmemente convencido del éxito de estas
jornadas, agradezco profundamente su participación a la vez que les deseo
una feliz y provechosa estancia entre nosotros.
+ Julián Barrio Barrio
Arzobispo de Santiago de Compostela
5
Cf. J. RATZINGER, La sal de la tierra. Quién es y como piensa Benedicto XVI. Una
conversación con Peter Seewald, 5ª ed., Madrid 2005, 284.
6
Ad Gentes, 5.
7
Cf. HENRI DE LUBAC, op. cit., 110.
5
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